1. Gestación de la metáfora crítica

Dice José Antonio Hurtado (1986, 127) que el western y el cine negro son dos espejos en los que Norteamérica se mira. Según esta concepción, el primero «devuelve una imagen placentera, mistificadora, irremediablemente perdida en el tiempo», mientras que el segundo «refleja de forma borrosa imágenes inquietantes» a las que se supone ancladas en el presente social de su propia formulación. ¿Qué ha sucedido, entonces, para que a los perfiles claros y a la linealidad narrativa del thriller nacido durante los años treinta, cuyo sentido —salvo excepciones significativas— era portador y generador de estabilidad moral, le suceda una nueva forma estética y narrativa que se hace «borrosa» y que recompone un paisaje «inquietante»?

Estamos, en cualquier caso, ante una mutación extraordinariamente compleja, articulada en torno a múltiples procesos interdependientes y capaz de transformar un ramillete de corrientes y de películas en otro homólogo de naturaleza sustancialmente distinta. El primero es el que aglutina, de forma sucesiva y evolutiva, al ciclo fundacional del cine de gángsters, el cine penitenciario, el cine de denuncia social, la sociología del gangsterismo y el cine policial en su fase del optimismo primitivo. Es decir, todo el cine de temática criminal surgido con posterioridad a la aparición del sonoro y al amparo del New Deal.

Claro está que en muchas de las obras integradas dentro de estas corrientes germina ya, y en algunas de ellas con singular fiereza y negrura (véanse Furia y Sólo se vive una vez), la semilla que hará crecer la maleza de la ambigüedad por todos los fotogramas del cine negro en sentido estricto, adelantando de forma premonitoria muchas de las notas distintivas de éste, difuminando en claroscuro los perfiles más nítidos con los que se manifiestan otros ciclos y alimentando a la sombra del expresionismo, y de la influencia europea, la criatura que luego terminará por aclimatarse, y por echar raíces, en coordenadas específica y reconociblemente norteamericanas.

El segundo bloque se ramifica por los títulos del policíaco documental, de la etapa del neogangsterismo en negro, del cine de detectives y del cine criminal en su fase clásica. Es decir, por los diferentes canales que conducen las aguas turbulentas, ciertamente borrosas, cuya viscosidad engendra el núcleo central de estricta pertinencia genérica susceptible de ser caracterizado como cine negro propiamente dicho. El camino que conduce desde las manifestaciones de la primera fase hasta las integrantes de la segunda nos habla, simultáneamente, de los procesos sociales y políticos vividos por el país, de las transformaciones operadas en el seno de la industria, del desarrollo genérico y de la evolución dramática, narrativa y estética auspiciada por este último.

El final de los años treinta coincide, de hecho, con la emergencia simultánea de las frustraciones generadas por todo lo que el New Deal había dejado sin resolver y de los temores engendrados por los ecos bélicos que resonaban desde Europa. El desplome del regeneracionismo bienintencionado y la atmósfera de inquietud que va cuajando en el país corren paralelos a la extensión de la corrupción y de la desintegración social que conviven, paradójicamente, con la reactivación económica impulsada por el rearme militar a medida que se avanza hacia los años cuarenta.

El final de la contienda tampoco arreglará mucho las cosas. El giro político conservador y derechista emprendido tras el triunfo del partido republicano, el temor nuclear y el clima de «guerra fría» que desemboca en la «caza de brujas» practicada sobre Hollywood configuran, a su vez, un caldo de cultivo poco tranquilizador, germen de todo tipo de angustias y origen de un clima malsano en el que proliferan los negocios sucios, la asimilación de éstos con las sociedades criminales, la delación autoexculpatoria y el auge del individualismo insolidario.

La «necesidad que toda sociedad tiene de narrarse a sí misma», todavía más ostensible en el caso de Estados Unidos —un país que hace de su presente histórico su propia Historia (Hurtado, 1986, 77)—, encuentra en tales coordenadas el alimento más nutritivo que pudiera imaginarse. Sin embargo, la ficción cinematográfica no se contentará, en este caso, con ofrecer un testimonio aséptico, moralista o regenerador (el New Deal quedaba ya lejos), sino que sajará la herida con decisión para hacerla sangrar, romperá el azogue auto-complaciente y buceará al otro lado del espejo para escarbar en los pliegues más turbios y sucios, en las cañerías subterráneas más pestilentes del sueño americano.

