El campamento Paciencia

«Reunión en el témpano: el jefe nos explica la situación y nos retiramos», escribía Wordie. Habían establecido el campamento en lo que parecía un témpano estable, a unos cien metros del barco destrozado. Hasta donde alcanzaba la vista, el hielo se alzaba alrededor, formando colosales fragmentos retorcidos. La temperatura había bajado a veintiséis grados bajo cero.
A cada hombre se le dio un saco de dormir y se le asignó espacio en una de las cinco tiendas de campaña.
«Había sólo dieciocho sacos de piel y los echamos a suertes —escribía McNish. Por primera vez tuve suerte y me tocó uno». Mediante un subterfugio que no se le escapó a ninguno de los marineros, a la mayoría de oficiales les tocó los menos deseables sacos de lana Jaeger.
«Hubo trampa en el sorteo —apuntó Bakewell—, pues Sir Ernest, el señor Wild… el capitán Worsley y algunos de los demás oficiales sacaron los sacos de lana. A sus subordinados les tocaron los buenos y calientes sacos de piel».
Acostados sobre sábanas que no eran impermeables, los hombres escucharon el rechinar y el estruendo de los témpanos, cual truenos distantes, que recorrían el hielo debajo de sus cabezas, un sonido que ya no apagaban las sólidas amuras de madera. Sus tiendas de lino eran tan delgadas que se veía la luna desde dentro. Tres veces, aquella noche, el témpano en el que habían acampado se resquebrajó; tres veces tuvieron que coger las tiendas, los sacos de dormir y las sábanas, para volver a colocarlos.
«Una noche terrible —escribió James—, con el barco sombrío y oscuro recortado contra el cielo y los ruidos de la presión que sufría… parecían los gritos de una criatura viva».
El propio Shackleton no regresó a su tienda, sino que anduvo de arriba abajo, escuchando la presión, con la vista clavada en su buque. «Cual una lámpara en la ventana de una casita, desafiaba a la noche —anotó—, hasta que, muy temprano por la mañana, el Endurance fue sometido a una presión especialmente violenta. Se oyó un crujido de vigas y la luz desapareció».
En el helado amanecer, Hurley y Wild se unieron a él a fin de salvar del naufragio las latas de gasolina. Construyeron una especie de cocina, calentaron leche y la llevaron a los hombres en sus tiendas, «sorprendidos y un tanto acongojados» —según las secas palabras de Shackleton— por la tranquilidad con que algunos de los hombres aceptaron esta contribución a su comodidad. No entendían bien el trabajo que habíamos hecho por ellos al amanecer, y oí a Wild decir: «Si alguno de ustedes, caballeros, quiere que le limpiemos las botas, ¡póngalas afuera!».
Después de desayunar, Shackleton volvió a reunir a los hombres y les informó que en unos días empezarían a caminar hacia Cerro Nevado o la isla Robertson, a unos trescientos kilómetros al noroeste.
«Como siempre con él, lo hecho, hecho estaba —apuntó Macklin. Era agua pasada y él miraba el futuro… Sin emoción, melodramatismo ni excitación, dijo: “El barco y las provisiones han desaparecido… de modo que ahora regresaremos a casa”».
La marcha proyectada requería que cargaran las provisiones básicas, así como dos de los tres botes salvavidas. Habían repartido ropa nueva, equipamiento de invierno y poco menos de medio kilo de tabaco para cada uno. Aparte de esto, tuvieron que limitar el peso de sus efectos personales a un kilo, con algunas excepciones: por ejemplo, Shackleton permitió a Hussey llevar su banjo, porque proporcionaría «un vital tónico mental» a los hombres.
Para dar ejemplo a sus compañeros, Shackleton descartó delante de ellos un puñado de monedas de oro, su reloj de oro, sus cepillos de plata y su neceser; luego, cogió la Biblia que la reina Alejandra había obsequiado al buque, arrancó la guarda y otras páginas y dejó el libro en el hielo. Las hojas que conservó eran las del Salmo 23 El campamento Paciencia y unos versos de Job:
¿De qué entrañas llegó el hielo?
Y la blanca escarcha del Cielo, ¿quién la engendró?
Las aguas están escondidas, como por una piedra
y el rostro de las profundidades está helado.
El montón —compuesto de uniformes de gala, equipo científico, libros, relojes, utensilios de cocina, cuerdas, herramientas, banderas, sextantes, cronómetros, diarios y mantas— creció conforme los hombres echaban en él todas las pertenencias que no fuesen esenciales. McNish ató los botes a unos trineos; otros repartían las raciones, ordenaban su equipo y cosían bolsillos en su ropa, a fin de guardar posesiones preciadas, como cucharas, cuchillos, papel higiénico y cepillos de dientes.
En las dos noches siguientes no llovió ni nevó, pero el 30 de octubre, los hombres se despertaron con una mañana helada y nevada. Todos estaban listos para ponerse en camino, y a la una y cuarto un «destacamento pionero», compuesto por Shackleton, Hudson, Hurley y Wordie, inició la marcha. «¡Ahora vamos a isla Robertson, chicos!», gritó Shackleton, y todos le vitorearon. Esta avanzadilla debía intentar rebajar los montículos, romper los bloques de hielo y los escollos que ejercerían presión sobre quienes se desplazarían en los botes y los trineos tirados por los perros.
A las tres menos cinco, Crean sacrificó a tres de sus cachorros y a la señora Chippy, a la que se consideraba ya la mascota del buque. Macklin tuvo que sacrificar a su perro Sirius, al que no había enseñado a andar con arnés; el siempre amistoso animal saltó para lamerle la mano, que temblaba tanto que Macklin tuvo que disparar dos veces para matarlo. El sonido de los disparos por encima del hielo ensombreció aún más un día ya de por sí amargo.
