Prefacio

En 1991 una fundación japonesa me concedió una beca por dos años. La idea era dar a siete jóvenes ingleses con intereses profesionales diversos —ingeniería, periodismo, industria, cerámica— conocimientos básicos de idioma japonés en una universidad de nuestro país, durante un año, seguido de otro en Tokio. Nuestra fluidez contribuiría a forjar una nueva era en los contactos con Japón. Éramos la primera tanda del programa y había expectativas muy altas.

Durante el segundo año pasábamos las mañanas en la escuela de idiomas de Shibuya, en una colina al abrigo del fárrago urbano de puestos de comida rápida y almacenes de electrodomésticos de saldo. Tokio se estaba recuperando de la depresión posterior a la burbuja económica de los ochenta. De pie en el cruce peatonal, el más transitado del mundo, viajeros de cercanías oteaban pantallas en donde el índice Nikkei de la Bolsa no paraba de subir. Para evitar lo peor de la hora punta del metro, yo solía ponerme en marcha una hora antes; me reunía con otro estudiante, un arqueólogo mayor que yo, y camino a las clases tomábamos café con bollos de canela. Por primera vez desde mis tiempos de escolar tenía deberes, deberes propiamente dichos: ciento cincuenta kanji, los caracteres japoneses, que aprender por semana; el análisis sintáctico de una columna de periódico; docenas de frases coloquiales que repetir cada día. Nunca había sentido tanto pavor. Los otros estudiantes, más jóvenes, bromeaban en japonés con los maestros sobre programas de televisión o escándalos políticos. En la escuela había unas puertas de metal verde y me acuerdo de que una mañana les di una patada y pensé «Heme aquí con casi veintiocho años y pateando la puerta de una escuela».

Las tardes eran para mí. Dos veces por semana las pasaba en un taller de cerámica que compartía con medio mundo, desde empresarios retirados que hacían teteras hasta estudiantes que emitían proclamas vanguardistas por medio de arcilla roja y tela metálica. Uno pagaba su cuota, cogía un banco o un torno y lo dejaban a su aire. Yo empecé a trabajar por primera vez en porcelana, plegando suavemente los bordes de jarras y teteras después de sacarlas del torno.

Venía haciendo cacharros desde mi infancia y le había dado la lata a mi padre para que me llevara a unas clases nocturnas. Mi primer cacharro fue un cuenco hecho a mano que esmalté en blanco opalescente con una pizca de azul cobalto. La mayoría de las tardes de escolar las pasé en un taller de cerámica y a los diecisiete dejé el colegio para entrar como aprendiz de un hombre austero, un devoto del ceramista Bernard Leach. Él me educó en el respeto por el material y la aptitud del propósito. Yo hacía cientos de soperas y potes para miel, de arcilla gris, y barría el piso. Lo ayudaba a preparar las resinas, meticulosos recalibrados de colores orientales. Él nunca había estado en Japón pero tenía estantes llenos de libros sobre cerámica japonesa: bebiendo nuestros jarros de café matutino discutíamos sobre los méritos de ciertas teteras. «Cuídate del gesto gratuito —solía decir—; menos es más». Trabajábamos en silencio u oyendo música clásica.

En medio del aprendizaje adolescente pasé un largo verano en Japón visitando a maestros igualmente severos en pueblos de ceramistas de todo el país: Mashiko, Bizen, Tamba. Oír una cortina de papel cerrándose o agua corriendo entre piedras en el jardín de una casa de té eran epifanías, así como cada neón de Dunkin’ Donuts desataba un ramalazo de desasosiego. Un artículo que al regresar escribí para una revista documenta la profundidad de mi devoción: «Japan and the Potter’s Ethic: Cultivating a reverence for your materials and the marks of age» [«Japón y la ética del ceramista: cultivando la reverencia por los materiales y las huellas de la edad»].

Después de terminar el aprendizaje, así como los estudios de literatura inglesa en la universidad, había trabajado solo, durante siete años, en silenciosos, ordenados estudios en la frontera con Gales y luego en una lúgubre ciudad del interior. Me sentía muy concentrado, y mis cerámicas lo reflejaban. Y allí estaba ahora de nuevo en Japón, en un taller caótico, sentado junto a un hombre que hablaba de béisbol, haciendo un vaso de porcelana con ostentosos bordes fruncidos. Lo disfrutaba: algo marchaba bien.

