1. Una propuesta de cartografía histórica

Existe habitualmente una cierta confusión a la hora de establecer las diferentes tendencias, corrientes, fases y ciclos englobados dentro de esa matriz común y ecléctica que hemos definido como el movimiento pluriforme del cine negro. Si la delimitación de las fronteras de un modelo tan atípico ofrece ya las resistencias metodológicas apuntadas al comienzo de este libro, no resulta menos complicado caracterizar y perfilar las diversas líneas de fuerza que se dibujan dentro de éste: una tarea en la que los aspectos temáticos, estilísticos y narrativos se mezclan, con frecuencia, en una especie de pozo sin fondo en el que resulta difícil no caer desorientado.

Antes de seguir adelante se hace necesario, por consiguiente, establecer algunos criterios de orientación, una mínima cartografía —por reductora de la realidad que pueda resultar ésta— que ordene y sistematice las diferentes corrientes y etapas que conforman la globalidad del corpus y que condicionan su propia evolución como modelo. La que se ofrece a continuación no es, por supuesto, ni completamente original ni tampoco la única posible, pero aspira a ser de utilidad para poder transitar por una frondosa y complicada selva de informaciones y datos que muchas veces surgen aparentemente inconexos y, al mismo tiempo, mutuamente imbricados. Una guía que trata de ofrecer algunas claves para circular por las rutas que ha trazado el cine negro a lo largo de su historia.

Se ha utilizado aquí, como referencia principal, la naturaleza del personaje protagonista de cada una de las series y, por lo tanto, se ha prescindido —en primera instancia— del criterio cronológico seguido Por la mayoría de los estudios sobre la materia. Así es como surgen cuatro grandes bloques de configuración relativamente heterogénea, pero bien diferenciados entre sí: cine de gángsters, cine policial, cine de detectives y cine criminal. Se entiende que este último, en lo que atañe a su protagonista, engloba por igual al asesino y a quien está a punto de convertirse en uno de ellos y, por otra parte, que el «específico negro» no es exclusivo de ningún apartado, pero tampoco lo determina. Más claramente: ni todo el cine de gángsters es cine negro, ni el cine negro se circunscribe al cine criminal o al cine de detectives.

Este tipo de organización, en realidad, se encuentra ya implícito en algunos trabajos sobre el género,[1] pero el criterio predominantemente diacrónico seguido en estos estudios no facilita una delimitación cartográfica suficientemente clara de la propuesta. Así, la denominación cine de gángsters parece comúnmente aceptada por todos los autores que, aun con altibajos, trazan completa la línea evolutiva de esta corriente a lo largo de la historia del género. Por el contrario, el cine policial recibe diferentes denominaciones según cada crítico y según la etapa de desarrollo de aquel que se examine y, de este modo, unas veces se habla del «documental policial» (sobre todo para referirse al período posterior a 1945) y otras de una corriente que, o bien hace apología de los agentes de la ley, o bien muestra el lado oscuro de éstos. Tal procedimiento impide distinguir con nitidez el camino que orienta el desarrollo de esta misma o de cualquiera otra tendencia, tiende a diluir las posibles influencias entre ellas y da lugar a un cierto confusionismo que el propio abigarramiento del género contribuye a incrementar.

Por su parte, el cine de detectives, al coincidir su período de máximo esplendor con el del apogeo del cine negro, se confunde a veces con éste en sentido estricto y se produce una identificación equívoca entre ambos que, en ocasiones, se extiende igualmente a la tendencia conocida como «psicología criminal». Este último término introduce un criterio nuevo y distinto (alusivo al papel que desempeñan los aspectos mentales en el tratamiento del desarrollo argumental), pero que no es determinante ni exclusivo de esta corriente, mucho más marcada por la tentación criminal del americano medio que por la naturaleza psicopatológica de su comportamiento, por lo que aquí —teniendo en cuenta que el criterio de clasificación seguido atiende prioritariamente a la condición de los protagonistas— se ha optado por reconvertirlo en cine criminal, tratando así de no restringir excesivamente su ámbito de actuación y de clarificar más la propia evolución del cine negro.

Debe tenerse en cuenta, eso sí, que en muchas ocasiones —como sucede en la confluencia temporal del primer período del cine policial con la segunda fase del cine de gángsters— las estructuras narrativas, estilísticas y, en cierto modo, dramáticas entre ambas series son semejantes y que la principal diferencia entre ellas radica precisamente, y no siempre de forma nítida o exclusiva, en la condición de los personajes que protagonizan cada uno de los bloques delimitados. De la constatación de tal evidencia nace la cartografía que se ofrece en estas páginas, cuya virtualidad debe entenderse como un instrumento auxiliar para empezar a comprender la heterodoxa y polifacética configuración de un movimiento particularmente movedizo y rico en pliegues interiores.

Es evidente, por último, que cada uno de estos bloques guarda una cierta correspondencia con cada uno de sus homónimos de la novela negra ya enumerados anteriormente. Así, el cine de gángsters está emparentado estrechamente con la crook story; el de detectives, con la narrativa hard boiled; el policial, con el police procedural, al menos en un momento intermedio de su desarrollo, y el cine criminal, con la crime psychology. Nada más natural, por otra parte, si se tiene en cuenta que el manantial literario fue, como ya se ha visto, una de las fuentes determinantes del género.

a) El cine de gángsters
Ciclo fundacional (1930/1933)

A efectos de configuración genérica y de periodización histórica, puede establecerse que el cine de gángsters empieza a cristalizar con el estreno casi consecutivo (octubre de 1930-enero de 1931) de The Doorway to Hell (Archie L. Mayo) y Hampa dorada (Mervyn LeRoy) o, si se quiere en términos paradigmáticos, con el protagonismo del mañoso de ficción Cesare Rico Bandello, con una línea narrativa centrada en presentar la ascensión social y posterior caída de este personaje, con el afán de poder como motor de la acción y con una naturaleza que, sólo de forma equívoca y si se atiende al inserto inicial del film —letrero que califica de lacra social el fenómeno del gangsterismo—, podría ser considerada como ejemplificadora.

La película en cuestión —la segunda de las citadas— aparece cuando hace ya varios años que los gángsters abundan en las pantallas, pero su inmediato y sonoro éxito de público provoca una avalancha de títulos que la siguen en la misma línea, integrantes de una corriente que dará nombre, por extensión, a casi todo el ciclo prolongado, en dos fases distintas, durante los años treinta y que precede a la eclosión del cine negro propiamente dicho.

A pesar de todo, no eran aquellos los primeros films que convertían a un gángster en protagonista de sus relatos —anteriormente lo habían hecho también La horda (1929), de Lewis Milestone, y, sobre todo, La ley del hampa (1927), La redada (The Dragnet, 1928) y Thunderbolt (1929), de Josef Von Sternberg, y ello sin contar los esbozos adelantados por los títulos precursores de éstos—, pero sí los que se atrevían a mostrar desde otro punto de vista, y con el añadido de una cierta violencia en las imágenes, la catadura moral y los mecanismos de conquista del poder empleados por este tipo de delincuentes, por otra parte tan habituales en esos años. El resultado de la gran acogida popular tributada al film de Mervyn LeRoy fue que las pantallas norteamericanas se vieron invadidas repentinamente, y en apenas el período que media entre 1931 y 1933, por un repertorio variopinto de gángsters brutales, codiciosos y desalmados que seguían la estela dejada por Rico Bandello.

Quick Millions (R. Brown, 1931), Las calles de la ciudad (R. Mamoulian, 1931), El enemigo público (W. Wellman, 1931), Smart Money (A. E. Green, 1931), El dedo acusador (J. F. Dillon, 1931) y The Mouthpiece (J. Flood y E. Nugent, 1931) son algunos de los títulos del primer período, que culmina con el Scarface (1932) de Howard Hawks. Esta es la respuesta que ofrece la ficción criminal a los efectos sociales de la Depresión, auténtico espejo invertido para una audiencia acosada por la crisis y con deseos de evadirse de la realidad, a la que se ofrece una doble gratificación: la posibilidad de vivir (en su imaginación) un proceso de enriquecimiento fácil y de conquista del poder y, al mismo tiempo, el espectáculo de la caída y la derrota de los envidiados protagonistas de ese éxito ajeno.

Por otra parte, las abundantes dosis de violencia que despliegan las imágenes de estos films, habitualmente plagados de asesinatos, junto con la atracción que el modelo como tal suscitaba en los espectadores al contemplar «ese proceso de lucha por el poder dentro de los parámetros de la criminalidad» (Benet, 1992, 112), le pisa los talones en el tiempo a los momentos más ásperos y conflictivos del gangsterismo real. Nunca como hasta entonces la ficción cinematográfica había dado a luz un modelo narrativo capaz de formalizar tanto sus códigos y de desarrollarse tan pegado al terreno, tan próximo a las páginas de sucesos y tan atento a la parte más negra y más sórdida de la sociedad. El cine de gángsters traducía sobre la pantalla, de forma estilizada, la crónica cotidiana del crimen; y el telón de fondo sobre el que nacen las películas habla por sí mismo.

Un ajuste de cuentas entre bandas rivales da lugar, en febrero de 1929, a la «matanza del día de San Valentín». En 1930 se estima que las organizaciones controladas por Al Capone extraen casi cien millones de dólares del juego, la prostitución, los narcóticos y el tráfico ilegal de bebidas. Capone y otros gángsters son llevados ante los tribunales en 1931. Al año siguiente se produce el secuestro del bebé de Charles Lindbergh. Chicago contabiliza, entre 1927 y 1930, 227 asesinatos. En 1933 doce mil americanos mueren asesinados, tres mil son secuestrados y cien mil asaltados. John Dillinger, Bonnie Parker y Clyde Barrow mueren, frente a las armas de la policía, en 1934. El gángster Dutch Schultz es asesinado por sus rivales un año después y en 1936 Lucky Luciano es condenado a treinta años de prisión.

Tales realidades sacudían a diario la conciencia social, por lo que no resulta extraño que la proliferación de películas en la misma línea hiciera saltar todas las alarmas cuando el país emprende la lucha contra la crisis y los vientos políticos cambian a partir del momento (1933) en el que la nueva administración rooseveltiana accede al poder. Ésta es una fecha de clara delimitación simbólica, pero —en realidad— la visión romántica del gángster había empezado ya a retroceder, al menos, desde un año antes, como se puede rastrear en algunos títulos indudablemente menores, pero portadores de síntomas elocuentes de dicha circunstancia: Alcohol prohibido (The Wet Parade; Victor Fleming, 1932), Radio Patrol (Edward L. Cahn, 1932), la comedia Pequeño gigante (Little Giant; Roy del Ruth, 1933) o La juventud manda (This Day and Age, 1933), de Cecil B. de Mille.

Por consiguiente, la caracterización de aquel primer ciclo —al que, de alguna manera, puede considerarse fundacional— empieza a transformar progresivamente su fisonomía a medida que las consecuencias del gangsterismo empiezan a hacer mella en la sociedad y, sobre todo, en sintonía con el reforzamiento del código Hays en 1934 (cuando entra en vigor la normativa que convierte en obligatoria la censura previa de guiones y de películas, tras doce años de controles informales), bajo la presión de las Ligas de la Decencia, acorde con la orientación del New Deal y en paralelo con la creación del FBI como organismo federal de lucha contra el crimen.

Ésta es la incisión global que hace retroceder, y casi desaparecer, a lo que llamaríamos el «modelo canónico» del cine de gángsters, mientras que sus intérpretes más carismáticos —caso de Edward G. Robinson o James Cagney— se pasan, como ya se adelantó anteriormente, al campo del cine policial. Sin embargo, y casi simultáneamente, esa transformación debe transitar por una derivación que surge desde el interior de la corriente hegemónica, que mantiene el protagonismo de los delincuentes —a veces simples víctimas de la situación en la que viven—, pero ya no para mostrar su trayecto biográfico completo, sino sólo una parte de éste: el encarcelamiento del personaje en alguna prisión federal.

