4. Depuración y objetividad narrativa

Si el cine de gángsters (ciclo fundacional, modelo canónico) es, como se viene planteando, la representación mítica en términos narrativos de un fenómeno socio-histórico, interesa particularmente observar de qué manera se van configurando primero, se organizan luego y evolucionan después los modos y las estructuras del relato que sustenta dicha formalización. Desde esta perspectiva, la serie de películas que pueden acotarse entre The Doorway to Hell (1930) y Scarface (1932) ofrece un interesantísimo intervalo de catarsis escoltado por dos etapas (la fase precursora y la sociología del gangsterismo) en cuyo sistema narrativo operan, si bien con distinta funcionalidad, efectos melodramáticos que el modelo central depura casi por completo para emerger como el momento constitutivo del género.

El proceso evolutivo sigue la cadena que establecen, sucesivamente, los antecedentes aglutinados por el paso del mudo al sonoro, un núcleo central —del que se ocupa mayoritariamente este capítulo— y un desarrollo ulterior que conduce hasta la frontera señalada por El último refugio (Walsh). El primer ciclo encuentra su película emblemática en La ley del hampa (Sternberg), cuya historia deja al descubierto las servidumbres arrastradas por aquel modelo de transición y localizables en las influencias que, en esas fechas, todavía proyecta sobre su estructura el «melodrama social criminal de origen teatral que estaba en su base literaria» (Benet, 1992, 110). La progresiva depuración de los elementos narrativos implícitos en tales raíces desemboca, finalmente, en la fase nuclear que —a título representativo— condensan de manera ejemplar las ya citadas Hampa dorada (LeRoy, 1931), El enemigo público (Wellman, 1931) y Scarface (Hawks, 1932).

La ruptura con los componentes melodramáticos acaba sustanciándose cuando el relato comienza a privilegiar el punto de vista narrativo del gángster protagonista, una opción contradictoria con la distancia mínima imprescindible que necesita el melodrama para contemplar, desde fuera, el deseo y las expectativas de los personajes. En el modelo analizado, por el contrario, tanto la estructura conductora de la acción (un trayecto lineal y cerrado) como la identificación del relato con el punto de vista —y con el itinerario en la diégesis— de Rico Bandello, Tom Powers o Tony Camonte cercenan de raíz toda posibilidad de introducir una distancia de carácter narrativo. Debe precisarse, no obstante, que sí existe una distancia, pero ésta es la establecida entre la articulación narradora propiamente dicha y la historia diegética contenida en su interior, pero sobre este aspecto se volverá más adelante.

Vayamos por partes. Se sabe ya que estas películas cuentan un proceso dramático de ascensión y caída. De la primera de estas fases, como se explicaba en un capítulo anterior, extrae el gángster su condición de «paradigma del sueño americano». Su lucha por afirmarse como individuo «hecho a sí mismo» y por alcanzar un lugar preeminente sobre los demás recrea el mito del selfmade man y genera la identificación con el soñador americano arquetípico. Esa aspiración señala un itinerario que confronta la trayectoria individual en pos del éxito (de la fama, del poder) con las aspiraciones correlativas, o con la situación pasiva, del resto de los ciudadanos que conviven atrapados por las contradicciones de la misma formación social. Se trata, por consiguiente, de «un sueño en conflicto con la sociedad» (Shadoian, 1977, 2).

Sin embargo, y como se ha señalado anteriormente, este «sueño en conflicto» se narra en forma de trayecto lineal, y de este primer desajuste nace —precisamente— el carácter revulsivo de los relatos en cuestión. Es decir, la fascinación equívoca y ambigua que emana de unas figuras (imaginarias, mitificadas) cuya trayectoria no está sometida a interferencias, huecos o meandros narrativos (generados por la mecánica secuencial), circunloquios o interrogaciones introducidas por diferentes puntos de vista (bien de otros personajes o bien de otras líneas de acción), se desvela portadora de inquietantes potencialidades metafóricas para la ilusoria armonía social establecida entre las diferentes clases. Al no existir dentro del relato los mecanismos que permitirían construir una valoración moral condenatoria, ésta se superpone desde fuera y a posteriori mediante los carteles insertados, antes o después de los créditos, advirtiendo sobre la lacra social que supone el gangsterismo y llamando a luchar contra ella.

