2. Los arquetipos cuestionados
La configuración definitiva del cine negro en los años cuarenta lleva consigo una transformación profunda de las estructuras narrativas, dramáticas y estilísticas del viejo cine de gángsters que, entre otros cambios significativos, empieza a cuestionar la formulación de los arquetipos anteriores (dotando a los nuevos de mayor complejidad psicológica), comienza a perfilar —con más nitidez— los contornos y los caracteres de los personajes secundarios (cuyo papel gana relevancia dentro de la ficción) y permite la entrada en escena de un nuevo tipo de protagonista: el detective privado.
Esta figura, que hasta entonces había sido relegada al ámbito de la por entonces poco prestigiosa serie «B» o al campo de los seriales, adquiere de pronto —a partir de 1941— un creciente protagonismo. Su irrupción en las pantallas en unos momentos de incertidumbre social y política en Estados Unidos permite satisfacer al mismo tiempo «las exigencias de la moral y las de la aventura criminal» (Borde y Chaumeton, 1958, 15) salvando, de paso, una dificultad insoslayable en esas circunstancias: poner en entredicho la actuación de los agentes de la ley haciendo a éstos protagonistas de unos relatos teñidos de ambigüedad y de pesimismo. Desde el punto de vista narrativo, la aparición del detective provoca, como consecuencia inevitable, el desplazamiento correlativo del gángster dentro de la ficción (relegado ahora a un papel marginal dentro del relato) y la asunción de algunos de sus rasgos arquetípicos por parte de su sucesor en la evolución del movimiento.
La soledad trágica del hampón tradicional se reviste ahora con los rasgos de un individualismo feroz que tiene su origen, por una parte, en la propia actividad profesional del investigador privado y, por otra, en su posición dentro del relato, a caballo entre el mundo del hampa y el de la ley, entre la alta sociedad y los grupos marginados dentro de ésta, entre los negocios sucios y los grandes negocios. Conviene no olvidar, al fin y al cabo, que la aparición histórica de este personaje figura ligada a la defensa de la propiedad privada y, en cierto sentido, de los valores tradicionales de las clases altas y que esta herencia, a pesar de que en algunos casos intente liberarse de ella, condiciona de alguna manera el ejercicio permanente de su trabajo, ya que es esta tarea —y ninguna otra distinta— la única que las películas recogen de la vida de los detectives.
El antiguo gángster manifestaba una desconfianza congénita hacia los miembros de su propia banda —posibles rivales en ciernes— pero mantenía una fe ciega en los componentes de su núcleo familiar, de donde surgía —tal vez— esa pretensión vana de los jefes mañosos por identificar al grupo gangsteril, aunque sólo fuera nominalmente, con «la familia». El detective, sin embargo, carece en la ficción de parientes más o menos cercanos a los que sentirse unido (su soledad es total en las imágenes) y aquella desconfianza adquiere en su caso valores absolutos, puesto que la propia naturaleza de su trabajo lo lleva a recelar de todo y de todos, incluidos sus clientes y, sobre todo, su socio, más débil para dejarse seducir por la tentación del dinero fácil.
Por el contrario, la ambición paranoica de los Rico Bandello, Tom Powers o Tony Camonte de la década anterior se amortigua en el caso de los investigadores privados. Aferrados éstos, todavía, a un código de conducta anticuado que los convierte en seres anacrónicos situados fuera de su tiempo, no se dejarán arrastrar por aquella al menos hasta que la evolución del personaje, en los años cincuenta, no le haga olvidar esas normas o hasta que el ejemplo de su socio, menos escrupuloso, no le induzca a seguir sus pasos delictivos.
Por otro lado, existen numerosas razones para que la personalidad del detective esté fundada sobre la suspicacia generalizada. Recuérdese, como hace Román Gubern (1970, 11) —extrayendo una cita de Antonio Gramsci—, que «la desconfianza popular en la justicia oficial, es decir, en la “corrupción del sistema”, engendró desde muy temprana fecha la figura del detective privado que actúa al margen (…) de las policías oficiales». La corrupción pública, por consiguiente, es el caldo de cultivo en el que aparece el investigador, la condición necesaria para que pueda desarrollar su trabajo y, al mismo tiempo, el ambiente que determina la existencia tanto de él como de todos los que lo rodean.
A su vez, la investigación desarrollada por el detective le obliga a reconsiderar el mundo (su violento entorno cotidiano) «combinando sagazmente sus dotes de observación con su instinto de supervivencia, para lo cual no vacilará en adoptar actitudes equívocas e, inclusive, en pactar temporalmente con sus propios antagonistas; es decir con todos los demás, porque para el nuevo detective no existen seguridad ni amistad posibles fuera de algunos casos aislados entre el lumpen-proletariado» (Latorre y Coma, 1981, 11). De este desclasamiento, de su escepticismo y de su conocimiento de los negocios sucios urdidos por los grandes magnates surge, unas veces, la actitud antidemocrática que muestran algunos de estos personajes —fiados sólo a sí mismos— y, otras, su quebrantamiento de la ley una vez que olvidan el código de conducta que los sostiene y que, por extraño que pueda parecer, es su única garantía de libertad e independencia.