Cine penitenciario (1932/1934-1950/1956)

Dentro de esta nueva fase parece como si los muros de las cárceles que guardan en esos momentos a los principales jefes del gangsterismo se convirtieran ahora también en los muros que aprisionan el relato. De esta forma, aseptizados los contenidos del primer cine de gángsters y ya en retroceso su incidencia sobre las carteleras, el ciclo de cine penitenciario toma su relevo (en términos más sincrónicos que diacrónicos), pero añadiendo a su precursor un mayor sentido crítico, un cierto tono de denuncia social y algunos toques de naturaleza melodramática, lo que coloca a este nuevo tipo de películas más cerca del melodrama social que de la crónica sobre el crimen organizado.

Dos films de cierta envergadura —El presidio (The Big House; George Hill, 1930) y The Criminal Code (Howard Hawks, 1931)-son los antecedentes del título fundacional de esta nueva tendencia: Soy un fugitivo (1932), basado en las propias experiencias vividas por el ex presidiario Robert E. Burns —autor de la novela autobiográfica en la que se inspira el guión— y convertido por Mervyn Le Roy en un duro alegato contra la crueldad inhumana del régimen penitenciario de las cárceles norteamericanas. La contundencia de sus imágenes impactó, tanto como antes lo había hecho la violencia de Hampa dorada, las retinas de un público asombrado, estupefacto, que quería conocer más detalles de una realidad deliberadamente oculta y que, como consecuencia, hizo posible que comenzasen a proliferar las películas cuyo escenario estaba confinado entre las paredes claustrofóbicas de las prisiones.

Por lo que interesa destacar aquí, lo más importante de esta corriente carcelaria —en la que también podrían incluirse Ladies of the Big House (1931), de Marión Gering, Carretera del infierno (Hell's Highway, 1932), de Rowland Brown, o Ladies They Talk About (1933), de Howard Bretherton y William Keighley— radica en que, al acentuar la crítica del sistema penitenciario y al sustituir el personaje del gángster poderoso y seguro de sí mismo por un tipo de delincuente con perfiles más humanos y, en muchas ocasiones, víctima de las circunstancias —como es el caso de James Allen en Soy un fugitivo, encarcelado por un robo de escasa cuantía, y de Tom Connors en Veinte mil años en Sing Sing (Michael Curtiz, 1933),[2] condenado a muerte por un crimen cometido por su amante—, este grupo de películas sirve de enlace entre el primer ciclo del cine de gángsters y dos manifestaciones ulteriores: el cine de denuncia social y la fase que entra en la sociología del gangsterismo, cuyo desarrollo abarca —mayoritariamente— la segunda mitad de los años treinta.

Pasará mucho tiempo, sin embargo, hasta que otra corriente de cine penitenciario, como tal, vuelva a hacerse notar, y habrá que esperar hasta el comienzo de los años cincuenta para que aparezca un grupo de películas encerradas de nuevo tras las rejas. Es entonces cuando surgen, entre otras, Drama en presidio (Convicted; Henry Levin, 1950),[3] Inside the Walls of Folsom Prison (Crane Wilbur, 1951) y My Six Convicts (Hugo Fregonese, 1952), más las aportaciones de Riot in Cell Block 11 (Donald Siegel, 1954), Unchained (Hal Bartlett, 1955) y la reivindicación progresista que encierra Behind the High Wall, filmada por Abner Biberman en 1956.

Esta nueva fase del cine penitenciario coincide en el tiempo, grosso modo, con la extensión de la fórmula del atraco colectivo como actividad preferida por los gángsters cinematográficos de la misma época, si bien en estas películas los delincuentes no persiguen introducirse en recintos protegidos, «símbolos del poder de las instituciones», sino que pretenden —por el contrario— escapar de un lugar cerrado «no menos representativo del orden establecido» (Ciment, 1992, 70). Sutil y significativa inversión que convierte a la corriente carcelaria en el negativo dialéctico y complementario del cine de gángsters para terminar de perfilar su radiografía del universo criminal.

Para fechas tan avanzadas, eso sí, las cosas son ya muy diferentes en el país, y el cine puede penetrar con mayor libertad en ámbitos tan conflictivos, y antes casi tabúes, como las cárceles de mujeres o abrir el debate sobre la pena de muerte. En el primero de éstos se mueven Sin remisión (Caged; John Cromwell, 1950), Women's Prison (Lewis Seiler, 1954) y Girls in Prison (Edward L. Cahn, 1956), a las que cabe añadir el drama de Robert Wise sobre el régimen carcelario y la pena de muerte —¡Quiero vivir! (I Want to Live, 1958)—, producido por el ex recluso Walter Wanger, a quien se le debe, igualmente, la película penitenciaria de Siegel antes citada. El enfrentamiento con la pena capital ocuparía también los fotogramas de Silla eléctrica para ocho hombres (The Last Mile, 1959),[4] de Howard W. Koch, y los de Cell 2455, Death Row (Fred F. Sears, 1955), basada en el libro de Caryl Chessman, un famoso preso ejecutado diez años después de haber sido condenado.

Cine de denuncia social (1933/1939)

Los antecedentes precursores de esta tendencia, volviendo ahora a los años treinta, deben rastrearse ya desde el propio arranque del New Deal y, cómo no, en el seno de la Warner, donde —a través de la First National, su filial— aparecen dos películas rodadas por William Wellman en la temprana fecha de 1933, demasiado olvidadas y, sin embargo, de una gran importancia: Gloria y hambre (Heroes for Sale) y Wild Boys ofthe Road, dos dramas sociales cargados de resonancias negras, extremadamente duros en el diagnóstico (el primero llega a incluir entre las actividades de índole criminal a los «escuadrones contra los rojos», impulsados por la propia policía durante la etapa dura de la Depresión) y sin apenas pudor para proclamar, en sendos desenlaces que hacen explícita su fe ingenua y propagandística en el mensaje rooseveltiano, que los tiempos son duros, pero «la prosperidad está a la vuelta de la esquina».

Al mismo tiempo, desde el terreno de la literatura también se siembra (si bien con mayor dureza y con mucho más pesimismo) en parecida dirección, y novelas como El cerebro de la mafia (Benjamín Appel, 1934), El cartero siempre llama dos veces (James M. Cain, 1934), ¿Acaso no matan a los caballos? (Horace McCoy, 1935) o Thieves Like us (Edward Anderson, 1935) ponen el acento en los efectos de la Depresión y en las desigualdades sociales producidas por ésta como raíces de una amplia problemática criminal contemplada desde una óptica que tiende a insertarla en el campo de la injusticia y de la discriminación. Todo apuntaba en el mismo sentido, y esta orientación acabaría generando algunos brotes fílmicos de significación inequívoca.

Los dos títulos más representativos de esta nueva tendencia crítica, enmarcada en los propósitos regeneradores del New Deal, serán Furia (1936) y Sólo se vive una vez (1937), cuyas ficciones están situadas —para dar mayor actualidad a sus contenidos— en la América contemporánea de la Depresión. En el segundo, además, una buena parte de la trama se ubica de nuevo entre los muros de un establecimiento penitenciario, cuyo recinto, sin embargo, resulta ser en este caso menos hostil que el mundo exterior, como denuncia Eddie Taylor, su protagonista, al comienzo de la narración.

Con la voluntad de seguir la trayectoria de sendos individuos convertidos en víctimas del sistema, ambos films trazan un retrato duro y poco complaciente de la corrupción social, política, judicial, penitenciaria y policial de una sociedad en descomposición que empuja a sus miembros, de manera implacable, hacia el territorio de la delincuencia. La identificación del espectador con el americano medio que protagoniza estas historias acentúa el contenido moral de una reflexión que conecta con una de las obsesiones recurrentes de Fritz Lang (el impulso oculto que empuja al ciudadano normal a cometer un asesinato) y convierte a este díptico paradigmático de películas en la puerta de entrada hacia el cine negro propiamente dicho.

El tema del falso culpable se entremezcla aquí con el sentimiento amoroso para ofrecer una salida esperanzada, aunque sea —como en el segundo de los films citados— en la otra vida, a estos seres que han perdido el aura trágica de los antiguos hampones y a quienes la ficción les ofrece todavía una salida digna. La carencia absoluta de ambiciones de estos personajes —subrayada con insistencia por las imágenes— contrasta con la de sus antecesores arquetípicos y sólo el odio (contrarrestado en última instancia por el amor que derrochan los personajes femeninos) y el afán de venganza parecen arrastrarlos hacia un destino a todas luces inmerecido, que las escenas finales de la película se encargan de evitar aunque sea, como en el caso de Sólo se vive una vez, en un plano meramente alegórico.

Con una orientación de fondo muy parecida, pero con menor intensidad dramática y con menos negrura en el fondo de sus imágenes, también deben incluirse en este apartado They Won't Forget (Ward Greene, 1937) y, sobre todo, Muero cada amanecer, filmada por William Keighley en 1939, que puede ser considerada —a título representativo— como un interesante híbrido fronterizo en cuyo interior conviven elementos dispares que provienen de las historias de gángsters, del drama social (rama «periodismo de investigación») y del cine penitenciario, aquí abiertamente decantado por la denuncia contra el sistema de las prisiones, y que —por lo tanto— viene a cerrar el paréntesis que se abría con la primera fase del cine penitenciario.

La sociología del gangsterismo (1935/1941)

Hacia mediados de los años treinta, y esencialmente por las razones que ya se han apuntado, la figura mítica del gángster, cuya presencia dominaba las pantallas durante el período de 1931 a 1933, ha sido ya desplazada y sus protagonistas arrinconados por el discurrir de los nuevos tiempos. Rico Bandello, Tom Powers o Scarface son ahora sombras de un pasado romántico que el arresto de Al Capone y las muertes, en el mundo real, de Dillinger, Legs Diamond, Baby Face Nelson y Bonnie y Clyde terminan de arrumbar.

Los cineastas se encuentran a partir de entonces con que no sólo resulta imposible ya dotar de ese halo mítico a los protagonistas de sus ficciones, sino que la conciencia social despertada en el país, como ya se ha señalado antes, hace inviable también unas narraciones de estructura tan hagiográfica como aquellas. El resultado será que el eje de sus preocupaciones éticas cambiará de dirección y que su mirada se centrará ahora en analizar el fenómeno global del gangsterismo y no tanto a los individuos que hicieron posible su nacimiento y extensión. Como resultado, el cine de gángsters entona ya abiertamente, y cada vez con menos ambigüedades, el elogio de la ley, se autopropone como vehículo tranquilizante y, en la misma medida, se va alejando progresivamente de las tonalidades negras.

El nuevo camino, recorrido en estrecho paralelismo con el giro que emprende la producción de la Warner, apunta en múltiples direcciones y lleva consigo cambiar el protagonismo del gángster por el del policía (Contra el imperio del crimen; G-Men, 1935), presentar al primero como expresión irracional y destructora de una sociedad primitiva anclada en un pasado sin ley (El bosque petrificado, 1936), denunciar la infiltración de la mafia en la sociedad honorable de los negocios (Bullets or Ballots, 1936), introducir una ejemplaridad explícita al tratar el destino del delincuente (Angels With Dirty Faces, 1938, donde Michael Curtiz se interroga sobre la fascinación popular que los gángsters ejercían sobre los jóvenes), o —ya en la Metro— testificar el desplazamiento definitivo, tanto del gang como de la familia, que sufre el protagonista en la explícita El último gángster (The Last Gángster, 1937).

Otras alternativas pasaban por rehabilitar al antiguo hampón ofreciéndole una oportunidad para regenerar a los conflictivos «Dead End Kids» (They Made Me a Criminal, 1939),[5] personajes que habían surgido por vez primera en otro título impregnado por el espíritu moralizador del New Deal y paradigmático de esta etapa: Dead End, filmada por William Wyler en 1937. El camino condujo, finalmente, a una reconsideración global, a una relectura de la historia del gangsterismo y de la industria del crimen en clave social y regenerativa, tal y como se propone en The Roaring Twenties (1939).

