1. El referente social
Convertida en la primera potencia económica mundial tras el desenlace de la primera gran guerra (1918) con la derrota de Alemania y el grave endeudamiento financiero de Inglaterra y Francia, la sociedad estadounidense experimenta durante la década siguiente un crecimiento industrial y económico sin precedentes que la lleva a convertirse, con temprano liderazgo, en «la primera sociedad de consumo de masas (…) treinta años antes de que otros países alcanzaran este nivel» (Adams, 1992, 257).
Esta fase de prosperidad inusitada —que permite la incorporación de la mujer al trabajo y que facilita la entrada en los hogares americanos de la radio, el automóvil o los primeros electrodomésticos— conduce, en otro orden de cosas, a un enfervorizado culto a la libertad de mercado, al laissez faire y al espíritu empresarial e innovador que, según la ideología del momento, son los motores de la nueva situación de progreso que vive el país. La mitología americana del éxito encuentra así terreno abonado sobre el que fertilizarse y los supuestos triunfadores (entre los que se encuentran el «emprendedor» Al Capone y algunos otros amigos suyos) gozan, en estos años veinte, de una popularidad y de una admiración que ocultan las contradicciones de una sociedad cuyas diferencias internas se acrecientan cada día que pasa.
La corrupción, mientras tanto, ha aprovechado esta fase de desarrollo y expansión capitalistas para extender sus tentáculos por todas las esferas de la Administración, y el partido republicano —que dirige los destinos del país durante toda la década— parece convertido más que nunca en el «partido de los negocios» dudosos. Ambos factores unidos —desarrollo económico y corrupción política y administrativa— atraen a las ciudades a una masa de desheredados que, como el protagonista de La ley del hampa (The Rise and Fall of Legs Diamond; Budd Boetticher, 1960), buscan en sus calles la posibilidad de un enriquecimiento rápido, fácil y poco escrupuloso.
El gangsterismo se convierte de este modo en un fenómeno de progresiva extensión, que invade las ciudades aprovechándose (curiosa coincidencia) del último triunfo de la América rural sobre la América urbana: la ley Volstead de 1919 que prohibe el consumo, venta y distribución de bebidas que contengan más de un 0,5 por cien de alcohol. Amplios sectores de la sociedad norteamericana, y de sus propias instituciones, se convierten así —tras la aprobación de la ley— en delincuentes casi habituales que consumen bebidas alcohólicas en bares clandestinos cuyos propietarios, ante la imposibilidad de recurrir a la policía o a los tribunales para su defensa, son extorsionados por las bandas de gángsters que controlan también la venta y la distribución de este tipo de bebidas.
En medio de este clima social someramente dibujado surgen algunos films —La ley del hampa (Underworld, 1927), Los muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928), dirigidos ambos por Von Sternberg— que, siquiera sea de forma incipiente, aluden en sus fotogramas al fenómeno del gangsterismo. Se trata de los primeros antecedentes de un género nacido —si se hace abstracción del período mudo, del que se hablará más adelante— al mismo tiempo que el cinematógrafo se convierte, durante estos años, en un espectáculo de masas para una sociedad que puede disfrutar ya de un cierto ocio.
Un espectáculo que empieza a proyectar sus primeros films sonoros —El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927)—, que se organiza en instituciones como la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood —que en 1927 concede también sus primeros premios, entre ellos el del mejor guión original a Ben Hecht por La ley del hampa precisamente— o que se dota de códigos de censura más rígidos; a la sazón, William Hays (presidente de la M.P.P.D.A.),[1] redacta su «Don’t and Be Careful», antecedente del código que más tarde llevará su nombre, en el mismo año en el que son ejecutados Sacco y Vanzetti.
El derrumbe del sistema financiero que provoca el crack de 1929 acaba de un plumazo con la creencia infantil en un crecimiento económico ininterrumpido, sin retrocesos, y sume al país en una oleada de bancarrotas y a la sociedad norteamericana en una crisis social, económica y de valores sin precedentes. El optimismo incauto de la década anterior deja paso a los grises nubarrones del pesimismo y la nación se introduce en un larguísimo túnel del que no logrará escapar hasta mediada la década de los años cincuenta. Un túnel que, sin embargo, sirve para alumbrar en la oscuridad de sus paredes el período clásico de un movimiento que más tarde llegará a ser conocido, quizá no por casualidad, como cine negro.