Más todavía. El gángster sujeto de su propio deseo (o movido por él) reproduce «la estructura básica de toda experiencia humana (y por lo tanto de todo relato) que sólo la narración, mediante la distribución de la información en una estructura topológica reconocible y una configuración temporal, pueden darle una forma asimilable» (Benet, 1992, 112-113). ¿Qué sucede, entonces, cuando esa «distribución de la información» toma la forma de un camino lineal, estrictamente confiado a la ruta seguida por su protagonista, convertido así en motor y conductor exclusivo de los hechos narrados?

Estas películas son ajenas a la estructura de investigación o encuesta que, más adelante, introducirá el cine de detectives y, con éste, el cine negro propiamente dicho. No existe en ellas el suspense ni como resorte narrativo ni como efecto psicológico, no hay lugar para la derivación melodramática, ni tampoco para ninguna forma de administrar la información que permita generar expectativas diferentes a las del protagonista o que no esté sometida a la dinámica propia y exclusiva de la acción. No hay progresión narrativa alguna que no provenga de los hechos, que no sea transmitida por la funcionalidad actuante de los personajes e, incluso, por la propia gestualidad de los actores.

Nos encontramos, por lo tanto, frente a un relato que estructura la información supeditándola en todo momento, si no a la mirada, sí a la posición deseante (a la información que poseen y a las expectativas) de sujetos tan poco recomendables como los protagonistas de estas ficciones. Ninguna articulación externa a la acción desafía, pone en cuestión o relativiza dialécticamente el punto de vista de estas figuras, puesto que sólo ellas conducen la dinámica narrativa, aunque en la historia (en el universo diegético desplegado) ocurran otras cosas diferentes también.

Así pues, ninguna otra instancia que no venga implícita en sus acciones o en su gestualidad (el rostro de Tony Camonte tras disparar a bocajarro contra su amigo Guiño Rinaldo; el contraplano de Joe Massara frente a la mirada de Rico Bandello poco antes de que éste se descubra incapaz de matar a su amigo) inyecta en el relato una distancia crítica, o bien una posibilidad de reflexión, respecto a la trayectoria de unos protagonistas que no paran en medios para conseguir sus fines. La ambigüedad primero, y la fascinación después, están servidas.

Otro factor nada desdeñable opera en el mismo sentido y refuerza dicha tendencia, pues se da la circunstancia de que esta peculiar naturaleza narrativa funciona así, mayoritariamente y sobre todo, mientras se relata el proceso de ascensión a la cima y, más todavía, durante el disfrute o el ejercicio del poder desde la atalaya que éste proporciona. Es entonces cuando la identificación entre el relato como articulación y el itinerario del gángster como historia resulta prácticamente completa. Da la casualidad, adicional, de que las películas centran en esa parte de la narración el grueso de su metraje. La ascensión es lenta y trabajosa (aunque se cuente con ritmo rápido), genera mucha actividad por parte del sujeto y ocupa la mayor parte del espacio narrativo. La caída es rápida, contundente y casi precipitada; no se necesitan muchos fotogramas para representarla.

A mayor abundamiento, tampoco queda espacio en estos relatos para estrategias discursivas capaces de introducir otro referente social que no sea el que viene expresado en (y por) el propio discurrir de la acción, siempre apegada a la actividad del gángster en proceso de ascensión. Si las historias se observan con un mínimo detenimiento, se verá que apenas dejan huecos por los que puedan introducirse los orígenes o las causas sociales del gangsterismo (será preciso esperar a la llegada del New Deal para que esa preocupación política encuentre acomodo en la narratividad de los films), pero es que tampoco le dedican mucho tiempo a la actuación de las fuerzas del orden (la policía o bien está ausente, o bien actúa simplemente de oficio) y mucho menos todavía al entorno social en el que transcurre la trayectoria de estos héroes singulares. «Hay muy poca sociedad a la que atacar o a la que defender», observa Robin Wood (1982, 66) con sagacidad a propósito de Scarface, y tal apreciación sirve también para Hampa dorada y El enemigo público.

