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«EL PALACIO DE LA LIBERTAD»

Confío en que la vida de casada de Emmy von Ephrussi en Viena encierre menos acertijos. Es una vida urbana con una familia muy diferente, un ritmo propio inconmovible, aunque a sólo diez minutos a pie del palacio donde ella pasó la infancia.

Ese ritmo atacó a poco del regreso de la luna de miel, cuando Emmy descubrió que estaba embarazada. Nueve meses después de la boda nació Elisabeth, mi abuela. Poco tiempo después falleció Émilie, la madre de Viktor —en mi retrato, suave e implacable con su collar de perlas—, en Vichy, a los sesenta y cuatro años. La enterraron allí, en vez de trasladarla al gran mausoleo de Ignace, y me pregunto si ella había planeado esta separación final.

Tras Elisabeth viene Gisela, nacida tres años más tarde, y el tercero es Ignace, el joven Iggie. Son niños vieneses con nombres cuidadosamente elegidos por cuidadosos padres judíos. Elisabeth es un homenaje a la adorada emperatriz difunta; Gisela a la archiduquesa homónima, la hija del emperador. Iggie es el varón y no hay alternativa: lo nombran Ignace Léon por su abuelo, ya fallecido, por su tío de París, rico duelista sin hijos, y por su difunto tío abuelo Léon. Los parisinos sólo han tenido hijas. Gracias a Dios, al fin los Ephrussi tienen un heredero. Y en el palacio hay espacio de sobra para habitaciones de juegos y de estudio fuera del alcance del oído.

El palacio tiene su paso diurno, que aprieta y afloja especialmente para los criados. El trajín de los pasillos es incesante. Mucho acarreo de agua caliente al vestidor, de carbón al estudio, del desayuno al salón matinal, del periódico al estudio, de fuentes tapadas, de la colada, de telegramas, del correo tres veces al día, de mensajes, de velas para la cena, del periódico de la tarde al vestidor de Viktor.

También hay una pauta para Anna, la doncella de Emmy. Empieza a las siete y media cuando lleva al dormitorio de la señora el cubo de plata con agua caliente y la fuente con té inglés. Sólo termina por la noche, tarde ya, cuando, después de cepillarle el pelo, le lleva un vaso de agua y un plato de galletas de carbón.

En el patio del palacio siempre hay dispuesto un simón con un cochero de librea. Hay dos yeguas de tiro negras: Rinalda y Arabella. Un segundo coche espera para llevar a los niños al Prater o al Schönbrunn. Los cocheros aguardan. Junto a las grandes puertas que dan a la Ringstrasse, presto a abrirlas cuando sea preciso, está el portero Alois.

Viena significa cenas. Las conversaciones sobre la disposición de los invitados son interminables. Todas las tardes el mayordomo y un lacayo que lo asiste ponen la mesa valiéndose de una cinta métrica. Se discute si es seguro encargar patos de París, puesto que llegan el día anterior, embalados, en el Expreso de Oriente. Hay floristas, una cena con una fila de pequeños naranjos en tiestos con los frutos rellenos de parfait. A los niños se les permite mirar por una cerradura cómo llegan los invitados.

Hay tardes de recepción, con una mesa de té sobre la que humea un samovar en una gran bandeja de plata: tetera, jarra de leche y azucarera a mano, más bandejas de plata con sándwiches abiertos y pasteles helados de Demel, el palacio de la pastelería del Kohlmarkt, cerca de Hofburg. Las damas dejan las pieles en el vestíbulo; los oficiales, los quepis y las espadas, y los caballeros llevan las chisteras y los guantes y los colocan en el suelo, junto a sus sillas.

También hay un programa anual.

Enero es la ocasión de escapar del invierno de Viena. A Niza o a Montecarlo con Viktor. Los niños se quedan en casa. Visitan a los tíos Maurice y Beatrice Ephrussi en la nueva y rosada villa Île-de-France de Cap Ferrat, ahora villa Ephrussi-Rothschild. Admiran las colecciones de pinturas, muebles Imperio y porcelana franceses. Admiran las mejoras en los jardines, donde se está suprimiendo la ladera de una colina y abriendo un canal a imitación de la Alhambra. Los veinte jardineros visten de blanco.