Este modélico film-resumen de Raoul Walsh, verdadero manifiesto del gangsterismo en versión New Deal, es puerta y antesala —en términos representativos— hacia el eslabón de transición que supone El último refugio (1941), donde el mismo director analiza el rechazo social y la represión desatada contra los atracadores surgidos de la Depresión. Aquí ya la humanización del delincuente que camina hacia su derrota definitiva oficia como un hermoso y trágico epitafio aplazado del primitivo cine de gángsters y como prólogo —preñado ya de todas sus potencialidades— del emergente cine negro propiamente dicho.

En las imágenes de esta última película, que hace de frontera emblemática no sólo entre dos fases históricas bien diferenciadas, sino también entre dos modelos globales igualmente identificables (cine de gángsters / cine negro), comienzan a desvanecerse los límites entre el universo de la ley y el de la delincuencia, el gángster deviene una figura romántica, desplazada y casi anacrónica, sin capacidad para sobrevivir en un mundo que ha evolucionado más deprisa que él y que ya no es el suyo. El artificio narrativo del viejo cine de gángsters va dejando paso, así, a una formulación más compleja, que asimila sus referentes a través de una estilización muy elaborada y trazada desde una perspectiva más amplia. No por casualidad, en el mismo año aparecerá El halcón maltés, película de la que arranca una fase muy diferente en la evolución del movimiento con la que será necesario volver a enlazar algo más adelante.

Neogangsterismo en negro (1945/1950)

El ocaso del gángster que, en forma poética, anunciaba El último refugio pronto se verá ratificado, en términos de filmografía, por el paréntesis que la contienda bélica europea —y la participación americana en ella— abre dentro de esta cronología. Frecuentemente sustituidos ahora por nazis infiltrados —títulos ejemplares: The Ministry of Fear (Lang, 1943), The Stranger (Welles, 1945)—, los nuevos mañosos pierden protagonismo en las ficciones y sólo eventualmente se asoman a las pantallas. Se trata de un período gris y casi desdibujado, una etapa de desinterés por el arquetipo, que no ofrece apenas novedades significativas o relevantes en el tratamiento de éste.

De hecho, títulos como Senda prohibida (Johnny Eager; Mervyn LeRoy, 1941), La llave de cristal (Stuart Heisler, 1942), Out of the Fog (una producción de Jerry Wald para la Warner, con guión de Robert Rossen, interpretación de John Garfield y dirección de Anatole Litvak, 1941), The Big Shot (Lewis Seiler, 1942) y Roger Touhy, Gángster (Robert Florey, 1944) pueden considerarse, prácticamente, los únicos integrantes de este ciclo menor a la espera de la reaparición del gángster una vez que los combatientes regresen a casa y que la sociedad americana, subsidiaria todavía de una industria de guerra, comience a experimentar los efectos de la reconversión a la economía civil, con sus secuelas iniciales de inflación, desempleo, desengaño y delincuencia.

En cualquier caso, los nuevos perfiles con los que se manifiesta el llamado neogangsterismo aparecen bastante más diluidos y difusos que antes; en parte, debido a la influencia —y hasta a la invasión— que ejercen sobre él otras corrientes como el cine de detectives o el cine criminal, con las que empieza a compartir numerosas zonas y situaciones tangenciales, pero probablemente también por las huellas que dejan en sus imágenes personajes y películas de tanto fuste como el Eddie Taylor de Sólo se vive una vez (1937) o el Roy Earle de El último refugio (1941).

El nuevo gángster es ahora, mayoritariamente, un individuo situado al margen de la ley no tanto por voluntad propia o por afán de poder como por circunstancias sociales, económicas, sentimentales o patológicas. Estas raíces de su inmersión en el campo del crimen se hallan en el origen de la refinada crueldad de que muchos de ellos hacen gala como única forma de venganza frente a una sociedad que los ha empujado por la senda del delito, que los margina, de hecho, igual que hace con los jóvenes y con los ex combatientes. Una figura casi siempre aislada, cuyas relaciones con el gang se han desdibujado o son inexistentes, presa fácil de un destino trágico y fatalista.

En la galería de nuevos gángsters, algunos se enfrentan a solas contra todas las fuerzas adversas (Dillinger; Max Nosseck, 1945), otros se convierten deliberadamente en atracadores para conseguir el amor de una mujer, como debe hacer Burt Lancaster al interpretar primero a Swede y luego a Steve Thompson, respectivamente, en sendos films de Robert Siodmak (Forajidos, 1946, y El abrazo de la muerte, 1948), no falta quien debe transformarse en delator para salvar a su familia, como le sucede a Nick Bianco en El beso de la muerte (Henry Hathaway, 1947),[6] y tampoco, desde luego, quienes asesinan por placer y sadismo: refinada especialidad de Richard Widmark, ya sea bajo la faz de Tommy Udo en el film anterior o bien de Alee Stiles en La calle sin nombre (The Street with no Ñame, 1948), de William Keighley.

Películas como las de Siodmak y Hathaway entran ya plenamente en el territorio del más genuino cine negro, y los gángsters son en ellas un elemento adicional, muy importante, pero ni mucho menos exclusivo ni tampoco de carácter central. Exactamente lo mismo ocurre en otras muchas ficciones de esta etapa y también, fundamentalmente, en dos títulos negros de gran envergadura —muy diferentes entre sí— que destacan entre los que incluyen elementos de naturaleza gangsteril o mafiosa: Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947) y Forcé of Evil (Abraham Polonsky, 1949).

El retrato colectivo del gangsterismo en versión negra, sometido por lo tanto a una densa y brumosa ambigüedad moral que puede llegar a intercambiar con los representantes del bien o de la ley, se completaría en este período añadiendo las imágenes de Persecución en la noche (Ride the Pink Horse; Robert Montgomery, 1947) —una historia que incorpora la problemática del ex combatiente— y, entre otras, también las de I Walk Alone (Byron Haskin, 1947), Cayo Largo (John Huston, 1948), El demonio de las armas (Deadly is the Female, 1949),[7] dirigida por Joseph H. Lewis sobre un guión de Dalton Trumbo, Black Hand (Richard Thorpe, 1949), Ciudad en sombras (Dark City; William Dieterle, 1950) y Carretera 301 (Highway 301; Andrew L. Stone, 1950).

Profesionales y agresivos, o bien de circunstancias y acosados —como es Bowie en la lírica They Live by Night (Nicholas Ray, 1947), obligado a vagar fugitivo con su pareja por todo el sur de la Unión—; solitarios —aunque huyan en compañía de una mujer o corran en pos de ella—, escépticos y desesperanzados en unos casos, brutales y psicópatas en otros, ocultos a veces tras la maquinaria criminal o atrapados por ella —como ocurre en Force of Evil, una compleja y dura exploración, de talante wellesiano y con tintes expresionistas, acerca de las relaciones entre el crimen y los negocios—, los gángsters de este período han perdido la ingenuidad animal de sus predecesores de los años treinta y ahora se enfrentan al mundo exterior no tanto para ascender en la escala social como para intentar sobrevivir. Una tarea que, sin embargo, no resultará nada fácil, pues la mayoría de ellos verá cómo su aventura se extingue cuando lleguen las últimas imágenes del film. El The End de la narración será también el de sus vidas.

Y de nuevo volverá a ser Raoul Walsh, después de haber cerrado la serie anterior con la historia de Roy Earle en El último refugio (1941), quien señale ahora también el paso de los años cuarenta a la década siguiente con dos títulos imprescindibles: Sin conciencia (The Enforcer, 1950)[8] —tenida por «el punto álgido dentro de la tendencia documental del género» (Latorre y Coma, 1981, 135)— y, sobre todo, Al rojo vivo (1949), donde la trágica y arrolladora subida a los infiernos del edípico Cody Jarret (James Cagney redivivo) se erige como una pieza de transición que acierta a conjugar, con un brío y una energía insólitos, los ecos del ciclo fundacional (ascensión y caída de un personaje que ocupa el protagonismo central), los elementos acuñados durante los años cuarenta (incidencia de una psicología patológica) y los rasgos de carácter que van a configurar la siguiente etapa de los años cincuenta: la violencia explosiva y el nervio del estilo.

Con esta obra de referencia ineludible, Raoul Walsh propone una compleja y madura formulación que hace del gángster, atrapado de lleno en una espiral de paroxismo psicótico, una figura trágica y sin más horizonte que la propia inmolación: auténtico callejón sin salida para la vieja concepción de la crook story y de sus protagonistas, a quienes —de ahora en adelante— ya no se podrá volver a insuflar ese aura romántica que subyacía bajo determinadas formulaciones del cine de gángsters durante su ciclo primitivo.

Manierismo y ocaso (1953/1960)

Con el alborear de los años cincuenta, el gángster brutal de los inicios de la serie y el gángster atribulado de la década anterior van cediendo terreno frente a un nuevo tipo de personaje: el profesional del gangsterismo que o bien presta sus servicios en una organización criminal, de estructura mafiosa, o bien pone sus conocimientos en el haber común de una banda de atracadores o de secuestradores. Los tiempos han cambiado para todos, y las nuevas sociedades del crimen apenas dejan sitio ya para los independientes que hacen la guerra por su cuenta, a no ser que sean desesperados sin futuro, como el Nick de Yo amé a un asesino (He Ran All the Way; John Berry, 1951), o psicópatas incontrolables, como el asesino interpretado por James Cagney en Corazón de hielo, filmada por Gordon Douglas en 1950 como un epígono desplazado de Al rojo vivo.

Ahora bien, los primeros pasos de la nueva etapa discurren sobre los ecos de la guerra de Corea, sobre la paranoia inquisitorial de la «caza de brujas» y en paralelo con el comienzo de las investigaciones emprendidas por el senador Kefauver contra el crimen organizado. Apenas quedaba ya lugar en estas coordenadas, por lo tanto, para hazañas criminales que se pudieran contemplar con el mínimo asomo de complicidad o de complacencia, y de ahí, también, que en el comienzo de la década los gángsters volvieran a desaparecer casi totalmente de las pantallas, reduciendo su intervención a un escaso número de películas.

Superada esta primera fase, el gángster reaparece con mayor fuerza y asiduidad a partir de 1953-1954; es decir, cuando el final del conflicto en Corea, la caída de McCarthy y el despegue del bienestar económico introducen al país en una etapa de prosperidad, al mismo tiempo que la industria de Hollywood vive una transformación crucial de sus estructuras comerciales y abre paso a la redefinición paulatina del sistema de producción. El creciente optimismo que se va extendiendo por la nación modifica la consideración de la mafia y de sus integrantes, vistos ahora éstos como figuras acorraladas por el imperio de la ley, y aquella como el imperio de poderosas sociedades criminales —dedicadas ya mayoritariamente al narcotráfico— en las que el delincuente no es más que un peón aislado y manipulable. Al mismo tiempo, la ampliación progresiva de los márgenes para la libertad de expresión, a medida que cede la resaca macartista, abre la puerta a una representación de la violencia que, poco a poco, se va haciendo más crispada y explícita, menos seca y más manierista.

The Line up (1958), de Donald Siegel, Never Love a Stranger (1958), de Robert Stevens, Murder by Contract (1959), de Irving Lerner, o La trampa (The Trap, 1959), de Norman Panama, son los títulos de algunas de las películas que penetran con el escalpelo de sus imágenes en las nuevas organizaciones gangsteriles, cada vez más despersonalizadas, formadas tras el final de la Depresión y consolidadas durante los años cuarenta con los beneficios proporcionados por los negocios turbios de la guerra.

