3. La producción de los estudios
En el Hollywood del studio system cada factoría desarrollaba, con suficiente flexibilidad y diversificación, su propia personalidad. Ahora bien, ninguna de las «cinco grandes» (Paramount, MGM, Fox, Warner, RKO), de las tres medianas (Universal, Columbia, United Artists), o de los pequeños estudios independientes (Republic, Monogram, PRC, Victory, Eagle-Lion) poseía, ni mucho menos, la exclusiva sobre algún género en concreto. Su relativa especialización, o marchamo diferencial (casi nunca reducido a un solo ámbito), derivaba de su habilidad o constancia para mantener abiertas líneas de trabajo que trataban de rentabilizar un éxito puntual mediante la producción, más o menos estable, de títulos que explotaban el filón anunciado por el anterior.
Así es como la Warner, la vieja empresa familiar fundada por cuatro hijos de un zapatero de origen polaco y formación talmúdica, que llegó a Baltimore cuando tenía veinticinco años (1882) en busca de un futuro para su familia, adquirió su prestigio como la casa madre del salto al sonoro, del cine urbano y social con expresa militancia roosseveltiana (el origen judío y el instinto liberal de los dueños favorecieron las constantes simpatías demócratas manifestadas por éstos), del musical Berkeley, del cine de gángsters y, finalmente, del cine negro. Nada más tentador, en consecuencia, que tomar al estudio de «No la quiero buena, la quiero el martes» (Jack Warner) como fuente y origen del género.
Y, sin embargo, la realidad se desvela menos simple. La verdad es que la aparición de los gángsters en la pantalla o, al menos, del delincuente profesional, puede rastrearse, ya desde 1908, por los decorados construidos en los estudios neoyorquinos de la Biograph, como luego se precisa en un capítulo posterior. Mucho después, y de manera particularmente intensa cuando empieza a correr paralela con la conquista del sonido (1928/29), la producción del cine de gángsters despega en vertical y, a partir de ese momento, ninguno de los estudios más significativos deja de aportar algún título para retener en la memoria.
Con el nuevo modelo narrativo ya en pleno desarrollo, la Metro Goldwyn Mayer hace posible Los seis misteriosos (The Secret Six; George Hill, 1931) y El enemigo público número uno (Manhattan Melodrama; W. S. Van Dyke, 1934), mientras que la United Artists, por su parte, produce nada menos que la decisiva Scarface (1932). Sin embargo, y de forma insospechada, es en el seno materno de la Paramount donde, adelantándose a todas ellas, se gestan cuatro títulos que devienen tan premonitorios como emblemáticos y que, además, aparecen ya cargados de resonancias amplificadoras: sucesivamente, tres films de Josef Von Sternberg (La ley del hampa, 1927; Los muelles de Nueva York, 1928; Thunderbolt, 1929) y, entre medias, uno de Lewis Milestone: La horda (1928).
Si se tiene en cuenta que a estas películas no tardará en sumárseles una quinta, por lo demás tan significativa como Las calles de la ciudad (Rouben Mamoulian, 1931), resulta bastante llamativo el hecho de que sea precisamente en el estudio de la sofisticación y del glamour, de la suntuosidad y de la extravagancia (Sternberg, claro está), de De Mille y de Lubitsch en definitiva, donde aparezcan los brotes germinales más significativos de una corriente cuyo universo, preocupaciones y espíritu le resultaban completamente ajenos a la casa de Adolph Zukor. Y es que en el estudio de «la montaña en el paraíso» cualquier innovación y audacia estaban permitidos, por lo que en este campo, siguiendo la costumbre habitual, sus hangares iban a servir como laboratorio de experimentación, como probeta para la puesta a punto de un producto que luego otros se encargarían de codificar y de poner en circulación.
Esos otros, por supuesto, iban a ser en este caso los hermanos Warner. Con ellos, y con el talante de la casa, sí que encajaba la apuesta de Darryl F. Zanuck (jefe de producción del estudio entre 1925 y 1933) por un modelo en el que «la ciencia era la narrativa» (Mordden, 1988, 222) y al que le venían como anillo al dedo los métodos de trabajo que imperaban allí y las formas visuales derivadas de éstos: escenas y tomas cortas, relato claro y conciso, montaje con barridos y cortes contundentes en lugar de fundidos prolongados, utilización brevísima de las localizaciones para disimular sus trampas y deficiencias, moral implícita en la dinámica narrativa, rechazo del didactismo explícito y paralizador. Es decir, behaviorismo en estado puro y a golpe de urgencia en los rodajes.
