PERFILES DE LA FICCIÓN CRIMINAL

¿Qué es el cine negro? («What is film noir?»), se repite incesantemente en cuantas aproximaciones anglosajonas se aborda el estudio de la ficción criminal, y en los términos de la pregunta están ya implícitas la paradoja y la contradicción que dan origen a una perplejidad tan generalizada. La paradoja nace del encuentro en el que confluyen, bajo la óptica de la reflexión teórica, las imágenes americanas y el acercamiento crítico francés que, históricamente, trató por primera vez de conceptualizar aquellas. La contradicción aparece cuando, desde el ámbito estadounidense, se reflexiona sobre la identidad común de una producción muy amplia cuya interpretación y análisis se muestran resistentes a una codificación global desde parámetros de género.

Por temprano que parezca, el párrafo precedente condensa ya una buena parte, si no la totalidad, de la problemática planteada por la tarea que se deriva de la resistencia anterior: la deseable descodificación analítica de una amplia corriente cinematográfica que no tarda en desvelarse, a poco que se aproxime la lupa, mucho más heterogénea, plural y cambiante de lo que puede parecer en una aproximación superficial. Películas americanas, perspectiva teórica europea, acusado polimorfismo, dispersión diegética, dificultades para establecer la pertinencia —o incluso el sentido— de los instrumentos analíticos, indefinición conceptual, clasificaciones equívocas, eclecticismo metodológico… son algunas de las barreras que dificultan, desde hace ya mucho tiempo (al menos, desde 1949), la comprensión del fenómeno.

Como si la niebla de ambigüedad y el espesor relativista que sacuden a estas películas hubieran contagiado la mirada de analistas y teóricos, así también el desbroce y la ordenación del territorio para explorar se han visto sumergidos, con más frecuencia de la deseable, en un pantano brumoso y poco transitable cuyas aguas oscuras no contribuyen, precisamente, a facilitar la navegación. Una tupida red de propuestas y ensayos cruzados, de miradas transversales y caminos que se bifurcan acaban por conducir el itinerario hacia esa recurrente perplejidad encerrada en la pregunta que abre este capítulo.

Intentar romper el círculo cerrado parece, por consiguiente, la premisa esencial del abordaje, pero —por muchos preámbulos que antecedan a la exploración— el interrogante siempre reaparece: ¿qué es el cine negro? Una pregunta a la que, en principio, cabría oponer otra: ¿el cine negro es un género?, y otra más: ¿acaso es un movimiento?, y otra más todavía: ¿el cine de gángsters es cine negro?…, y así sucesivamente, de forma que será necesario empezar por aclarar algunos conceptos básicos relativos a la definición de género propiamente dicha. Entremos en materia.

Se entiende en estas páginas que un género es un determinado marco operativo, un estereotipo cultural socialmente reconocido como tal, industrialmente configurado y capaz, al mismo tiempo, de producir formas autónomas cuyos códigos sostienen, indistintamente, el feed-back del reconocimiento social, la evolución de sus diferentes y cambiantes configuraciones históricas y la articulación de su textualidad visual, dramática y narrativa. Un «modelo para armar», en definitiva, sustentado sobre la conexión (mutuamente alimenticia) con el imaginario de su audiencia, generado por un modo de producción concreto al que, a su vez, también condiciona, y levantado —finalmente— sobre un andamiaje lingüístico en cuyo funcionamiento se pueden «leer» las huellas de los dos factores anteriores.

Vayamos por partes. Para que un grupo o serie de películas pueda llegar a conformar un género no sólo hace falta que dichos films compartan una serie de rasgos comunes, identificables como tales por el segmento de la audiencia hacia la que se dirigen, sino que es preciso —también— que la expresión narrativa de tales ficciones pueda hundir sus raíces en la conciencia colectiva hasta conseguir que el modelo funcione, al final, como «metáfora de la sociedad en la que se inscribe y a la que toma como referente» (Hurtado, 1986, 5). Esta premisa exige, a su vez, que dicha expresión establezca su propia simbiosis con las expectativas sociales y culturales, que se alimente de los componentes míticos y estructurales de esa sociedad, que los incorpore en su formulación genérica y que sirva de soporte a un modelo de respuesta susceptible de encauzar los mecanismos de identificación entre el espectador y las imágenes.