Los años inmediatamente posteriores al desastre financiero de 1929 —el período más duro de la Depresión— ven surgir también las películas más radicales del cine de gángsters, con títulos como Hampa dorada (Little Caesar; Mervyn LeRoy, 1931), El enemigo público (Public Enemy; William Wellman, 1931) o Scarface, el terror del hampa (Scarface; Howard Hawks, 1932). Son años, no obstante, de incertidumbre, de desasosiego, de un cierto vacío de poder que posibilita la irrupción, entre sus intersticios, de unas imágenes que nadan a contracorriente de las recomendaciones oficiales.
Las instituciones públicas, sin embargo, no se encuentran en condiciones de soportar las dosis de violencia que destilan las imágenes de estos films —glorificadores, en cierto modo, de la figura del gángster— y no tardarán en replantearse su actitud ante ellos. Unas veces, las reacciones proceden de las filas corporativas de los propios productores y, de hecho, W. Hays declara ya que es «indeseable dar demasiada importancia a los gángsters en la vida americana». Otras, de los despachos del mismísimo FBI, cuyo jefe (J. Edgar Hoover) condenaba, en 1931, «los films que glorificaban más a los delincuentes que a la policía» (Ciment, 1992, 41).
La ascensión a la presidencia del demócrata Franklin Delano Roosevelt, en 1933, y el rearme moral y económico que supone el New Deal van a tapar con cemento las fisuras del poder, dando lugar a un tipo de cine distinto que, más acorde con el clima de regeneración que vive el país, tratará de dar respuesta a los problemas planteados en esos difíciles momentos. Como resultado de la nueva voluntad de cambio, comienza la persecución del gangsterismo, se deroga la ley seca el 5 de diciembre de 1933, se inician a finales de la década los procesos judiciales contra los jefes mafiosos y la M.P.P.D.A. impone, en 1934, unas normas (el famoso «código Hays») que obligan a todas las productoras pertenecientes a la Asociación (las cinco grandes y las tres medianas) a pasar censura previa de sus guiones y películas.
La violencia es, con todo, la nota dominante de estos años en los que el bandolerismo —hijo de la Depresión económica— se apodera del Medio Oeste, el gangsterismo traslada sus métodos a los sindicatos, las drogas y la prostitución, los pistoleros de la patronal se entregan a la ruptura de huelgas y a la persecución de los activistas sindicales y el FBI (colaborador adicional en esta última tarea) emprende una dura batalla represiva contra los atracadores que asolan las zonas rurales. Todo el panorama se vuelve mucho más confuso como consecuencia del áspero combate ideológico que se libra en esos años y desde las pantallas empiezan a emerger diferentes corrientes (el ciclo penitenciario, las películas de denuncia social, la apología de los agentes de la ley…) que no son ya cine de gángsters en sentido estricto ni tampoco pueden ser consideradas todavía cine negro, pero que reflejan, en cierto modo, el debate que se abre paso en la sociedad.
El transcurso de la década va decantando las diferentes opciones hasta que en 1940, cuando Estados Unidos recupera por fin la renta per capita real de 1929 y —gracias, fundamentalmente, al rearme militar— empieza a vislumbrarse la salida del túnel de la Depresión, la amenaza de una próxima guerra aparece en el horizonte. La ocupación de Austria por las tropas nazis, el 12 de marzo de 1938, ha disparado por entonces todas las alarmas y cada vez son más los inmigrantes austríacos y alemanes que huyen de sus países y buscan refugio en Norteamérica.
La defensa de las libertades democráticas frente al nazismo se convierte así, gracias a la labor desarrollada por los grupos de inmigrantes, en una preocupación ética que —en mayor o menor medida— afecta a todas las capas sociales y que encuentra buen caldo de cultivo en un Hollywood de tendencias progresistas y, en algunas de sus capas (esencialmente entre los guionistas), con simpatías izquierdistas durante toda la década. El eco de estas ideas resonará después, con un envoltorio distinto, en los ásperos fotogramas del cine negro.
Finalmente, el bombardeo de Pearl Harbour por la aviación japonesa el 7 de diciembre de 1941 provoca la entrada de Estados Unidos en el conflicto bélico y, de nuevo, sume a la sociedad norteamericana en una atmósfera de inquietud, de temor, de ambigüedad y de desasosiego que se traslada, de forma inevitable, a las imágenes de una producción (el cine negro) que empieza a tomar carta de naturaleza en ese mismo año con el estreno de El halcón maltés (The Maltese Falcon), de John Huston.