Sobre el imaginario creativo que alumbra echando raíces en semejante coyuntura actuarán, además, algunos factores adicionales que atañen, en particular, a la óptica desde la que el cine se plantea la representación de la criminalidad. En primer lugar —como ya ha quedado recogido— la proyección que arroja sobre Hollywood la novela negra y, más en concreto, la narrativa de tendencia hard boiled. Después, la extensión generalizada del interés posbélico por la psicología de matriz freudiana como auxiliar, e incluso como motor, de numerosas ficciones.

Desde el interior del universo cinematográfico, la producción del género va a recibir, igualmente, algunas influencias determinantes. Así, las innovaciones estilísticas introducidas en 1941 por la poderosa formalización de Ciudadano Kane (Citizen Kane) —en lo esencial, su barroquismo narrativo, su utilización de los decorados y su valoración dramática del tiempo perdido y de la herida en el pretérito— no serán ajenas en modo alguno a muchas de las estrategias ensayadas por el cine negro de entonces en adelante. Mucho menos todavía las luces y sombras que el expresionismo arroja sobre historias y personajes que sólo pueden vivir al amparo del claroscuro y cuya naturaleza moral engendra, a su vez, ese inestable marasmo lumínico propio de sus imágenes.

Esta última herencia llega a los contornos del género, ya desde la década anterior, a través de los operadores de la escuela alemana y se verá potenciada, después, por los cineastas (Wilder, Lang, Preminger, Siodmak) que, huyendo del fascismo europeo, aterrizan en Hollywood y encuentran en el territorio del cine negro campo abonado para el despliegue de unos discursos y de unas formas expresivas más complejas y de más rica potencialidad dramática que la habitual en la producción estandarizada de los estudios. Esa disponibilidad del modelo narrativo les permitirá trazar, además, subterráneas parábolas políticas o incisivas requisitorias sociales de talante democrático y vocación antiinquisitorial: terreno de juego en el que van a confluir con los directores de la izquierda norteamericana que se baten contra el conservadurismo político-cultural y que acabarán siendo víctimas del macartismo, como Welles, Huston, Losey, Polonsky, Rossen, Dassin…

La superposición entre ambas generaciones y tipologías de cineastas durante los años cuarenta, y el encuentro creativo entre la narrativa negra procedente de la literatura americana y la escuela expresionista de origen alemán, fraguan simultáneamente en dos vertientes. Por un lado, la simbiosis inherente a un mestizaje que será extremadamente fructífero y que no sólo influirá de manera decisiva en la orientación crítica del género, sino que puede considerarse como uno de los factores de mayor peso para la conversión de éste en uno de los momentos cimeros de todo el arte narrativo en la historia americana y, a la vez, uno de los fenómenos más productivos y sugerentes de la cultura de masas. Por otro, la privilegiada condición del género como momento de maduración y de crisis, de esplendor de un lenguaje y de autorreflexión consciente sobre sus propios mecanismos.

Adicionalmente, las restricciones impuestas por la economía de guerra sobre la construcción de los decorados y el eco —más tibio y lejano— del neorrealismo italiano también dejarán su huella cuando algunas películas del policíaco documental opten por sacar las cámaras a escenarios naturales para asentar sobre éstos la credibilidad de sus historias y de su iconografía social. De esta forma se terminaba por hacer explícita la raíz esencialmente ciudadana de un género que Fernández Santos considera la «tumultuosa derivación en ámbitos urbanos del universo rural del western» (1990, 90) y que, a la sazón, viene a edificar nuevos códigos estéticos y narrativos para sustentar la base popular y la identificación visual de un discurso social-literario y de una formulación mítica tan anclados, a la postre, en las entrañas de los Estados Unidos como el propio cine del oeste (véase Latorre, 1978, 14).