Al mismo tiempo, la tipología de los gángsters más o menos tradicionales todavía demuestra cierta capacidad para alimentar las ficciones de I Died a Thousand Times (Stuart Heisler, 1955),[9] Martes negro (Black Tuesday; Hugo Fregonese, 1954), Horas desesperadas (The Desperate Hours; William Wyler, 1955),[10] New York Confidential (Russel Rouse, 1955), Ligeramente escarlata (Slightly Scarlett; Allan Dwan, 1956), Bestias de la ciudad (The Garment Jungle; Robert Aldrich, 1957)[11] o Machine-Gun Kelly (Roger Corman, 1958). Menciones aparte merecerían las singulares y poco catalogables aportaciones de Sam Fuller, primero en La casa de bambú (1955) y luego en una versión particularmente seca, áspera y ambigua del enfrentamiento con las poderosas organizaciones criminales en Underworld USA (1960).

Para quienes no forman parte, sin embargo, de esas sociedades anónimas del crimen, el cine les reserva el papel de atracadores en una serie de films que tienen como eje narrativo la preparación y ejecución de un gran golpe a cargo de una banda heterogénea de delincuentes. Los miembros de estas organizaciones suelen ser, habitualmente, individuos situados en un segundo escalón de la delincuencia, a veces claramente marginales —como el pistolero Dix Handley en La jungla del asfalto (John Huston, 1950), una manifestación temprana y precursora de esta corriente—, que aúnan y sintonizan sus conocimientos para cometer un atraco abocado casi siempre al fracaso. Entre los títulos más apreciables de esta modalidad aparecen Sábado trágico (Violent Saturday; Richard Fleischer, 1955), Atraco perfecto (Stanley Kubrick, 1956), The Burglar (Paul Wendkos, 1957) y Odds Against Tomorrow, filmada por Robert Wise en 1959.

Pero no son sólo los atracadores de este período los que se organizan para realizar su trabajo; también lo hacen los delincuentes juveniles para defenderse del mundo hostil que los rodea —¡Salvaje! (The Wild One, 1953), de Laszlo Benedek; Crime in the Streets (1956), de Don Siegel; la primera película de Robert Altman: The Delinquents (1957)— o incluso los mismos presidiarios para intentar evadirse: línea narrativa por la que circula una nueva y revitalizada fase del cine penitenciario, heredera del ciclo surgido durante los años treinta y ya citada anteriormente.

No es una casualidad, sin embargo, que durante los años cincuenta el cine de gángsters comience a prestar más atención a los pormenores de la ejecución de un atraco, de una evasión o de un secuestro que a las circunstancias sociales o a los individuos que lo hacen posible. En realidad, esa tentación no es más que un síntoma adicional del progresivo manierismo formal y temático por el que empiezan a deslizarse las imágenes a medida que se avanza hacia el crepúsculo del género, una fase de transición que puede detectarse —entre otros factores— cuando las ficciones que se reclaman de aquel comienzan a sentir la necesidad forzosa de reconstruir una época pretérita —la del gangsterismo histórico, precisamente— para poder mantener en las pantallas al arquetipo consolidado durante las etapas anteriores.

Esta reconstrucción del pasado, inevitablemente estilizada y pasada por el filtro de la mitificación, está en el origen —a su vez— de una nueva tendencia: los biopics que empiezan a proliferar para narrar las vidas y hazañas de gángsters famosos o de los policías que los combatieron y que, durante estos años, se multiplican en las pantallas. Aquí pueden contabilizarse, sucesivamente, el retrato de Baby Face Nelson trazado por Donald Siegel en 1957, un acercamiento a la pareja de Clyde Barrow en The Bonnie Parker Story (William Witney, 1958), la historia del enfrentamiento entre Elliot Ness y Scarface en Cara cortada (Scarface Mob; Phil Karlsson, 1958)[12] y otras tantas biografías —supuestas— de Al Capone (Al Capone; Richard Wilson, 1959), del teniente de policía italo-americano Joseph Petrosino —Paga o muere (Pay or Die; Richard Wilson, 1960)—, del «rey del juego» Arnold Rothstein en King of the Roaring Twenties (Joseph Newman, 1961) y del gángster neoyorquino Dutch Schultz[13] en Portrait of a Mobster (Joseph Pevney, 1961).

Dos películas particularmente emblemáticas serán, sin embargo, las que vengan a cerrar esta etapa, dejando simultáneamente al descubierto su procedencia y hacia dónde apunta el desarrollo del cine de gángsters a partir de sus imágenes. La primera es Chicago, año 30 (1958), con la que Nicholas Ray se despedía definitivamente de Hollywood proponiendo una hermosa historia de amor a contracorriente y, al mismo tiempo, una recreación estilizada de la época clásica del gangsterismo que bordea la abstracción formal y narrativa a base de sequedad y lirismo entrecortado. La segunda aparece en 1960 filmada por Budd Boetticher, y sus imágenes lacónicas, concisas, sin apenas ya hueco alguno para la expresión sentimental o retórica, expresan quizá como nunca antes la agonía final de un modelo que vuelve sus ojos hacia el pasado en busca de unas raíces definitivamente perdidas. Su título es La ley del hampa, su historia sigue la pista a la biografía de Legs Diamond y su propuesta estética —en blanco y negro— trata de recrear la textura visual de la representación fílmica del gangsterismo durante los años treinta para acabar configurando un discurso narrativo que diríase la depuración, la síntesis y el exorcismo de sí mismo.

A partir de aquí, el gángster o bien se extingue lentamente como personaje o bien queda relegado a un papel secundario dentro de las series televisivas, dicho sea esto con la salvaguardia de todas las excepciones —cada vez más aisladas— que van surgiendo entre medias. Poco a poco, el modelo se repliega sobre contadas y casi obligatoriamente nostálgicas manifestaciones que tienden a formularse en tono de revival y que carecen, porque ya no está a su alcance, de las raíces alimenticias que mantenían a esta corriente de películas fuertemente conectada con su propia realidad social y económica. Después de La ley del hampa ya no es posible prolongar el simulacro.

b) El cine policial
El optimismo primitivo (1935/1940)

Como se ha explicado ya al caracterizar el ocaso del primitivo cine de gángsters, la coyuntura social, política y cinematográfica de 1933-1934 está en el origen del progresivo desplazamiento del gángster desde el centro de las ficciones que, hasta entonces, venía casi monopolizando hasta la periferia —más o menos incidental— de las nuevas historias que ahora empiezan a protagonizar el íntegro policía o el incorruptible agente federal. Uno de los intentos postreros por devolver al mafioso la centralidad del relato se anuncia, de antemano, con el bien expresivo título de El último gángster (1937), pero el recambio puesto en marcha se desvela, en realidad, como un mero y superficial cambio de imagen, puesto que, a pesar de todo, los films que toman el relevo mantendrán casi inalterables las estructuras narrativas, estilísticas y dramáticas del modelo al que, teóricamente, sustituyen.

La linealidad del relato, la identificación del punto de vista narrativo con el del protagonista policial, el final prefijado (con la muerte del delincuente, una vez más) y el traslado de la acción al Medio Oeste en ocasiones (Hurtado, 1986, 45) pueden detectarse entre las características de unas películas que no se distinguen de sus predecesoras «ni por su atmósfera, ni por sus escenarios, ni por las armas utilizadas» (Ciment, 1992, 42). A mayor abundamiento, incluso los intérpretes más carismáticos del ciclo anterior se pasan ahora al campo policial con asombrosa versatilidad, como expresan los claros travestismos ficcionales de James Cagney y Edward G. Robinson. Se diría que el nuevo daguerrotipo de los agentes de la ley emerge desde el negativo fotográfico de su antecesor el gángster.

El primero de éstos (Cagney) pasará de ser el «enemigo público», bajo la mirada de William A. Wellman, a convertirse, cuatro años más tarde, en el honrado abogado James «Brick» Davis, aliado con el FBI para combatir a la delincuencia organizada (Contra el imperio del crimen, 1935) y después, con ocasión de su primer trabajo fuera de la Warner, en el policía Johnny Cave dentro de la explícita El gran tipo (Great Guy; John G. Blystone, 1936).[14] Robinson, por su parte, consigue transitar con la misma credibilidad desde las facciones psicóticas del «Pequeño César», ante la cámara de Mervyn LeRoy, hasta las más tranquilizadoras del policía Johnny Blake, infiltrado en una banda criminal y dispuesto a desarticularla (Bullets or Ballots) o las del profesor de leyes John Lindsay, enfrentado a la mafia en Yo soy la ley (I Am the Law, 1938), dirigida por Alexander Hall.

Con la frecuente coartada de esta transferencia (utilizada como rentable mecanismo propagandístico a la hora de comercializar las nuevas películas) y con los mismos esquemas narrativos cuya eficacia ya estaba consolidada, empiezan a proliferar entonces los títulos que, a fuerza de repetir una y otra vez el mismo mensaje, parecen empeñados en convencer a su espectador contemporáneo de que la delincuencia había sido definitivamente erradicada del país y sus jefes metidos entre rejas.

Esta idea de limpieza delictiva es reiterada en películas como La juventud manda (De Mille, 1933), Public Hero Number One (J. Walter Rubén, 1935), Public Enemy's Wife (Nick Grinde, 1936), Sergeant Madden (Von Sternberg, 1939) y, desde luego, en los cuatro títulos que surgen del libro firmado por John Edgar Hoover[15] donde se narraban las hazañas del FBI, por más que todos ellos acusaran la intervención del progresista Horace McCoy en la elaboración del guión: dos realizaciones de Louis King en 1939 (Persons in Hiding y Undercover Doctor) junto a Parole Fixer (Robert Florey, 1940) y Queen of the Mob (James Hogan, 1940).

En términos de modelo genérico, por consiguiente, la respuesta del New Deal al agresivo y ambiguo cine de gángsters se bifurca por cuatro líneas que se despliegan a lo largo de los años treinta (esencialmente, entre 1933 y 1941) y que conforman una cuádruple reacción creativa y sociológica fuertemente entrelazada por dentro, tanto en un campo como en el otro y entre ambos también: la rama penitenciaria, la corriente de denuncia social, la fase de la sociología del gangsterismo y este primer ciclo del cine policial, cuyo optimismo de fondo, todavía muy elemental, coincide —y no por casualidad— con la paulatina superación de la crisis económica y con la consolidación de una forma narrativa que va enriqueciendo y haciendo más complejos, poco a poco, sus resortes expresivos y su capacidad para desarrollar nuevas potencialidades.

El policíaco documental (1945/1950)

Tras la retirada crepuscular que supone El último refugio (1941) para el arquetipo primitivo del cine de gángsters —ya muy evolucionado en la película de Raoul Walsh—, con el país movilizado y en guerra y con colonias de emigrantes alemanes y japoneses diseminadas por todo el territorio de la Unión, los policías y los agentes de Edgar Hoover empiezan a ser desplazados de las pantallas durante la primera mitad de los años cuarenta, cuando la pujanza del crimen organizado parece remitir y las bandas rivales han dejado ya de dirimir en las calles sus particulares ajustes de cuentas.

Postergados igual que los gángsters en las ficciones de este paréntesis histórico, los policías empiezan a concentrar ahora sus esfuerzos en labores de contraespionaje, convirtiéndose así —cinematográficamente hablando— en un refuerzo adicional para el combate contra el nazismo. Una película que mezcla todos estos elementos (infiltración enemiga, gangsterismo y fuerzas del orden) será El cuervo (1942), filmada por Frank Tuttle.

Lo cierto es que la nación entera se encuentra sometida, entre 1941 y 1945, a la vorágine de la contienda bélica y que hasta los antiguos mafiosos parecen haber cambiado sus armas por las del frente de guerra. Las muertes son ahora legales y tienen lugar en las trincheras de Europa, África y Asia, o en las costas del Pacífico. Una paz ficticia se instala en las calles de las principales ciudades estadounidenses. Ahora bien, el regreso de los gángsters a las pantallas después de la victoria aliada no provocará, sin embargo, la correlativa presencia de los agentes de la ley o, al menos, no lo hará de la misma forma que en la década anterior.