La necesidad de actuar en solitario (al margen de las instituciones oficiales y algunas veces en contra de ellas), el recelo permanente, la ausencia de lazos familiares y su desclasamiento ideológico impiden que el detective —a diferencia del gángster— pueda integrarse en ningún grupo, y esto cuando —en ciertos casos— no ha sido ya expulsado previamente de alguno: de ahí la condición de ex policía de muchos de ellos. El hecho de ocupar ese espacio exterior lo convierte, al mismo tiempo, en testigo privilegiado —la denominación inglesa (private eye: ojo privado) acentúa más aún este carácter de observador— del derrumbe moral de una sociedad cuyos únicos valores sólidos parecen ser el poder y el dinero.
«La tensión entre este universo corrupto y la mirada del investigador» constituye, así, el eje dialéctico de estas películas y permite «la incorporación de un punto de vista moral que puede hacer suyo el espectador. El código ético de Sam Spade o el de Philip Mariowe —fidelidad a la amistad, estoicismo, satisfacción por el trabajo bien hecho y por la tarea realizada a pesar de todos los obstáculos— sostiene estos relatos laberínticos» (Ciment, 1992, 57). La ausencia de dicha tensión en las series sobre detectives famosos como Auguste Dupin, Sherlock Holmes, William Crane, Michael Shayne o Charlie Chan, que proliferan en los años treinta, hace que éstas no sean otra cosa, en realidad, que una derivación cinematográfica, más o menos fiel, del relato policíaco tradicional, muy lejos todavía de las coordenadas del cine negro propiamente dicho.
El escepticismo, la ironía, el humor corrosivo y el desencanto de que hacen gala estos personajes son, entonces, una consecuencia lógica de su propia andadura profesional, donde lo que importa no es tanto alcanzar ninguna meta (al fin y al cabo, el principio y el final son casi siempre intercambiables y terminan por conducir, de nuevo, al centro del mismo mundo indescifrable, misterioso y corrupto) como mantenerse en movimiento, seguir el camino y, por encima de todo, intentar sobrevivir. Su capacidad de adaptación al medio es, por lo tanto, la clave de su supervivencia (de ahí que se fíen más de su inteligencia y de su astucia que de la fuerza de las armas) y la sujeción estricta a su propio código de conducta, el único norte que les sirve como punto de orientación.
Su incapacidad para confiar en nada ni en nadie impide también, con alguna leve excepción, que el amor —salpicado del olor fétido de la corrupción que los rodea— pueda alterar la trayectoria reiterada de sus vidas, de la misma forma que su desconfianza alimentará su misoginia. No por casualidad, Murdoch —sucedáneo del detective en Callejón sin salida (1947)— llegará a afirmar que las mujeres deberían ser como cápsulas que se llevan en el bolsillo del pantalón y que se encogen o se agrandan según los deseos de su poseedor masculino. No todos los detectives, sin embargo, se comportan del mismo modo en las pantallas.
De todos ellos, Sam Spade es —a juzgar por la versión de John Huston en El halcón maltés— quien posee un código de conducta más férreo, más anticuado y, por lo mismo, más inexorable; un código tan inflexible y rígido como para obligarle, en una extraña contradicción, a sacrificar a la mujer amada por seguir al pie de la letra sus propias normas no escritas. La entrega de Brigid O’Shaughnessy a la policía en las imágenes finales de la película y el regreso de Spade en la novela a la aventura amorosa que mantenía anteriormente con la mujer de Miles Archer, su socio asesinado, se convierte de este modo en una vuelta a la comodidad, al conformismo y al territorio confortable de la rutina diaria.
Demasiado desengañado como para confiar en sus posibilidades de éxito y demasiado conservador como para elegir cualquier opción arriesgada, Sam Spade prefiere mantenerse en el terreno firme de las certezas y, aunque todo el mundo intente comprarlo o poseerlo de una u otra forma a lo largo de la historia, opta por continuar siendo fiel a su código moral. Incapaz de pactar consigo mismo, sólo la ambición podría apartarlo de la senda que él mismo se ha trazado y hacerle olvidar ese conjunto de normas que con tanto énfasis defiende, eso sí, cuando todo el negocio sucio del halcón maltés ha fracasado de manera definitiva.
Por el contrario, Philip Marlowe —a tenor del retrato trazado por Howard Hawks en El sueño eterno, semblanza que, de alguna forma, condiciona todas las aproximaciones posteriores al personaje— ajusta su actuación a un código ético más maleable, más flexible y, en definitiva, más acorde con los nuevos tiempos. Ello le permite moverse con mayor libertad dentro de sus márgenes y, por lo tanto, diferenciar con mayor nitidez el grano de la paja, lo verdaderamente importante de lo marginal o accesorio. De hecho, Marlowe mentirá a la policía y culpará del asesinato de Regan a Eddie Marsh, el gángster muerto, en vez de a la irresponsable Carmen Sternwood, verdadera autora del crimen.
El personaje creado por Raymond Chandler es descrito por Hawks con métodos tan conductistas que casi todo su proceso de pensamiento parece manifestarse, casi exclusivamente, a través de gestos: tocarse el lóbulo de la oreja parece reflejar su preocupación; subirse el ala del sombrero, su disimulo; bajarse el mismo ala, el deseo de mostrarse tal cual es en realidad…, pero estos resortes tan aparentemente mecánicos no le impiden desenvolverse dentro de la ficción con mayores dosis de benevolencia, integridad y humanidad que su predecesor.