No obstante, y antes de seguir por este camino, es necesario precisar que el cine de gángsters aclimatado en la Warner a partir de 1930 encontró allí terreno abonado en la vocación del estudio por el cine de temática delincuente con conciencia social, del que ya aparece un antecedente de cierto relieve en las imágenes silentes de Heroes of the Street (William Beaudine, 1923). Esta pequeña pieza anticipa tanto el origen escénico —ya señalado— de algunas de estas ficciones (el guión escrito por Edmund Goulding y Mildred Considine procede de una obra teatral de Lee Parker), como su ubicación nítida en los contornos de «ese cine urbano, incardinado en la realidad cotidiana y de factura barata» (Torreiro, 1990, 50), de ejecución rápida y narrativa seca, de vocación contemporánea, con ecos criminales y con resonancias políticas de fondo hasta cuando no lo pretende.
Estos son, en esencia, los rasgos más definitorios de un modelo que la Warner iba después a codificar y a administrar con enorme eficacia a partir de su irrupción en ese territorio mediante el ciclo que integran, esencialmente, Hampa dorada (1931) y El enemigo público (1931), producidas ambas bajo la tutela directa de Zanuck, junto con The Doorway to Hell (1930), Smart Money (1931), Soy un fugitivo (1932), The Mouthpiece (1932) y Veinte mil años en Sing Sing (1933). Películas de orientación realista y llenas de acción, que se nutren frecuentemente de los sucesos aparecidos en las páginas de los periódicos, con sus referentes más inmediatos en la expansión del crimen organizado y muy alejadas de las comedias románticas, de los dramas exóticos o de la pura evasión que anida en los estudios de la competencia.
El cine de gángsters (y penitenciario) así concebido acabaría por definir durante aquellos años la imagen de marca de la casa Warner, un estudio donde la historia narrada y los escritores eran más importantes que las estrellas, y al que la iniciativa y el buen olfato comercial de Zanuck, «un antiguo guionista sensible al espíritu de su época, apasionado de las historias violentas, vertiginosas y despojadas» (Ciment, 1992, 32), que tuvo un control directo, por encima de su subordinado Hal Wallis, sobre todas las fases de la producción (incluido el montaje), le permitió conectar con las expectativas de un público interesado por personajes que salían de su misma y desfavorecida clase social.
No se trataba sólo, por consiguiente, de esta fluida conexión sociológica con la América de la Depresión, sino también de una factura industrial perfilada ex profeso y muy cuidadosamente diseñada para la búsqueda de ese diálogo con la audiencia (véase Benet, 1992, 107-226). Un camino que la Warner exploró a fondo basándose en la confluencia de tres factores: su potencial competitivo como estudio en expansión que necesitaba asentar un sistema de producción eficaz y una fórmula de trabajo operativa acorde con su propio estilo, las posibilidades de expresión realista que la nueva técnica del sonido (en la que eran pioneros) ofrecía para la articulación dramática de estas historias y, finalmente, el caldo de cultivo propicio —social y cultural— que sustentaba la receptividad hacia esta temática.
La trayectoria del estudio emprenderá después un giro consecuente con la orientación política de la administración Roosevelt a partir de 1933. No por casualidad, frente a la actitud de los estudios rivales (mecenas activos del partido republicano), la Warner militaba con fervor en el bando demócrata, y no precisamente por motivos altruistas, ya que Harry Warner —consciente del deterioro social generado por la Depresión— estaba convencido «de que en otras circunstancias podría producirse una revolución» (Gomery, 1991, 139).