Otras dos tardes por semana iba a la sala del archivo del Nihon Mingei-kan, el Museo Japonés de Artesanías Tradicionales, a trabajar en un libro sobre Leach. El museo está en los suburbios y es una granja restaurada que alberga la colección Yanagi Setsu de artesanía japonesa y coreana. Yanagi, filósofo, historiador del arte y poeta, había desarrollado una teoría para explicar por qué ciertos objetos —vasijas, cestas, telas— hechos por artesanos anónimos eran tan bellos. En su opinión, expresaban la belleza inconsciente porque el artesano los había hecho en tal número que se había liberado de su ego. En el Tokio de comienzos del siglo XX, de jóvenes, Yanagi y Leach habían sido amigos inseparables y se habían escrito cartas entusiastas sobre apasionadas lecturas de Blake, Whitman y Ruskin. Incluso habían fundado una colonia de artistas en una aldea, a cómoda distancia de la ciudad, donde Leach hacía cerámicas con ayuda de muchachos del lugar y Yanagi disertaba sobre Rodin y la belleza para sus amigos bohemios.

Al otro lado de una puerta el suelo de piedras de la sala daba lugar a un linóleo oficinesco, y al final de un pasillo posterior estaba el archivo de Yanagi: una habitación pequeña, de tres metros y medio por dos y medio, con estanterías hasta el techo llenas de libros y abarrotadas de cajas de cartón de Manila con cuadernos de notas y correspondencia. Había un escritorio y una sola bombilla. A mí me gustan los archivos. Aquél era muy, muy tranquilo y extremadamente sombrío. Allí yo leía, tomaba apuntes y planeaba una versión revisionista de la historia de Leach. Debía ser encubiertamente un libro sobre el japanisme, el modo en que, por más de doscientos años, Occidente había malinterpretado a Japón apasionada y creativamente. Yo quería saber qué había en Japón que provocaba tanta intensidad y tanto ardor en los artistas, y tanta ira en los académicos a medida que iban señalando una equivocación tras otra. Esperaba que escribir el libro me ayudase a salir de mi inflamado enamoramiento con el país.

Y una tarde por semana la pasaba con mi tío abuelo Iggie.

Colina arriba desde la estación de metro, iba dejando atrás titilantes expendedoras de cerveza, el templo de Senkaku-ji donde están enterrados cuarenta y siete samuráis, el extraño, barroco salón de reuniones de la secta sintoísta, el bar de sushi administrado por el campechano señor X, y, al llegar al alto muro del jardín con pinos del príncipe Takamatsu, doblaba a la derecha. Entraba en el edificio y cogía el ascensor hasta el sexto piso. Iggie solía estar leyendo en su sillón junto a la ventana. Generalmente, Elmore Leonard o John Le Carré. O memorias en francés. «Qué raro —decía—, que algunos idiomas sean más cálidos que otros». Yo me inclinaba y él me daba un beso.

Sobre el escritorio había una carpeta vacía, una hoja de papel con su membrete y plumas a punto, aunque Iggie ya no escribía. Desde la ventana que tenía a su espalda se veían grúas. La bahía de Tokio estaba desapareciendo detrás de bloques de cuarenta plantas.

Comíamos lo que preparaba su ama de llaves, la señora Nakano, o lo que había dejado su amigo Jiro, que vivía en un apartamento contiguo y conectado. Una tortilla con ensalada y tostadas del pan de uno de los excelentes hornos franceses de las grandes tiendas de Ginza. Una copa de vino blanco frío, Sancerre o Pouilly-Fumé. Un melocotón. Un poco de queso y muy buen café. Café solo.

Iggie tenía ochenta y cuatro años y estaba levemente encorvado. Vestía impecablemente: elegantes chaquetas de espiga con pañuelo al bolsillo, camisas claras y corbata. Gastaba un bigotito blanco.