El enemigo del gángster en esta nueva etapa no será tanto alguien exterior a él como algo que vive en su interior. El mismo, y su propia condición psicológica, ejercerán en muchos casos como sus peligros más amenazadores. En consecuencia, el cine policial de este período no hará falta que neutralice los contenidos de unos films cuyos protagonistas ya se neutralizan a sí mismos y, además, no permiten la identificación del espectador con sus figuras arquetípicas.

De esta forma, liberada de una función que no le corresponde, la nueva serie policíaca que arranca a partir de 1945, y que se extiende hasta 1950, se dedica a analizar, a veces con la precisión de un tallador de diamantes, los métodos de actuación de los agentes de la ley en el desarrollo de sus actividades: pruebas periciales, comprobaciones balísticas, pesquisas detectivescas, tomas de huellas dactilares y hasta auditorías contables impresionan ahora metros y metros de celuloide en un proceso sin fin que justifica el rótulo utilizado, en algunas ocasiones, para definir esta tendencia, tomado —a su vez— de la corriente paralela que surge en la novela con V as Victim (Lawrence Treat,[16] 1945): el police procedural.

Esta especie de documentalismo sobre los métodos policiales tiene sus orígenes en la confluencia de varios factores que operan en una dirección convergente. En primer lugar, la herencia documental que dejan impresa sobre el cine y sobre la sociedad americana los noticiarios de guerra de la etapa anterior. Después, la necesidad de rodar en escenarios naturales como respuesta frente a las limitaciones económicas para la construcción de decorados derivadas de la inmediata posguerra y, finalmente, en un papel menos relevante de lo que se ha dado a entender en ocasiones, el eco sordo y muy atenuado[17] que llega hasta Hollywood del primer neorrealismo italiano a través de títulos como Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) o Paisà (1946).

Sobre semejante encrucijada incide también el reflejo conservador de la naciente «guerra fría», y el destilado de todo ello, pasado por el filtro del género, será una tendencia que aprovecha los vientos favorables para la propaganda policial, que reconduce el supuesto realismo del cine negro hacia un territorio de engañosa impregnación documental, que toma la forma del «thriller-reportaje» y que podría definirse mejor como el policíaco documental (relegando esta última faceta a la condición de adjetivo) que como documental policial, donde la naturaleza sustantiva parece excesiva para la verdadera entidad que lo documental llega a tener en estos films.[18]

No será una casualidad, por lo tanto, que sea en la Fox y bajo la producción de Louis de Rochemont donde aparezca, inicialmente, una pieza precursora: La casa de la calle 92 (1945), en la que —según cuenta Henry Hathaway— «no había ni una sola toma rodada en estudio. Todo estaba filmado en oficinas, almacenes, edificios, calles, con cámaras ocultas…» (Hathaway, 1992, 104), y luego El justiciero

(1947), de Elia Kazan, aunque en ésta el protagonista sea en realidad un honesto fiscal del estado. Con la misma orientación surgen otros dos films rodados por Hathaway ya sin la tutela de Rochemont: El beso de la muerte (1947) y Yo creo en ti (1948) —si bien aquí es un periodista quien conduce la investigación—, así como también La calle sin nombre (William Keighley, 1948) y Una vida marcada (Cry of the City, 1948), de Robert Siodmak.

El ciclo se completa con las aportaciones de La brigada suicida (T-Men; Anthony Mann, 1947), La ciudad desnuda (Dassin, 1948), Relato criminal (The Undercover Man; Joseph Lewis, 1949), Puerto de Nueva York (Port of New York; Laszlo Benedek, 1949), Orden: caza sin cuartel (He Walked by Night; Alfred Werker, 1949) y con dos pequeños films de serie «B», de narrativa rápida y duración cortísima (poco más de 60 minutos), filmados por Richard Fleischer para la RKO: Follow Me Quietly (1949) y Armored Car Robbery (1950).

Conviene matizar levemente, sin embargo, la dimensión propagandística de la institución policial que, ciertamente, subyace a la mayoría de estos films,[19] considerados a veces como maniqueos y moralizadores (Borde y Chaumeton, 1958, 15). Ésta es una precisión obligada, que surge a la luz de la tímida humanización experimentada aquí por los agentes de la ley (de los que también se muestran algunas debilidades), de la personalidad equívoca que, en ocasiones, deben adoptar para desarrollar su trabajo y, sobre todo, de la influencia que ejercen sobre sus películas el cine de detectives y el cine criminal, corrientes coetáneas y dominantes durante la segunda parte de la década. Contaminados por los efluvios mucho más negros que emanan de estas manifestaciones, los agentes del policíaco documental adquieren un mayor espesor psicológico y pueden llegar, incluso, a convertirse bien en sujetos capaces de traspasar, como el investigador privado, la frontera de la ley, o bien en individuos-víctimas de sus propias pasiones, como le sucede ahora también a su contrario: el otrora rudimentario gángster.

Como casi siempre, por lo tanto, las diferentes corrientes y ciclos vuelven a intercambiar y a compartir elementos diversos que se manifiestan de forma recíproca entre ellos. Es cierto que algunos de los títulos incluidos en este apartado dejan entrever el contagio inevitable —con el que se enriquecen— de las poderosas expresiones negras paralelas, pero también que estas últimas introducen, frecuentemente, elementos propios del police procedural y del policíaco documental dentro de sus ficciones.

La estrecha y a veces casi íntima convivencia de los policías con el delito, y el obligado reparto de su protagonismo con el del universo criminal (como sucede en Al rojo vivo o en La calle sin nombre) van avanzando en paralelo al calendario, de tal manera que con el comienzo de la nueva década estos procesos empiezan a tomar carta de naturaleza. Dos películas filmadas en 1950, expresiones tardías del documentalismo asimilado a este ciclo, vienen a incidir en aquella dirección: Sin conciencia (Raoul Walsh) y Al borde del peligro (Where the Sidewalk Ends; Otto Preminger), donde Mark Dixon es ya un agente que, tras matar a un sospechoso, pretende ocultar su propio crimen al mismo tiempo que desarrolla su investigación del asesinato. Y esto sin contar con el hecho de que Web Garwood, el policía-asesino de El merodeador (The Prowler; Joseph Losey, 1951) —película que puede considerarse como precursora del ciclo inmediatamente posterior—, no sólo odia su profesión, sino que además no duda en aprovecharse de su cargo para intentar alcanzar una posición social y un poder económico que parecen ser las únicas motivaciones de sus actos.

Los agentes de la ley empiezan a dar así los primeros pasos dentro del mismo universo proceloso que rodea tanto al delincuente como al solitario detective, y es que los policías incorruptibles de los años anteriores (sobre todo los del ciclo primitivo) «constataban [ahora] con profunda amargura la corrupción casi general de la administración. Tenían que ocuparse con mayor frecuencia de las asociaciones criminales que de los individuos aislados. Esta constatación y la sensación de impotencia que resultaba, les impelía, en ocasiones, a situarse por encima de la ley» (Guerif, 1988, 160). A partir de esta frontera se entra en un nuevo ciclo que deriva de la fase epilogal del policíaco documental y que conecta, directamente, con los elementos más característicos del cine de gángsters de los años cincuenta.

El pesimismo crítico (1953/1957)

Una película de 1953, la contundente Los sobornados, dirigida por Fritz Lang, encierra en sus imágenes cortantes una compleja reflexión sobre la violencia y, al mismo tiempo, la síntesis en la que confluyen la herencia del policíaco documental, de vocación realista, y el germen del pesimismo crítico, tendente a la abstracción estilizada. Este film duro como el pedernal y de entrañas tan negras como la noche es frontera y punto de arranque para el nuevo ciclo que, una vez superada la «caza de brujas» y tras la derrota de McCarthy, encuentra vía libre para desplegar una reflexión crítica sobre el estamento policial como nunca antes se había visto en las pantallas.

Ahora bien, antes de alcanzar esa línea de demarcación, y todavía bajo la presión más dura del proceso inquisitorial padecido por Hollywood, el cine policial aún se les apañaría para hacer compatibles los retratos ambiguos y sombríos de los agentes de la ley con la defensa y hasta con la propaganda de la institución, como sucede en el desenlace de la ya citada Al borde del peligro y, más abiertamente todavía, en títulos como The Sleeping City (George Sherman, 1950), Between Midnight and Dawn (Gordon Douglas, 1950), Brigada 21 (William Wyler, 1951), Union Station (Rudolph Maté, 1951), o La chica del FBI (FBI Girl, 1951), de William Berke.

Este desplazamiento se produce, también, en sintonía con el clima propiciado en el país por la publicación del informe del senador Kefauver sobre la extensa ramificación del crimen organizado, de manera que todo está dispuesto, en los alrededores de 1952, para devolver el protagonismo de las ficciones criminales a los representantes del orden y para que aquellas se pueblen de diligentes policías o fiscales entregados a la lucha contra las sociedades del delito, como sucede en The Racket (John Cromwell, 1951), en El poder invisible (The Mob; Robert Parrish, 1951), en Hoodlum Empire (Joseph Kane, 1952) o en un estimable melodrama de tonalidades documentales filmado por Robert Wise: The Captive City (1951).

El modelo narrativo del cine policial se desvela, igualmente, como el marco ideal para cobijar la propaganda anticomunista de obligado peaje coyuntural en tiempos de «guerra fría» y de persecución macartista. Así es como nacen, entre 1949 y 1953, las propuestas más explícitas de The Red Menace (R. G. Springsteen, 1949),[20] I Was a Communist for the FBI (Gordon Douglas, 1951) o un thriller de carácter semidocumental producido, claro está, por Louis de Rochemont: Cita a las once (Walk East on Beacon; Alfred Werker, 1952), junto a incursiones mucho más ambiguas, y hasta irónicas o con diálogos «parabólicamente desvirtuados» (Latorre y Coma, 1981, 150), como se manifiesta en Manos peligrosas (1953), de Sam Fuller, o incluso la metáfora subterránea que podría rastrearse bajo la intriga sanitaria de Pánico en las calles (Panic in the Streets; Elia Kazan, 1950), una película en la que aparecen todavía pinceladas de impregnación documentalista.

Con estos dos bloques metidos en el paréntesis que cierra 1953, de aquí en adelante las manifestaciones más interesantes y representativas del cine policial caminan ya en un sentido muy diferente. La semilla plantada por Lang en Los sobornados empieza a germinar de forma ecléctica y con perfiles muy heterogéneos —los contornos del género se difuminan muchísimo a partir de 1954—, pero la caracterización de los policías empieza a incluir una perspectiva cada vez menos complaciente y más alejada de las tonalidades propagandísticas —aunque todavía surgen títulos tan apologéticos como FBI contra el imperio del crimen (The FBI Story; Mervyn LeRoy, 1959), auténtico «cantar de gesta» del cuerpo federal; una óptica, en definitiva, más próxima al análisis crítico de todo tipo de excesos, ambigüedades o transgresiones de la ley.

Dispuestos a sacar provecho de las ventajas que les proporciona el uniforme o a dejarse contagiar, en beneficio propio, por la corrupción ambiental, los policías de esta etapa pueden llegar a matar, de forma negligente, a la esposa de un ladrón, como el inspector de El asesino anda suelto (The Killer is Loose; Budd Boetticher, 1956); a robar, asesinar y escapar con el dinero, como el protagonista de Burlando la ley (1954), codirigida por el guionista Howard Koch y por el actor Edmond O'Brien, quien hacía con ella su primera tentativa como director; a implicarse en un asesinato mafioso, como el capitán de Accused of Murder (Joseph Kane, 1956)[21] o, simple y llanamente, a quedarse con el botín de un robo cuando lo encuentran, como la pareja de Private Hell 36 (Don Siegel, 1954).

En cualquier caso, y sin necesidad de alcanzar estos extremos, los agentes del orden comienzan a sentir la necesidad, o el impulso, de forzar los márgenes de la legalidad o, cuando menos, de interpretarla a su particular modo y manera para conseguir sus objetivos. Los medios empiezan a supeditarse a los fines. Se sientan con ello las primeras bases arquetípicas del policía brutal de los años sesenta y setenta que, ya sin coartada moral de ningún tipo (salvo su oposición a casi cualquier regla democrática), decidirá tomarse la justicia por su mano convirtiéndose en juez y verdugo al mismo tiempo.