La generosa contribución del estudio, y de Jack Warner en particular, a la campaña electoral de Roosevelt en California le valdría después al magnate el ofrecimiento presidencial de un alto cargo diplomático, pero la respuesta de aquel resultó clarificadora: «Me siento muy halagado, señor presidente, pero creo que puedo hacer más por sus relaciones externas con una buena película sobre América…» (Hamilton, 1991, 128). Dicho y hecho; a partir de entonces, la producción del estudio gira en una dirección más aleccionadora, se adentra en la etapa «regeneracionista» de la sociología del gangsterismo y llega así hasta El último refugio (1941), puerta de entrada para una etapa de recambio que la empresa afronta de nuevo con personalidad propia.
¡Y tanto!, cabría decir, porque este tercer ciclo se abre con El halcón maltés (1941), convencionalmente considerada como punto de arranque para el cine negro propiamente dicho, y se cierra con Al rojo vivo (White Heat, 1949). Entre una y otra aparecen títulos tan representativos como Alma en suplicio (1945), El sueño eterno
(1946), Senda tenebrosa (1947) o Cayo Largo (Key Largo, 1948); es decir, un ramillete de películas que, si bien ya no puede aglutinar con tanta fuerza como antes las diferentes expresiones del género surgidas durante los años cuarenta, sí que aporta a su desarrollo una contribución decisiva.
Durante los años cincuenta la producción del género se dispersa ya —en consonancia con las mutaciones que experimenta el sistema de producción— por múltiples direcciones, pero todavía hay sitio en el estudio para un Fritz Lang de pura cepa —Gardenia azul (The Blue Gardenia, 1953)—, una excentricidad completamente fuera de norma, cortesía de Orson Welles (Mister Arkadin, 1955), dos aproximaciones singulares por parte de Hitchcock —Extraños en un tren (1951) y Falso culpable (The Wrong Man, 1957)— y, muy especialmente, para la reconsideración epilogal sobre el ciclo del gangsterismo, el retrato de éste que Boetticher traza en La ley del hampa (1960).
Por supuesto, el hecho de que la Warner fuera gestora destacada de una corriente tan definida como ésta (de la que aquí se han recogido solamente algunos de los títulos más significativos de cada etapa) no era fruto de la casualidad. Ya se han apuntado antes algunos de los factores —coyunturales, industriales, políticos— que hicieron posible el grado de especialización alcanzado, pero éste tampoco resulta completamente comprensible sin tener en cuenta, simultáneamente, los dispares talentos profesionales que se daban cita al servicio de la casa. Y en este terreno fue determinante la especial consideración y utilización que se hacía de los actores en los estudios de Burbank y de Sunset Boulevard.
«Ningún otro estudio se acercaba ni remotamente al récord de medidas disciplinarias y de demandas contra sus propios trabajadores», dice Ethan Mordden (1988, 229), y esta filosofía carcelaria («Sing Sing» llamaba James Cagney a la Warner) no era más que una consecuencia derivada del concepto que se tenía allí de las estrellas como un reclamo ni mucho menos exclusivo y, en cualquier caso, como un factor intercambiable y prescindible, más valorables —a título individual— por su capacidad para identificarse con los rostros ordinarios, con el lenguaje de la calle, con la gestualidad contenida del ciudadano corriente, que por su touch of cíass (más propio de la Paramount) o por su glamour y exotismo (más valorado en la Metro).
La estrategia comercial del estudio pasaba por acercarse a la América real, pero no tanto por voluntad ideológica o programática alguna, sino por una deliberada búsqueda de clientela entre los núcleos urbanos de clase media y obrera, de sectores emigrantes y capas subalternas, votantes potenciales del partido demócrata y teóricamente interesados por reconocer en la pantalla algún reflejo de su depauperado y conflictivo entorno cotidiano. Necesitaban, por lo tanto, rostros y físicos capaces de devolver a la audiencia un cierto feed-back de carácter especular y reconocible.
De ahí, en primer lugar, que James Cagney (con sus modales bruscos y toscos, su acento de bajos fondos, su tono áspero y su pronunciación arrastrada) se convirtiera pronto en la estrella de la casa. De ahí también que Edward G. Robinson, con su tipología vulgar, escasamente apreciable como inspiradora de confianza, acabara por identificarse con el prototipo del gángster ruin y grotesco, capaz de cualquier perversidad.