El diálogo entre estas últimas y su audiencia necesita, igualmente, que las convenciones articuladoras de aquellas se acaben imponiendo como naturales (haciendo abstracción de su artificio) sobre la mirada colectiva. Cuando esto ocurre, las imágenes se convierten en reflejo y vehículo (por vía inversa o directa) de actitudes, expectativas, referentes o escalas de valores existentes en la sociedad, bajo cuyo entramado el análisis sociolingüístico puede descubrir la impronta del contexto histórico en el que aquellas surgen, del que son deudoras y al cual también contribuyen a conformar.

Ahora bien, las convenciones que hacen posible esta simbiosis y que dan forma a dicha expresión narrativa son configuradas por un sistema de producción que condiciona, a su vez, un determinado proceso de elaboración de los films. La dinámica y las exigencias de este mecanismo de construcción fílmica tienden a codificar, por su parte, unos modos narrativos, un modelo de verosimilitud diegética, un sistema dramático y unas formas visuales. Y viceversa; es decir, estas mismas formas —industrialmente ahormadas— serán capaces de generar su propia autonomía funcional y, si consiguen establecer una fecunda comunicación bidireccional con sus destinatarios, también lo serán de incidir sobre el modus operandi, sobre las perspectivas y sobre la evolución de los sistemas de producción que las han prohijado.

Finalmente, la configuración textual de aquellas formas y la creación de sentido generada por la articulación lingüística del modelo genérico descansa sobre una compleja serie de intermediaciones, tanto individuales como colectivas, que dan lugar a otras tantas dimensiones creativas: iconográfica (decorados, objetos, vestuario, arquitectura, urbanismo), narrativa (estructura, elipsis, articulación temporal), dramática (arquetipicidad y funciones de los personajes, desarrollo de situaciones) y estrictamente visual (iluminación, fotografía, encuadres, fuera de campo, ángulos y movimientos de cámara, planificación, montaje interno y externo). Facetas cuya articulación unitaria engendra la capacidad codificadora del género sobre la que descansa la enunciación propiamente dicha.

Por otro lado, también es preciso tener en cuenta que «las constantes o características de un género provienen del conjunto de films que se estiman como probables integrantes» y, al mismo tiempo, que «no se deducen éstos de unas reglas clara y explícitamente reconocidas». De aquí la necesidad de entender el género como «un modo de articulación de las diferentes variables narrativas y expresivas posibles (…) a lo largo del tiempo, que culmina en la producción de un “efecto de corpus ”, como tal basado en el juego entre repetición y diferencia, entre invariancia (o redundancia) y novedad» (Monterde, 1994, 53).

Es decir, se entiende que el «horizonte de expectativas» generado por el «efecto de corpus» a que alude Monterde se constituye, al mismo tiempo y cuando menos, sobre el desarrollo fílmico y sobre la observación analítica de éste. Podría pensarse, sin embargo, que la formalización genérica está más en función de la recepción (y de sus consecuencias) que de la enunciación (y de sus códigos), como de hecho se ha planteado en algunas ocasiones, pero esta ecuación equivale a ignorar que entre una y otra dimensión opera un activo y complejo feed-back inevitablemente determinado por la mediación económico-industrial.

Es cierto que no puede hablarse de géneros sin respuesta social que fundamente su desarrollo, pero también lo es que aquella aparece como resultado de una enunciación y de un sentido narrativo condicionados por un modo de producción. Este último, a su vez, asimila la influencia de dicha respuesta a su propia dinámica y, con todo ello, deja impresa su huella sobre la textualidad, generando unos códigos de verosimilitud que afectan, por igual, al terreno de la enunciación y al campo dramático.

Nos encontramos, por consiguiente, ante un fenómeno complejo y profundamente dialéctico, capacitado para formalizar sus propias reglas compositivas (Losilla, 1993, 35) y que obliga a reconocer su territorio como «un lugar de tensiones, de precaria estabilidad en la que no deja de producirse una constante experimentación de estrategias diferentes que se abandonan o se reafirman conforme…» evoluciona esa intrincada red de factores anteriormente descrita. Este organismo vivo y articulado, sobre el que actúan de forma interdependiente múltiples vectores, viene a sustituir en nuestra concepción, por lo tanto, a los dos únicos motores identificados por Vicente J. Benet (1992, 35) como impulsores del desarrollo genérico: «la ideología y el mercado».