El universo urbano, de hecho, era también el hábitat de los gángsters, protagonistas de una de las dos corrientes que incuban en su seno, con mayor fuerza, la evolución posterior de éste. De aquel modelo tomará el cine negro, inicialmente, los recursos elípticos para la representación de la violencia (que luego se irá haciendo progresivamente más explícita), su tendencia a la sequedad y a la concisión narrativa, su vocación behaviorista y su interés por seguirle la pista a una figura individual que polariza el desarrollo criminal de la trama, pero en estas escuetas zonas fronterizas (que también lo son, como es natural, con la literatura negra) se acaban las familiaridades entre ambos modelos.

De la segunda corriente (el cine de denuncia social), más afín aún que la anterior a los postulados de la nueva formulación, se recupera su capacidad para reflejar desde una perspectiva crítica el marco referencial al que alude la ficción y, sobre todo, el protagonismo del americano medio, del ciudadano corriente que —conscientemente o no— se ve involucrado en una trama de interferencias criminales, bien sea como como agente o bien como víctima de éstas, introduciendo así un cambio de protagonismo que habrá de revelarse sustancial en la configuración de estas películas.

«Los tiempos están cambiando», le decía «Big Mac» (sobre su lecho de muerte) a Roy Earle en El último refugio, para añadir a continuación: «Ya no quedan tipos como tú». Se anunciaba así el crepúsculo definitivo del hampón tal y como había sido fijado su arquetipo durante el período anterior. El gran capo agonizaba en la cama (ya ni siquiera abatido por una ráfaga de ametralladora) y el gángster solitario se había convertido en una figura anticuada, condenada al fracaso, que debía dejar paso a héroes más acordes con los nuevos tiempos; es decir, a un arquetipo como el del detective, mucho más ambiguo y, sobre todo, más capacitado para moverse por un territorio en el que las certezas escasean y que ya no permite, además, trazar fronteras morales delimitadas con nitidez.

Mayor carga de profundidad dirigida contra la estabilidad del sentido tendrá, todavía, la entrada en escena del ya citado ciudadano medio, puesto que el interés por las tentaciones criminales y transgresoras de personajes que no eran ni gángsters, ni policías, ni detectives, implicaba un salto cualitativo en la radiografía analítica de la vida americana y suponía, simultáneamente, la conversión definitiva del cine negro en parábola de una sociedad enferma o, cuando menos, aquejada por males y heridas supurantes que se escondían en la trastienda de la intimidad privada y bajo las apariencias de la respetabilidad oficial más honorable. El Juan Nadie de Frank Capra, el honesto y combativo ciudadano de inquebrantable fe en las instituciones del New Deal, deviene escéptico, individualista y sin otro horizonte vital que la criminalidad.

Esta mutación decisiva, mediante la que el americano de a pie invade el terreno de la delincuencia, convierte a éste en un ejemplo metafórico de las escasas salidas ofrecidas por el sistema para un desarrollo individual en armonía con la sociedad. Se entra así en un contexto donde las heridas abiertas por la guerra, la inadaptación de los ex combatientes y las cicatrices psíquicas que éstos arrastran, las dificultades económicas de la primera fase posbélica, el auge del desempleo y el deterioro de los viejos valores éticos (desplazados ahora por la moral de una competitividad feroz) alimentan la atmósfera que hace posible rasgar la cortina de la vida pública y tropezarse con el hedor de la cocina privada, mantenida hasta entonces a salvo de indiscreciones.

Gángsters y policías se situaban antes con claridad a uno y otro lado de la ley. Ahora los detectives deben moverse por los dos campos y el ciudadano medio se siente tentado por la porosidad de la frontera interior. «El “ellos” propuesto en los años treinta se convierte en el “nosotros” de los cuarenta» (Latorre, 1978, 15), por lo que ya no resulta posible mantener la ficción de la distante objetividad narrativa, y de ahí que el subjetivismo, la implicación personal del narrador ficticio en la representación, tenga como efecto más inmediato la posibilidad de sumergir al espectador en un universo preñado de turbulencias, sin asideros fiables y sin referencias morales delimitadas.