A las tres de la tarde el resto de la procesión se puso en marcha. Desde la avanzadilla de cabeza hasta el bote con cupo para quince hombres que iba a la cola, la desorganizada fila cubría más de un kilómetro y medio. Siete equipos de perros se relevaban con cargas menos pesadas.
A las seis de la tarde se detuvieron para pasar la noche. Habían recorrido apenas un kilómetro y medio.
«Un día espantoso —escribió Lees a la mañana siguiente—. Fuerte nevada con temperaturas muy altas y todo mojado». Debido a la nieve no salieron hasta la tarde; habían avanzado menos de un kilómetro cuando el tiempo empeoró, y Shackleton decidió detenerse. El tercer día, el 1 de noviembre, cubrieron menos de medio kilómetro, a veces con la nieve hasta las caderas, antes de rendirse.
«El estado de la superficie es atroz… —apuntó Hurley—. Parece que no haya un solo metro cuadrado de superficie lisa que no esté cubierto por un laberinto de montículos y escollos». Tras conferenciar con su comité asesor ad hoc, compuesto por Wild, Worsley y Hurley, Shackleton reconoció que sería inútil seguir, y anunció que establecerían un nuevo campamento para esperar la rotura del hielo que les permitiera llevar los botes al agua. Esperaban que la corriente de la placa los llevara rumbo al nordeste, dejándolos al alcance de la isla Paulet, a casi seiscientos cincuenta kilómetros de donde estaban en ese momento. En isla Paulet la expedición sueca de Nordenskjóld construyó una cabaña en 1902, provista con vituallas de emergencia; Shackleton lo sabía porque doce años antes, ¡qué ironía!, él mismo había ayudado a aprovisionar la operación de socorro de esa expedición. Desde allí un pequeño grupo iría a la bahía Guillermina, donde sin duda se encontrarían con balleneros. Entretanto, al nuevo campamento, situado en un sólido témpano de unos seis metros de grosor, a un kilómetro del naufragado Endurance, lo llamaron campamento Océano.
En los días siguientes, equipos de salvamento iban y venían del campamento provisional, donde habían abandonado el barco, a su nuevo cuartel. Muchos de los objetos sacados del buque durante el desastre se habían hundido en la nieve por su propio peso y no se podían recuperar. No obstante, los hombres se alegraron de poder rescatar muchas cosas, incluyendo algunos volúmenes de la Enciclopedia Británica. Sacaron la timonera entera de la cubierta, ahora bajo casi un metro de agua, y la usaron como almacén. McNish cortó una abertura a través de la cubierta encima del Ritz y descargó varias cajas de alimentos, algunas más útiles que otras: las de azúcar y harina se merecieron estruendosos vítores, pero las de nueces, cebollas y bicarbonato sódico sólo recibieron quejas.
Fue durante este tiempo de excavar en las entrañas del buque naufragado cuando Hurley decidió rescatar sus negativos.
«De día —escribió— cortaba con machete las gruesas paredes del frigorífico, a fin de recuperar los negativos guardados en él. Se encontraban bajo más de un metro de hielo más o menos blando; me desnudé de cintura para arriba, me zambullí debajo del hielo y los saqué. Afortunadamente, están soldados en latas de doble forro, por lo que espero que no hayan sufrido con la inmersión».
Puesto que el nuevo plan requería el uso de los botes, se siguió limitando el peso de las posesiones personales de cada hombre, pero cuando Hurley regresó con sus preciados negativos, Shackleton cedió.
«Pasé el día con Sir Ernest, seleccionando mis mejores negativos de la colección del año —apuntó Hurley el 9 de noviembre. Volví a soldar ciento veinte y descarté cuatrocientos. Esta desgraciada reducción es esencial, ya que debemos recortar drásticamente el peso debido al espacio muy limitado de que dispondremos en los botes». Entre los negativos seleccionados, había veinte diapositivas en color y cien plicas de cristal, enteras y medias.
«Acuérdate de poner tu viejo diario en mi bolsa, pues creo que lo llevas con mayor regularidad que yo», había dicho Shackleton a Lees cuando abandonaron el barco. Se acordaba del libro y de los derechos que le habían pagado por anticipado para financiar la expedición. Las fotografías de Hurley resultarían igualmente valiosas.
Por fin, en trineos tirados por perros, llevaron tres toneladas de provisiones al campamento Océano, y las depositaron en la antigua timonera, ahora apodada «la conejera». El nuevo campamento se fue conformando; en el centro, la nueva cocina, hecha de velas y palos, contenía un fogón que Hurley construyó con un cincel, aprovechando el conducto de cenizas del barco; cerca de ella, en fila, tres tiendas semiesféricas y dos triangulares, y los perros por equipos, atados a palos clavados; una plataforma hecha de tablas de la cubierta y palos servía de vigía; sobre ella ondeaban las banderas del rey y del Royal Clyde Yacht Club.
Establecieron una rutina. A las ocho y media desayunaban foca frita, masa de harina cocida llamada bannock y té. En cada tienda había alguien encargado de llevar las comidas de la cocina a la tienda. Después del desayuno, hasta la una y media, unos grupos salían a buscar focas y otros se consagraban a quehaceres en el campamento. Por la tarde se dedicaban a hacer lo que quisieran, por lo general leer, zurcir o pasear. A las cinco y media se servía estofado (hoosh) de pingüino con cacao y, a continuación, todos se acostaban en los sacos de dormir. Durante la noche montaban guardia cada hora, por si los perros «se iban a la deriva» o por si el témpano se rompía de pronto.