Marlowe no tiene, por consiguiente, necesidad alguna de cambiar de forma radical sus normas de conducta ante los estímulos procedentes del exterior y la ambición hace menos mella en él que en Sam Spade, ya que puede llegar a transacciones consigo mismo y es capaz de moverse con soltura dentro de las holgadas ropas de su código ético. Esta misma facilidad le permite alcanzar, igualmente, un grado mayor de satisfacción consigo mismo, lo cual facilita el inicio de su relación amorosa con Vivian Sternwood. Un final, éste, muy distinto al de El halcón maltés, aunque conviene advertir que Marlowe se mueve dentro de unos ambientes aparentemente más selectos que los frecuentados por Sam Spade, circunstancia ésta que también le ofrece, inicialmente, algún tipo de salida más digna que la que pueda alcanzar su colega.
El detective de los años cincuenta se mueve ya dentro de unos parámetros muy distintos a los de sus predecesores, como de forma bien expresiva pone de relieve su máximo exponente: Mike Hammer, el personaje creado por Mickey Spillane que protagoniza, entre otros títulos, El beso mortal (1955), de Robert Aldrich. En la esfera personal, la incapacidad de este personaje para amar se vuelve casi patológica (en la película citada, Velma, su secretaria, le advertirá con sorna: «Hazme un favor. No te acerques a la ventana. Alguien podría dispararte… un beso») y, como consecuencia de ello, no sólo no dudará en poner en peligro a la mujer que lo ama (Velma), sino también al amigo que lo ayuda y que acaba por caer asesinado (Nick).
La ambición parece ser ahora su único lema (el móvil confeso de su investigación se centra en aprovecharse del «río revuelto» de la corrupción); la botella, su mejor consuelo; y la ley, la que él mismo impone. Código ético, integridad o filantropía son palabras que han desaparecido del diccionario de Mike Hammer, cuyo desplazamiento narrativo le sitúa ya definitivamente más cerca de la delincuencia que de la legalidad. Con él se pierde, por lo tanto, la imparcialidad que se exige al testigo y la capacidad de que el espectador pueda identificarse con su trayectoria. El héroe solitario desaparece en estas ficciones tragado por la seducción de los nuevos tiempos.
Muy diferente, pero igual de inquietante, es el caso de los personajes femeninos. Aquí, siguiendo en cierto modo los moldes físicos fijados por la vampiresa de los años treinta, de la hermosa rubia que comparte el éxito —nunca el fracaso— de los grandes gángsters, surge con el cine negro, en la década siguiente, una nueva tipología cuya aparición va a provocar un vuelco radical en las estructuras narrativas y dramáticas del naciente género: la «mujer fatal». Los rasgos característicos que definen este arquetipo pueden rastrearse ya en la evolución sobre la pantalla de Brigid O’Shaughnessy, la antagonista morena de Sam Spade en El halcón maltés (1941) y alcanzan probablemente su grado máximo de desarrollo con Phillys Dietrichson, la rubia asesina de Perdición (1944).
La extensión y el relieve de los papeles que estos personajes desempeñan dentro de la ficción va creciendo desde mediados de la década, y de esta circunstancia dan buena cuenta, como ha resaltado Michel Ciment (1992, 90-91), los títulos que ya en su propio enunciado destacan el papel desempeñado por la mujer dentro de sus historias, entre los que pueden incluirse Laura (1944), La mujer del cuadro (1944), Alma en suplicio (1945), Gilda (1946), La dama del lago (1946), La dama de Shanghai (1948) o Angel Face (1952).
Ambiciosas, crueles y astutas, parecen dotadas de un instinto criminal especialmeftte desarrollado. Expertas en utilizar el sexo —o la promesa del sexo— como su arma favorita, todas ellas son maestras en el arte de la seducción y del fingimiento, y de ahí que Sam Spade —en El halcón maltés— alabe las dotes de interpretación de Brigid, el personaje que probablemente adopte más nombres falsos dentro de una ficción policíaca. De igual manera, Katherine March se hace pasar por actriz en Perversidad (1945) y a la Vivían Sternwood de El sueño eterno le encanta fingir ante los demás.
La fortaleza de su carácter y su inteligencia despierta conviven mal con el protagonismo antagónico del detective o del agente de la ley (figuras situadas, por lo general, en el centro narrativo de las ficciones más características de sus corrientes respectivas), por lo que no resulta extraño que los mejores retratos de estas mujeres se tracen desde los cauces del cine criminal propiamente dicho. Es decir, cuando aparecen enfrentadas a personajes menos maduros que ellas y a los que transforman, habitualmente, en simples juguetes de sus designios.
Un cierto fatum trágico —heredado tal vez del arquetipo del gángster tradicional— preside su discurrir por las imágenes y les impide comportarse —como confiesan Anna en El abrazo de la muerte (1948) o la recién citada Katherine March— de manera distinta a como vienen haciéndolo. El amor podría salvarlas, acaso, del destino inexorable que les reservan las últimas escenas de las películas, pero cuando se deciden a explicitar o a poner en juego sus sentimientos (Brigid en El halcón maltés, Phillys en Perdición, Coral Chandler en Callejón sin salida) o bien es ya demasiado tarde o bien parece tan sólo una estratagema más para salvar su vida en el último minuto.