De ahí, nuevamente, que Humphrey Bogart atravesara un montón de películas como gángster subsidiario, «representando —según sus palabras— más escenas retorciéndome en el suelo que de pie» (Mordden, 1988, 228) antes de tropezarse con el personaje de Roy Earle como oportunidad para inyectar algo de espesor, resonancia crepuscular y humanidad derrotada al protagonista de El último refugio: paso intermedio de una reconversión que lo llevaría de ser el gángster visceral y primitivo de El bosque petrificado a convertirse en el ético, complejo y escéptico Sam Spade de El halcón maltés.
En la Warner estaban también Paul Muni, George Brent, Pat O'Brien y, ocasionalmente, John Garfield y George Raft. Errol Flynn pertenecía a la misma cuadra, pero sus desacuerdos con el patrón lo llevaron pronto por otros derroteros, así que aquel se convirtió en un estudio con estrellas masculinas (los problemas con Bette Davis y Olivia de Havilland fueron todavía mayores) que, en realidad, ni eran verdaderas estrellas ni eran tampoco utilizadas como tales. Claro está que también existían razones objetivas, y no sólo de carácter gerencial o personal del magnate, para que el sistema pudiera funcionar así.
Por un lado, la polivalente referencialidad diegética de este conjunto de películas —aludida ya en el primer capítulo— dificulta la consolidación de arquetipos unitarios y estables. Por otro, el fuerte anclaje de estas ficciones en el presente contemporáneo de los films no hacía necesario acudir a los patrones del star-system como artificio «para conectar con un espectador que reconocía lo mostrado por su inmediatez cotidiana» (véase Pérez Perucha, 1986, 30). Finalmente, y como consecuencia de lo anterior, la multiplicidad de situaciones o acontecimientos extraídos de la crónica diaria exigía lo que el mismo autor ha llamado «una verdadera democratización de figurantes» que, a su vez, colocaba nuevas barreras para la construcción de estereotipos sólidamente asentados en su grado de identificación con una nómina reducida y escogida de actores. Estos tres factores introducen, por lo demás, nuevas razones objetivas que alejan al modelo —tomado en sentido amplio— de la condición genérica ortodoxa.
Lo que Pérez Perucha llama «la intercambiable acumulación de figuras indiscriminadas» dentro del cine de gángsters y del cine negro no era, ciertamente, un rasgo exclusivo de la Warner, pero sí lo era —en cambio— la heterogénea constelación de talentos profesionales que confluyeron allí, de manera bastante armónica, en una dirección que era coherente con el género y que, además, favorecía las exigencias objetivas de éste, al menos tal y como fueron formuladas, codificadas y desarrolladas por el estudio.
Aquella confluencia se expresaba en una nómina de excelentes operadores (Arthur Edeson, Sid Hickox, Emest Haller, Sol Polito, Tony Gaudio, George Bames), guionistas (John Bright, Kubec Glasmon, Seton I. Miller, W. R. Bumett, Casey Robinson y, hacia el final de los años treinta, también John Huston y Robert Rossen), decoradores (Robert Haas, John J. Hughes, Max Parker y, sobre todo, Antón Grot, supervisor de la dirección artística del estudio desde 1927 hasta 1948 y responsable, quizá, de ese subterráneo aroma centroeuropeo, de raíz expresionista, detectable en la concepción de los decorados) y también productores, entre los que aparecen Henry Blanke, Hal Wallis y, especialmente, dos figuras decisivas: Mark Hellinger y Jerry Wald.
Iniciados estos dos últimos en el terreno del periodismo, el caso de Hellinger resulta particularmente interesante. Personaje controvertido, hiperactivo y polémico, siempre vestido con camisa negra, sombrero de ala y corbata blanca, era un periodista neoyorquino fascinado por el mundo del hampa y de compulsiva afición a la bebida. Durante la prohibición había mantenido una columna semanal en el Daily News, donde al parecer acostumbraba a introducir revelaciones de carácter sensacionalista frecuentemente acreedoras de la primera página,[1] y se decía que para escribir sus reportajes cultivaba relaciones con gángsters de altura como Al Capone, «Bugsy» Siegel y «Lucky» Luciano.