La consideración de los géneros como un espacio, abierto y no cerrado, habitado por tensiones en movimiento bajo la cobertura de su codificación, obliga —igualmente— a reconocer que las fronteras entre ellos pueden diluirse con relativa facilidad y que los límites entre un género y otro casi nunca serán tan nítidos o tajantes como casi siempre pretende la crítica más aficionada a las etiquetas que al análisis. Y esto a pesar de que un estudio de naturaleza estadística pudiera revelar, dentro de un corpus definido, las coordenadas-patrón de un determinado modelo respecto a las cuales se acercan o se alejan las diferentes películas integradas en aquel: un trabajo y una metodología de la que intentarán escapar las páginas que siguen.

Más aún; puesto que «el paradigma genérico (…) es inexplicable si se toman en consideración sólo posturas uniformadoras, sean iconográficas, estéticas o pseudolingüísticas» (Benet, 1992, 34), según se desprende también de la propuesta desarrollada hasta aquí, estaremos obligados a contemplar alguna forma de interrelación entre los diferentes vectores —o, al menos, los más significativos de éstos— que intervienen en la configuración del género. Se entenderá mejor entonces, una vez sentada esta concepción, la dificultad para situar los perfiles y la pertinencia del cine negro, pero esto no impide la posibilidad de identificar —conforme a la óptica planteada— los rasgos y los elementos esenciales que confluyen en la radiografía de las películas objeto de atención.

Vaya por delante que existe una primera cuestión terminológica necesitada de clarificación. Se sabe de antemano, y se ampliará con más detalle en el capítulo correspondiente, que el concepto de cine negro es europeo y tiene origen francés. En los Estados Unidos, sin embargo, existían ya dos vocablos específicos —de ámbito conceptual más amplio, pero menos preciso— desde mucho antes de que la citada etiqueta hiciera fortuna: el thriller y, en mucha menor medida, el shocker. Ambas taxonomías americanas eran ajenas, en principio, a los modos de la crítica cinematográfica del viejo continente y la primera, de hecho, se utilizaba y se utiliza en ámbitos anglosajones con un sentido laxo capaz de englobar numerosas corrientes que guardan entre sí frágiles lazos familiares.

El concepto thriller deriva de la palabra inglesa thrill (escalofrío, estremecimiento) y se emplea, indistintamente, para referirse al cine de gángsters, el cine negro, el cine policíaco, el cine criminal, el cine de suspense, el cine de acción o cualquiera otra manifestación paralela que se relacione, aunque sea en términos figurados o muy generales, con el crimen, la policía, la intriga, el misterio, las persecuciones…; en definitiva, distintas y heterogéneas formas de construcción narrativa o de agrupación temática contagiadas, de manera más o menos explícita, por el ejercicio de la violencia. Diferentes apartados o modalidades, en cualquier caso, que se vierten aquí como mero reflejo de un lenguaje muy extendido, pero a expensas —todavía— de matizaciones ulteriores más precisas y clarificadoras en cuanto a la pertinencia o funcionalidad de su utilización.

Posteriormente, el concepto thriller cruza el Atlántico y se instala, con mayor indeterminación aún, entre los recovecos de la crítica europea, lo que contribuye todavía a emborronar más el paisaje terminológico. De cualquier manera, y antes de profundizar en la definición y acotación de estos conceptos, debe quedar claro que tanto el cine de gángsters como el cine negro no son otra cosa que sendos modelos frecuentemente subsumidos en el ámbito ecléctico del thriller, pero dotados de una configuración y de una codificación propia. Muy probablemente, adelantémoslo ya, las dos corrientes de mayor relieve que han surgido en el territorio de aquel.

Esta premisa lleva implícita, a su vez, la consideración de uno y de otro como modelos genéricos diferenciados, si bien puede establecerse —según se desarrolla más adelante— que ambos comparten un extenso territorio fronterizo y que el cine de gángsters sienta las bases de una formulación mucho más compleja y adulta nacida de sus entrañas; es decir, el cine negro propiamente dicho. Punto de partida que diferencia, a su vez, entre esta última modalidad y determinadas propuestas del cine policíaco, del cine de detectives, del cine criminal y, sobre todo, del cine de suspense o del cine de acción, pero es necesario seguir avanzando.