En cualquier caso, las imágenes de impregnación negra se complacen en desplegar un verdadero muestrario de estas mujeres que, como las modelos de las pasarelas, son todas diferentes entre sí, pero casi todas se ajustan al mismo patrón criminal. Su presencia introduce en el género una curiosa ambivalencia: la dimensión misógina que ubica la fuente del mal en la naturaleza femenina y el desafío implícito, por las relaciones que aquellas mantienen con los hombres, que supone su protagonismo frente al tradicional posicionamiento dominante de las figuras masculinas, cuya firmeza y seguridad ahora se desestabilizan o se diluyen frente a ellas.
En la composición de estos personajes actúan, por un lado, el mito consustancial a la visión judeocristiana de la mujer, que «remite al simbolismo decadente, al romanticismo negro, al tema de la bella dame sans merci y, más esencialmente todavía, a la Biblia, donde Salomé y Dalila bailan con sus siete velos y manejan el cuchillo (…) cortando la cabeza o los cabellos». Una mirada que ve a la mujer como «amenaza para el hombre y agente de destrucción». Por otro, la subversión implícita en la modificación del comportamiento masculino cuando éste debe enfrentarse, siguiendo la misma mitología, a esas «imágenes idealizadas que expresan el temor del hombre contra esta encarnación de una sexualidad insaciable» (Ciment, 1992, 90).
De las entrañas de esta dicotomía nace la ambigüedad que, también en este terreno, exhibe el cine negro. Lejos de constituirse inequívocamente en una representación de carácter misógino (por más que éste sea un componente fundamental de su naturaleza), sus ficciones también hablan de la construcción imaginaria formulada por el hombre para enfrentarse a «una demanda femenina que desborda el lenguaje, que no se deja contener en la lógica de la estrategia, del interés, de lo calculable» mediante el procedimiento de «oponerle una imagen [la de la «perversa» o «mujer fatal»] en la que todos estos términos están hipertrofiados» (Palao Errando, 1993, 15). Se trata, pues, de un retrato que expresa el miedo a la sexualidad femenina y que devuelve, a cambio, el exorcismo fabricado por el hombre frente a dicho temor.
Por un lado, esa sexualidad es presentada como incompatible con la institución matrimonial, como un potencial que termina por poner en serio peligro la vida de los maridos, según ilustran de manera fehaciente Phyllis Dietrichson en Perdición, Cora Smith en El cartero siempre llama dos veces, Coral Chandler en Callejón sin salida (aunque desde otro punto de vista), Elsa Bannister en La dama de Shanghai, Rose Loomis en Niágara o Vicki Buckley en Deseos humanos.
Por otro, no sólo la estructura familiar, sino también los detectives (El halcón maltés, Retorno al pasado), los aventureros (La dama de Shanghai) e incluso los propios delincuentes (Forajidos, El abrazo de la muerte, Al rojo vivo) son víctimas propiciatorias de la avaricia devoradora de estas mujeres, cuyo protagonismo dentro de la ficción revela, desde un punto de vista sociológico, el mayor peso que la población femenina comienza a adquirir en los Estados Unidos desde su incorporación masiva al trabajo durante la segunda guerra mundial. El triángulo amoroso se convierte, de esta forma, en la estructura narrativa habitual de unas películas donde el sexo (contemplado desde una perspectiva en cierto modo sadomasoquista y caracterizado por su poder destructor) sólo podrá alcanzar su satisfacción, su clímax total, tras la violencia y el asesinato, con el sacrificio de la pareja ocasional o estable, adúltera o legal.
Comparadas, de manera más o menos explícita, con serpientes venenosas por su mirada asesina (Phyllis en Perdición), con arañas letales por las redes sutiles que tejen a su alrededor (Kathie Moffett en Retorno al pasado) o con mantis religiosas, todas ellas vienen a representar dentro de la ficción la vieja leyenda de la devoradora de hombres que Orson Welles transfiere, en La dama de Shanghai, a los antiguos mitos homéricos de Circe (nombre del yate de Elsa Bannister) y de las sirenas (Michael O’Hara atraído a la cubierta del barco por el canto insinuante de ésta), aunque su antecedente último no sería difícil encontrarlo, de nuevo, en las páginas de la Biblia: allí donde se identifica de manera explícita a la tentadora Eva con el pecado, con la transgresión de la ley.
Por otra parte, el arquetipo de la «mujer fatal» lleva implícito la debilidad moral de su oponente masculino, deja al descubierto la disponibilidad de éste para el asesinato y opera, a fin de cuentas, una inversión significativa en la jerarquización de los roles sexuales que, hasta antes de su aparición, estaba consolidada en el interior de la ficción criminal. Inversión que actúa como reveladora de unas contradicciones masculinas que el desarrollo de las tipologías había mantenido ocultas hasta entonces.
Al mismo tiempo, mientras las imágenes van perfilando con progresiva nitidez los contornos de este nuevo arquetipo y la ambigüedad moral conquista así un nuevo espacio (después de haber penetrado ya en gángsters y detectives), una línea más clara dibuja la silueta del resto de los personajes femeninos, réplicas hogareñas, y algo ñoñas, de sus astutas y poderosas rivales. La función de estas heroínas se limita, por lo general, a servir de contrapeso, de tercer lado del triángulo, a la faceta más tenebrosa de aquellas y su retrato no pasa de ser un mero esbozo, casi esquemático, de un ser cualquiera de carne y hueso.