Después del almuerzo abría las puertas correderas de la larga vitrina que ocupaba casi toda una pared de la sala y uno a uno iba sacando los netsuke[1]. La liebre de ojos de ámbar. El muchacho con espada y casco de samurái. Un tigre, todo paletas y patas, volviéndose para rugir. Iggie me pasaba uno, lo mirábamos juntos y luego yo volvía a ponerlo con cuidado entre las docenas de animales y figuras de los estantes de cristal.

Yo llenaba de agua las tacitas de la vitrina para evitar que la sequedad del aire partiera los marfiles.

—¿Te he contado —decía él— cuánto nos gustaban estas cosas cuando éramos niños? ¿Que se las dio a mis padres un primo de París? ¿Y no te conté la historia del bolsillo de Anna?

Iggie con la colección de netsuke. Tokio, 1960.

Las conversaciones cobraban giros extraños. En un momento él describía cómo, para el cumpleaños del padre, la cocinera que tenían en Viena hacía Kaiserschmaren, capas de crêpes y azúcar glasé; cómo el mayordomo Josef los llevaba al comedor con gran pompa y los cortaba con un largo cuchillo y cómo el padre decía que ni el emperador habría podido empezar mejor el día de su aniversario. Y al momento siguiente estaba hablando del segundo matrimonio de Lilli. ¿Quién era Lilli?

Gracias a Dios, pensaba yo, que, si bien no sabía nada de Lilli, al menos sabía dónde transcurrían algunas de las historias: en Bad Ischl, Kövecses, Viena. Pensaba, mientras con el ocaso se encendían las luces de las grúas de construcción, que se adentraban más y más en la bahía, que me estaba convirtiendo en una especie de amanuense y que probablemente debía sentarme al lado de Iggie con una libreta y apuntar lo que contaba sobre la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial. Nunca lo hice. Me parecía formal e inapropiado. También parecía un arranque de codicia: «Ahí tengo una historia suculenta; voy a quedármela». Como fuese, me gustaba que la repetición alisara las cosas, y en las historias de Iggie había algo de río con lecho de piedras.

A lo largo de las tardes del año lo oía hablar del orgullo de su padre por la inteligencia de su hermana mayor, Elisabeth, y cuánto le disgustaba a la madre el lenguaje extravagante de la muchacha. «¡A ver si hablas con un poco de juicio!». A menudo, con cierta angustia, mencionaba un juego que habían inventado con su hermana Gisela: tenían que coger del estudio algo pequeño, bajar la escalera, cruzar el patio, esquivar a los mozos, ir al sótano y esconderlo bajo la casa entre las arcadas. Y contaba cómo se azuzaban uno a otro a volver, y que una vez él había perdido algo en la oscuridad. El recuerdo sonaba inconcluso, deshilachado.

Montones de historias sobre Kövecses, la casa de campo de la familia en lo que después sería Checoslovaquia. Su madre Emmy despertándolo antes del amanecer para que saliese por primera vez con un guardabosque a cazar liebres entre el rastrojo, y él incapaz de apretar el gatillo frente al ligero temblor de esas orejas en el aire frío.

Gisela e Iggie encontrándose en la linde de la finca, a orillas del río, con las tiendas de los gitanos y el oso bailarín encadenado. El Expreso de Oriente parando y el jefe de estación ayudando a bajar a su abuela, vestida de blanco, y ellos corriendo a abrazarla y recibiendo el paquete de pasteles envueltos en papel verde que les había comprado en el Demel de Viena.

Y Emmy empujándolo a la ventana, a la hora del desayuno, para mostrarle, detrás de la ventana del estudio, un árbol otoñal cubierto de jilgueros. Y cómo, aunque con el golpe de él en el cristal todos los pájaros habían alzado el vuelo, el árbol había seguido siendo un solo brillo dorado.

Después de la comida yo fregaba los platos, mientras Iggie dormía la siesta, y, puesto a hacer mis deberes, llenaba un folio cuadriculado tras otro de convulsos caracteres kanji. Me quedaba hasta que Jiro volvía del trabajo con los periódicos japonés e inglés de la tarde y los cruasanes para el desayuno de la mañana siguiente. Jiro ponía Schubert o jazz y bebíamos una copa y después yo los dejaba en paz.