Autor de varios reportajes novelados sobre procesos judiciales, comienza produciendo junto a Hal Wallis, en 1939 y para la Warner, The Roaring Twenties (sobre una historia escrita por él mismo), Pasión ciega (They Drive by Night, 1940), El último refugio (1941), y Manpower (1941), todas ellas dirigidas por Raoul Walsh. Luego se independiza como productor ejecutivo y pone en marcha, para la Universal, tres títulos de clara vocación neg;ra: Forajidos (The Killers; Robert Siodmak, 1946) y dos realizaciones de Jules Dassin: Brute Forcé (1947) y La ciudad desnuda (The Naked City, 1948). Entre medias llega a un acuerdo con Humphrey Bogart y ambos se asocian para fundar una productora propia, pero la muerte lo sorprende, prematuramente, a finales de 1947 (tras haber cumplido cuarenta y cuatro años), sin haber llegado a concretar ningún proyecto con el actor y cuando sólo faltaban cuatro meses para el estreno de esta última película, a la cual había prestado su voz para el comentario en off.
La nitidez de su apuesta por el género y los contornos de la misma se amplían teniendo en cuenta los proyectos que preparaba y que ya no pudo controlar: El abrazo de la muerte (1948), nacida de un guión inacabado que guardaba en el cajón junto a un contrato para hacer una nueva película con Burt Lancaster y Robert Siodmak,[2] y Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949), que debía haber sido su primera producción junto a Bogart y con la que pensaba hacer su propio debut como director, pero que finalmente acabaría realizando Nicholas Ray para otro estudio.
Por su parte, Jerry Wald interviene junto a Richard Macaulay en los guiones de The Roaring Twenties, Pasión ciega y Manpower, pasando después a dirigir la producción, sin salir de la Warner, de Across the Pacific (John Huston, 1942), Alma en suplicio (Michael Curtiz), Senda tenebrosa (Delmes Daves), Cayo Largo (Huston) y Sin remisión (Caged, 1950; John Cromwell), a las que deben añadirse dos películas de Fritz Lang —Clash by Night (1952) y Deseos humanos (Human Desire, 1954)—, fuera ya del estudio, pero todavía en el ámbito del cine negro.
Finalmente, la nómina más estable de realizadores «habituales de la casa» se define también por su lejanía o atipicidad, al menos, respecto del star-system afincado con mayor autonomía, dentro de la especialidad, en otras productoras. De manera que, con la salvedad de Raoul Walsh y John Huston (directores de personalidad más fuerte), puede observarse que Mervyn LeRoy, Lloyd Bacon, William Keighley, Lewis Seiler, Archie L. Mayo, Alfred E. Green, Roy del Ruth, Anatole Litvak, Alfred Green, Michael Curtiz y William Wellman, encargados de dirigir el grueso de la producción negra de serie, responden a una tipología más cercana del artesanado práctico y funcional —con trabajos aislados de mayor inspiración, ciertamente— que del estrellato creativo o de la autoría más o menos evidente.
En los estudios de la competencia, por lo demás, también se hacía cine negro. La Paramount, sin embargo, dejó pasar durante casi toda la década de los treinta la oportunidad que le ofrecían sus derechos de primogenitura, si se exceptúa —nobleza obliga— su temprana incursión en la literatura hard boiled de Dashiell Hammett con la adaptación de La llave de cristal (en la versión de Frank Tuttle), de la que más tarde se apresura a producir un remake filmado por Stuart Heisler (1942), espoleada sin duda por el éxito de la Warner en el año anterior con El halcón maltés.
La fuerza con la que el género arraiga posteriormente hace que en el estudio de Zukor se decidan a explorar este mismo camino, y así surgirán Perdición (Wilder, 1944), La dalia azul (Marshall, 1946) o El misterio de una desconocida (Chicago Deadline, 1949), de Lewis Allen, antes de adentrarse en la década siguiente con Brigada 21 (Detective Story, 1951), de William Wyler. En cualquier caso, los brotes más negros que surgen en el estudio llevan casi siempre la firma de Billy Wilder, aunque éstos tomen la forma heterodoxa de películas como Días sin huella (The Lost Week-End, 1945), El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951).