La caracterización de estas mujeres se irá enriqueciendo a comienzos de los años cincuenta, cuando empiecen a identificarse, casi siempre dentro de los cánones del cine policial, con el ama de casa americana —Los sobornados (Fritz Lang), El asesino anda suelto (Budd Boetticher), The Case Against Brooklyn (Paul Wendkos, 1958)— y el mal empiece a cernirse sobre ellas. Su protagonismo dentro de la ficción adquiere entonces, y de forma progresiva, un peso mayor, con lo que comienzan a asimilar algunos rasgos característicos del personaje que oficia de víctima.
Este último, a su vez, configura casi un arquetipo diferenciado, cuyo nacimiento guarda relación estrecha con el auge de la psicología criminal en la narrativa negra de este período. Su trasvase a la pantalla se produce desde fecha muy temprana, con antecedentes masculinos y cercanos en el Joe Wheler de Furia (1936) y en el Eddie Taylor de Sólo se vive una vez (1937). Se trataba, en estos casos, de «identificar a la víctima con un sujeto indefenso y acorralado —fuera inocente o culpable— que por lo tanto no pudiera valerse de los medios al alcance de los agentes policiales», lo cual ofrecía «una mayor funcionalidad» dentro de la narración (Latorre y Coma, 1981,78).
Esta circunstancia permitía trasplantar los miedos del espectador a la pantalla y, paralelamente, creaba una nueva zona de indefinición entre el bien y el mal que compaginaba de manera extraordinaria con la ambigüedad del género. Las ficciones surgidas dentro de sus márgenes encuentran, en esta concepción de la víctima, un personaje que —bajo determinadas condiciones— podía también transformarse en asesino y desarrollan, por lo tanto, una potencialidad añadida de ambivalencia y de relativismo.
Con ello no se trataba ya tan sólo de que el mal pudiera estar localizado en el corazón de una sociedad corrupta, sino que era factible asimismo que anidase en el interior del propio individuo, en gentes tan honorables como el profesor Richard Winley de La mujer del cuadro, Christopher Cross, el oscuro cajero de Perversidad, el aristócrata Mark de Secreto tras las puerta o el desconcertado Vincent Parry de Senda tenebrosa (1947). Entonces, ¿qué mecanismos conducían al asesinato?, ¿qué circunstancias podían convertir en criminal a cualquier americano medio?, ¿dónde se situaba la frontera intangible que uno debía respetar si no quería convertirse en un asesino?…
Estas eran las preguntas que el cine negro comenzaba a formularse a mediados de los años cuarenta, expresando así algunos de los interrogantes que asaltaban, acaso, al hombre de la calle en esos momentos de incertidumbre social. Preguntas que están implícitas, por otra parte, en la reflexión con la que Fritz Lang, a propósito de Los sobornados, intenta acercarse a tan evanescente frontera: «Este momento que se nos escapa. He ahí mi obsesión (…). Este instante, instante de debilidad que permite el desliz, existe para cada uno de nosotros. Es inevitable ley de vida… ¡Resulta tan fácil, en pro de uno de estos momentos, convertirse en un criminal! Estoy convencido de que si uno efectúa el primer paso, los abismos se abren y el segundo paso llega a ser ineluctable…» (Guerif, 1988, 155).
Al actuar de este modo (planteándose aquellas preguntas), el cine negro acentuaba el efecto multiplicador de la parábola social que construían sus imágenes y escarbaba con su escalpelo en las zonas más turbias del alma humana. Este método de análisis, de composición de los personajes, se irá transfiriendo poco a poco al resto de los arquetipos y frente a los detectives, gángsters o agentes de la ley más cercanos a una caracterización prototípica —aun en su ambigüedad genérica— comienzan a aparecer, a finales de los años cuarenta, derivaciones de éstos, especialmente dentro del cine policial, que son a la vez víctimas y verdugos, sujetos de sus pasiones y ejecutores de éstas. La búsqueda de la identidad personal se conjuga así con la búsqueda de la verdad, de una cierta verdad, en unos relatos que tienen la virtud de situar al espectador, al hombre de la calle, frente al espejo de sus propias contradicciones y, más allá todavía, frente a la dificultad para entender el mundo que lo rodea o para comprender sus mecanismos.
También aquí, sin embargo, habrá una evolución del personaje. En los inicios de su recorrido, el arquetipo se configura casi siempre como una víctima del sistema social americano —unas veces revestido con los rasgos del falso culpable (Tom Connors en Veinte mil años en Sing Sing y el citado Joe Wheler) y otras bajo el ropaje de la marginación (James Allen en Soy un fugitivo y Eddie Taylor en Sólo se vive una vez)—, pero, a medida que los ecos del New Deal se vayan apagando, los referentes sociales irán desapareciendo y el individuo será víctima bien de sus propias pulsiones amorosas, bien de las artimañas urdidas por mujeres fatales, bien de un cúmulo de circunstancias más o menos azarosas.
Todo ello contribuye a dotar de una mayor complejidad a esa figura, cuya construcción no depende ya de ningún planteamiento ideológico previo, de ningún molde fijado de antemano y, por lo tanto, válido para ahormar cualquier tipo de contenidos, sino que nace de la propia tensión interna del relato y de la construcción dramática de la historia. El resultado son unos personajes más ambiguos, más contradictorios y, sobre todo, menos previsibles en su comportamiento que sus predecesores, ya que su misma riqueza psicológica va diversificando el modelo establecido y destruyendo las expectativas que el «efecto de género» había consolidado en el espectador sobre su discurrir en la ficción. Este factor de imprevisibilidad debía producir en la audiencia una inquietud y un desasosiego que el propio desarrollo de la historia y sus mecanismos narrativos, sin duda, se encargaban de aumentar.