Las raciones originalmente pensadas para la travesía continental fueron de los primeros artículos evacuados después del naufragio, y las conservaban escrupulosamente para el viaje en botes, que pretendían realizar al cabo de uno o dos meses. Los cálculos de cuánto tiempo les duraría el resto de los alimentos salvados variaban según la personalidad de cada uno. Hurley pensaba que había «suficiente comida en el campamento, añadidos los pingüinos y las focas, para durar nueve meses». Las estimaciones de Lees, basadas en la experiencia y más realistas, no iban más allá de unos cien días. Shackleton asignó cuatrocientos cincuenta gramos de comida por persona y día, una ración incómodamente frugal, pero no de hambruna. La principal crítica de los hombres en ese momento tenía que ver con la monotonía del rancho.
Shackleton asignó las tiendas con la astucia que cabía esperar de él.
«Puso en la suya a los que creía que no congeniaban con los demás… No era fácil llevarse bien con los que tenía en su tienda… Eran bastante dispares», según Greenstreet. Con Shackleton, en la tienda número uno, estaban Hurley, Hudson y James; estos dos últimos eran fáciles de embromar y aguijonear, y Shackleton los incluyó por su propio bien; en cuanto a Hurley, su vanidad se sentía halagada si estaba con «el jefe». Shackleton recelaba mucho de Hurley, que ya desde el inicio de la expedición se había ganado varios seguidores, gracias a su indudable competencia y a sus excelentes antecedentes profesionales; en cuanto a resistencia mental y física, estaba al mismo nivel que Wild y Crean, pero carecía de su indiscutible lealtad, por lo que Shackleton se esforzaba en «consultarlo» e incluirlo en todas las conferencias de cierta importancia.
Wild, Wordie, McIlroy y McNish compartían la tienda número dos: Shackleton incluyó al sombrío carpintero entre hombres que consideraba «sólidos», bajo la mirada atenta de Wild. La tienda número tres, grande y semiesférica, albergaba a los ocho hombres del castillo de proa: How, Bakewell, McCarthy, McLeod, Vincenr Holness, Stephenson y Green, que sin duda esperaban permanecer juntos. Crean estaba encargado de la tienda número cuatro, que por lo general no presentaba problemas; sus compañeros eran Hussey, Marston y Cheetham. Worsley compartía la otra tienda grande, la número cinco, con Greenstreet, Lees, Clark, Kerr, Rickinson y Blackborow.
Los días transcurrían en una total inactividad, aunque no del todo desagradable Aparte de las especulaciones acerca del progreso de la guerra en Europa, las conversaciones más apasionadas tenían que ver con el tiempo, el viento y la velocidad con que se desplazaba el hielo.
«La tormenta continúa y todos esperamos que dure un mes, pues hemos avanzado veintisiete kilómetros en dirección noroeste desde nuestra última observación» —escribía McNish el 6 de noviembre, día en que se inició la primera tormenta fuerte de nieve. Tanto el rumbo como la velocidad del desplazamiento eran de suma importancia. Lo ideal era que la dominante corriente de noroeste los llevara al largo brazo de la península Antártica, cerca de las islas de Cerro Nevado, Robertson o Paulet; por otro lado, cabía la peligrosa posibilidad de que la corriente fuera en dirección nordeste o este, alejándolos de tierra firme, o bien, por supuesto, que la placa se parara, en cuyo caso tendrían que enfrentarse a otro invierno sobre el hielo.
A mediados de noviembre el tiempo se volvió increíblemente suave: las temperaturas subieron a entre seis grados y un grado bajo cero. Si bien se alegraron porque esto constituía una señal de la inminente rotura de la placa, las condiciones de vida se tornaron menos cómodas. El campamento se llenó de aguanieve por la que tenían que vadear, y en ocasiones caían en ocultos charcos de agua. En el interior de las tiendas, la temperatura subía hasta veintiún grados, un calor opresivo en esas circunstancias. Todas las tiendas contaban con suelo de madera, hecho con las tablas de las perreras y del barco, pero ni siquiera esto mantenía los sacos de dormir fuera de los charcos. De noche, la temperatura descendía a dieciocho grados bajo cero, lo bastante fría para que el aliento cayera en forma de polvo de nieve en las tiendas.
Se acostaban como sardinas, los pies de uno contra la cabeza de otro; no había espacio para girar ni para caminar cuando salían o entraban. Inevitablemente, las menores tensiones se exacerbaban.
«Las paredes de las tiendas son muy finas —escribía Lees—, más finas que este papel, y tienen orejas tanto por fuera como por dentro, y se oyen muchos fragmentos de conversaciones que no deberían oírse». El papel que el propio Lees desempeñaba en el grupo resultó tan fascinante como patético. Aparte de sus demás rasgos irritantes, roncaba, y a principios de noviembre anota en su diario que «hay un movimiento para sacarme de la tienda de ocho hombres para que me vaya a dormir a la conejera». La campaña dio resultado y poco después Lees daba los últimos toques a su dormitorio en el almacén.
«Esta noche se oyen amargos sollozos y lamentos en la tienda número cinco, por la pérdida de su querido “coronel”, que se ha ido a dormir a su almacén en la vieja timonera», apuntaba Worsley, irónico. En vista de la obsesión de Shackleton por mantener física y moralmente unido al grupo, asombra que permitiera que Lees se fuera o que lo ahuyentaran. Sin embargo, tenía claros motivos para querer neutralizarlo.
«La dieta normal de un ser humano ha de contener los tres principales ingredientes: proteínas, grasas e hidratos de carbono; en una proporción de 1-1-2, respectivamente, sea cual sea el peso —anotó Lees en su diario, como cabía esperar—, o sea, que debe haber más del doble de hidratos de carbono (alimentos harinosos y azúcar)… Como están las cosas, nuestra harina no nos durará más de diez semanas, a todo estirar…», y así continúa, interminablemente. La visión de su cara abiertamente angustiada, sus incesantes y meticulosos inventarios y sus preocupadas declaraciones acerca de una inminente escasez debieron de sacar a Shackleton de sus casillas.