Fuera de la primera línea, eso sí, el estudio madruga para ejercer de precursor en el campo de los seriales policíacos, un fenómeno que luego —como siempre— terminarán siendo otros los que desarrollen con mayor amplitud. Así es como se rescata para la pantalla la figura del detective Philo Vanee (creada por el novelista S. S. Van Diñe, de verdadero nombre Willard Wright) bajo los rasgos de William Powell, aunque sus apariciones se limitarán a tres únicos títulos filmados entre 1929 y 1930. Después habrá que esperar siete años para encontrar a un nuevo investigador privado: Hugh «Bulldog» Drummond, personaje creado en 1919 por «Sapper» (Hermán Cyril McNeile) e interpretado, entre 1937 y 1939, por John Howard. En esta serie se incluyen siete pequeños films de aproximadamente una hora de duración, de modestísima producción «B» y de naturaleza menos negra que deductiva, más próxima al espíritu británico que al norteamericano.
Ahora bien, a lo largo del período estudiado y dentro de este mismo campo, serán la Fox y la Columbia los estudios que más a fondo trabajen el nuevo filón. La primera, con los seriales que protagonizan el popular Charlie Chan[3] (detective oriental creado por Earl D. Biggers, interpretado sucesivamente por Warner Oland y Sidney Toler entre 1931 y 1941), Mr. Moto, inaugurada en 1937 y clausurada tan sólo dos años después (tras ocho capítulos donde Peter Lorre se enfrentaba a villanos tan distinguidos como Sig Ruman, John Carradine o León Ames) debido a la presión del creciente clima antijaponés extendido por el país en vísperas de la segunda guerra mundial y, finalmente, Michael Shayne, un detective creado por Brett Halliday a quien daría vida Lloyd Nolan a lo largo de doce títulos filmados entre 1940 y 1947.
La Columbia aporta el ciclo de Michael Lanyard («El lobo solitario»), un galante y educado ladrón de joyas creado por el novelista Louis Joseph Vanee, protagonista de la serie desde 1929 e interpretado por Warren William en nueve episodios (de 1939 a 1943) más cercanos a la screwball comedy que al cine criminal. Su mayor éxito en este terreno, sin embargo, llegaría con la serie de Ellery Queen (1940-1943), detective creado por Manfred B. Lee y Frederick Danay —sin relación alguna, por lo tanto, con el escritor del mismo nombre—, utilizado anteriormente por la Republic en dos películas (de 1935 y 1937 respectivamente) y rescatado, entre 1940 y 1942, como protagonista de siete títulos interpretados primero por Ralph Bellamy y luego por William Gargan.
Este mismo estudio puso en marcha, igualmente, dos ciclos extraídos de sendos seriales radiofónicos. Por un lado, el de Boston Blackie, un agente especial de la policía de Nueva York que, entre 1941 y 1949, será interpretado en catorce ocasiones por Chester Morris. Por otro, la serie titulada Crime Doctors (1943-1949), donde el doctor Robert Ordway (Warner Baxter) se enfrentaría en diez ocasiones a otros tantos enigmas criminales utilizando los resortes de la psiquiatría, tan en boga por aquellos años.
La popularidad de las series policíacas y su adaptación ideal a las coordenadas de la «serie B» explican el hecho de que todos los estudios buscaran alguna forma de acercarse a ellas. De ahí, por ejemplo, que Philo Vanee (interpretado por Basil Rathbone, Paul Lukas y Edmund Lowe en diferentes épocas) tuviera que dejar la Paramount para emigrar a la MGM y más tarde a la Warner, artífice de la última aparición de Powell —dentro de un título dirigido por el mismísimo Michael Curtiz (The Kennel Murder Case, 1943)— y de otros dos capítulos interpretados, respectivamente, por Warren William y por un olvidable James Stephenson, mientras que la Paramount recupera de nuevo al detective para filmar, en 1937, un remake del título inaugural.
De la misma forma, el detective Dick Tracy (héroe de un cómic creado por Chester Gould) fue rescatado para el cine en los seriales de la Republic a finales de los años treinta (interpretado allí por Ralph Byrd) y luego utilizado por la RKO en cuatro películas de larga duración, filmadas entre 1945 y 1947, protagonizadas las dos primeras por Morgan Conway y las restantes, de nuevo, por su intérprete inicial.