Las pantallas se pueblan a partir de entonces de unos personajes que, incapaces por lo general de gobernar sus propios destinos, suelen ser presa fácil de las telas de araña que tejen a su alrededor mujeres sin escrúpulos (Senda tenebrosa) y que les conducen unas veces al asesinato (Perdición, Perversidad, El cartero siempre llama dos veces) y otras hacia las fronteras de éste (Callejón sin salida, Deseos humanos) o hacia una suerte de complicidad en su ejecución (Retorno al pasado). En ocasiones es la propia policía quien les convierte en víctimas de sus peculiares procedimientos de lucha contra el crimen (El beso de la muerte), aunque frecuentemente es el propio individuo quien resulta víctima de sus deseos insatisfechos (Laura, La mujer del cuadro) o de trastornos más o menos psicopatológicos, como sucede en Secreto tras la puerta o también en Mientras Nueva York duerme.
La abundante presencia de este arquetipo en las pantallas desde el primer tercio de los años cuarenta demuestra, por encima de cualquier otro tipo de consideración, la extraordinaria ductilidad de la víctima (tomada como construcción arquetípica) para adaptarse a diferentes enfoques y perspectivas (sociológicas, psicológicas, patológicas, pasionales…), al mismo tiempo que revela la propia evolución experimentada por el cine negro. La figura de aquella, progresivamente enriquecida, permitirá que el género pueda profundizar en el estudio de los caracteres de los personajes y en la ambigüedad de los comportamientos individuales.
Desde otro punto de vista, el hecho de que estas películas analicen la trayectoria de un «ciudadano que decide romper las leyes y pasar a la acción delictiva» permite expresar también «en muchas ocasiones simbólicamente la insuficiencia ética del Sistema» (La-Torre y Coma, 1981, 104). La aproximación casi entomológica al individuo de la calle se conjuga así con una visión crítica de la sociedad norteamericana y todo ello enmarcado dentro de unas ficciones progresivamente más complejas, más ácidas, más desencantadas y más pesimistas.
Detectives, mujeres fatales y víctimas van enriqueciendo así la complejidad de estas ficciones mientras que sus perfiles se hacen progresivamente más densos y ganan en pliegues interiores. Por el contrario, la función propagandística que suele acompañar a los principales títulos del cine policial no permite una identificación tan clara del arquetipo en el caso de los agentes de la ley. Los presupuestos ideológicos previos que acostumbran a regir la escritura de sus películas tienden a difuminar sus contornos en beneficio de unos estereotipos cuyo papel, dentro de la narración, viene marcado casi siempre por condicionamientos externos a la configuración del personaje; esto es, por la propia funcionalidad moral que se pretende dar al relato.
Es cierto que en el policíaco documental las imágenes se demoran mostrando la vida hogareña y el trabajo metódico y en equipo que desarrollan sus protagonistas —según puede verse en títulos como La casa de la calle 92 (Henry Hathaway, 1945), La brigada suicida (Anthony Mann, 1947), La ciudad desnuda (Jules Dassin, 1948) o Relato criminal (Joseph H. Lewis, 1949)—, pero en estas películas aquellos elementos no constituyen más que aditamentos circunstanciales con los que se viste al personaje sin que por ello se profundice en el interior de éste y sin construirlo por dentro de manera dramática. Podría decirse que el policía aparece en el cine negro como una especie de arquetipo ecléctico cuya principal cualidad reside precisamente en su capacidad de adaptarse bien a las líneas ideológicas del relato, bien a los propios avatares de la evolución experimentada por el género en sus diversas variantes.
La desaparición del detective privado de las pantallas a partir del último tercio de los años cuarenta facilitará, igualmente, que algunos de sus rasgos arquetípicos se traspasen al hasta entonces incorruptible policía, quien asume entonces las mismas contradicciones que sacudían a aquel y que llegará a moverse, incluso, en el mismo espacio de indefinición entre el bien y el mal que constituía el territorio de su antecesor. De la misma forma, la influencia que el cine criminal ejerce sobre todo el cine negro se traspasará también al campo policial y sus protagonistas se convertirán cada vez menos en defensores de la ley y más en sus transgresores, como demuestran las imágenes de Sin conciencia (Raoul Walsh, 1950), Al borde del peligro (Otto Preminger, 1950), Private Hell 36 (Don Siegel, 1954), El asesino anda suelto (Budd Boetticher, 1956), Accused ofMurder (Joseph Kane, 1956) o Sed de mal (Orson Welles, 1957).
Tratándose de los policías, por lo tanto, no puede hablarse de un único arquetipo, ni siquiera de un arquetipo hegemónico, puesto que todos estos agentes de la ley (ya se trate de funcionarios ejemplares, pseudodetectives o peligrosos criminales) se dan cita a veces en un mismo período histórico y adoptan los rasgos de los protagonistas de una corriente u otra dependiendo de la evolución histórica de cada una de las series vecinas. El eclecticismo del personaje guarda consonancia así con el del propio cine policial, y sólo cuando en la década de los sesenta el cine negro propiamente dicho haya terminado por desaparecer, se trazará el arquetipo de un policía brutal y justiciero cuya presencia invadirá progresivamente las pantallas a partir de entonces. En tales fechas, sin embargo, no quedaba ya lugar alguno para la indefinición y, en consecuencia, tampoco existía posibilidad de contaminación entre las distintas corrientes que antes convivían en su serio.