Y no ayudaba que sus observaciones fuesen acertadas, pues no parece haber captado el aspecto más importante del problema de la tripulación, a saber, que, desde un punto de vista racional, su situación era no sólo desesperada, sino imposible. Por esto, las estrategias de supervivencia no podían basarse completamente en la realidad. Las tácticas de supervivencia que aplicó Shackleton suponían una peligrosa apuesta entre la moral y las necesidades prácticas, y lo que menos precisaba era que los hombres oyeran las sombrías invocaciones a las leyes de la ciencia y la razón. Por esto, sólo podía alegrarle la decisión de condenar a Lees al ostracismo o de minar su credibilidad.
No obstante, una de las exigencias prácticas a la que sí prestó atención fue la preparación de los botes para el inevitable viaje.
«He estado ocupado desde el sábado dando los últimos toques al trineo del bote —escribió McNish el 16 de noviembre— y ahora lo estoy alzando treinta centímetros y añadiéndole cubiertas para que pueda transportar a todo el grupo, caso de que tengamos que hacer un viaje más largo del que anticipamos de momento». Esto lo hizo con las únicas herramientas que le quedaban: una sierra, un martillo, un cincel y una azuela. En menos de dos semanas acabó los tres botes, pero seguía haciendo apaños.
«He empezado a alzar el Dudley Docker el equivalente de una traca, con tranquilidad —apuntó—. Me ayuda a matar el tiempo y hace que el bote sea más navegable». Todos los que se detenían a observarlo quedaban impresionados. A mediados de diciembre seguía trabajando en los botes para, como decía, «matar el tiempo». En este caso dedicaba sus cuidados al ballenero de siete metros de eslora llamado James Caird en honor del principal benefactor de la expedición y construido en un astillero a orillas del Támesis, siguiendo las especificaciones de Worsley.
«La tablazón era toda de pino báltico, la quilla y la cuaderna, de olmo norteamericano, la roda y el codaste, de roble inglés», según Worsley. Uno de los refinamientos de McNish consistió en añadir listones contra las rozaduras en la amura de proa, a fin «de que el hielo recién formado no lo corte, porque está hecho de pino blanco, que no dura mucho en el hielo». En lugar de los habituales materiales de calafateo, es decir la estopa y la resina, llenó las junturas con mechas de vela y las selló con las pinturas al óleo de Marston. Los clavos que usó eran los de la madera rescatada del Endurance.
El deshielo había provocado cambios sutiles en el paisaje: los contorsionados campos de hielo se habían suavizado y presentaban un entramado de vías de agua. Los días eran muy largos: el sol salía a las tres de la mañana y se ponía a las nueve de la noche. Para matar el tiempo, los hombres cazaban focas entre el hielo medio derretido, jugaban a cartas y discutían sobre artículos de la Enciclopedia Británica. En la tienda número cinco, Clark leía en voz alta pasajes de la obra Science from an Easy Chair. Seguían cantando ya avanzada la tarde. Marston cambiaba las suelas de las botas de todos, y Hurley se hallaba absorto en la improvisación de crampones para la marcha hacia el oeste desde la isla Cerro Nevado.
La tarde del 21 de noviembre, poco después de dar de comer a los perros, mientras leían y conversaban tranquilamente en sus tiendas, los hombres oyeron a Shackleton gritar:
—¡Se va, chicos!
Salieron corriendo y, desde la plataforma de vigilancia y otras posiciones ventajosas, vieron los últimos momentos de existencia del Endurance. Con la popa levantada, se fue a pique con una rápida zambullida, la proa primero.
«Se produjo un silencio raro en el campamento —observó Bakewell—. En cuanto a mí, se me formó un extraño nudo en la garganta y me costaba tragar… Ahora nos encontrábamos muy solos».
—Se ha ido, muchachos —anunció Shackleton en voz baja desde la plataforma de vigilancia. Y en su diario, escribió: «A las cinco de la tarde se fue a pique de cabeza: la popa, la que había provocado todos los problemas, fue la última en hundirse. No puedo escribir nada más al respecto».
Según continuaba el deshielo se abrían más vías de agua, de modo que las ocasionales excursiones de salvamento al campamento provisional se volvieron cada vez más peligrosas. Con creciente dificultad, los perros se abrían camino en el siempre cambiante laberinto de canales, a fin de recoger las focas muertas por los cazadores. El témpano en el que habían acampado había girado hasta quince grados este en el hielo que se iba derritiendo. Sin embargo, la placa en sí no parecía estar a punto de quebrarse.
«En realidad, Sir Ernest no ignora la posibilidad de que tengamos que permanecer en el témpano hasta que llegue a las Orcadas del Sur —anotó Lees—. Pero no le gusta que se hable de ello, por temor a crear una sensación de desolación, sobre todo entre los marineros».
Los ya conocidos hitos flotaban majestuosamente a través del inundado y borroso paisaje. El viejo amigo de la tripulación, el Rampart Berg, que se había acercado y se encontraba a apenas ocho kilómetros, se veía azul oscuro, lo que indicaba que podría estar flotando en mar abierto. Una espesa neblina ocultaba a veces el paisaje; caía aguanieve y, en una ocasión, lluvia. A fines de noviembre, el cielo azul dio paso a granizadas; el ruido del granizo al caer sobre las tiendas recordó a Wordie un chapuzón caído sobre árboles. Flotaban con rumbo noroeste a una velocidad de poco más de tres kilómetros por día.