El itinerario físico del gángster transcurre exclusivamente, casi siempre, por el interior del universo delictivo (guerras entre bandas rivales, ajustes de cuentas) y, en consecuencia, arrastra consigo un reflejo muy escaso —casi esporádico— del entorno social en el que germina esa contrasociedad criminal, pero incluso este pequeño eco —cuando se cuela de rondón en las imágenes— apenas incide sobre la instancia narradora y carece, por lo tanto, de relevancia estructural.

Nos encontramos, pues, ante un itinerario de naturaleza delincuente que carece de contrapeso social en los términos de la representación, y este desequilibrio acentúa lo que Robin Wood ha llamado «la tentación de la irresponsabilidad» en el comportamiento de los gángsters, pero también la amoralidad revulsiva del retrato trazado. La primera se expresa por la definición meramente física de las acciones, desprovistas aquí de ninguna otra raíz o impulso que no vengan dados por —o estén implícitos en— la dinámica de los movimientos. La segunda es consecuencia directa de la anterior, puesto que al despojar la acción de todo componente enjuiciador, de todo parámetro comparativo externo a ella, la trayectoria del gángster se ofrece limpia y transparente; lo que también quiere decir, sumamente estilizada y mitificada.

Al espesor del mito y al refinamiento estilístico se llega en estas películas por la máxima depuración caracterizadora y por el elaborado esquematismo de la narración. La identidad extrema entre acción y caracterización (un proceso ambivalente y simultáneo) fundamenta la primera. La férrea linealidad del relato y su cierre nítido, su perfecta clausura, generan el segundo. Sobre ambos pilares edifica su naturaleza narrativa más genuina el ciclo fundacional del cine de gángsters y a los dos les debe su intransferible y quizás irrepetible singularidad.

El proceso que permite la ambivalencia simultánea entre acción y caracterización es de orden narrativo, pero también congruente con la naturaleza del gángster, quien «no sufre culpabilidad ni tiene segundos pensamientos porque no hay disociación entre lo que pretende ser y lo que realmente es» (Shadoian, 1977, 6). De aquí se deduce que no andaba muy descaminado William R. Burnett cuando confesaba que, para retratar a Rico Bandello, decidió eliminar «cuanto se conocía como “literatura”, declaré la guerra a los adjetivos y eché a un lado todo lo descriptivo (…) Traté de atenerme tan sólo a la narración y al diálogo, dejando que las situaciones hablasen por sí mismas» (Hernández Cava, 1993, 151).

Estamos ante una propuesta narrativa que desdeña todo recurso de orden psicologista, que hace abstracción de las servidumbres biográficas (entendidas éstas como sumisión a los resortes contextualizadores de una conducta que únicamente se representa, que no se «explica») y en la que no existe otro motor que los actos y los gestos de unos personajes estilizados hasta el límite de adelgazamiento caracterizador permitido por el arquetipo. De esta manera, la urdimbre de la tipología y la progresión narrativa corren paralelas, ya que la gestualidad de la acción física se identifica de pleno con la dinámica motora del relato. El gángster es y se siente como habla y como actúa.

Podría colegirse, haciendo una abstracción, que estas películas llevan hasta el extremo el paradigma de la escritura clásica (Benet, 1992, 131), puesto que —en ese proceso de depuración condensadora— todos y cada uno de los elementos o efectos de la puesta en escena incorporan con inmediatez (o destilan con naturalidad) la funcionalidad narrativa imprescincidible para hacer evolucionar la historia. No hay más relato que el generado por el arquetipo. No hay más América que el gangsterismo en estos films. Cabe poner en entredicho, por lo tanto, el supuesto maniqueísmo moral de unas ficciones mucho más ambiguas de lo que aparentan a primera vista.