Alquilaba un estudio muy agradable, en Mejiro, que daba a un jardincito lleno de azaleas. Tenía un calentador eléctrico y una tetera y me las arreglaba con voluntad, pero mis cenas consistían únicamente en fideos y las veladas eran algo solitarias. Dos veces al mes Jiro e Iggie me llevaban a cenar o a un concierto. Me convidaban a copas en el Imperial y luego a un sushi maravilloso o a un steak tartare o, en homenaje a antecedentes bancarios, a un buf à la financière. Yo rehusaba el foie gras, que era el alimento básico de Iggie.

Aquel verano hubo una recepción para los becarios en la embajada inglesa. Me tocó dar un discurso en japonés sobre lo que había aprendido en el año y la cultura como puente entre dos países insulares. Lo había ensayado hasta la saciedad. Iggie y Jiro habían ido y yo los veía alentándome a través de sus copas de champán. Después Jiro me estrujó el hombro e Iggie me dio un beso y, sonriendo con connivencia, me dijeron que mi japonés era jozu desu ne: experto, idóneo, inigualable.

Se las habían ingeniado bien, esos dos. En el apartamento de Jiro había una habitación con alfombrillas de tatami y un pequeño altar con fotos de su madre y de la madre de Iggie, Emmy, donde se decían las oraciones y sonaba la campanilla. Y al otro lado de la puerta, en el apartamento de Iggie, había sobre el escritorio una foto de los dos en un barco en el mar interior de Seto, con fondo de montaña cubierta de pinos y destellos de sol en el agua. Es enero de 1960. Jiro, guapísimo con el pelo peinado hacia atrás, rodea con un brazo los hombros de Iggie. Y en otra foto de los ochenta, tomada durante un crucero en algún lugar de Hawái, aparecían los dos del brazo en traje de gala.

—Ser el que sobrevive es duro —dice Iggie entre dientes—. Envejecer en Japón es maravilloso —dice en voz más alta—. He vivido aquí la mitad de mi vida.

—¿Hay algo de Viena que eches de menos?

—¿Por qué no dejarme de rodeos y preguntarle: «Dime qué es lo que uno echa de menos cuando es viejo y no vive en el país donde nació?».

—No. No volví hasta 1973. Fue abrumador, asfixiante. Todos sabían cómo te llamabas. Comprabas una novela en la Kärntner Strasse y te preguntaban si tu madre estaba mejor del resfriado. No te podías mover. Y esa casa llena de dorados y de mármol. Qué oscura era. ¿Tú has visto nuestra vieja casa de la Ringstrasse?

—¿Sabes —dice de repente— que los buñuelos de ciruela japoneses son mejores que los de Viena? De hecho —retoma tras una pausa—, papá siempre decía que cuando tuviera la edad indicada me iba a proponer para su club. Se reunía los jueves en un sitio cerca de la Ópera; iban todos sus amigos, sus amigos judíos. Qué contento volvía a casa los jueves. El Wiener Club. Yo siempre quise ir con él, pero nunca me llevó. Me marché a París y luego a Nueva York, ¿te das cuenta?, y después vino la guerra.

Eso lo echo de menos. Me lo perdí.

Iggie murió en 1994, poco después de que yo regresara a Inglaterra. Jiro me telefoneó: sólo habían sido tres días en el hospital, lo que significó un alivio. Volví a Tokio para el funeral. Éramos dos docenas: los viejos amigos, la familia de Jiro, la señora Nakano y su hija, bañados en lágrimas.

Viene la cremación, nos reunimos y traen las cenizas y, por turnos, cada uno toma un par de largos palillos negros y pone en una urna los fragmentos de hueso sin quemar.

Vamos al templo donde Iggie y Jiro tienen una parcela. Lo planearon hace veinte años. El cementerio está en una colina detrás del templo; bajos muros de piedra delimitan las parcelas. Hay una lápida gris con los dos nombres ya grabados y un espacio para flores. Cubos de agua y cepillos y grandes carteles de madera con leyendas pintadas. Uno aplaude tres veces y saluda a su familia y se disculpa por el hecho de que hace mucho que no viene a limpiar, a sacar los crisantemos marchitos y a poner en agua otros frescos.