De aquí a creerse personalmente la suprema encarnación de la ley y la justicia, por parte de los policías, no hay más que un paso, y esa estrecha barrerá la franqueará con decisión y sin escrúpulos el gigante Orson Welles al conferir toda la abyección imaginaria de la que era capaz al inspector de Sed de mal (1958), película que llevará hasta el límite la creación y el análisis de un personaje de esta naturaleza. A esas alturas, sin embargo, el final del cine policial como corriente genérica diferenciada es ya un hecho. Hank Quinlan —protagonista de este último film— llega, precisamente, para asesinar al arquetipo.

c) El cine de detectives
Sam Spade y Philip Marlowe (1941/1947)

Frente a la posición inequívoca que, al menos en el comienzo de las series respectivas (1930 y 1935), mantienen el gángster y el policía de cara a la ley (uno ubicado fuera de sus márgenes y el otro luchando por extenderlos), la posición del detective será desde el principio deliberadamente más ambigua. Situado por su actividad en una especie de tierra de nadie, en una suerte de frontera líquida donde las certezas se difuminan y los contornos de la legalidad se encogen y se extienden según quien los interprete, el investigador privado deberá moverse a través de la línea borrosa que separa el bien y el mal, el camino recto de la senda tortuosa del delito. El reto de conducir su camino a través de esa cuerda floja, sin resbalar hacia un lado o hacia otro, condiciona en buena parte el sistema narrativo de las películas en las que aparece como protagonista.

En paralelo a la configuración del cine negro propiamente dicho, al cual alimenta de manera determinante, pero no exclusiva, la figura del detective se enfrenta con perplejidad a una nueva realidad. La extorsión, el entramado criminal, el deterioro moral y la podredumbre de corrupción que ésta lleva consigo contaminan de forma progresiva todo tipo de instancias públicas y privadas que viven, o se enriquecen, a espaldas de la legalidad. En medio de semejante descomposición, los «PI» (private investigators) de este modelo narrativo se sienten desconcertados, extienden sus sospechas en todas direcciones y tratan de salvar sus propias, y anacrónicas, escalas de valores.

Compartiendo ese espacio con el confidente (otro personaje que habita los mismos territorios, como subrayaría después, en Francia, Jean-Pierre Melville a lo largo de gran parte de su filmografía), el nuevo arquetipo que emerge de la novela negra formaliza y, en cierta manera, hace emblemática su aparición en el cine coincidiendo con el instante exacto en el que el gángster y el policía abandonen las pantallas para trasladarse al frente de guerra. Es pues en el año 1941 cuando El halcón maltés (adaptación de Huston sobre la novela de Hammett) se convierte en el título fundacional de esta corriente y fija los moldes arque típicos de un nuevo tipo de héroe, o más bien antihéroe, que no tarda en encontrar varias réplicas fílmicas enriquecedoras y complementarias para protagonizar, de entonces en adelante, un buen número de ficciones.

Naturalmente que Sam Spade, Philip Marlowe y Mike Hammer no nacían del vacío, sino que procedían de algún sitio y tenían, incluso, árbol genealógico. Sus antepasados más remotos pueden localizarse entre los sesudos, deductivos y logísticos protagonistas de la novela policíaca decimonónica y de sus derivados modernos (desde el Auguste Dupin de Edgar Alian Poe hasta el Hercules Poirot de Agatha Christie pasando, desde luego, por el Sherlock Holmes de Conan Doyle), pero sus raíces más cercanas estaban entre los detectives que surgen en la literatura negra americana durante los años treinta, algunos de los cuales también llegan al cine en la misma época: el William Crane de Jonathan Latimer, el Race Williams de Carroll John Daly, el Philo Vanee de S. S. Van Diñe, el propio Nick Charles (el «hombre delgado» de Dashiell Hammett), junto a dos sabuesos que alcanzan las pantallas en 1940 y 1941 respectivamente: el Michael Shayne de Brett Halliday (en el serial de la Fox) y el Humphrey Campbell de Geoffrey Homes, seudónimo de Daniel Mainwaring.

El territorio narrativo por el que se mueven la mayoría de estos precursores, dentro del cine, se sitúa todavía en los márgenes periféricos de la serie negra sin adentrarse del todo en sus entrañas, como tampoco lo hacen —por cierto— las dos primeras y tempranas adaptaciones de la citada novela de Hammett: El halcón (Roy del Ruth, 1931), que es prácticamente una comedia de misterio, y Satan Met a Lady (William Dieterle, 1936). Contra lo que hubiera podido esperarse, sin embargo, la novedad que en este sentido introduce el film de John Huston no encuentra luego una continuidad durante los años inmediatamente posteriores.

Las razones de esta transitoria interrupción filmográfica hay que buscarlas, ante todo, en la dificultad de compaginar el espíritu crítico de esta corriente de películas —y la ambigüedad perturbadora de sus protagonistas— con la defensa a ultranza de los valores institucionales y capitalistas (la censura prefería héroes «patrióticos») mantenida por los países democráticos en unos momentos de gran incertidumbre sobre el resultado final de la guerra. Una vez que esta duda quede despejada y que la victoria de las tropas aliadas sea ya tan sólo una cuestión de tiempo y de paciencia, las pantallas acogerán de nuevo al inquietante private eye en el seno de sus ficciones.

Así, tras el atípico y curioso antecedente que representa, por la asunción de unos rasgos casi detectivescos, el teniente de policía Mark McPherson de Laura (Preminger, 1944), Sam Spade desaparecerá completamente de las imágenes hasta que en 1975, muy lejos ya de estas coordenadas, David Giler conceda el protagonismo de una parodia sin gracia al hijo del detective en la muy olvidable El halcón negro (The Black Bird). El héroe de Hammett encuentra relevo, sin embargo, en su homólogo profesional creado por Chandler: Philip Marlowe, por el que Hollywood había empezado ya a interesarse, incluso, cuando todavía actuaba bajo la personalidad de «El Halcón» (The Falcon Takes Over, 1942; primera adaptación de la novela Adiós, muñeca) y del propio Michael Shayne en Time to Kill (Herbert I. Leeds, 1942), primera versión del relato que luego daría lugar a The Brasher Doubloon.

Finalmente, entre 1944 y 1947 —las fechas de mayor productividad en el ámbito del cine negro— Marlowe recupera su identidad usurpada y toma sucesivamente los rasgos de Dick Powell, Humphrey Bogart (anterior intérprete de Sam Spade), Robert Montgomery y George Montgomery dentro de cuatro títulos que llevan al cine otras tantas novelas del escritor: Historia de un detective (Edward Dmytryk), El sueño eterno (Howard Hawks), La dama del lago (Robert Montgomery) y la ya citada The Brasher Doubloon (John Brahm). Posteriormente, y siguiendo los pasos de su antecesor, desaparece también de la escena hasta que Paul Bogart rueda, en 1969, la mediocre Marlowe, detective muy privado.

Después de esta breve eclosión de títulos (menos numerosa, por lo tanto, de lo que parecen sugerir algunos estudios sobre el género) y de la culminación estilística que supone la aportación de Howard Hawks en este terreno, el detective privado irá desapareciendo lentamente de las imágenes negras mientras su función o bien se transfiere a otros personajes —ya sea el capitán de paracaidistas W. Murdoch de Callejón sin salida (Dead Reckoning; J. Cromwell, 1947), ya el falso culpable Vincent Parry de Senda tenebrosa (D. Daves, 1947)— o bien comparte protagonismo con algún poderoso gángster —es el caso de Jeff Markham en Retorno al pasado (Toumeur, 1947)— o bien, lo que todavía resulta más significativo, traslada su ambigüedad al hasta entonces incorruptible agente de la ley. Es este último, entonces, quien, como ya sucede en la segunda etapa del policíaco documental, se sitúa a partir de esta incisión paralela en la frontera entre el bien y el mal, entre la ley y el delito, y quien asume dentro de sí la contradicción que anida en la figura del investigador privado.

De esta forma, al predominio del cine de gángsters durante el primer tercio de los años treinta, le sucede el apogeo del más optimista cine policial en los dos tercios restantes de la década y a ambos, una vez que los dos campos contrapuestos hayan quedado netamente definidos, la irrupción casi simultánea del cine de detectives y del cine criminal que ocupan, desde 1941 en adelante, el espacio intermedio entre aquellas dos corrientes. A medida, sin embargo, que los agentes de la ley se deslicen hacia esa tierra de nadie que los separa del gangsterismo y se impregnen de la ambigüedad que flota en semejante línea imaginaria, ocupando así el territorio por excelencia de los detectives, desplazarán a éstos —en un movimiento simétrico, pero inverso— hacia el campo de la delincuencia, con cuyos modales o contornos comienzan a coquetear a partir de entonces, de forma progresivamente más ambigua, los nuevos investigadores a sueldo que aparecen en la década siguiente.

El arquetipo sin código (1949/1955)

El proceso descrito anteriormente es, exactamente, el que tiene lugar durante los años cincuenta, pero su caldo de cultivo venía hirviendo desde finales del período anterior. Así que, perdida ya la noción de integridad, por sombría que ésta fuera, y diluido hasta la desnaturalización el código ético que —por ambiguo que se mostrara— mantenía todavía en la frontera de la justicia (aunque no siempre de lo legal) a los omnipresentes Sam Spade y Philip Marlowe, los nuevos detectives no sólo pierden protagonismo y se convierten en las víctimas de las intrigas —según sucede en Pacto tenebroso (Douglas Sirk, 1948)—, sino que devienen auténticos delincuentes, como anticipan Fisher (el socio de Jeff Markham en Retorno al pasado) y el investigador corrupto que aparece en Too Late for Tears (1949), de Byron Haskin.

El arquetipo comienza a manifestar así debilidades que antes nunca se permitía, y en sintonía con el manierismo progresivamente impregnado de violencia que avanza con el calendario de estos años, se va haciendo mucho más duro y agresivo, más cruel y amoral que sus predecesores. Su representación paradigmática es el brutal Mike Hammer, creado por Mickey Spillane y llevado al cine por Harry Essex en I, the Jury (1953) y por George White en My Gun is Quick (1957), primero con el rostro de Biff Elliott y luego con el de Robert Brey.

Posteriormente, una nueva aventura de Hammer (El beso mortal, de Robert Aldrich) dictará en 1955 el epitafio final del detective clásico. Esta «flor maléfica y malsana», como José Luis Guarner (1986) definió a la película, coloca sobre la pantalla una formulación visual extremadamente barroca y crispada, casi gótica, para expresar la violencia trepidante del universo en el que se mueve quien se ha convertido ya en «un materialista burgués, un hedonista que claramente prefiere los descapotables a las mujeres, con las cuales su egoísmo nato le impide comunicarse, siquiera sexualmente» (ibíd.). Un detective, en definitiva, que ha cambiado su soledad por el más exacerbado individualismo, que deja en evidencia su incultura y que, en uno de los montajes de la película,[22] ni siquiera consigue escapar de la explosión radioactiva final, por lo que acaba también como víctima de su propia investigación.

La obra de Aldrich revela que en las nuevas ficciones ya no queda espacio para la honestidad ni para los códigos éticos y que el investigador privado ha abandonado su puesto de observador para participar en la misma podredumbre moral que el resto de la sociedad. El amor y la amistad han desaparecido también de su escala de valores, siendo sustituidos por el alcohol, el dinero y la prepotencia. No existe ya ningún atisbo de mirada moral en estos personajes, prácticamente sustituidos por los policías en el cine de los años cincuenta, y, por lo tanto, tampoco detectives que sirvan de referencia ética o de testigos de lo que sucede a su alrededor. Todo se vuelve más opaco y gris, más impenetrable, en definitiva.