El segundo de los pilares antes aludidos, soporte del esquematismo narrativo exhibido por el cine de gángsters en la etapa fundacional, procede de una concatenación extremadamente rápida y concisa de los diferentes hechos filmados, de la velocidad y de la capacidad de síntesis de una estructura secuencial desprovista de flash-backs o digresiones colaterales, de la supeditación a una continuidad cerrada y cortante, donde un plano subsume al anterior y engendra el siguiente sin necesidad de subrayar y ni siquiera de formalizar ese encadenamiento interno. Secas, ásperas y trepidantes, estas películas avanzan sin permitirse otro aceite lubricante que los fundidos en negro a los que se recurre, frecuentemente, para separar unas secuencias de otras; pero éste es un efecto ambivalente que, en realidad, expresa una doble función.

Por una parte, su papel es equivalente aquí al del punto y seguido, lo cual implica que cada secuencia delimitada por ellos se encuentre previamente cerrada en sí misma. Son bloques (a modo de frases) que, en efecto, se abren y se cierran con plena autonomía. Su distribución temporal y su organización rítmica generan, a su vez, una linealidad férrea, a la que el fundido proporciona algo de vaselina en forma de gozne. Es una linealidad no amenazada por circunloquios, estructurada exclusivamente por la dinámica que imponen los actos (las miradas, los movimientos y la gestualidad de los actores) y por la peculiar compactación que producen las numerosas elipsis. Elipsis que actúan, indistintamente, sobre el tiempo y sobre el espacio, generando así un efecto simultáneamente narrativo y estilizador. Como ejemplo límite de una actuación que opera sobre el tiempo, aparecen los fundidos encadenados que se acumulan para contar, en forma de collage, el asalto al club «Bronze Peacock» dentro de Hampa dorada[1]. Esta secuencia con valor de paréntesis, sin embargo, introduce un recurso atípico y escasamente homogéneo con la estética del film, pero tiene la virtud de condensar —en apretada síntesis— una acción larga y espectacular susceptible de ser desplegada con abundante retórica espacial de planificación y montaje.

De una forma más normalizada, las elipsis que puntúan casi todo el devenir narrativo de Scarface afectan mayoritariamente a la organización espacial y, más concretamente, a la representación de la muerte: la sombra que se transparenta detrás de la puerta y el travelling que la recoge mientras, fuera de campo, se produce el asesinato que abre el film; la panorámica descendente y luego ascendente que filma los disparos sobre las sombras de los gángsters en la matanza del día de San Valentín; los bolos derribados como metáfora del asesinato de Tom Gaffney (Boris Karloff) o la muerte de Johnny Lovo (Osgood Perkins) mientras que Tony Camonte se aleja de espaldas por el pasillo y se escuchan los disparos son sólo algunos ejemplos de esta utilización de las elipsis que, adicionalmente, construye también una cadencia temporal de naturaleza sintética y con vocación de esencialidad.

La ascensión del gángster se consuma a golpe de elipsis, de fundidos en negro y de secuencias cerradas sobre sí mismas: sintaxis que instaura una linealidad progresiva clausurada sin resquicios al final de la historia. La caída del hampón completa así el círculo de una estructura narrativa primaria que debe buena parte de su efectividad a la codificación de moldes argumentales que se repiten película tras película en forma de convenciones genéricas fuertemente asentadas (los asaltos a los clubs nocturnos, la banda como sustitutivo de la familia, los asesinatos en la calle, los ajustes de cuentas con el gang rival, el encuentro de los capos rivales rodeados por sus matones respectivos, el duelo final con los agentes de la ley…) y a la estrecha contigüidad, ya citada, entre acción, caracterización y narración.

Esta última identificación no impide, sin embargo, que la instancia narradora (creadora de un tiempo fílmico nacido de los resortes articuladores del relato) tome distancia respecto a los acontecimientos narrados, estructurados según un tiempo diegético conforme al que se organiza la historia. Esa distancia es la que se establece entre una dinámica rápida y sintética, que depura al máximo la distribución de la información (generada por el relato externo) y un tiempo autónomo inherente a los hechos contados, es decir, interior a la historia; pero también es la que convierte a unas formulaciones narrativas tan fuertemente codificadas en crónicas objetivas (frías de tonalidad y ajenas a valoraciones moralistas) de su propia mitificación. En el cine de gángsters, el relato ahorma y, al mismo tiempo, objetiva la historia.