A su vez, los guionistas de la RKO pusieron en marcha el serial de «El Halcón», inicialmente incorporado por George Sanders (tres títulos entre 1941 y 1942) y luego sustituido por su propio hermano en la vida real —Tom Conway— durante nueve episodios (1942-1946), entre los que destaca The Falcon Takes Over, que es en realidad una adaptación de la novela de Chandler Farewell, My Lovely, posteriormente llevada al cine por Edward Dmytryk en 1944 (Historia de un detective). El serial se cierra con tres últimas entregas (1946-1948) en las que, con mucha menor fortuna, Gay Lawrence («El Halcón») pasa a ser interpretado por John Calvert.
Debe añadirse también que dentro de la MGM aparece una serie especial y no homologable con las anteriores: la que corresponde al «hombre delgado», extraída de la novela homónima de Dashiell Hammett. En realidad, los tres títulos que siguieron al original bien pueden considerarse como secuelas progresivamente estereotipadas de aquella historia donde un matrimonio de detectives, acompañado de su perro Asta, resolvía con modales de comedia el asesinato de un excéntrico inventor. Filmada con criterios de serie «A», con un estilo de suave sofisticación y con actores de primera línea (William Powell y Myrna Loy), la serie se prolongó todavía en dos últimas secuelas —ya citadas en el capítulo anterior—, pero sin la participación de Hammett en los guiones y con resultados mucho menos consistentes.
Por otra parte, y de regreso a la producción de cabecera, la dedicación de la MGM a la serie negra nunca adquirió los perfiles de una línea de trabajo más o menos planificada (el talante de la casa era mucho más conservador y, sobre todo, más ecléctico), pero entre medias aparecen algunas piezas de gran valor, sin apenas continuidad en la línea que señalan y prácticamentre aisladas: Furia (Fury, 1936), de Fritz Lang, La dama del lago (Robert Montgomery, 1946), Forcé of Evil (Abraham Polonsky, 1948), La jungla del asfalto (John Huston, 1950) y Chicago, año 30 (Party Girl, 1958), de Nicholas Ray.
Por su parte, la Fox de Darryl F. Zanuck trató de recuperar para su sello el marchamo social y realista que éste había inyectado, con sus «métodos de director de periódico»,[4] a los primeros films de gángsters durante su corta etapa como jefe de producción en la Warner. La vía elegida para ello fue el mestizaje de los ecos documentalistas del noticiario de guerra (los Fox Movietone News; la influencia de Louis de Rochemont, productor de The March of Time —1934/1943—) con el estilo del docudrama y con la ficción policíaca que empieza a filmarse, parcialmente al menos, en escenarios naturales: una operación que desembocaría, sobré todo, en el ciclo filmado por Henry Hathaway entre 1945 y 1948: La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street, 1945), 13, calle Madeleine (13, Rué Madeleine, 1946), Envuelto en la sombra (Dark Córner, 1946), El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947) y Yo creo en ti (Cali Northside 777, 1948), al que se podrían añadir El justiciero (Boomerang, 1947), de Elia Kazan, y dos títulos de 1948: Una vida marcada (Cry of the City), de Robert Siodmak, y La calle sin nombre (The Street With no Ñame), de William Keighley.
El «imperio Zanuck» también haría posible dos trabajos fundamentales de Otto Preminger —Laura y Ángel o diablo (Fallen Angel, 1945)—, producidos para el estudio por el propio director, así como también la aportación de Jules Dassin en Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, 1949) y, ya en la década de los cincuenta, una nueva contribución de Hathaway —la famosa Niágara (Niagara, 1953)— y las vibrantes, heterodoxas sacudidas de Sam Fuller en Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1953) y La casa de bambú (House of Bamboo, 1955).
La neoyorquina RKO no demuestra un verdadero interés por el género hasta mediados de los años cuarenta, pero luego, sin necesidad de especializar su producción dentro de este campo y a pesar de la descabellada política desarrollada por Howard Hughes durante el paréntesis en el que estuvo al frente del estudio (de 1947 a 1952), surgen dos películas apreciables de Nicholas Ray —They Live by Night (1947), On Dangerous Ground (1951)—, un Preminger de altura —Angel Face, 1952—, los dos trabajos más interesantes de Edward Dmytryk dentro de la especialidad —Historia de un detective y Encrucijada de odios (Crossfire, 1947)— y una importante incursión del cine de boxeo en los contornos de la serie negra —The Set-Up (1949), de Robert Wise—. Y esto sin olvidar que Fritz Lang rueda para la casa nada menos que La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944), Clash by Night, Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956) y Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), o que Jacques Tourneur filma también allí Retorno al pasado.