Durante el transcurso de la guerra, el incremento de la prostitución, de la delincuencia juvenil y de la corrupción —unidos a los avatares específicos que genera el desarrollo del conflicto bélico— añaden dosis de zozobra al clima de inseguridad que vive el país. Como compensación, el cine se convierte en la válvula de escape para ahogar las frustraciones colectivas y, durante los cinco años que dura la contienda, la afluencia a las salas es la más alta de toda la historia en Estados Unidos. El documental y el cine bélico adquieren, a lo largo de este período, un auge notable en detrimento de los dramas y melodramas que habían saturado las pantallas en los años inmediatamente anteriores. El cine negro, por su parte, sienta las bases fundamentales de su estilo en este quinquenio mientras devuelve a los espectadores, como si de un espejo metafórico se tratase, la imagen de «una sociedad en descomposición sustentada en el principio de la inseguridad individual y en el miedo colectivo» (Hurtado, 1986, 66).
El desenlace de la segunda guerra mundial, en 1945, no contribuye tampoco a aliviar las tensiones que soporta la sociedad, a pesar de que el país sale del conflicto bélico convertido en la primera potencia militar del orbe. La desmovilización de los ex combatientes y la lenta transformación de la industria de guerra en una industria civil provocan un incremento alarmante del desempleo y de la inflación y un rápido desarrollo de la delincuencia. El país gira hacia las posiciones de la derecha más recalcitrante (el partido republicano obtiene en 1946 la mayoría en ambas Cámaras del Congreso, lo que no sucedía desde 1928) mientras crece la tensión racial, se intenta limitar el poder de los sindicatos a golpe de ley y el Comité de Actividades Antiamericanas inicia, en 1947, su particular combate contra las ideas progresistas que arraigan en Hollywood.
La declaración de la guerra de Corea en 1950, la estruendosa afirmación del senador Joseph McCarthy, en febrero del mismo año, sobre la infiltración de comunistas en el departamento de Estado y los primeros efectos de la guerra fría enrarecen todavía más el ambiente de una sociedad dominada por el miedo nuclear, el anticomunismo más primario y el aumento constante del delito.
La angustia de todo ese largo período, que se inicia tras la conclusión de la segunda gran guerra y se cierra a mediados de la década de los cincuenta, encuentra su mejor vehículo expresivo en las imágenes inquietantes del cine negro. Esta modalidad de la ficción criminal, que había sentado ya las claves de su estilo entre 1941 y 1945, encuentra en esos momentos nuevas y múltiples vías de desarrollo que privilegian algunas de sus tendencias internas y que, simultáneamente, relegan aquellas otras manifestaciones que menos responden a los nuevos tiempos. El cine de género se convierte, a su vez, en el refugio de los directores perseguidos por el macartismo y las imágenes de sus películas se transforman, frecuentemente, en el instrumento de denuncia —más o menos subterránea— de la represión ideológica que sufre el país.
En los dos últimos tercios de la década de los cincuenta, Estados Unidos vive una etapa de paz y de prosperidad que resulta totalmente desconocida para las nuevas generaciones. El aumento de la productividad en la agricultura, el creciente desarrollo industrial y el relativo pleno empleo son los factores principales que explican la nueva situación, anticipo del clima que vivirá Europa occidental en los años sesenta. Por si ello fuera poco, en el plano exterior se pone fin a la guerra de Corea en julio de 1953 y, en el ámbito doméstico, el senador Joseph McCarthy abandona su carrera política tras recibir las duras críticas del Senado en diciembre del año siguiente. El movimiento por los derechos civiles gana la primera de una serie de largas batallas mientras extiende su influencia por todo el territorio de la Unión.
Como es habitual durante las épocas de prosperidad en Estados Unidos, el «partido de los negocios» dirige los destinos del país desde 1953 —año en el que Eisenhower resulta elegido presidente— hasta comienzos de la década siguiente, cuando el demócrata John F. Kennedy lo releva en el cargo. Bajo el mandato de aquel, la sociedad norteamericana logra por fin salir del largo túnel en el que estaba sumida desde 1929 y un cierto optimismo se expande por el ambiente como reflejo, tal vez, de esas sonrisas que incitan al consumo desde la pantalla televisiva y desde las cada vez más numerosas vallas publicitarias.
El desarrollo económico, sin embargo, no consigue eliminar de las pantallas el reflejo de la criminalidad, pero éste —en forma de películas— empieza a experimentar sucesivas transformaciones que tienden, por un lado, a diluir sus contenidos en el clima de conformismo acrítico progresivamente instalado en la sociedad y, por otro, a una evolución de su lenguaje visual y de sus pautas narrativas que aleja cada vez más a sus ficciones de los cauces por los que discurre el grueso del movimiento y el núcleo genérico de los que se ocupan estas páginas.