El cine negro aparece, por consiguiente, como un modelo diferenciado. Ahora bien, ¿se trata de un género o de un movimiento?, como se ha llegado a plantear en numerosas ocasiones. La cuestión no es baladí porque afecta de lleno a la naturaleza metodológica del abordaje crítico, de manera que conviene clarificar al máximo la óptica desde la que tal disyuntiva se contempla en estas páginas. La perspectiva utilizada para entrar en el debate toma como referencia los tres conjuntos de normas que Román Gubern propone para definir la noción de género —«los cánones iconográficos, los cánones diegético-rituales y los cánones mítico-estructurales» (Gubern y Prat, 1979, 32)— y confronta éstos con la incidencia de otros tres factores específicos del modelo.

Estos tres elementos nucleares, entre muchos otros periféricos, son los que están precisamente en el centro de la discusión: la relación dialéctica del cine negro con el presente histórico de la sociedad en la que nace (tomada esa relación a veces en sentido metafórico), la raíz expresionista que alimenta las tonalidades atmosféricas de su estética y la cuestión esencial de la ambigüedad en la producción de sentido dentro de estos films. Adicionalmente puede añadirse un cuarto factor de notable peso específico: la amplitud que el modelo manifiesta para acoger en su seno diferentes corrientes y ramificaciones, lo que le convertiría —desde esta óptica— en una especie atípica de «supergénero».

El primero de estos elementos introduce un aspecto de gran importancia, incluso decisivo, para el desarrollo y la comprensión del modelo. El cine negro también puede «leerse», de hecho, como una crónica histórica en presente —si bien, muy estilizada— capaz de proponer un «modo de representación» codificado para hablar de la contemporaneidad social desde diferentes perspectivas y en sus distintas expresiones. En el aspecto más inmediato y directo, de la extensión del crimen, de la venalidad y de la corrupción en la sociedad de su propio tiempo. En un sentido más amplio y profundo, de la convulsiva transformación de valores que sacude a un país sorprendido, primero, en una rápida y voraz evolución hacia el modelo industrial, sumergido después en una profunda crisis económica y enfrentado, finalmente, al esfuerzo bélico que lleva consigo su implicación en la contienda europea. En definitiva, de los nuevos referentes que alimentan, por activa o por pasiva, el imaginario de la formación industrial y urbana capitalista que rompe con la vieja idealización del mito fundacional —de carácter rural y agrario, como ilustra toda la mitología del western (Hurtado, 1986, 125-127)— de la América primitiva.

Esta mirada sobre el presente proporciona, de manera explícita unas veces y subterránea otras, la materia prima de fondo para la construcción de las ficciones, por lo que inyecta en las películas que nos ocupan una dimensión referencial, y por consiguiente también narrativa, forzosamente dinámica y plural (se trata de un presente prolongado en el tiempo; al menos, entre 1939 y 1956), a la vez que inscribe y acota, históricamente, la producción de los films. Además, la pluralidad de corrientes y formatos narrativos dificulta la estabilidad de los cánones diegético-rituales y también la configuración de unos códigos de verosimilitud homogéneos, mientras que la delimitación temporal obstaculiza la prolongación del fenómeno mucho más allá de las fechas señaladas. Estos factores operan contra la configuración genérica y facilitan la consideración del modelo como un movimiento que, inserto en una geografía y en un período concretos, incorpora en sus imágenes el reflejo de la realidad social.

Simultáneamente, y de forma dialéctica, ese mismo carácter referencial del cine negro —por el que los films se nutren de su presente histórico contemporáneo— opera a favor de la simbiosis entre las imágenes y las expectativas sociales de la colectividad, lo que facilita el funcionamiento de aquellas como soporte de unas formas de respuesta y de un diálogo industrial-cultural que engrasan, y codifican, los mecanismos de relación entre el espectador y la pantalla. Esta faceta alimenta la dimensión mítico-estructural, empuja las películas hacia la consideración del conjunto como un género y tiende a sustraerlas del ámbito del movimiento.