En el templo se coloca la urna en una pequeña tarima con una foto de Iggie delante; la foto de él en el crucero, con traje de cena. El abad canta un sutra, ofrecemos incienso e Iggie recibe su nuevo nombre búdico, su kaimyo, que lo auxiliará en la otra vida.

Luego hablamos de él. Yo intento decir en japonés cuánto significa mi tío abuelo para mí y no lo consigo porque estoy llorando y porque, pese a mi onerosa beca de dos años, cuando lo necesito, mi japonés no alcanza. Así que en vez de eso, en esta sala de un templo budista, en un suburbio de Tokio, recito el Kaddish por Ignace von Ephrussi, que está tan lejos de Viena, por su padre y su madre, y por su hermano y sus hermanas que están en la diáspora.

Después del funeral Jiro me pide que lo ayude a disponer la ropa de Iggie. Abro los armarios de su vestidor y veo las camisas ordenadas por colores. Mientras envuelvo las corbatas, me doy cuenta de que dibujan un mapa de sus vacaciones con Jiro en Londres y en París, en Honolulu y en Nueva York.

Acabada la tarea, mientras bebemos una copa de vino, Jiro saca tinta y pincel, escribe un documento y lo sella. El documento dice, me explica, que cuando se haya ido él seré yo quien deba cuidar los netsuke.

Así que soy el siguiente.

Esta colección consta de doscientos sesenta y cuatro netsuke. Es una colección muy grande de objetos muy pequeños.

Tomo uno y le doy vueltas en la mano: lo sopeso en la palma. Es de madera de castaño u olmo, más liviana aun que el marfil. En los de madera se aprecia mejor la pátina: el espinazo del lobo manchado y los acróbatas abrazados en plena voltereta brillan tenuemente. Los de marfil son de diversos tonos del crema; de hecho, de todos los colores, menos blanco. Unos pocos tienen ojos incrustados de ámbar o de asta. Entre los más antiguos hay algunos ligeramente desgastados: la joroba del fauno que descansa entre hojas ha perdido las marcas. Hay una mínima fisura, una imperceptible línea de falla en la cigarra. ¿A quién se le cayó? ¿Dónde y cuándo?

La mayoría están firmados; constancia de ese momento de posesión entre el acabado y el desprendimiento. Hay un netsuke de madera de un hombre sentado que sujeta una calabaza entre los pies. Está encorvado sobre ella, aferrando con las dos manos el cuchillo con que intenta partirla por la mitad. Es una tarea ardua; los brazos, los hombros y el cuello muestran el esfuerzo que todos los músculos ponen en la hoja. Hay otro de un tonelero trabajando con una azuela en un barril a medio hacer. El hombre está sentado dentro, con el ceño fruncido de concentración, y el barril lo enmarca. Es una talla en marfil sobre la talla de la madera. Las dos piezas tratan del acabado de algo sobre el tema de lo inacabado. «Mirad —dicen—, yo ya terminé y él apenas está empezando».

Uno les da vueltas sintiendo el placer de descubrir dónde fueron puestas las firmas —en la suela de la sandalia, en la punta de una rama, en el tórax de un avispón— así como el juego entre pinceladas. Pienso en los movimientos con que se firma con tinta en Japón, el pincel mojándose en la tinta, el oclusivo primer instante de contacto, el retorno a la piedra de tinta, y me asombra que puedan desarrollarse firmas tan particulares usando las excelentes herramientas metálicas del artesano de netsuke.

En algunos no hay ningún nombre. Otros llevan pegados trocitos de papel con números diminutos escritos con tinta roja.

Hay muchísimas ratas. Quizá porque permiten al creador enlazar las sinuosas colas unas con otras por encima de cubos de agua, peces muertos, túnicas de mendigos, y después plegarlas debajo de las tallas. También hay una buena cantidad de cazadores de ratas, me doy cuenta.

Algunos netsuke son estudios de movimiento rápido, de modo que uno desliza los dedos por una soga que se está desenrollando o por agua derramada. Otros representan mínimos gestos congestionados que intrincan el tacto: una muchacha en una bañera de leño, un vórtice de conchas de almeja. Otros más sorprenden con los dos logros a la vez: un dragón de cuero intrincadamente arrugado se apoya en una simple roca. Los dedos rozan el marfil pasando de una lisura pétrea a la repentina intensidad del dragón.