No es extraño, por lo tanto, que semejante inestabilidad pantanosa encuentre arraigo en la Norteamérica que vive, inquieta y llena de incertidumbres, las vísperas de su implicación en la segunda guerra mundial (aparición del cine de detectives) y que, a partir de 1941, la ambigüedad comience a penetrar por todos los rincones poniendo en cuestión las relaciones, hasta entonces estables y nítidas, entre quienes estaban dentro y quienes circulaban por fuera de la ley.

Más aún; lejos de toda ejemplaridad moralista, la película negra ve despejado su camino a partir de 1943, cuando «la inminencia de la victoria aliada actúa como válvula de escape y la producción cinematográfica se libera de ciertas ataduras» (Borde y Chaumeton, 1958, 36). Es entonces cuando la atmósfera y la naturaleza negra de la serie criminal toman carta de ciudadanía y extienden ya su metástasis por todas y cada una de las corrientes de diferente protagonismo narrativo en las que se disgrega este movimiento.

En consecuencia, cuando los hampones regresan a las pantallas lo hacen ya en el seno de un modelo diferente y también más amplio (el cine negro propiamente dicho) que, conforme se desarrolla en un capítulo posterior, toma como referente directo de sus ficciones la propia realidad para ofrecer —por vía metafórica— una radiografía en negativo de ésta. No se trata ahora ya de ofrecer un espejo a los mitos creados por la sociedad (como sucedía en el cine de gángsters), sino de sustituir, como en la figura estilística de la metáfora, uno de los términos (la sociedad) por otro (la imagen depurada de ésta que presentan los films) y de devolver al espectador el producto obtenido golpeándole las retinas con la ambigüedad de sus ficciones preñadas de crimen y de violencia.

La fotografía obtenida por este procedimiento no resulta, desde luego, demasiado optimista (el país se encuentra en pleno proceso de recomposición ideológica durante ese período), lo que acabará provocando que sus protagonistas terminen rechazando su inserción dentro de ella y busquen vías alternativas de escape que, en este caso, se concretan en un imposible regreso al pasado (hacia la América rural) o en una huida hacia adelante, más allá de los territorios que acotan sus fronteras. Los elementos que cohesionaban anteriormente la sociedad norteamericana —criticados de forma sutil unas veces (primitivo cine de gángsters) y ensalzados otras (cine rooseveltiano)— parecen haberse disuelto en el clima moral de las nuevas ficciones y no se vislumbran de momento esperanzas colectivas de futuro. Las salidas son ahora individuales y cada cual deberá encontrar la suya.

Examinado desde una perspectiva histórica, el caldo de cultivo que hace posible la consiguiente extensión de la corrupción y de la criminalidad por todas las arterias sociales cuece al fuego lento que alimentan, simultáneamente, el agotamiento del New Deal y la premonición de la guerra mundial. Cinematográficamente, en cambio, los protagonistas de estas ficciones son hijos del conflicto bélico (los detectives) y maduran al amparo de la posguerra (todos los demás). Sin embargo, y como ya sucedía con el cine de gángsters, debe tenerse en cuenta que este pequeño desfase no expresa otra cosa, en realidad, que la distancia entre la delincuencia social y la criminalidad cinematográfica. O, lo que es igual, entre la realidad histórica y su representación mítica en términos narrativos.

Y es precisamente esa «representación» o, más exactamente, los modos y el lenguaje mediante los que se expresa ésta, los que van a configurar la diferencia revulsiva —el desafío, incluso— que el cine negro mantiene frente al conjunto de la producción clásica auspiciada por los estudios de Hollywood durante el período histórico que aquí se recoge. Es lo que David Bordwell (1985, 75-76) ha llamado las «pautas de no-conformidad» que cuestionan o se oponen a los valores dramáticos, morales, narrativos y estéticos del cine dominante y que rompen, también, con los moldes y con las estructuras mantenidas por la serie criminal durante la década anterior.

Las pautas disidentes identificadas por el historiador americano serían, sucesivamente, 1) la ruptura de la causalidad psicológica, 2) el desafío a la prominencia masculina en el romance heterosexual, 3) el ataque a la motivación del «final feliz» y 4) la crítica de la técnica y del estilo clásicos. Por la primera de estas grietas, la autoconciencia existencial de los protagonistas y la proliferación de asesinos atractivos, policías venales, héroes desorientados, violencia gratuita y acciones confusas son algunos de los factores que subvierten las convenciones clásicas en la definición psicológica de los personajes y en el ordenamiento lógico de la acción.