A pesar de esto último, sin embargo, resulta muy difícil extender la pertinencia genérica del cine negro más allá del período histórico citado y de los límites geográficos en los que nace, fuera de cuyos márgenes —además— el modo de producción que lo ha hecho posible y que ha permitido su desarrollo ni sobrevive (tras las mutaciones operadas a comienzos de los años cincuenta en el sistema de los estudios) ni, fuera de América, llegaría a existir nunca. Al margen de estas fronteras, por consiguiente, los contornos específicos de la serie negra se difuminan, de sus moldes emergen propuestas de otra naturaleza (el cine policíaco de los años sesenta o, ya en Europa, el polar francés), el cine de gángsters se repliega en aisladas y nostálgicas manifestaciones a la sombra del revival y el modelo, en su conjunto, empieza a diversificar sus manifestaciones y a perder, en buena parte, la fuerte implicación social que lo caracteriza.

El segundo y el tercero de los elementos en juego están estrechamente ligados entre sí, puesto que la raíz expresionista subyacente a la estética de los films en cuestión es, en realidad, una consecuencia y un resorte expresivo de la ambigüedad en la que se diluye y sobre la que se fundamenta la producción de sentido. El universo visual de contraluces y claroscuros, la promiscuidad permanente entre la luz y la sombra no provienen sólo de la importante influencia que vierten sobre el cine americano los operadores de procedencia alemana y europea (Karl Freund, Franz Planer, Theodor Sparkhul, Tony Gaudio, Sol Polito, Nicholas Musuraca), o seguidores suyos (John F. Seitz, Ernest Haller, Ted McCord), sino también, y sobre todo, de la impregnación que destila el espesor casi impenetrable del enigma en la vertiente narrativa y la densidad de los signos y del lenguaje visual en el terreno expresivo.

Si la resolución del misterio importa menos que las motivaciones de los personajes (igualmente oscuras), si la dimensión moral de éstos fluctúa a uno y otro lado de la legalidad, si la frontera entre el bien y el mal se hace borrosa hasta casi difuminarse y si el paisaje estilístico se puebla de recursos elípticos, dobles significados, alusiones indirectas, ambivalencias expresivas y tensiones subterráneas, entonces la ambigüedad narrativa y la turbulencia espesa de la atmósfera se convierten en el alimento natural y en la consecuencia estética inmediata de estas ficciones.

Desprovisto del suelo firme de las certezas, el cine negro camina sobre la inseguridad y sobre la niebla de su implicación profunda en la realidad oscura que refleja, y de ahí que históricamente se abra paso, precisamente, cuando el modelo abandone los cauces narrativos del cine de gángsters y se adentre en una perspectiva más compleja, tendente a sumergir al espectador en un universo sin valores reconocibles, donde el equilibrio siempre es inestable y donde todo es intercambiable, donde el reverso de la luz puede resultar más inquietante que el envés de la oscuridad.

Esta dimensión resulta esencial para comprender la verdadera naturaleza del modelo y, en su ausencia, quizá se pueda hablar de cine de gángsters, del policíaco documental, de cine criminal, de cine policíaco o de cine de suspense, pero muy difícilmente de cine negro. La ambivalencia moral, la complejidad contradictoria de situaciones y personajes, la turbiedad de los móviles, el sentimiento de angustia y «el estado de tensión que nace en el espectador con la desaparición de sus puntos de guía psicológicos» (Borde y Chaumeton, 1958, 20) son los elementos generadores de ese malestar específico que hace hablar a Paul Schrader de «sutiles cualidades de tono y de atmósfera» como rasgos esenciales de carácter frente a la extensa y alambicada casuística en la disposición del material narrativo que, a fin de cuentas, alberga dentro de sí este tipo de cine.

Semejante polimorfismo, a su vez, se convierte en dispersión iconográfica y está en el origen de la promiscuidad y de la amplitud de corrientes, tendencias, ciclos y ramificaciones por las que se multiplica la producción usualmente relacionada con el universo del crimen. Dicha heterogeneidad, a su vez, distancia a este amplio bloque de películas de la homogeneidad icónica (generada por los mecanismos de la puesta en escena) y ritual (derivada de las estrategias narrativas) que son los mínimos factores de cohesión exigibles para establecer la pertinencia genérica.

El verdadero núcleo del cine negro queda reducido entonces, como tal género, a una pequeña almendra central poblada por un ramillete de títulos mucho más reducido de lo que parece, en cuya órbita periférica, o incluso tangencial, circulan muchos otros que sólo de forma oblicua o por parentesco temático-argumental podrían ser asimilados con aquel.