El caso del gángster es muy diferente. Su regreso a las pantallas tras el paréntesis de la segunda guerra mundial, a partir de 1945, le convierte en un ciudadano casi vulgar una vez perdido el carácter grandilocuente, ampuloso y mitificado de su antecesor de los años treinta y una vez que las ficciones que lo arropaban abandonen ese aire de tragedia que tendía a engrandecerlo. Al igual que sucede con el resto de los arquetipos, el hampón tradicional sufre, por decirlo así, un proceso de democratización semejante al experimentado por asesinos, víctimas o agentes de la ley y sus contornos descriptivos se van aproximando cada vez más a los del hombre de la calle.
El nuevo gángster, por lo tanto, «ya no será un gran-actor-haciendo-de-un-gran-bandido (…) sino un hombre corriente, mezquino, mediocre, siempre notoriamente indigno, que puede llegar a matar por los motivos más nimios y cuya única grandiosidad radica en la fuerza de las metralletas que disparan en su nombre» (Latorre, 1978, 15). En su lugar aparece una figura más fácil de identificar con la delincuencia a pie de tierra, más asimilable por las redes cotidianas que organizan ahora el desarrollo de la criminalidad.
El universo ficcional en el que se mueve este delincuente de nuevo cuño pierde también sus oropeles anteriores, sus rasgos distintivos, sus volutas art déco, y se acerca lentamente a los escenarios —a veces incluso naturales— que cualquier americano medio podía considerar como propios y reconocería como suyos. A diferencia, sin embargo, de lo que ocurría en el cine de gángsters de los años treinta, en las nuevas ficciones no existe una contraposición tan clara entre el mundo de la delincuencia y el de la legalidad, entre el mal y el bien, y lo que aparece en las imágenes es una única realidad, múltiple y equívoca, en la que ambos universos coexisten, se dan casi la mano, y donde el vecino de rellano puede ser tanto un gángster como un policía o un asesino. El «nosotros» al que se refería Latorre para caracterizar el cine negro puede decirse que habita ahora en el mismo portal del edificio de apartamentos.
Al mismo tiempo, buena parte de los títulos identificables con lo que hemos llamado el neogangsterismo en negro se detienen para analizar, a veces de manera casi tan minuciosa como en el policíaco documental, la faceta profesional de los hampones, mostrando la variedad y los mecanismos de los negocios sucios en los que éste anda envuelto y en donde pesca sus pingües beneficios. Las antiguas asociaciones criminales de la década anterior se han transformado ahora, como forma de defensa frente a la represión desatada en los años anteriores contra ellas, en florecientes sociedades anónimas en las que el gángster o bien sólo es un trabajador más a sueldo o bien se ha convertido en el poderoso empresario que mueve los hilos desde la sombra. Una apariencia de normalidad encubre las actividades delictivas y preside los comportamientos accionales de los delincuentes de la época.
Sobre el fondo de este panorama se destaca la figura de un gángster arquetípico cuyos contornos —como sucede en todo el cine negro— aparecen casi siempre difuminados y formando parte a la vez de diversos grupos de personajes sin que en este caso sea posible trazar una línea evolutiva tan clara como la dibujada en los años treinta. La mayoría de las películas de esta corriente presenta, sin embargo, un mismo tipo de gángster cuyos rasgos básicos acostumbran a ser la indecisión, la debilidad de carácter, la soledad —aunque sea aparentemente compartida con una mujer—, la inseguridad y un instinto de supervivencia muy desarrollado que no impide el final trágico de todos ellos.
Fugitivos y acosados por la ley, por una mujer, por el devenir de los acontecimientos o por la propia sociedad —Forajidos, El beso de la muerte, They Live by Night, El abrazo de la muerte, El demonio de las armas, Yo amé a un asesino—, los delincuentes de este período se muestran incapaces de gobernar su propio destino, ese impulso que los ha lanzado por la senda del delito sumergiéndolos, de paso, en un laberinto espeso y fatídico del que no consiguen encontrar casi nunca el camino de salida.
Será precisamente esa incapacidad para controlar su vida o las circunstancias que rodean a ésta, la que convierta a algunos de ellos en asesinos —El beso de la muerte, La calle sin nombre, Corazón de hielo— y la que conduzca a otros —como se apuntaba en el capítulo de la «cartografía histórica»— a organizarse en bandas de atracadores, en pandillas juveniles, en grupos de fuga carcelaria, o a encuadrarse dentro de las nuevas sociedades delictivas. No hay lugar para los individualistas solitarios en las ficciones gangsteriles de los años cuarenta y cincuenta.
Frente a este tipo de hampón dubitativo y, en ocasiones, amedrentado y contradictorio, el gángster poderoso y seguro de sí mismo regresa de la mano de dos de sus intérpretes más carismáticos: Edward G. Robinson y James Cagney. El primero —cuyo nombre en la ficción (Johnny Rocco) rememora el del protagonista (Rico Bandello) de Hampa dorada— comparte reparto estelar en Cayo Largo (1948) con Humphrey Bogart para componer un personaje cuyos referentes iconográficos (cigarro habano, batín de raso, pañuelo de seda al cuello, preocupación por su vestuario), psicológicos (ambición desmedida, infantilismo, crueldad, carácter rudo y tosco) y narrativos (la añoranza y el intento de reinstaurar los viejos tiempos de la Prohibición como guía de su comportamiento) remiten de manera directa al primitivo cine de gángsters y a la figura de Al Capone, a la que aludía aquella película.