Son todos asimétricos, pienso complacido. Como mis tazones de té japoneses preferidos, es imposible entender el todo en función de una parte.

De vuelta en Londres, me guardo un netsuke en el bolsillo y lo llevo por allí todo un día. Llevarlo no es exactamente lo que uno hace con un netsuke metido en el bolsillo. Suena en exceso a determinación. Un netsuke es tan ligero que emigra y casi desaparece entre las llaves y las monedas. Uno sencillamente olvida que está allí. Éste representa un níspero muy maduro; está hecho de madera de castaño, en el siglo XVIII, en Edo, la antigua Tokio. En el otoño de Japón a veces se ven nísperos; una rama que, por encima del muro de un templo o de un jardín privado, cuelga sobre máquinas expendedoras es una visión inauditamente agradable. Mi níspero está a punto de pasar de la madurez a la delicuescencia. Las tres hojas de la punta dan la impresión de que basta frotarlas para que caigan. Está un poco desequilibrado: más maduro de un lado que del otro. Debajo hay dos agujeros —uno más grande que el otro— por donde puede pasarse la seda, de modo que el netsuke puede servir de muletilla para un bolso pequeño. Trato de imaginarme a quién perteneció. Fue hecho antes de la década de 1850, cuando Japón se abrió al comercio exterior, y por lo tanto para el gusto del país. Tal vez fuese un encargo de un mercader o de un estudioso. Es una pieza serena, reservada, pero me hace sonreír. Que algo hecho de una materia tan dura provoque tal sensación de suavidad es un retruécano táctil lento y bastante bueno.

Con el níspero en el bolsillo de la chaqueta voy a una reunión en un museo sobre una investigación que se supone que estoy haciendo, luego a mi estudio y por fin a la Biblioteca de Londres. Intermitentemente hago rodar el netsuke entre los dedos.

Comprendo cuánto me intriga cómo ha sobrevivido este encantador objeto duro y terso. Tengo que encontrar un modo de devanar la historia. Poseer este netsuke —haberlos heredado todos— significa que me han hecho responsable de él y de aquellos a quienes perteneció. No veo claros los parámetros de mi responsabilidad; me desconcierta pensarlo.

Lo esencial del viaje lo sé por Iggie. Sé que en la década de 1870 un primo de mi bisabuelo, llamado Charles Ephrussi, compró estos netsuke en París. Sé que se los regaló a mi bisabuelo Viktor von Ephrussi para su boda, en Viena, hacia finales del siglo. Conozco muy bien la historia de Anna, la criada de mi bisabuela. Y sé que los netsuke llegaron a Tokio con Iggie y fueron parte de su vida con Jiro.

París, Viena, Tokio, Londres.

La historia del níspero comienza en donde fue hecho: Edo, la antigua Tokio antes de que en 1859 los Barcos Negros del comodoro americano Matthew Perry abrieran Japón al comercio con el resto del mundo. Pero su primer paradero fue el estudio de Charles Ephrussi, en París, una habitación del Hôtel Ephrussi que daba a la rue Monceau.

He empezado bien. Me alegra, porque con Charles tengo un vínculo directo, oral. A los cinco años, mi abuela Elisabeth conoció a Charles en el chalet Ephrussi de Meggen, a orillas del lago de Lucerna. El «chalet» consistía en seis plantas de piedra rústica coronadas de imponentes torrecillas, una casa de una fealdad estupenda. Lo había hecho construir Jules, hermano mayor de Charles y marido de Fanny, en la década de los ochenta, como lugar de escape de la «horrible opresión de París». Era enorme, lo bastante grande para albergar a todo el «clan Ephrussi» de París y Viena y a diversos primos de Berlín.