Resulta de utilidad, por lo tanto, volver al concepto omnicomprensivo del thriller como instancia global y en tanto que supergénero capaz de acoger en sus cauces extraordinariamente flexibles numerosas manifestaciones de índole más o menos familiar. Dentro de sus coordenadas se abre paso la aparición, la formalización progresiva y el desarrollo de un movimiento pluriforme con raíces históricas (como se verá más adelante) capaz de engendrar en su interior, al menos, un antecedente germinativo (el cine de gángsters de los años treinta), una derivación transitiva (el cine de denuncia social), un género nuclear de pertinencia restringida y estricta acotación temporal, pero contaminante de distintos ciclos y formatos paralelos (el cine negro), y varias corrientes asimiladas que bien pueden llegar en muchos casos —pero no todos— a superponerse de pleno con este último (el cine de detectives, el cine criminal), o bien pueden discurrir en paralelo y compartir con él, de forma sólo tangencial, algunas zonas comunes de mayor o menor amplitud, caso del cine policial.

Esta estructura con forma de muñecas rusas y articulada sobre tres escalones diferentes puede ayudar a comprender el funcionamiento, los ecos expansivos, las resonancias y las relaciones internas que mantienen entre sí numerosas películas y también las de éstas respecto a sus moldes genéricos más evidentes. Ahora bien, el esquema en cuestión ofrece tan sólo una guía orientativa de utilidad metodológica y no debe entenderse, en ningún caso, como una compartimentación férrea entre modelos que distan mucho de ser autónomos y que, con harta frecuencia, aparecen mutuamente contaminados entre sí o amalgamados en fructífero mestizaje.

Territorio privilegiado para desplegar la radiografía de un país en crisis y campo abonado para la denuncia ética, las imágenes del cine negro mantienen con sus referentes sociales una relación compleja y nada simplificadora que se expresa en las películas más como diagnóstico de fondo que como requisitoria testimonial en primera instancia. Si sus ficciones transparentan, con tanta nitidez, las contradicciones éticas y sociales generadas por la configuración acelerada de una formación urbana y capitalista sumergida en un problemático trance de crecimiento, y enfrentada a las consecuencias de su intervención bélica, ello obedece a la naturaleza de sus contenidos y, sobre todo, a la peculiar disposición de sus estrategias narrativas, estéticas y lingüísticas.

En cuanto al primero de estos aspectos, y tomando como base la concepción más amplia del movimiento en cuestión, el cine negro acompaña siempre a sus protagonistas (gángster, policía, detective o criminal) en su deambular por el universo del hampa o del delito, por los caminos del crimen y de la extorsión. La presencia de estos elementos, y de todos aquellos factores relacionados con ellos, hace que la película negra gire esencialmente en torno a la muerte o, cuando menos, en torno a su amenaza o su premonición. Su territorio dramático predilecto es la angustia, el miedo o la sombra que provoca la cercanía o la posibilidad de la muerte. De ahí su necesidad de instalarse bien en la médula o bien en la periferia del delito, del medio criminal o de las aguas turbias por las que discurre la borrosa línea fronteriza entre el bien y el mal.

Que la descripción de tales ambientes sea inmediata, directa y física, o, por el contrario, indirecta, elíptica y psicológica, que la inmersión de la cámara en esos dominios sea rotunda y seca o pudorosa y alusiva, son variantes y posibilidades que no afectan a la naturaleza profunda del modelo. De la misma forma en que no es cierta la premisa de que el relato deba narrar necesariamente los acontecimientos desde el punto de vista del criminal, tampoco es ineludible que los moldes narrativos se circunscriban a los asuntos carcelarios, la biografía de los gángsters, las historias de detectives o de mujeres fatales, los procesos jurídicos o los enrevesados casos de psicología criminal, aunque todos estos contenidos hayan marcado de forma más que significativa numerosos títulos de las series respectivas.

Más que en estos componentes argumentales, diegéticos o temáticos, el núcleo duro y fundamental del cine negro desvela sus principales señas de identidad en el carácter problemático de sus personajes (de psicología siempre curva o nebulosa), en una visión pesimista del paisaje social, en un diagnóstico moral preñado de incertidumbres y ambivalencias. Más que la violencia, la presión psicológica o la crueldad por sí mismas, el rasgo diferencial del género en este campo atiende a la representación supuestamente realista y descarnada, pero en verdad sumamente estilizada, de éstas conforme a patrones icónicos mucho más codificados de lo que parece a simple vista.