Abril es París con Viktor. A los niños los dejan en casa de Fanny, el Hôtel Ephrussi en la plaza de Jena, y Emmy hace muchas compras y Viktor pasa días enteros en las oficinas de Ephrussi et Cie. París ya no es lo mismo.

Charles Ephrussi, amado propietario de la Gazette, Caballero de la Legión de Honor, benefactor de artistas, amigos y poetas, coleccionista de netsuke y primo favorito de Viktor, muere el 30 de septiembre de 1905, a los cincuenta y cinco años.

La nota en los periódicos ruega a quienes no hayan recibido invitación que no vayan al funeral. Los portadores del féretro —sus hermanos, Theodore Reinach, el marqués de Cheveniers— lloran. Numerosos obituarios hablan de la «délicatesse naturelle» de Charles, de su rectitud y de su sentido del decoro. La Gazette publica una necrológica enmarcada por un festón negro:

Fue con estupor y honda congoja como todos quienes lo conocían tuvieron noticia de la repentina enfermedad —a finales de septiembre pasado— y luego de la muerte de ese hombre cautivador y bueno, de esa altísima inteligencia que fue Charles Ephrussi. En la sociedad parisina, en particular en el mundo de las artes y las letras, había cultivado numerosas amistades con personas que con toda naturalidad sucumbían a sus maneras encantadoras y fiables, a su espíritu elevado y a su corazón bondadoso. Quienquiera que haya llamado a su puerta, atestiguó la gracia fascinante con que daba la bienvenida tanto a jóvenes artistas como a sus mayores, y con que, podemos afirmarlo sin titubear, ofrecía su amistad a todos cuantos se le acercaban.

Proust envía sus condolencias al redactor de la nota. Al leer este obituario en la Gazette, escribe: «Quienes no hayan conocido a M. Ephrussi llegarán a quererlo, y quienes lo hayan conocido se llenarán de recuerdos». En el testamento, Charles deja a Emmy una gargantilla de oro. Le ha dejado a Louise un collar de perlas y el patrimonio a su sobrina Fanny Reinach, que está casada con el estudioso helenista.

Y, sorprendentemente, Ignace Ephrussi, hermano de Charles, duelista mondain y amateur de la femme, también muere, de un fallo cardíaco, a la edad de sesenta años. Es recordado como un perfecto jinete, al que podía verse por las mañanas en el Bois de Boulogne montando su rucio à la russe. Generoso y puntilloso, ha dejado treinta mil francos a cada uno de los tres niños Ephrussi, Elisabeth, Gisela e Iggie, y algo también incluso a Gerty y a Eva, las hermanas menores de Emmy. Ambos hermanos fueron sepultados en la tumba familiar de Montmartre, junto a los padres, muertos hace ya mucho, y a la querida hermana.

Poco después de la visita a París —mucho más vacía sin la animación de Charles e Ignace— llega el verano. Empieza en julio con los Gutmann, financieros y filántropos judíos, los amigos más íntimos de Viktor y Emmy. Como tienen cinco hijos, invitan a Elisabeth, a Gisela y a Iggie a pasar varias semanas en su casa de campo, Schloss Jaidhof, a setenta y cinco kilómetros de Viena. A Viktor no le queda más opción que permanecer en la ciudad.

Agosto es Suiza: el chalet Ephrussi, con Jules y Fanny, los primos de París. Van los niños y Viktor. Emmy tiene muy poco que hacer. Procurar que los niños no hagan mucho ruido. Oír cosas sobre París. Salir en bote por el lago de Lucerna, desde el embarcadero donde flamea la bandera imperial rusa, con uno o dos criados a los remos. Ir al Certamen Hípico de Lucerna con Jules, en automóvil, a ver el espectáculo de salto y luego tomar helados en Hugeni.

Septiembre y octubre son para Emmy en Kövecses, con los niños, los padres, Pips y una multitud de primos. Viktor va de tanto en tanto unos días. Nadar, caminar, montar a caballo, cazar.