Por la segunda, el desafío que introduce la expresión de la sexualidad femenina como elemento perturbador de la seguridad masculina (mediante la figura de la «mujer fatal») enfrenta a los hombres con una incertidumbre psicológica y de objetivos —tanto sexuales como emocionales— que, hasta entonces, era patrimonio casi exclusivo de la representación cinematográfica tópica del universo de las mujeres. En este sentido, el cine negro no sólo quiebra la firmeza característica del héroe masculino clásico, sino que también puede ser leído, paradójicamente, como una incisión de carácter subversivo en la caracterización cinematográfica tradicional de los roles sexuales.

A su vez, la dificultad para impostar desde fuera y, especialmente, para extraer desde dentro de las historias el «final feliz» estereotipado es una consecuencia natural de una construcción dramática que ha minado, previamente, toda confianza en la restauración de los valores morales dominantes y que ha configurado a sus contrarios de tal manera que aparecen como poderosos, atractivos o irresistibles para la naturaleza humana. La estructura y los mecanismos generadores de sentido dinamitan, en el cine negro, la motivación lógica o secuencial que necesita el happy ending.

Finalmente, la introducción de procedimientos narrativos de carácter subjetivo (voz en off, flash-backs, puntos de vista identificados con la cámara, etcétera) y el despliegue de una estilización impregnada de inestabilidad visual y sustentada sobre composiciones de lectura «borrosa» (tanto por su iluminación como por la naturaleza de los encuadres) hacen incompatibles estas ficciones con el desarrollo convencional o previsible de las historias y, sobre todo, «desafía la neutralidad y la “invisibilidad” del estilo clásico» (Bordwell, 1985, 76).

Estos cuatro factores de disidencia nacen del conjunto de articulaciones fílmicas y extrafílmicas que operan sobre el cine negro, y son los que permiten a los textos más emblemáticos del género cuestionar el entramado ideológico y resistir la codificación cultural impuesta sobre el conjunto de la producción hollywoodiense por los cánones del «modo de representación institucional». Frente a las estructuras expresivas y lingüísticas de este último, las imágenes de la serie negra oponen imaginativas, complejas y a veces misteriosas estrategias (véanse los casos particulares de El sueño eterno y de Retorno al pasado) que, sin desmarcarse del sistema global en el que se encuentran subsumidas, sí llegan a crear agujeros o inversiones de sentido y a escapar, siquiera transitoriamente, de la sistematización implícita en los moldes y códigos (tanto industriales como expresivos) que amenazan su libertad.

De esta libertad, conquistada a la contra del sistema de producción que hace posible las películas, pero también aprovechando todos los huecos y resquicios que deja entre medias —y a su pesar— el funcionamiento cohesionado de aquel, extrae el cine negro esa potencialidad inquietante, ese eco zumbón y desazonador —de naturaleza habitualmente maligna— que se extiende por los fotogramas de obras como El halcón maltés, Perdición, Laura, La mujer del cuadro, El sueño eterno, Forajidos, Retorno al pasado, La dama de Shanghai, El abrazo de la muerte, La jungla del asfalto, Angel Face, Los sobornados, Deseos humanos, Más allá de la duda o Sed de mal, por citar aquí —solamente— algunos de los títulos más emblemáticos entre muchos otros de los posibles.

El desarrollo temático y dramatúrgico, los arquetipos sobre los que éste se levanta, las estructuras narrativas y la configuración estilística que dan lugar a estas esponjosas ficciones (de por sí resistentes a cualquier horma codificadora) son los objetivos del análisis que se ensaya en los capítulos siguientes, cuya propia naturaleza no deja de ser —curiosamente— un desafío hasta cierto punto contradictorio con la naturaleza, esencialmente libre y heterodoxa, de unas imágenes imbuidas por el aliento de la inconformidad y escasamente dóciles frente a cualquier intento de sistematización.