De igual forma, la narratividad inicialmente heredera de la novela negra —de matriz conductista— no tarda en transgredir la débil membrana de las apariencias para bucear en la ambigüedad subterránea de éstas o para discurrir, en ocasiones, por la frontera de lo onírico, de lo freudiano o incluso de lo mítico, sustrato éste que puede rastrearse en el interior de algunos títulos bajo los que subyace el eco —reelaborado— de la tragedia. Conviene dejar claro, por consiguiente, que la ecuación cine negro igual a realismo es una de las más engañosas entre todas las posibles, y no sólo por la evidencia del espesor expresionista de su estética, sino también, y sobre todo, por el refinado artificio retórico que impregna los recursos estructurales y los mecanismos puestos en juego para organizar y conducir los conflictos abiertos dentro de estas ficciones.

El entronque del cine negro con las corrientes narrativas del realismo crítico norteamericano (esencialmente literarias; más en concreto, la escuela realista de la novela policíaca) se produce, por lo tanto, en un espacio diferente al de la representación naturalista propia del realismo fílmico. Esa zona de encuentro y de tensiones debe situarse, más bien, en el ámbito donde confluyen, por un lado, la mirada inconformista hacia la realidad que proyectan los escritores, guionistas y directores del género; por otro, la influencia considerable de la serie negra literaria sobre este modelo de producción; y, finalmente, la densa y estilizada formalización que configura su narrativa y su lenguaje.

Siendo esta construcción formal más deudora del expresionismo barroco y tenebrista, mayoritariamente nocturno, que de las claridades afirmativas inherentes a los modelos realistas, la condición negra de los films depende mucho más del estilo, de la construcción narrativa, de la puesta en escena y de la textura visual que de los motivos temáticos enunciados por sus historias. La condensación elíptica de éstas, la suntuosa densidad atmosférica de los ambientes descritos, la utilización del «fuera de campo» como trampolín para abrir en la diégesis todo tipo de fisuras, las estrategias de iluminación y de encuadre, las angulaciones de la cámara y los modos de la planificación fundamentan aquí el binomio que expresan la fragilidad siempre amenazada del bien y el atractivo ambiguo del mal.

Así es el espejo irisado, con algo de azufre, por cuyo azogue penetra el cine negro en la cara oculta del «sueño americano», del mito del self made man y de la moral del éxito que están en la base aglutinadora del floreciente capitalismo americano, tan despiadado como se muestra, por otro lado, en su paralela capacidad de desintegración social. Un cine de protagonismo mayoritariamente masculino, poblado por antihéroes casi siempre aislados (tanto en lo físico como en lo mental), muchas veces prisioneros de su pasado o bien entregados a un distante escepticismo frente a un presente lleno de incertidumbres y oscuridades.

El género se adentra de esta forma en la vida y en la cultura, en las costumbres y en los excesos de la sociedad americana, a la que se aproxima desde un ángulo oblicuo y a través de un prisma distorsionado en el que reina la inestabilidad de las perspectivas y el desequilibrio de los valores. El fatalismo que con tanta frecuencia impregna la vida de sus personajes, la dislocación psicológica que los mantiene cercados, el desengaño y el autoengaño del que son víctimas no son otra cosa que manifestaciones individuales derivadas del «estado de las cosas» en un mundo donde toda certeza o línea de referencia ha terminado por desvanecerse entre las brumas.

Hasta aquí se ha pretendido desarrollar una aproximación inicial de carácter metodológico y a título de boceto que exige, acto seguido, empezar a abrirse camino por la espesa jungla urbana de estas ficciones, comenzar a poner títulos, nombres, imágenes y referencias concretas al recorrido, rellenar y enriquecer los perfiles apuntados, dibujar contornos mucho más nítidos y profundizar en el esbozo de caracterización propuesto. Avanzar por este camino hace necesario, en primer lugar, trazar una sucinta radiografía de la evolución histórica vivida por América a lo largo del período (esencialmente desde el final de la primera guerra mundial hasta el desenlace de la guerra de Corea), y a esta tarea se aplica el capítulo siguiente.