Diciembre no fue un mes fácil para Shackleton. Hacia fines de noviembre sufrió un acceso de ciática, que empeoró en los días siguientes, hasta que no pudo levantarse sin ayuda del saco de dormir; sin duda no le ayudó el haberse acostado en un saco de lana sobre madera mojada. Lo peor fue que la ciática lo mantuvo apartado de los acontecimientos del campamento. James, que compartía su tienda, observó que «vigilaba siempre por si se producía una baja en la moral, o algún descontento, a fin de remediarlo de inmediato». Lo que Shackleton temía por encima de todo era perder el control de sus hombres. Su enfermedad lo puso nervioso e inquieto, y cuando por fin se recuperó, al cabo de unas dos semanas, no estaba precisamente de buen humor. «El jefe echa la bronca al cocinero por hacer bannocks pastosos», escribió Hurley el primer día que Shackleton se levantó. Los hombres también se sentían inquietos y había preocupantes signos de descontento entre los marineros.
La tripulación controlaba el deslizamiento de su témpano con mayor intensidad que nunca.
«En cuanto hayamos pasado el Círculo Ártico (66° 33') tendremos la impresión de estar a medio camino de casa —anotó Lees el 12 de diciembre—. Y es posible que con vientos favorables lo crucemos antes del año nuevo». Pocos días después, una fuerte tempestad venida del sur prometía empujarlos más allá de la línea mágica mucho antes de lo que habían previsto, pero el 18 de diciembre el viento cambió y sopló desde el noroeste, impulsándolos por donde habían venido. No obstante, lo que más preocupaba era que la corriente giró sutilmente hacia el este, alejándolos así de una posible recalada. Shackleton discutió con Wild y Hurley la posibilidad de intentar acercarse a tierra a pie, en parte para evitar el ominoso indicio de que flotaban hacia el este, y en parte porque —cosa con la que Wild estaba de acuerdo— «un tiempo de trabajo duro haría bien a todos». El día 20, los tres fueron a comprobar el estado del hielo.
«Encontramos que la superficie y las condiciones eran buenas; aproximadamente el 75% de la marcha fue espléndido», manifestó el optimista Hurley en su diario.
Shackleton informó a los expedicionarios de que emprenderían la marcha el 23 de diciembre, el día después del solsticio de verano, en que celebrarían la Navidad. El anuncio supuso una noticia desagradable para muchos. «Por lo que he visto, será una marcha horrible —escribió Greenstreet—. La blandura es mucho peor que cuando abandonamos el barco y, en mi opinión, sólo debería hacerse como último recurso; espero sinceramente que olvidará la idea de inmediato. En nuestra tienda ha habido fuertes discusiones al respecto…».
Pese a la gran fiesta de «Navidad», no todos estaban de buen humor cuando levantaron el campamento a la mañana siguiente, 23 de diciembre. Shackleton decidió que andarían de noche, cuando el hielo estuviese más duro, y por tanto despertó a los hombres a las tres de la mañana; era un día brumoso, triste. La primera marcha abortada se había iniciado con auténtico optimismo, pero muchos emprendieron ésta, la segunda, con resignada y desganada obediencia.
Dieciocho hombres tiraron con gran esfuerzo de dos de los botes, sobre un hielo precario; luego todos regresaron a guardar las provisiones restantes. Arrastraron tiendas, cocina, provisiones y trineos hasta los botes, y allí acamparon. Dejaron el tercer bote en el campamento Océano. Al final del primer día habían recorrido unos dos kilómetros en ocho horas de marcha.
Los días siguientes transcurrieron con la misma tediosa e ingrata rutina. Nunca del todo descansados, con un hambre nunca del todo saciada y siempre mojados, los hombres andaban a duras penas bajo el peso de sus mochilas, y resbalaban en los montículos y el hielo medio derretido; recorrían un promedio de un kilómetro diario. Shackleton había planeado ir hacia el oeste unos 95 kilómetros, pero hasta él debió de darse cuenta de que nunca lo lograrían.
«Nunca he tenido la desgracia de participar en una marcha más dura y descorazonadora», escribió Bakewell.
El 27 de diciembre se hicieron patentes las dudas silenciosas y los resentimientos.
«El jefe tuvo problemas hoy con el carpintero mientras iba en trineo —apuntó Wordie—. Esta noche nos reunimos en el témpano y el jefe nos leyó las normas del barco». Tras andar por una sección de hielo especialmente difícil, McNish se paró en seco y anunció, con lenguaje grosero, que no pensaba seguir.
Shackleton iba al frente con la avanzadilla y Worsley, encargado de los que tiraban de los botes, tuvo que tratar con McNish, cosa que no fue capaz de hacer. Siempre hubo tensión entre ellos, y es posible que el incidente no se hubiese producido de haber estado los tiradores de los botes al mando de otra persona. En todo caso, un agitado Worsley mandó llamar a Shackleton, quien regresó a toda prisa a la cola de la columna.
McNish estaba exhausto, empapado, sufría de almorranas y todavía lamentaba la pérdida de su gato, la señora Chippy. Se había quejado durante días enteros de que no le habían dejado rescatar madera del Endurance con la que construir un balandro que los hubiese llevado a todos a la libertad. Otros compartían su desilusión. El viejo lobo de mar, convertido en abogado, alegaba que su deber de obedecer las órdenes se había acabado con el abandono del Endurance.
Shackleton y McNish se dijeron cosas muy duras. Técnicamente, McNish tenía razón. No obstante, Shackleton convocó una reunión y leyó las normas del barco, añadiendo algunas de su propia cosecha: informó a sus hombres de que se les pagaría hasta el día en que llegaran a buen puerto y no, como se acostumbraba, sólo hasta la pérdida del barco. Por consiguiente, dijo, estaban a sus órdenes hasta entonces.
McNish se tranquilizó y la situación quedó resuelta. Sin embargo, Shackleton no olvidó el peligro que había evitado de milagro. Había más en juego que un marinero descontento. No era sólo que McNish hubiese desobedecido las órdenes en un momento en que los ánimos se encontraban en un punto bajísimo, sino que, además, había desafiado las declaraciones optimistas de Shackleton. Ahora resultaba imposible fingir que sus arduos esfuerzos tuviesen la más mínima oportunidad de acabar bien. Quizá tuviesen razón sus críticos; acaso no debieron irse del campamento Océano; tal vez Chippy debió construir el balandro. La breve rebelión de McNish había sugerido lo impensable, o sea, que el jefe era capaz de cometer errores.