Semejante duplicidad de funciones puede verse representada, de forma paradigmática, por el recurso frecuente a la inserción de titulares de periódicos: un elemento utilizado para potenciar la progresión narrativa (con un valor sintético añadido) y para reforzar, desde fuera, el efecto de verosimilitud que se busca en el interior de la historia. Más adelante, cuando el ciclo fundacional abra paso a la sociología del gangsterismo (1935-1941), ese mismo recurso servirá también para reforzar la referencialidad que el nuevo modelo necesitaba para hundir sus raíces en el contexto social.

Con los instrumentos señalados hasta aquí, el modelo propuesto se aleja de las reminiscencias melodramáticas que persistían todavía en The Doorway to Hell (la muerte del hermano pequeño de Louie Ricarno era allí el detonante del regreso de éste a la violencia) y realiza un vaciado casi radical de aquellos para instaurar, en su lugar, una depuración narrativa de carácter físico y conductista que mira siempre hacia adelante sin necesidad de motivar la dinámica del relato. Esta concepción narrativa, cuya intensa elaboración daba como resultado una cierta simplicidad dramática de carácter primario, no exenta de esquematismo, se irá volviendo más compleja posteriormente cuando el género evolucione hacia el análisis de las raíces sociales del gangsterismo, como sucede en Dead End (Wyler, 1937), Angels with Dirty Faces (Curtiz, 1938), The y Made Me a Criminal (Berkeley, 1939) o The Roaring Twenties (Walsh, 1939).

Con la aparición de este nuevo ciclo, en el que los dispositivos narrativos deben incorporar estrategias discursivas y referenciales capaces de introducir en la historia el reflejo social entendido como motivación, los elementos da naturaleza melodramática son recuperados y reutilizados con plena conciencia articuladora. El salto cualitativo vendrá dado, en este sentido, por cuatro modificaciones fundamentales: el paso del gángster definido por sus acciones al gángster como producto social y, en cuanto tal, necesitado de una contextualización que, frecuentemente, alude al pasado o al entorno diegético; la introducción progresiva de resortes que hacen explícita la voz narradora como instrumento de valoración moral, y finalmente, como consecuencia de todo ello, el enriquecimiento progresivo del arquetipo y la apertura de líneas narrativas complementarias de la principal.

El nuevo gángster deviene una figura sometida, de forma explícita, a la mirada de los demás, lo que implica la ruptura de la focalización exclusiva sobre este personaje y la introducción de espacios narrativos colaterales: la policía, cuyo protagonismo va en ascenso, pero también el entorno callejero, la presencia reforzada de las figuras subordinadas, instancias sociales como la prensa, etcétera. Esta diversificación no impide, sin embargo, que se mantenga la convención del narrador omnisciente y del relato en tercera persona, como sucede en Ángeles con caras sucias, película —por cierto— donde la utilización del collage visual como mecanismo de relanzamiento narrativo y como refuerzo de la verosimilutd diegética anticipa ya, si bien todavía muy tímidamente, el amplio y complejo desarrollo de esta técnica en el interior de una propuesta como la que exhibe The Roaring Twenties.

La estructura evolutiva de ascensión y caída todavía mantiene la centralidad dramática de la historia, pero a partir de ahora ese proceso ya no estará recluido exclusivamente en el interior del universo mafioso, sino que se desplegará en paralelo por otras arterias sociales. La linealidad temporal se conserva casi siempre, pero en las nuevas películas debe convivir con una dispersión diegética que da entrada a la sociedad. La sociedad como víctima del gangsterismo o la sociedad a la que es preciso defender de la criminalidad. La sociedad, en cualquier caso, como un nuevo y polifacético espacio de representación.

La apertura de esta nueva dialéctica, cuyas raíces cabe encontrar en el acomodamiento industrial de la producción a las nuevas demandas sociales y políticas del New Deal, es el motor sustancial de una forma narrativa que necesita incorporar nuevos moldes argumentales y dramáticos, casi siempre de índole melodramática o referencial, para construir una valoración moral desde el interior del relato. Ya no basta con la representación del crimen y con la dinámica acumuladora, meramente expositiva, de su mecanicidad, sino que es preciso contrastar sus efectos y proyectar éstos sobre un horizonte social.