Así es el terreno de juego en el que van a moverse, Hammer incluido, los investigadores que lleguen al cine a partir de la década siguiente. Este será el caso del personaje de Spillane al reaparecer, en 1963, interpretado por su propio creador literario dentro de The Girl Hunters (Roy Rowland), pero también el de Tony Rome (criatura de Marvin H. Albert), el de Lew Archer (invención de Ross McDonald) o el del televisivo Peter Gunn, rescatado para el cine por Blake Edwards en 1967. Todos ellos protagonizarán historias conducidas por un detective privado, pero ahí se agota —salvo matices aislados— su relación con el arquetipo fundacional que alimenta al cine negro.

d) El cine criminal. La fase clásica (1944/1948)

Frente al halo mítico con el que el primitivo cine de gángsters y su antagónico, el cine policial, rodean durante los años treinta a los protagonistas de sus ficciones —a los que tienden a engrandecer y a retratar como seres excepcionales tanto en su transgresión como en su defensa de la legalidad—, surgen también en este período otras derivaciones de ambas corrientes que, bajando de su pedestal a estos arquetipos, sitúan al americano medio, al hombre corriente de la calle, en el centro de sus esquemas argumentales. Así sucede en algunos films del ciclo penitenciario, como Soy un fugitivo y Veinte mil años en Sing Sing, o en las películas de denuncia social planteadas por Fritz Lang (Furia, Sólo se vive una vez), donde se analiza el fenómeno de la delincuencia a través de unos personajes a los que el espectador podía sentirse más cercano y que facilitaban en mayor medida su identificación con ellos.

La novedad que este punto de vista, más apegado a la realidad y a la vida cotidiana de los ciudadanos, supone en relación con las dos corrientes hegemónicas durante el transcurso de la década citada se complementa, además, con la mayor preocupación crítica que estos films manifiestan por estudiar las circunstancias económicas, sociales y políticas de las que nacen ciertas conductas delictivas características de esos años. Este es un tipo de análisis que, con otras connotaciones distintas y a modo de balance y compendio de la serie, se trasladará más adelante a los títulos epilógales del cine de gángsters y a las estructuras argumentales de películas como The Roaring Twenties (1939) y El último refugio (1941), de Raoul Walsh.

Así pues, la semilla que va fecundando el terreno sobre el que germinará esta nueva tendencia debe buscarse en la irrupción, cada vez más insidiosa, de la ambigüedad y de la ambivalencia que, a partir de 1941, el cine negro inyecta en la serie criminal a través de estas últimas películas y de los primeros títulos del cine de detectives. La inestabilidad y la indefinición de fronteras entre el bien y el mal, entre la ley y su transgresión, es un abono fértil para que agarren los precedentes más o menos familiares insinuados por Hitchcock en Sospecha (Suspicion, 1941) y La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) —films que introducen ya una inquietante valoración de la dimensión psicológica— y para que la mirada de la cámara vaya ampliando, poco a poco, su radio de acción.

Siguiendo esta misma línea evolutiva, surgen en 1944 (aprovechando una transitoria flexibilización de la censura y cuando el final de la segunda guerra mundial se vislumbra ya cerca) algunos títulos que, de nuevo con el hombre de la calle como protagonista, cambian el centro de atención de su mirada e intentan investigar ahora no ya las causas exteriores del fenómeno delictivo, sino los procesos psicológicos que conducen al individuo a traspasar la frontera del crimen o de la tentativa de asesinato. Perdición (Billy Wilder), Laura (Otto Preminger) y La mujer del cuadro (Fritz Lang) son los tres títulos emblemáticos, de ese mismo año, que marcan de forma representativa el nacimiento de esta corriente, directamente vinculada al apogeo que —de la mano de autores como James M. Cain, Vera Caspary, Fredric Brown y William Irish, entre otros— experimenta la tendencia narrativa de la psicología criminal durante el mismo período.

Paralelamente al auge de esta serie literaria, la introspección y el psicoanálisis se convierten en los instrumentos de disección que manejan guionistas y directores a la hora de hurgar en el complejo mundo interior de personajes anónimos dispuestos a ignorar los límites de la ley, bien para superar sus frustraciones personales, bien para cumplir sus deseos de aventura, bien para recomponer un pasado roto por algún tipo de fractura, o, lo que resulta más frecuente todavía, para satisfacer su apetito sexual.

Consecuentemente con esto último, el personaje femenino (que empieza a revestirse con los rasgos arquetípicos de la «mujer fatal», a medio camino entre la sensualidad y la perfidia) adquirirá en estos films un mayor protagonismo dentro de la acción y el triángulo amoroso se transformará en el eje argumental de buena parte de sus estructuras narrativas. A su lado, el héroe masculino desvela su debilidad de carácter y una mayor indefensión ante los contratiempos de la vida, lo que permite «situar simbólicamente en la pantalla los miedos profundos de un espectador roído en las complejidades de su mente por el diario y universal hecho de la muerte» (Latorre y Coma, 1981, 78).

El crimen y el asesinato (muchas veces frustrados, algunas otras imaginarios) se convierten así en la consecuencia lógica de unos procesos psicológicos que el núcleo central de estas ficciones —aunque no todas— se ocupa de desmenuzar mediante el análisis de los comportamientos de unos personajes cuyo fracaso, o su detención última por las fuerzas policiales, suele poner punto final a las imágenes del film. En su defecto, la exploración psicológica cede el espacio a la descripción de las circunstancias que están en el origen de esa conducta delictiva o a la articulación y desbroce de un enigma criminal con perfiles generalmente oscuros, retorcidos y sombríos.

Asesinos o víctimas, obsesionados o amnésicos, atormentados o sujetos de una charada que los aprisiona, los nuevos protagonistas pueblan una corriente de películas mucho menos homogénea que las anteriores, que se dispersa por múltiples derroteros colaterales y que acoge, en su interior, a títulos como La dama desconocida (Robert Siodmak, 1944), Ángel o diablo (Otto Preminger, 1945), Alma en suplicio (Michael Curtiz, 1945), Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven; John M. Stahl, 1945), Perversidad (Fritz Lang, 1945), Retorno al abismo (Conflict; Curtís Bernhardt, 1945), The Unsuspected (Michael Curtiz, 1947), El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), Senda tenebrosa (Delmer Daves, 1947), Born to Kill (Robert Wise, 1947) o Doble vida (A Double Life; George Cukor, 1948).

Los métodos y una buena parte del talante de estas películas se pueden rastrear, igualmente, en las historias que toman como pretexto los problemas generados por la desmovilización y por las dificultades para la reinserción social de los ex combatientes, como pone de relieve un grupo de películas que conecta, de nuevo, la serie negra con el drama social: Nobody Lives Forever (Jean Negulesco, 1946), Solo en la noche (Somewhere in the Night; Joseph L. Mankiewicz, 1946), Encrucijada de odios (E. Dmytryk, 1947), Act of Violence (Fred Zinneman, 1949) o Try and Get Me (Cy Endfield, 1950). El drama del retorno para los soldados volverá a despertar tras la guerra de Corea, como deja al descubierto el Jeff Murray de Deseos humanos (Fritz Lang, 1954), quien además aparece convertido ya, como corresponde a esa etapa posterior del cine criminal, en el juguete de una mujer coqueta y ambiciosa.

Al mismo tiempo, este modelo empieza a contaminar con sus métodos analíticos no sólo las corrientes vecinas del cine negro (gángsters, detectives y policías adquieren a partir de entonces una mayor complejidad psicológica y crecen en espesor), sino también al drama y al melodrama, como se expresa mediante la hibridación del cine criminal con la reconstrucción de época y con las patologías psicológicas, fuente de una variante mestiza (el desuet) que se aborda en el siguiente capítulo.

Depuración y eclecticismo (1951/1959)

El corpus central y más abundante del cine criminal se concentra, por tanto, entre 1944 y 1948, fechas que engendran una verdadera avalancha de títulos, pero el modelo empieza a incorporar elementos de caracterización realista, que proceden del policíaco documental, a partir de 1949, cuando las alambicadas intrigas psicológicas ceden terreno a la mayor nitidez narrativa de la serie negra en sus vertientes del cine de gángsters y del cine policial de sus últimas etapas respectivas. Una película de Jules Dassin —Noche en la ciudad (Night and the City, 1950)—, ambientada con pretensiones de verismo en un Londres suburbial, y títulos como In a Lonely Place (Nicholas Ray, 1950) o Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1951) pueden ser los ejemplos más representativos del giro iniciado a través de un paréntesis en el que se produce un cierto estancamiento de la producción y un lento abandono de los aspectos más oníricos de los primeros títulos en aras de un realismo reforzado y de una dramaturgia más directa.

La nueva orientación va tomando carta de naturaleza a medida que se entra en los años cincuenta, al mismo tiempo que —como sucede con el cine policial en la fase del «pesimismo crítico» (1953/1957)— la violencia y la crueldad se hacen más explícitas y menos refinadas. A partir de 1951, de hecho, la cantera del cine criminal vuelve a mostrarse prolífica y, con este renacer transitorio, el protagonismo del arquetipo femenino va creciendo hasta convertirse con frecuencia en el verdadero motor del relato, al mismo tiempo que la intriga sentimental y el estudio de los caracteres reciben igualmente una mayor atención narrativa.

En esta onda se mueven la Rose Lomis de Niágara (Henry Hathaway, 1953), la Diane Tremayne de Angel Face (Otto Preminger, 1952), la asesina interpretada por Jean Peters en A Blueprint for Murder (Andre L. Stone, 1953), la Vicky de Deseos humanos (Fritz Lang, 1954) o la recepcionista a quien da vida Anne Bancroft en la ya tardía The Girl in Black Stockings (Howard W. Koch, 1957). Lo cierto es, sin embargo, que desde la mitad de la década en adelante y a pesar de un cierto número de films que surgen desde la serie «B», esta corriente empieza a ver cómo sus contornos se difuminan mientras que sus moldes narrativos terminan por insertarse y diluirse en los esquemas de las corrientes paralelas, que viven también por esos años su correspondiente desnaturalización.

Finalmente, la presencia de la psicología clásica va siendo desplazada por el psicoanálisis clínico que toma el relevo, dentro de las ficciones criminales, a partir de los años sesenta, mientras que las diferentes corrientes por las que discurren la representación del delito y la serie negra durante todos estos años acaban por entrecruzarse y contaminarse mutuamente hasta diluir en el interior de las nuevas formulaciones toda pincelada diferencial. Ese eclecticismo y esa pluralidad de perfiles, de moldes narrativos y de referentes sociales todavía se manifestarán con una férrea aspiración unitaria, y bajo el manto de una poderosa estilización de carácter objetivador, en un título claramente epilogal y analítico como es Anatomía de un asesinato, filmado por Otto Preminger en 1959.

Por una feliz, o al menos bien expresiva, coincidencia, esta fría disección clínica con apariencia de rompecabezas aparece tan sólo un año antes de que Budd Boetticher —como ya se ha indicado— venga a cerrar con La ley del hampa, desde la trinchera del gangsterismo, la última de las puertas que permanecía abierta, o entreabierta, para la problemática supervivencia futura del cine negro clásico. Con estas dos películas como síntesis, compendio y recapitulación, el movimiento agota los últimos cartuchos de su identidad antes de empezar a transformarse, durante los años sesenta, en otra cosa ya muy diferente y mucho más dispersa, como se apunta en el último capítulo del libro.

e) Evolución histórica

Las cuatro grandes corrientes diseñadas en los bloques anteriores discurren a través de tres décadas fundamentales para la historia del cine americano. Esencialmente, la etapa que va desde el advenimiento del sonoro hasta la quiebra y transformación del sistema de producción consustancial con la «era de los estudios» en el Hollywood clásico, cerrada ya definitivamente a mediados de los años cincuenta. De hecho, la fase epilogal que se recoge en estas páginas (la que va desde esta última incisión hasta el final de la década de los cincuenta) no hace sino recoger los últimos y frecuentemente anacrónicos estertores de un movimiento que, al desaparecer las condiciones históricas y sociales que alimentaron su nacimiento y desarrollo, entra en acelerado y disperso proceso de desnaturalización.