El segundo, por su parte, protagoniza Al rojo vivo (1949), un título mayor que recupera el aire de tragedia, la estructura de ascensión y caída —en este caso del delincuente Cody Jarrett— y el arquetipo del personaje —enriquecido ahora con nuevos elementos procedentes del psicoanálisis y del cine criminal— para escribir, bajo la influencia lejana de El enemigo público, el epitafio definitivo del gángster tradicional de los años treinta. Con él se cierra un período que no tendrá continuación posible en las pantallas, ya que cuando el hampón quiera volver a ellas en la segunda mitad de la década de los cincuenta, será bajo la fórmula manierista de los biopics y con las aristas del personaje limadas por la nostalgia de la leyenda. El cine se convierte a partir de entonces en el único referente válido para la construcción de ficciones y arquetipos y termina por ocupar el sitio dejado vacante por el reflejo social.
Los rostros del cine negro
Humphrey Bogart, James Cagney, George Raft, Burt Lancaster o Edward G. Robinson, a los que pueden añadirse los nombres de John Garfield, Alan Ladd, Richard Widmark, Kirk Douglas, Robert Mitchum o Dana Andrews, son algunos de los actores que prestan su fisonomía a las imágenes del cine negro para cimentar sobre aquella los arquetipos descritos. Sabemos ya, no obstante, que algunos de ellos habían formado parte también, anteriormente, de las ficciones de los años treinta en sus diversas variantes: cine de gángsters, ciclo penitenciario, sociología del gangsterismo, apología de los agentes de la ley…
En este terreno, sin embargo, la novedad más sobresaliente del cine negro reside en la importancia creciente que empiezan a tener en su interior los personajes femeninos tras los ya señalados cambios sociales producidos en la sociedad estadounidense durante la segunda guerra mundial. De aquí se deriva el protagonismo cada vez mayor que la mujer adquiere dentro de los márgenes del cine criminal y, en cierto sentido, también en el resto de las series vecinas. Esta circunstancia va a permitir que, a diferencia de lo sucedido en la década anterior, numerosas actrices puedan incorporar papeles de relieve significativo dentro de estas ficciones, donde el peso del componente masculino sigue siendo todavía la nota dominante y destacada. Éste será el caso, sobre todo, de Barbara Stanwyck y de Gloria Grahame, pero también de Joan Bennett, Claire Trevor, Audrey Totter, Verónica Lake, Jane Greer, Virginia Mayo, Ava Gardner, Lauren Bacall y un larguísimo etcétera.
Con todo, lo que interesa destacar aquí y ahora es que las carreras profesionales de los intérpretes citados —y de otros muchos que también podrían reivindicar su propio sitio— no están vinculadas exclusivamente a las imágenes del cine negro, sino que su participación en uno o varios títulos de éste resulta tan sólo una faceta más —y a veces ni siquiera la más importante— de sus trabajos para la pantalla. Es cierto que algunos «se instalan en el género más asiduamente que otros, pero sin que ello suponga que su presencia en el mismo se prolongue con la reiteración necesaria como para encarnar arquetipos de comportamiento que aparecerían en situaciones bien dispares; o como para segregar una especialización que pudiera definir una carrera profesional por un conjunto de rasgos característicos que (…) únicamente en ellos encontraría su pertinencia» (Perucha, 1986, 27).
Es más, como ya se planteó en un capítulo anterior, no existe tampoco un encasillamiento o fijación de estos actores dentro de unos tipos de personaje determinados dentro de los márgenes genéricos, sino que la norma habitual suele ser más bien la contraria; es decir, que un mismo intérprete incorpore de manera aleatoria, sucesiva y casi sin solución de continuidad personajes contrapuestos como los de asesino y víctima, gángster y policía, detective y criminal…
La dispersión referencial que imponen las múltiples corrientes y variantes del género, la intensidad y la apariencia de realismo (por ambigua y equívoca que ésta sea) con las que las películas construyen un reflejo estilizado y metafórico de la realidad social, las exigencias que dicho reflejo impone al «reconocimiento» de tipologías (necesitado simultáneamente de identificación y de glamour) y las fuertes raíces que la ficción negra tiene ancladas en la producción de serie «B» son algunas de las razones analizadas por Julio Pérez Perucha, en el artículo antes citado, para explicar ambos fenómenos: falta de especialización y camaleonismo tipológico.
Sólo de una manera parcial y restrictiva pueden encontrarse algunas excepciones a tales rasgos (especialmente Bogart, pero también Cagney, Robinson, Raft o Garfield, aunque éstos en mucha menor medida), por lo que el desajuste con los fundamentos básicos del star-system tradicional es un factor adicional que viene a potenciar la ambigüedad y la inseguridad de las fronteras morales que son consustanciales al género. Esta quiebra se incorpora, de hecho, a las «pautas disidentes» identificadas en el cine negro por David Bordwell frente al conjunto de la producción mayoritaria de Hollywood y actúa dentro de sus ficciones con inquietantes consecuencias que afectan, de lleno, al desarrollo de su discurso temático y metafórico.