La pequeña Columbia, feudo de Harry Cohn, vivió su período de mayor prosperidad a partir de 1946 y tras el éxito de Gilda (Gilda) en ese mismo año, y sólo a partir de entonces pudieron surgir allí, a modo de jalones puntuales y sin obedecer a ninguna línea deliberada, algunos títulos fundamentales que no pueden ser olvidados. Entre ellos, una rareza incatalogable tan importante como La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948), de Orson Welles, contribuciones relevantes de Nicholas Ray —Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1948) e In a Lonely Place (1950)—, duras incursiones de madurez por parte de Fritz Lang (Los sobornados, Deseos humanos), la personalísima irrupción de Richard Quine —La calle 99 (Pushover, 1954)— o, en una etapa ya más tardía, las propuestas siempre heterodoxas de Sam Fuller —The Crimson Kimono (1959), Underworld USA (1960)— y, sobre todo, la áspera y seca disección trazada por Otto Preminger en Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959).
Dentro de la United Artists, la fuerte personalidad del productor Walter Wanger (con su habitual apuesta por la creatividad y la autoridad de los directores) se transparenta bajo una pieza particularmente dura y agria de Fritz Lang (Sólo se vive una vez), filmada bajo su directa supervisión. Más tarde, el «estudio sin estudios» recogía una herencia de Mark Hellinger (El abrazo de la muerte, de R. Siodmak), apostaba por Robert Rossen en Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) —sobre un guión en el que interviene Abraham Polonsky— y por Douglas Sirk en Pacto tenebroso (Sleep My Love, 1948).
Estaba claro que en la casa donde «los lunáticos se habían hecho cargo del asilo»[5] existía un hueco para los cineastas más combativos o de personalidad más inquieta, y de ahí que en los años cincuenta —en plena resaca de la «caza de brujas»— todavía se diera cauce a películas nada convencionales de Joseph Losey —The Big Night (1951), El merodeador (The Prowler, 1951)—, de Robert Aldrich —El beso mortal, The Big Knife (1955)— o de Stanley Kubrick, como Killer's Kiss (1955) y Atraco perfecto.
El independiente Walter Wanger, por su parte, había formado una pequeña compañía —Diana Productions— asociado con Joan Bennett (su mujer), Dudley Nichols y Fritz Lang, y con ella produjo para la Universal dos obras importantes de este último: Perversidad (Scarlet Street, 1945) y Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door, 1948). De hecho, el estudio fundado por Cari Laemmle sólo empezó a desarrollar proyectos importantes dentro del género cuando el patrón ya había desaparecido, pero siempre se mostró receptivo con las apuestas arriesgadas defendidas por productores de talante intelectual y progresista, como Wanger y Hellinger (ya citadas antes) o Albert Zugsmith, artífice de los melodramas más duros filmados por Douglas Sirk y responsable del retorno del hijo pródigo (Welles) para que éste volviera a rodar en Estados Unidos y acabara filmando una obra del calibre de Sed de mal (Touch of Evil, 1958).
En estas últimas películas de una forma visible, y en otras ocasiones de manera indirecta o refleja, el cine negro del período clásico arraigó en los estudios de Hollywood sobre un territorio conflictivo delimitado por el juego de confrontaciones entre la sensibilidad social y creativa de los cineastas y las necesidades comerciales de las grandes productoras. Es decir, por una parte, la inspiración de los creadores más comprometidos con su tiempo y con su lenguaje; por otra, la producción industrial sensible a las demandas más inmediatas del mercado.
Del encuentro entre ambos vectores surge una buena parte —no toda— del arsenal de recursos elípticos y estrategias indirectas tan frecuentes en el género, pero también la extrema dispersión de éste por numerosas corrientes, ciclos, bloques y subapartados por los que tan fácil resulta perderse al transitar por su interior. Ésta es la cartografía de la que, de forma orientativa, se ocupa el siguiente capítulo.