El chalet tenía interminables senderos que crujían bajo los pies, con bordes claros a la manera inglesa, pequeños parterres llenos de plantas de cultivo y un jardinero feroz para mandar a los niños a jugar a otra parte; en aquella severidad suiza la gravilla no se descarriaba. El jardín bajaba hasta el lago, donde había un muellecito y un varadero y más ocasiones para la reprimenda. Jules, Charles y su hermano del medio, Ignace, eran ciudadanos rusos y la bandera rusa ondeaba en el techo del varadero. Los veranos en el chalet transcurrían con lentitud interminable. Mi abuela debía ser la heredera de los fabulosamente ricos Jules y Fanny, que no tenían hijos. Ella recordaba una gran pintura que había en el comedor, de unos sauces junto a un arroyo. También recordaba que todos los criados eran hombres, hasta el cocinero, y que la casa la entusiasmaba hasta la locura, mucho más que la de su familia en Viena, donde sólo estaban el mayordomo Josef, el portero que le abría la puerta guiñándole el ojo y los mozos en medio de criadas y cocineras. Al parecer, los hombres eran menos dados a romper la porcelana. Y en aquel chalet sin niños había porcelana sobre todas las superficies, recordaba mi abuela.

Charles era apenas maduro, pero parecía viejo comparado con unos hermanos infinitamente más glamurosos. Elisabeth sólo recordaba su hermosa barba y un reloj sumamente delicado que solía sacar del bolsillo del chaleco. Y que, a la manera de los parientes mayores, le había regalado una moneda de oro.

Pero también recordaba con más claridad, y más animadamente, que Charles se había inclinado a alborotar el pelo de su hermana. Gisela —menor que mi abuela y mucho, mucho más guapa— siempre recibía atenciones por el estilo. Para Charles era su gitanilla, su bohémienne.

Y éste es mi vínculo oral con Charles. Es historia; sin embargo, cuando lo escribo no tengo esa sensación.

Y todo lo que sigue —el número de sirvientes y la anécdota un poco tópica del regalo de una moneda— parece envuelto en una suerte de penumbra melancólica, aunque el detalle de la bandera rusa me gusta mucho. Sé que mi familia era judía, por supuesto, y que eran pasmosamente ricos, pero la verdad es que no quiero meterme en el asunto sepia de la saga, ni escribir un elegíaco relato mittel europeo de pérdida. Y sin duda no quiero hacer de Iggie un viejo tío abuelo encerrado en su estudio, una figura como el Utz de Bruce Chatwin, que me pasa la historia de la familia y me dice: «Ve, ten cuidado».

Creo que esa historia podría escribirse sola. Un puñado de anécdotas lánguidas bien cosidas, una más sobre el Expreso de Oriente, claro, algún vagabundeo por Praga u otro lugar igualmente fotogénico, unos recortes de Google sobre salas de baile de la Belle Époque. Resultaría un libro nostálgico; y tenue.

Y no estoy autorizado a practicar la nostalgia por tanta riqueza y glamour perdidos en un siglo. Y no me interesa lo tenue. Quiero saber qué relación hay entre el objeto de madera que ahora hago rodar entre los dedos —duro, delicado y japonés— y los sitios en donde ha estado. Quiero alcanzar el pomo y girarlo y sentir que la puerta se abre. Quiero entrar en todas las habitaciones donde este objeto haya vivido, sentir el volumen del espacio, saber qué cuadros había en las paredes, cómo caía la luz de las ventanas. Y quiero saber en manos de quiénes estuvo, y qué pensaron de él, si es que pensaron algo. Quiero saber qué ha presenciado.

La melancolía, pienso, es una especie de vaguedad por defecto, una frase evasiva, una asfixiante falta de foco. Y este netsuke es una pequeña, fuerte explosión de exactitud. Con la misma exactitud merece ser retribuido.

Todo esto importa porque mi trabajo es hacer cosas. Para mí, cómo se manipulan, se usan y se pasan los objetos no es una pregunta tibiamente interesante. Es mi pregunta. Tengo muchos, muchos cientos de cerámicas. Soy muy malo para los nombres —balbuceo y me escabullo—, pero para las cerámicas soy muy bueno. Puedo recordar el peso y el equilibrio de un cuenco y cómo funciona la superficie en relación con el volumen. Soy capaz de leer cómo un borde crea tensión o la pierde. Puedo percibir si fue hecho aprisa o con diligencia. Si tiene calidez.