En Kövecses hay una excéntrica colección de individuos reunida para educar a las hermanas de Emmy, Gerty y Eva, respectivamente doce y quince años menores que ella. En ese momento hay una doncella francesa encargada de transmitirles el apropiado acento francés, un anciano maestro que les imparte lectura, escritura y aritmética, una gobernanta de Trieste para el alemán y el italiano y, por fin, un frustrado concertista de piano (el señor Minotti), que les enseña piano y ajedrez. La madre de Emmy les da dictado y lee con ellas a Shakespeare. También hay un viejo zapatero vienés que hace las botas blancas de gamuza con las cuales Evelina es tan exigente. Tras sufrir un ataque, viene a pasar su convalescencia en la finca, obtiene una agradable habitación con mucha luz y se queda para el resto de su vida, proveyendo a Evelina de calzado y ocupándose de los perros.

El viajero Patrick Leigh Fermor, que durante el recorrido que hizo a pie por Europa en la década de 1930 se hospedó en Kövecses, escribió que en la casa aún reinaba la atmósfera de una rectoría inglesa, con pilas de libros en todos los idiomas posibles y mesas atestadas de extraños objetos de asta y de plata. Era «el Palacio de la Libertad», le había dicho Pips, en inglés perfecto, al darle la bienvenida a la biblioteca. Kövecses irradiaba la sensación de autosuficiencia que suele propagarse en una casa grande cuando hay muchos niños. La carpeta azul de mi padre guarda el amarillento manuscrito de una obra de teatro titulada Der Grossherzog [El archiduque], que el verano antes de la Primera Guerra Mundial todos los primos representaron en el estudio. Se prohibió estrictamente la asistencia de menores de dos años y de perros.

Todas las noches, después de la cena, el señor Minotti toca el piano. Los niños juegan al «juego de Kim», inspirado en Kipling. En una bandeja se ponen diversos objetos —unos quevedos, una caja de tarjetas, una caracola y, en una ocasión, pasmosamente, el revólver de Pips— y al cabo de treinta segundos se los cubre con un mantel. Cada uno tiene que apuntar lo que recuerde. Emmy se aburre de ganar siempre.

Pips invita unos días a sus amigos cosmopolitas.

Diciembre es Viena y Navidad. Aunque son judíos, la festejan con montones de regalos.

Y la vida de Emmy parece fijada, no exactamente en piedra, sino en ámbar. Preservada así, se asemeja a la serie de historias de época de las que me prometí huir cuando hace un año me puse en marcha. Pero no dejo de rondar el palacio; los netsuke parecen muy lejanos.

Prolongo mi estancia en Viena en la pensión Baronesse. Me han reparado amablemente las gafas, pero el mundo sigue un poco escorado. No puedo sacudirme la ansiedad. Mi tío de Londres, que estuvo buscándome información, ha aportado veinte páginas de unas memorias que mi abuela Elisabeth escribió sobre su infancia en el palacio, y las he traído para leerlas in situ. Es una mañana de sol y hace un frío que corta el aliento; me llevo las páginas al Café Central, donde las ventanas góticas dejan entrar torrentes de luz. Una silueta del poeta Peter Altenberg sostiene el menú y todo está muy limpio y presentado con gran delicadeza. Creo que éste era el segundo café de Viktor, antes de que todo acabara tan mal.

El café, la calle y Viena misma: esto es un parque temático; un plató de fin de siglo relumbrante de Secesión. Simones traqueteando con cocheros vestidos con sobretodo. Camareros de bigotes de mil novecientos. Strauss filtrándose por doquier desde las tiendas de chocolates. No dejo de esperar que entre Mahler o que Klimt empiece una discusión. No dejo de pensar en una película que vi hace años en la Universidad. Transcurría en París, y todo el tiempo pasaban Picasso, y Gertrude Stein y James Joyce y discutían de arte moderno bebiendo Pernod. Mi problema aquí es ése, me percato, asaltado por un cliché tras otro. Mi Viena se ha encogido en la Viena de otros.