En este contexto lleno de tensión, la renuente decisión que tomó de suspender la marcha apenas dos días después fue tan amarga como valiente. Más adelante, el hielo resultaba impracticable, lo que les obligó no sólo a detenerse sino también a desandar ochocientos metros, hasta un lugar más seguro. Los hombres se acostaron a las diez de la noche, sin cenar.
«Me acosté, pero no pude dormir —escribió Shackleton en su diario—. Creía que todo el asunto se había terminado y decidí regresar al hielo más seguro: es lo único seguro… Estoy angustiado… Todos trabajan bien, salvo el carpintero: nunca lo olvidaré en este tiempo de pruebas y tensiones».
Para el nuevo campamento escogieron un témpano que parecía sólido, pero al día siguiente una profunda hendidura los obligó a trasladarlo de nuevo. Descubrieron que el hielo no era tan estable como el del campamento anterior.
«Todos los témpanos por aquí parecen saturados de mar hasta la mismísima superficie —indicó Worsley en su diario—, tanto que, cuando se corta dos centímetros y medio debajo de la superficie de un témpano de unos dos metros de grueso, el agua aparece casi inmediatamente en el agujero». Pero estaban atrapados, pues los témpanos a su espalda se habían desintegrado demasiado para poder retirarse a ellos.
En una semana de agotadora marcha, los expedicionarios habían recorrido trece kilómetros. Atrás, en el campamento Océano, habían dejado más provisiones, libros, ropa, una cocina que funcionaba bien, madera para el suelo de las tiendas y… una cómoda rutina. Para colmo, el viaje había dañado los botes que con tanto esfuerzo habían arrastrado.
«Oí al carpintero decir que si teníamos que recorrer mucha más superficie helada, los botes no flotarían cuando encontráramos mar abierto», recordó Bakewell. No cabe duda de que McNish se empeñó en dar a conocer a todos esta información; así se desquitaba, pues lo que los marineros temían por encima de todo eran los daños a sus preciados botes.
Pese a los amargos reveses y los arrepentimientos, debían reanudar la vida en los témpanos. Armaron las tiendas en línea recta sobre la traicionera nieve, paralelas a los perros. «Al campamento lo hemos llamado campamento Paciencia», escribió Lees.
Era enero de 1918, y las placas no daban muestras de quebrarse. Para colmo, el viento había bajado, dejándolos muy cerca del paralelo 66. Los días y las semanas transcurrían con renovado tedio y malhumorada tensión.
«Jugar a esperar está agotando la paciencia de todos», observó Hurley con una impaciencia impropia de él, pues frente a las circunstancias cambiantes solía ser tan resistente como cualquiera de la expedición, o más. A fin de matar el tiempo, los hombres paseaban por el perímetro de su témpano, leían, jugaban al bridge y se tumbaban en los sacos de dormir. McNish hizo gran ostentación de volver a calafatear los botes con sangre de foca. Y ahora analizaban su situación más a fondo que antes.
«En todo caso, el jefe ha vuelto a cambiar de opinión —escribió Wordie—; ahora pretende esperar a que haya vías y cree que las habrá, con tanta firmeza como creía, hace una semana, que la nieve sería adecuada para arrastrar los botes dieciséis kilómetros por día». El propio Shackleton estaba preocupado e irritable, nada abierto a las sugerencias bienintencionadas. Lees se mostraba abiertamente angustiado por las provisiones y a diario llevaba a cabo excursiones de caza de focas, excursiones no autorizadas, sobre el hielo cada vez más quebradizo; Worsley acabó por tener que «encargarse» de él. A Shackleton le exasperó la sugerencia de Greenstreet de matar y almacenar toda foca y todo pingüino que se acercara al campamento.
Según Greenstreet, le dijo: «Eres un maldito pesimista. Eso mosquearía a los de proa, ¡creerían que nunca vamos a salir de ésta!». Sin embargo, la alimentación se había convertido en un problema realmente preocupante: las focas escaseaban y las provisiones de carne y grasa disminuían.
El 14 de enero sacrificaron a los perros de los equipos de Wild, Crean, McIlroy y Marston… veintisiete perros. Se consideraba que ya no harían falta y la comida que consumían se había vuelto demasiado valiosa; su pemicán llegaría a convertirse en un ingrediente esencial en la dieta de los hombres.
«Se me encomendó esta tarea, y fue la peor que he tenido en mi vida —informó Wild en su diario—. He conocido a muchos hombres a los que preferiría matar antes que al peor de los perros». Esta necesidad alteró a todos los expedicionarios.
«Uno de los acontecimientos más tristes desde que salimos de casa», apuntó McNish. Aquella misma tarde, a Hurley y a Macklin se les autorizó a hacer un peligroso viaje con sus perros al campamento Océano. Con cierta dificultad regresaron al día siguiente con cuarenta kilos de provisiones. Fue el último viaje de los perros de Hurley.
«Wild disparó a mis perros por la tarde —anotó y se despidió de su can preferido—. Dios te salve, viejo líder Shakespeare, siempre te recordaré… intrépido, fiel y diligente».
Por fin, el 21 de enero, tras un mes de calma exasperante, una tormenta llegó del sudeste y los empujó al otro lado del Círculo Antártico hacia aguas familiares. Se encontraban ya a doscientos cuarenta kilómetros de la isla Cerro Nevado, si bien muy al oriente de la misma. Para celebrar la ocasión, Shackleton asignó un bannock adicional a cada hombre. No obstante, una excursión realizada unos días después por Wordie y Worsley a un iceberg cercano reveló que no había señal de la largamente esperada quiebra del hielo.