Veo bien cómo funciona con los objetos que tiene cerca. Cómo desplaza cierta parte del mundo que lo rodea.

También recuerdo si un objeto me invitó a tocarlo con toda la mano o sólo con los dedos, o si pedía que uno se apartara. No es que manipular algo sea mejor que no tocarlo. Ciertas cosas están en el mundo para ser miradas a distancia, no manejadas con torpeza. Y, como ceramista, me extraña cuando los que tienen piezas mías hablan de ellas como si estuvieran vivas; no sé si puedo lidiar con esa otra vida de lo que he hecho. Pero, en efecto, es como si algunos objetos retuvieran el latido de su creación.

Ese latido me intriga. Antes de tocarlos o no, hay una brizna de titubeo, un momento extraño. Si decido coger esta tacita con una sola muesca cerca del asa, ¿contará después para mí? Objeto sencillo, esta taza más marfileña que blanca, demasiado pequeña para el café matinal, no del todo equilibrada, podría hacerse parte de mi vida de cosas manipuladas. Podría caer en el territorio del relato personal: el sensual, sinuoso trenzado de cosas y recuerdos. Una cosa favorecida y favorita. O podría dejarla de lado. O dársela a otro.

Todo en los relatos se reduce al paso de los objetos de mano en mano. Te doy esto porque te quiero. O porque a mí me lo dieron. Porque lo compré en un lugar especial. Porque tú lo vas a cuidar. Porque te va a complicar la vida. Porque le dará envidia a otro. En los legados no hay historias fáciles. ¿Qué se recuerda y qué se olvida? Tanto puede haber una cadena de olvido, de borrado de posesiones anteriores, como una lenta acumulación de historias. ¿Qué se me está entregando con estas miniaturas japonesas?

Me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo con este asunto. Puedo seguir convirtiéndolo en anécdotas hasta que me muera —la extraña herencia que me dejó un anciano pariente muy querido— o partir al descubrimiento de qué significa. Una noche, en una cena, me encuentro contando a unos académicos lo que sé de la historia, y suena tan desenvuelta que me repugna un poco. Me oigo entretenerlos y el eco de la historia vuelve en sus reacciones. No sólo se está suavizando; ha adelgazado. Tengo que darle una disposición o desaparecerá.

Las ocupaciones no son excusa. Acabo de cerrar una muestra de mis porcelanas en un museo y, si juego bien mis cartas, puedo posponer un encargo de un coleccionista. He hecho un acuerdo con mi mujer y he despejado la agenda. Debería bastarme con tres o cuatro meses. Tengo tiempo, pues, para ir a Tokio a ver a Jiro y visitar París y Viena.

Como mi abuela y el tío abuelo Iggie han muerto, para empezar también tengo que pedirle ayuda a mi padre. Tiene ochenta años, es la bondad personificada y dice que revisará las cosas de la familia para darme información de base. Al parecer, le encanta que a uno de sus cuatro hijos le interese. Me advierte que no hay mucho. Viene a mi estudio con un pequeño fajo de fotografías, algo más de cuarenta. También trae dos finas carpetas azules con cartas a las que ha pegado notas en su mayoría ilegibles, un árbol genealógico anotado por mi abuela en algún momento de los setenta del siglo pasado, el libro de miembros del Wiener Club de 1935 y, en una bolsa de supermercado, una pila de novelas de Thomas Mann con dedicatorias. Desplegamos todo en la larga mesa de mi estudio, en el piso de arriba, encima de la habitación donde horneo mis piezas. «Bien, ya eres el guardián del archivo de la familia», dice mi padre, y yo miro las pilas y no sé bien si la cosa me hará mucha gracia.

Con cierta desesperación le pregunto si no hay más material. Esa noche vuelve a fijarse en su apartamentito del patio de clérigos retirados donde vive. Me llama diciendo que ha encontrado otro libro de Thomas Mann. Este viaje va a ser más complicado de lo que imaginé.

Aun así, no puedo empezar quejándome. Si bien en sustancia sé muy poco de Charles, el primer coleccionista de netsuke, he averiguado dónde vivía en París. Me guardo un netsuke en el bolsillo y parto.