He estado leyendo las diecisiete novelas de Joseph Roth, el novelista judío nacido en Galitzia, algunas de ellas situadas en la Viena de los últimos años del Imperio de los Habsburgo. Es en la irreprochable banca Efrussi —Roth lo escribe a la manera rusa— donde Trotta deposita su fortuna en Radetzkymarsch [La marcha Radetzky]. En Das Spinnennetz [La tela de araña], el propio Ignace Ephrussi aparece retratado como rico joyero: «alto y enjuto; siempre iba vestido de negro, con un chaleco subido de color negro, por cuya abertura apuntaba sólo la chalina negra, adornada con una perla del tamaño de una avellana». Su mujer, la bella Frau Efrussi, es «toda una señora, judía, pero toda una señora». La vida era fácil para todos, dice Theodor, el protagonista, un joven gentil y ácido, a quien la familia emplea como preceptor, «y para los Efrussi más fácil que para nadie… en el vestíbulo había cuadros con marcos dorados y la puerta la abría siempre con una reverencia un lacayo vestido con librea verde y dorada[6]».

Lo real se me sigue escapando. Las vidas de mis parientes de Viena quedaron refractadas en libros, como la del parisino Charles en los de Proust. De las novelas surge una y otra vez un desagrado por los Ephrussi.

Trastabillo. Veo que no entiendo qué significa ser parte de una familia judía asimilada, aculturada. Sencillamente no lo entiendo. Sé qué cosas no hacían: no iban nunca a la sinagoga, pero sus nacimientos y sus bodas figuran en el registro del rabinato local. Sé que pagaban las obligaciones a la Israelitische Kultusgemeinde y que donaban dinero a la caridad judía. He ido a ver el mausoleo de Joachim e Ignace en la sección judía del cementerio y, preocupado porque el portón de hierro forjado está roto, me he preguntado si no debería hacerlo reparar. No parece que el sionismo les resultara muy atractivo. Me acuerdo de los groseros comentarios de Herzl cuando les escribió pidiendo donativos y lo ignoraron. Los Ephrussi, esos especuladores. Me pregunto si no sería mera turbación ante la ferviente judeidad de la empresa, y pocas ganas de llamar la atención, o un síntoma de confianza en su nueva patria en la Zionstrasse, o en la rue de Monceau. Sencillamente no veían para qué necesitaban los demás otra Sion.

El hecho de que nunca se levantaran contra el craso prejuicio ¿significa «asimilación»? ¿Significa que uno comprendía los límites de su mundo social y se amoldaba? En Viena hay un Jockey Club, como en París, y Viktor era miembro; pero a los judíos no se les permitía ocupar cargos. ¿Le daba igual esto a Viktor? Se daba por entendido que las gentiles casadas no visitaban nunca casas judías, nunca pasaban a dejar tarjeta, no las visitaban ni siquiera en las tardes interminables. En casa de los Ephrussi de Viena sólo dejaban tarjeta los gentiles solteros, el conde Mensdorf, el conde Lubienski, el joven príncipe Montenuovo, y luego eran invitados. Una vez que se casaban ya no iban nunca, por magníficas que fuesen las cenas o bonita la anfitriona. ¿Tenía esto alguna importancia? Parecen tenues hilos de vulgaridad.

Paso la última mañana de este viaje en el archivo de la comunidad judía de Viena, al lado de la sinagoga de la Judengasse. Hay vigilancia policial. En las últimas elecciones la extrema derecha ha sacado un tercio de los votos y nadie sabe si la sinagoga no es un objetivo. Ha habido tantas amenazas que debo atravesar un sistema de seguridad muy complejo. Por fin dentro, observo al archivero sacar los folios de los registros, un desnudo volumen tras otro, y apoyarlos en el atril. Cada nacimiento, boda o deceso, cada conversión: toda la Viena judía debidamente asentada.

En 1899 los judíos de Viena tienen orfanatos, hospitales, escuelas, bibliotecas, revistas y periódicos propios. Tienen veintidós sinagogas. Y me doy cuenta de que no sé nada de ellos: los Ephrussi están tan perfectamente asimilados que han desaparecido en la ciudad.