«Hielo en casi todas partes», observó Wordie, tras subir a la cima del iceberg para otear el horizonte. Debido a la escasez de focas, la provisión de grasa no dejaba de disminuir, de modo que, a fin de conservar combustible, Shackleton redujo la ración de bebidas calientes a una taza de té por la mañana.
A finales de enero, los caprichos de la placa hicieron girar su antiguo campamento Océano y lo acercaron a apenas diez kilómetros; irónicamente, lo pusieron en dirección oeste, rumbo más deseable que el que ellos llevaban. El 2 de febrero, Shackleton autorizó la recuperación del tercer bote, el Stancomb Wills.
«Ha hecho falta mucho tiempo para convencer al jefe —escribió Wordie—, y dudo de que lo hubiese hecho de no ser por el mal humor en el campamento». Nadie creía que todos cabrían en dos botes. Shackleton se había resistido por un temor morboso a perder hombres en accidentes innecesarios. Sin embargo, con los tres botes a salvo en el campamento, los ánimos mejoraron, y sobre todo los de los marineros, aunque se reconocía también que esta mejora se debía tanto a la gran cantidad de artículos rescatados y metidos en las tiendas como a la llegada del Stancomb Wills.
Los días seguían pareciendo interminables. Shackleton ordenó que sacaran grasa de la pila de huesos, aletas y restos de foca descartados. «El problema de las focas» se volvía cada vez más acuciante, pues se les acababa no sólo la grasa para combustible sino también la carne.
«Así que no hay nada que hacer, salvo meternos en los sacos de dormir y engañar el hambre con cigarrillos —comentó McNish en su diario—, lo que Loyde [sic] George [el primer ministro británico] llama un lujo para los obreros».
La humedad y la nieve les obligaron a guarecerse en las tiendas, que estaban más empapadas que nunca. Con la sábana del suelo de la tienda número cinco habían hecho una vela para uno de los botes, de modo que lo único que quedaba entre los sacos de dormir y la nieve eran abrigos y pantalones impermeables, dos mantas y una piel de leopardo marino. Las tempestades habían roto varias tiendas, tan delgadas que una racha de viento de exterior movía el humo de los cigarrillos.
A mediados de febrero, Shackleton regañó a Lees por sus comentarios pesimistas.
«Es bueno registrar estos pequeños incidentes de la vida de un expedicionario —escribió Lees, sin rencor—, pues suelen suprimirse en los libros publicados, o como mucho se leen entre líneas». Shackleton continuó restringiendo sus excursiones de caza, so pretexto —equivocado— de que tenían suficiente carne para un mes. Esta restricción enfadó hasta al leal Worsley y el optimismo del jefe chocaba con el cinismo de varios miembros del grupo.
«El sublime optimismo que ha demostrado todo el tiempo es, en mi opinión, una soberana idiotez —comentaba Greenstreet—. Desde un principio ha alegado que todo saldría bien, no ha hecho caso cuando las cosas no han ido como pretendía, y así estamos». Cuesta criticar los razonamientos de Shackleton. No podía estar más sintonizado con el estado de ánimo de sus hombres y sin duda no se le escapaba su descontento respecto al problema de la caza. Es más, no era de los que dejan que el orgullo les impida cambiar una decisión equivocada. Su obstinada resistencia a almacenar más comida de la que podían ingerir en unas semanas se debía más bien a una cuestión de ética razonada. Lo que más le preocupaba era la moral de sus marineros, y como ninguno de ellos dejó un diario, resulta imposible saber lo que pensaban. De otros relatos se deduce que se sentían más desanimados y más preocupados de lo que manifestaban abiertamente. Los miembros de la cámara de oficiales, o sea los oficiales y los científicos, sabían que pasarían el invierno en el hielo y que harían excursiones en trineo. Los pensamientos de Lees al inicio de la segunda marcha lo ilustran muy bien:
«De no ser por un poco de angustia natural acerca de nuestro avance, nunca en la vida me he sentido tan feliz como ahora, pues, ¿no es esta existencia la “auténtica”, la vida con la que llevo años soñando?». Había soñado con probar las hazañas épicas de la era heroica de Scott y muchos de ellos se unieron a Shackleton precisamente para vivir esa aventura. La vida de los marineros, en cambio, se centraba en el barco, y lo habían perdido. Y aunque también habían venido al sur con Shackleton para vivir una aventura, las epopeyas de estoicismo agotador no entraban en su marco de referencia. No deseaban pensar en la posibilidad de otro invierno en el hielo; querían hacerse a la mar. El primer objetivo de Shackleton consistía en mantenerlos unidos y acaso esto requería unas decisiones al parecer ilógicas.
Hacia finales de febrero, la repentina aparición de una bandada de pingüinos Adelie fue una bendición para los hambrientos hombres. Usaron la carne de los trescientos que mataron para alimentarse y su piel como combustible para la cocina. La temperatura empezaba a bajar y los hombres se quejaban porque sentían frío hasta en los sacos de dormir.
«… no he dormido las últimas dos noches por el frío», escribió McNish.
Shackleton visitaba las tiendas por turno y se sentaba a contar cuentos, recitar poesías o jugar al bridge.
«Ahora lo que más comemos es carne —apuntó Greenstreet—. Bistec de foca, estofado de foca, bistec de pingüino, estofado de pingüino, hígado de pingüino… Hace tiempo que se nos acabó el cacao y el té está a punto de terminarse… También la harina…». Con Lees y el cocinero Green, Shackleton se ocupaba del menú diario; conspiraba con ellos para hacerlo más apetitoso. Cuando contaban con focas y pingüinos celebraban las «ocasiones especiales» a fin de romper la monotonía.