El camino seguido entre medias por el cine negro, sus antecedentes y consecuentes, dista mucho de ser una ruta lineal, como se ha podido apreciar en las páginas precedentes. Bien al contrario, discurre por vericuetos que a veces parecen paralelos y que, en otras ocasiones, se bifurcan, se enredan y se superponen entre sí, sin que el ejercicio de dibujar la cartografía resultante pueda entenderse desde otra perspectiva que no sea la del prisma dialéctico que proyecta, al mismo tiempo, una simplificación forzosamente reductora y una radiografía de las líneas de fuerza que articulan su desarrollo.

Pese al riesgo que supone quedarse exclusivamente con la segunda de estas facetas, esa radiografía puede ayudar a comprender desde una perspectiva más globalizadora (simultáneamente diacrónica y sincrónica) la evolución de un fenómeno bastante complejo y que, habitualmente, se contempla desde posiciones poco productivas, ya sea entre medias de los árboles que no dejan ver los caminos ni las fronteras del bosque, ya desde la atalaya externa de la foresta que no permite divisar la geografía interior de ésta. Tratando de romper con tan estéril dicotomía, se avanza aquí —y en el gráfico que se acompaña— una sucinta propuesta de lectura histórica empeñada en buscar una clarificación que resulte operativa sin renunciar a su complejidad.

Parece bastante claro, por consiguiente, que el cine de gángsters encuentra sus antecedentes más caracterizadores en las películas que Lewis Milestone y Josef Von Sternberg ruedan entre 1927 y 1929 (en plena mutación sonora del cine silente) y que cristaliza en un ciclo fundacional aglutinado en torno a títulos como Hampa dorada (LeRoy) y El enemigo público (Wellman) entre 1930 y 1933. Ese cine de gángsters primitivo es el núcleo fundamental y más homogéneo de una corriente (a la que da nombre genérico) extendida a lo largo de estas tres décadas a través de otras tantas fases. Sucesivamente, la sociología del gangsterismo (1935-1941), el neogangsterismo en negro (1945-1950) y el período de manierismo y ocaso (1953-1960)

Ahora bien, dicho ciclo inaugural, cuyas películas fueron rodadas en estrecha contemporaneidad con las hazañas callejeras de los gángsters auténticos y con el tráfico de licores, es muy breve y, probablemente, no podría prolongarse mucho más allá de la confluencia expresada, en torno a 1933-1934, con la puesta en marcha del New Deal, el final de la Prohibición y el reforzamiento del código de censura. La respuesta de Hollywood y de la serie criminal a los nuevos tiempos que inaugura aquella triple coyuntura se despliega, dejando a un lado la variante que introduce el cine penitenciario (1932-1934), en tres, ciclos sincrónicos que, en términos históricos, toman el relevo del primer cine de gángsters: el cine de denuncia social (1933-1939), la sociología del gangsterismo y la alternativa que plantea el nacimiento del cine policial en su fase del optimismo primitivo (1935-1940). Son tres opciones profundamente marcadas por el espíritu regeneracionista del New Deal, y su desarrollo aproximado entre 1933 y 1941 desemboca en la relectura-compendio que propone The Roaring Twenties (1939) y en las imágenes fronterizas de El último refugio (1941), filmadas ambas por Raoul Walsh.

Estos dos títulos resumen y reelaboran el cine de gángsters a las puertas de un nuevo período y, esencialmente, de la incisión expresada por la fecha-puente de 1941, tránsito que permite establecer la conexión con el naciente cine de detectives y, al mismo tiempo, con la primera manifestación emblemática del cine negro propiamente dicho: El halcón maltés (Huston). El complejo proceso que ha conducido desde Rico Bandello hasta Roy Earle enlaza, simultáneamente, con Sam Spade y abre la puerta a la fase que este último compartirá con Philip Marlowe desde entonces hasta 1947. A la retirada de un arquetipo (el gángster), desplazado cuando alcanzaba su madurez a las puertas de la segunda guerra mundial, le sucede la creación y consolidación de uno nuevo (el detective) más complejo y turbulento todavía o, cuando menos, mejor aclimatado a la difusa ambigüedad que, a partir de entonces, envolverá la línea fronteriza entre el bien y el mal, entre la ley y su transgresión.

La victoria de la alianza democrática en la contienda bélica no llevará a Hollywood, sin embargo, más claridad, sino más confusión. La serie criminal perderá para siempre el camino de retorno a las pinceladas nítidas que, durante los primeros años treinta, perfilaban todavía el enfrentamiento entre las organizaciones de la criminalidad y las fuerzas del orden. Si acaso, servirá para abrir la espita al trazado de una radiografía crítica que, enmascarada bajo la fuerte estilización expresionista con la que se reviste progresivamente la ficción delictiva, coloca sobre la pantalla un espejo incómodo y nada complaciente de la venalidad, las psicopatologías, el individualismo insolidario y el más salvaje «sálvese quién pueda» a los que se entrega de lleno una sociedad que sale empobrecida de la guerra, pero también en mejores condiciones que nadie en el mundo para iniciar un vertiginoso despegue económico sustentado sobre la más feroz competitividad capitalista.

Éste es el útero materno que engendra, a partir de 1944-1945, el desarrollo casi en paralelo de tres corrientes cuyas imágenes beben, indistintamente, en las fuentes más oscuras y turbulentas de aquella sociedad: el neogangsterismo en negro, el policíaco documental y la fase clásica del cine criminal. Tres manifestaciones dispares que se superponen de forma intensa y promiscua durante tres años (1945, 1946 y 1947) y que despliegan todavía hasta 1950 —al menos las dos primeras— una densa, bien trabada y coherente evolución que dibuja el mapa fundamental, el territorio-madre por excelencia del cine negro en sus más ricas y complejas expresiones.

Películas de Robert Siodmak (Forajidos, El abrazo de la muerte), de Henry Hathaway (El beso de la muerte), de Jacques Tourneur (Retorno al pasado) y de Abraham Polonsky (Forcé of Evil) condensan la primera de aquellas corrientes, abocada por su violencia y por su negrura a volar por los aires en compañía de Cody Jarret (Al rojo vivo). La segunda se aglutina, esencialmente, en torno a los films rodados por Hathaway para la Fox, y la tercera transita por el camino que abren, en 1944, Perdición (Wilder), Laura (Preminger) y La mujer del cuadro (Lang). A partir de todas ellas y a su alrededor, junto al afluente decisivo que aporta la primera fase del cine de detectives (con El sueño eterno como compendio y síntesis del mismo), se va configurando la almendra central, más reducida de lo que parece, del género negro en sentido estricto.

Más allá de sus límites fronterizos, y sobre todo tras la superación de la «caza de brujas» en sintonía con el despegue económico, la ambivalencia y la turbiedad moral empiezan a despejarse para dejar paso a una expresión más nítida y a una dramaturgia más directa, a una representación más explícita y coreográfica de la violencia, a una estética de mayor eclecticismo y permeable a nuevas influencias. Se entra así en los años cincuenta y, con ellos, se cabalga sobre la reconversión progresiva de un modelo de producción cuyo desarrollo va a transformar, en paralelo con el cambio de los referentes sociales implícitos en la nueva etapa histórica y económica, la fisonomía visual y dramática de todo el cine facturado por Hollywood.

Hasta entonces, la serie criminal se ha movido y se ha desplazado en el tiempo dibujando una curiosa doble simetría que afecta, por igual, a uno y otro lado de la ley (que no de la moral) en cada una de las dos dicotomías básicas que organizan las cuatro corrientes aquí diseñadas. Gángsters y policías por un lado, detectives y criminales por otro, acompasan sus movimientos respectivos dentro de cada ciclo evolutivo bajo una extraña coreografía que pronto desvela su propia coherencia.

De hecho, la sociología del gangsterismo propiciada por el New Deal corre paralela a su homologa en el campo de la legalidad, como es la primera fase del cine policial, en su afán por diluir la violencia desafiante de los mafiosos durante el período anterior. A su vez, la etapa del neogangsterismo en negro (1945-1950) toma distancias respecto al mundo del orden en estrecha sintonía con la progresiva ambigüedad que, poco a poco, va impregnando la fase coetánea del policíaco documental (1945-1950) y esa escalada constante hacia el ámbito de la criminalidad o, cuando menos, de la más turbia ambivalencia, la recorren también simultáneamente los ciclos respectivos del manierismo y ocaso en el cine de gángsters (19531960) y del pesimismo crítico en el terreno del cine policial (19531957). Lo mismo sucede en el tránsito que detectives y criminales emprenden juntos, y casi sincronizados, cuando caminan desde las respectivas fases clásicas —enraizadas en los años cuarenta— hacia su reubicación en la década siguiente con la brújula orientada en idéntica dirección.

Nos encontramos, por consiguiente, frente a un doble y, en realidad, cuádruple desplazamiento en virtud del cual los protagonistas de todas las corrientes en liza se van despegando progresivamente de la referencia trazada por la ley para caminar bien hacia su periferia, o bien hacia territorios todavía más alejados de su observancia (véase el mapa adjunto). Así, los gángsters regresan a su maldad primitiva y vuelven a ser tan crueles como despiadados cuando afrontan, precisamente, la fase crepuscular de su corriente materna y esta última emprende un recorrido manierista que apunta hacia la reconstrucción estilizada y evocadora de la Historia, hecha antes crónica periodística y, ahora, convertida ya en pura mitología, como expresan las imágenes de La ley del hampa (Boetticher).

Los policías devienen progresivamente venales y emprenden otro camino sin retorno: el que les llevará a erigirse, por sí mismos, en intérpretes interesados de la ley mediante la supeditación de los medios a los fines. Es la ruta que conduce a Hank Quinlan (Sed de mal) y la llave que abre la tumba del arquetipo clásico. Los detectives pierden su código ético, exhiben una tosquedad violenta y se abrazan al relativismo bajo el imperio de la corrupción material, con Mike Hammer (El beso mortal) como enterrador del prototipo diseñado por sus predecesores. Las mujeres se hacen más «fatales», equívocas y ambiciosas, los ex combatientes no encuentran hueco para su reinserción y el americano medio empieza a exhibir sus debilidades sin tantos subterfugios y con menos coartadas psicologistas que en la etapa anterior. Todos se apartan más y más del horizonte moral, y legal, a medida que la nación multiplica la creación de riqueza y, con ella, la acumulación de las desigualdades.

Esta curiosa evolución acaba por dibujar una cartografía en la que se diría que todas las líneas evolutivas están en fuga respecto a la línea imaginaria de la ley. El proceso en cuestión puede contemplarse desde una doble perspectiva. Por un lado, como producto natural de la ampliación progresiva de los márgenes para la libertad de expresión, cuyo resultado más evidente es la tendencia de los creadores (y de los estudios de Hollywood) a reflejar de una manera progresivamente más explícita —y menos metafórica— los fenómenos de la criminalidad y de la corrupción moral. Desde otra óptica, como consecuencia de la fuerte interdependencia y del constante reflejo mutuo que cohesionan y entrelazan las diferentes corrientes y ciclos por los que se dispersa la producción del género.

El esquema trazado en estas páginas no responde, por consiguiente, a una lectura que trate de establecer compartimentos estancos o rutas independientes (por lo demás estériles para entender el cine que aquí se recoge), sino a un intento de ofrecer algunas pautas capaces de integrar la perspectiva historiográfica y la consideración estética sobre las películas dentro de una visión de conjunto que, al mismo tiempo, resulte transitable como guía orientativa. No se trataba, pues, de agotar o simplificar la enorme riqueza que el cine negro guarda en su interior por el procedimiento de trazar senderos cerrados y autónomos, sino de ofrecer un instrumento que facilite la aproximación, que contribuya a orientar la mirada y que, simultáneamente, deje libertad al análisis para descubrir nuevas potencialidades.