Como resultado de las nuevas exigencias, la sociología del gangsterismo ya no puede permitirse una distancia tan fría y tan aséptica entre la historia narrada y la instancia narradora, entre el desarrollo de la diégesis y la secuencialidad rítmica del relato estructurador. Para explicarlo más gráficamente, puede decirse que la narración y la historia se aproximan entre sí para que la crónica objetiva deje paso a la requisitoria moral y la trayectoria individual del gángster sea desplazada por el análisis del fenómeno gangsteril, operaciones de sentido que sólo pueden articularse desde el interior de unas historias progresivamente complejas en la naturaleza de su composición y desarrollo. Una complejidad que no impide, paradojicamente, la reducción de la ambigüedad perturbadora inherente a la dimensión hagiográfica implícita en los films anteriores.

La introducción de parámetros morales, la atención prestada a las servidumbres de orden biográfico y la incorporación de los mecanismos narrativos necesarios para dar entrada a la dialéctica social refuerzan el maniqueísmo moral de historias y retratos, lo que convierte a estos films en obras mucho más tranquilizadoras y menos inquietantes que las anteriores. Se abre así un paréntesis que será cerrado por la propuesta-compendio implícita en The Roaring Twenties! sin duda, la más sofisticada y elaborada, en términos narrativos, de todo el cine de gángsters durante los años treinta.

La técnica del collage y la utilización de ésta en relación con la estructura del film han sido estudiados, con más detenimiento, desde la perspectiva del análisis textual con elementos de narratología,[2] pero lo que interesa retener aquí es la doble articulación narrativa que pivota sobre dos discursos paralelos y alternados en el montaje. Un discurso de carácter histórico-documental (y, por lo tanto, ideológico) sustentado sobre los nueve collages que van punteando la evolución del relato y un discurso ficcional (la historia con minúscula) dividido esencialmente en tres grandes bloques.

La primera instancia narradora exhibe abiertamente su exterioridad a la diégesis y, a la vez, proyecta sobre los personajes de ésta (seres imaginarios) la ilusión de hacerlos pasar por protagonistas de la Historia con mayúscula. La obra de Raoul Walsh consuma, de esta manera, la operación mítico-narrativa de convertir a la ficción en crónica histórica y emerge como metáfora-resumen de todo el género. No por casualidad este título arroja «una primera mirada retrospectiva sobre la época de los gángsters», a la vez que, igualmente de forma inaugural, en él la ficción «deja de ser sincrónica con los acontecimientos que relata» (Ciment, 1992, 14), todo lo cual convierte a The Roaring Twenties en la frontera-límite (también a efectos narrativos) más allá de la cual toda inocencia o simplicidad articuladora se desvelan ya como imposibles.

La relectura historiográfica del gangsterismo propuesta por la película (al servicio de la interpretación ideológica auspiciada desde las filas demócratas) cerraba una puerta y abría otra. Esta última es la que daba entrada a una complejidad narrativa de naturaleza diferente, que expresa ya un claro parentesco con las coordenadas del cine negro propiamente dicho y que se manifiesta por primera vez, de forma precursora, en la estructura sobre la que avanza El último refugio, filmado por Walsh en 1941.

Resulta curioso comprobar, no obstante, cómo esta película conserva, por un lado, la claridad y la linealidad narrativa características del ciclo primitivo y cómo, por otra parte, introduce elementos y articulaciones que luego se podrán detectar, con mayor desarrollo, en los diferentes ámbitos del cine negro, en cuyo umbral se sitúa. Esencialmente, la incidencia que la memoria del pasado ejerce sobre el presente y los factores de naturaleza metalingüística como instrumentos para la reflexión sobre la representación del gangsterismo en la pantalla.

El mecanismo y el sentimiento de la dualidad organizan toda la película. En primer lugar, mediante la contraposición entre el campo y la ciudad, entre la naturaleza primitiva que, de forma romántica, se identifica con los valores primigenios incontaminados, y el entorno urbano que —dentro de la misma visión mítica— propicia la corrupción de éstos. De ahí que el movimiento de la narración fluya, igualmente, en un doble sentido: hacia adelante (el atraco al hotel) y hacia atrás (el regreso imposible hacia la granja de la infancia; es decir, el campo) en una dialéctica paralela que expresa, también, la contradicción entre el presente de la historia (instalado en el momento crepuscular del gángster primitivo) y la nostalgia equívoca de un pasado idealizado (la Arcadia soñada) que será ya irrecuperable.