«En honor del Día del Año Bisiesto —anotaba Worsley el 29 de febrero— y de que algunos de nuestros solteros hayan escapado de las garras del sexo débil, tomamos tres comidas enteras con una bebida para cada uno, y esta noche nos sentimos todos bien alimentados y felices».
La placa se desplazaba a un ritmo de poco más de tres kilómetros diarios. A principios de marzo se encontraban a sólo unos ciento quince kilómetros de la isla Paulet y ya habían dejado atrás la isla de Cerro Nevado.
El 7 de marzo se levantó una tormenta, la peor nevada desde que se adentraran en el hielo. Como hacía demasiado frío para leer o jugar a cartas, los hombres permanecieron en las tiendas, acurrucados en los sacos de dormir que se habían congelado y estaban tan duros como chapas de hierro. Dos días después, mientras desenterraban los trineos y los aparejos de la nieve caída —que alcanzaba unos ciento veinte centímetros—, detectaron un extraño movimiento en la placa: era el oleaje del mar debajo del hielo. El día siguiente, Shackleton organizó prácticas de cómo cargar los botes, con el fin de estar preparados para hacerlo, caso de que su témpano se quebrara.
Esto ocurrió unos días más tarde, pero se cerró muy pronto. Con todo, seguían desplazándose hacia el norte, y se fueron acercando a isla Paulet.
El 21 de marzo fue el comienzo del invierno. Los días se hacían más cortos y la temperatura bajaba. El 23 de marzo avistaron tierra al oeste. «Ha habido dudas por parte del capitán —escribió McNish con sardónica satisfacción—. Porque no ha sido el que la ha visto primero. Después de haber estado vigilando durante estos últimos dos meses y de haber confundido numerosos icebergs con islas, le ha sentado fatal que otro haya avistado tierra antes que él». Pero se trataba de auténtica tierra firme: eran las crestas recortadas y cubiertas de nieve de la isla Joinville, la primera vez que veían tierra firme en seis meses.
«Si el hielo vuelve a quebrarse podremos desembarcar en un día», escribió Hurley.
Sin embargo, el hielo no se quebró; la placa, demasiado frágil para atravesarla a pie y demasiado sólida para que navegaran, continuó desplazándose hacia el norte. Cada día Shackleton observaba cómo sus peores temores se hacían realidad. Se aproximaban a la punta más alejada de la península Antartica y pronto ya no verían la tierra.
El 30 de marzo sacrificaron a los últimos perros y se comieron a los más jóvenes. En esta ocasión nadie se lamentó, sino que aceptaron la necesidad y el placer de su inesperadamente sabrosa carne. También mataron varias focas grandes y se alimentaron bien por primera vez en dos semanas. Todavía quedaban las raciones reservadas para el regreso en trineo, casi sin tocar.
«Esta vida envejece», apuntó Hurley en su diario.
La noche del 31 de marzo, el témpano se partió y quedaron separados de los botes. Shackleton ordenó una «vigilancia sobre vigilancia», o sea, que estuvieran en guardia en todo momento, por turnos de medio grupo. El hielo se mantuvo firme. Siguieron días de fuertes vientos. Los hombres no tenían nada que hacer, salvo conversar, acostados en los sacos de dormir, mientras el mar golpeaba la placa por debajo, hasta tal punto que Lees se mareó.
Lo que veía Worsley indicaba que el témpano se desplazaba más rápido de lo que lo empujaba el viento; obviamente, fuertes corrientes impelían a la placa, que se iba desintegrando. Al amanecer del 7 de abril, la luz reveló las escarpadas montañas nevadas de la isla Clarence; más tarde, aquel mismo día, los afilados picos de la isla Elefante surgieron apenas al oeste del norte. La corriente los impulsó a una velocidad casi desconcertante hacia el norte, hacia las islas. Pero entonces cambió de modo alarmante, hacia el oeste, llevándolos más allá del alcance de cualquiera de las dos islas, para a continuación seguir hacia el este, dejando a ambas islas justo enfrente. Cada día se presentaban nuevas contingencias que precisaban nuevos planes. La fauna abundaba ya: gaviotas, petreles, golondrinas de mar, en el cielo, y ballenas en las vías de agua.
El 8 de abril por la tarde, el hielo se quebró de nuevo, justo debajo del James Caird. El témpano cabeceó como un barco en el mar, y formó un triángulo de unos 80 por 86 por 104 metros.
«… Me pareció que se acercaba el momento de botar los botes», escribió Shackleton. Después del desayuno, el 9 de abril, levantaron el campamento, prepararon los botes y, por fin, ingirieron una última comida, de pie.
A la una de la tarde, Shackleton dio la largamente esperada orden de botar. Hacía meses que había asignado las posiciones: en el James Caird, el ballenero, iban Wild, Clark, Hurley, Hussey, James, Wordie, McNish, Creen, Vincent y McCarthy, con el propio Shackleton al mando; en el Dudley Docker iban Greenstreet, Kerr, Lees, Macklin, Cheetham, Marston, McLeod y Holness, al mando de Worsley, y en el bote más pequeño y menos seguro, el Stancomb Wills, iban Rickinson, McIlroy, How, Bakewell, Blackborow y Stephenson, al mando de Hudson y Crean.
A la una y media de la tarde, los botes se hicieron a la mar, en las vías abiertas que discurrían en un errático zigzag entre témpanos que daban bandazos.
«Nuestro primer día en el agua fue uno de los más fríos y más peligrosos de toda la expedición —observaría Bakewell. El hielo se había desmandado. Costaba mucho mantener nuestros botes en las vías abiertas… varias veces evitamos por los pelos que las masas más grandes nos aplastaran al juntarse».
Los hombres habían permanecido quince meses atrapados en el hielo, pero su prueba más dura estaba a punto de empezar.