A lo largo del film se pueden detectar, por otra parte, algunos elementos discursivos (las alusiones repetidas al telón que bajará tras la muerte del protagonista) y narrativos (la distancia explícita entre la personalidad verdadera de Roy Earle y el retrato que los medios de comunicación —los periódicos, la radio— trazan de él) que introducen, de forma tangencial, una potencialidad autorreflexiva tendente a contemplar el relato como una representación autoconsciente sobre la mítica del gangsterismo, lo que es tanto como decir acerca de la representación cinematográfica del mundo del hampa.

Esta incipiente dimensión metalingüística corre paralela a la reflexión que la película propone (a través de la referencia explícita a Dillinger, cuya biografía sirvió de fuente de inspiración para la escritura del guión) acerca de la desaparición en la vida real y en las pantallas del gángster tradicional. Ambas líneas de trabajo, unidas a la complejidad dramática de su fluir narrativo, convierten El último refugio en el embrión de unas estructuras todavía mucho más complejas, como son las que —casi al mismo tiempo— se están desarrollando ya en el seno de otras corrientes (esencialmente en el cine de detectives y, poco después, en el cine criminal) y que son el sustento de una nueva formulación.

De hecho, todo el cine de gángsters que sigue a continuación —el neogangsterismo en negro (1945-1950) y la fase de manierismo y ocaso (1953-1960)— se verá contagiado y transfigurado por las nuevas estructuras narrativas y modos estilísticos que se asientan en el género durante los años cuarenta. Los gángsters de películas como El beso de la muerte (Hathaway), Retorno al pasado (Tourneur) o Forcé of Evil (Polonsky), y también los posteriores de La jungla del asfalto (Huston) o Chicago, año treinta (Ray), son personajes de naturaleza muy diferente, sus trayectorias no ocupan ya la centralidad de las historias respectivas y, además, éstas se hallan sometidas a estrategias articuladoras que será preciso estudiar, en un capítulo posterior, bajo la configuración del cine negro.

No obstante, la figura del gángster como conductor del relato y la estructura prototípica de ascensión y caída reaparecerán con el Cody Jarret de Al rojo vivo (1949), pero esta repesca —bastante explosiva y dinámica en su formalización externa como relato— aparece contaminada en su interior por elementos biográficos, melodramáticos y psicológicos (si bien, reconducidos a términos de acción física directa) extraídos de la fase clásica del cine criminal y ofrece ya, por lo tanto, una radiografía de naturaleza distinta, muy alejada de la falsa inocencia y aparente objetividad narrativa del modelo histórico que le sirve como referente.

Finalmente, la propuesta desarrollada por Boetticher en La ley del hampa recurrirá de nuevo, básicamente, al andamiaje estructural primitivo, pero aquí la focalización mayoritaria sobre Legs Diamond ya no es tan férrea (se rompe en varias ocasiones) y el relato se hace muy fragmentario, a veces incluso minimalista, en busca de una nueva totalidad de carácter manierista, plenamente consciente de su dimensión especulativa e, incluso, de su naturaleza como construcción externa.

A las alturas de 1960, por consiguiente, la estructura narrativa del cine de gángsters ha dejado de ser ya, definitivamente, una derivación estructural de los hechos que se quieren narrar y de la mirada que el narrador arroja sobre ellos, y ha pasado a convertirse en objeto de una búsqueda organizativa disociada de la dinámica interna de la diégesis.

El relato ya no es una consecuencia de los hechos, sino que deviene —en sí mismo— objeto de especulación y de reflexión. A fin de cuentas, la era clásica estaba ya lejos y el cine americano había emprendido, desde hacía varios años, el camino que conduce desde el clasicismo hasta la crisis de éste a través de un proceso que encontró en las entrañas narrativas del cine negro un campo privilegiado para el ensayo y el despliegue de algunos síntomas reveladores de la modernidad.