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TIPOS DE LA CIUDAD DE ANTAÑO

En el vestidor de la madre los niños eligen su miniatura predilecta y juegan con ella sobre la alfombra de color amarillo pálido. A Gisela le encantaba la bailarina japonesa que, sorprendida a mitad de un paso, aprieta el abanico contra el vestido de brocado. Iggie prefería el lobo, una tensa y oscura maraña de miembros con tenues marcas en los flancos, ojos de brillo maléfico y el morro en un gruñido. Y amaba el fardo de leña atado con una soga, y el mendigo que se ha dormido sobre el cuenco y muestra la coronilla calva. También hay un pez reseco, todo escamas y ojos hundidos, con una ratita que hurga dentro como si fuera su casa. Y está el viejo loco, de espalda huesuda y ojos saltones, que con una mano se lleva un pescado a la boca y con la otra sujeta un pulpo. A Elisabeth, en cambio, le gustaban las máscaras y el recuerdo abstracto que quedaba en ellas de los rostros.

Se podrían dividir estas tallas en madera y marfil, u ordenar las catorce ratas en fila, luego los tres tigres, juntar por allá los mendigos y por aquí los niños, las máscaras, las conchas o los frutos.

Se podrían disponer por color, desde el níspero castaño oscuro hasta el reluciente ciervo de marfil. O por tamaño. La primera sería la rata de ojos negros incrustados que se muerde la cola, apenas más grande que el sello magenta emitido para celebrar el sexagésimo aniversario del reinado del emperador.

O puedes mezclarlas para que tu hermana no encuentre la chica de la túnica de brocado. También puedes confinar a la perra con sus cachorros entre todos los tigres, y la pobre tendrá que escaparse (cosa que ha hecho). O encontrar la de la mujer que se lava en una tina de madera, y esa más intrigante aún, que parece un mejillón, hasta que la abres y descubres al hombre y la mujer sin ropa. O asustar a tu hermano con la del niño que la bruja viperina encerró en una campana y rodea con su negro pelo, largo y rastrero.

Y le cuentas a mamá historias sobre las tallas, y ella elige una y te cuenta una historia a ti. Elige el netsuke del niño con la máscara. Tiene un don para los cuentos.

Hay tantos netsuke que nunca llegas a contarlos de veras; nunca sabes si los has visto todos. Y esto es lo que importa de estos juguetes: que en su armario con espejo se expanden más y más. Son un mundo completo, un espacio acabado donde jugar, hasta que llega la hora de guardarlos, cuando mamá ya se ha vestido y elige el abanico y el chal, y luego ella te da el beso de buenas noches y tienes que devolver el netsuke.

Vuelven todos a su sitio, con el samurái que desenvaina su espada al frente como guardián, y la llavecita cierra la puerta de la vitrina. Anna reacomoda la estola de piel alrededor del cuello de Emmy y controla que las mangas caigan bien. La niñera entra a llevar a los niños a su habitación.

Y mientras en este vestidor de Viena los netsuke son juguetes, en otros lugares los toman muy en serio. Hay colecciones por toda Europa. Las primeras, las de los pioneros, se están subastando por sumas importantes en el Hôtel Drouot. El marchante Siegfried Bing, cuya galería Maison de l’Art Nouveau ha hecho de él una fuerza en París, pone netsuke en las mejores manos posibles. Es el experto; escribe los prefacios a los catálogos de venta de las colecciones de los difuntos Philippe Burty (ciento cuarenta netsuke), Edmond de Goncourt (ciento cuarenta) y M. Garie (doscientos).

En 1905 se publica en Leipzig la primera historia alemana de los netsuke, con ilustraciones y consejos sobre cómo cuidarlos y hasta cómo exhibirlos. La mejor estrategia consiste en no exhibirlos, sino en ponerlos bajo llave y sólo sacarlos de vez en cuando. Es cierto que en ese caso, se lamenta el autor, habrá que tener amigos con quienes compartir intereses, amigos capaces de dedicar unas horas al arte. En Europa esto es imposible. De modo que, si uno va a tener los netsuke a la vista, debe hacerse con un mueble de cristal en donde pueda colocarlos en dos filas con un espejo o un terciopelo verde detrás. Sin que nadie en la casa lo sepa, la vitrina del vestidor que mira a la Ringstrasse cumple muchos de los rigores que Herr Albert Brockhaus impone en su libro grueso y magistral. Es aconsejable, escribe:

resguardarlos del polvo, poniéndolos en armarios de cristal con bordes de cristal. El polvo tapa los agujeros, da aspereza al relieve, mata el brillo y priva a la talla de gran parte de su encanto. Reuniendo los netsuke en una repisa con curiosidades y baratijas se corre el riesgo de que domésticas negligentes los rompan, alguien los arrolle o incluso partan a destino desconocido en el bolsillo de una visita amistosa. Una noche uno de mis netsuke hizo un viaje así, sin que la dama que lo transportaba por las calles lo supiera, hasta que al fin se dio cuenta y me lo devolvió.

En ningún sitio los netsuke podrían sentirse más seguros que aquí. En el palacio de Emmy las domésticas negligentes no duran mucho: si una chica derrama unas gotas de leche en la bandeja, el ama le grita. A la que rompe un arlequín del salón la despide. El polvo de los muebles del vestidor lo quitan otras criadas, pero sólo a Anna se le permite abrirles la vitrina a los niños, antes de extender la ropa de noche de la señora.

Los netsuke ya no son parte de la vida de salón; ya participan de un juego de ingenio afilado. Nadie va a comentar la calidad del tallado o la pátina. Han perdido todo vínculo con Japón y también su japonisme: se los ha apartado de la crítica. Se han vuelto auténticos juguetes, bibelots: en la mano de un niño no son tan pequeños. Aquí, en este vestidor, participan de la vida íntima de Emmy. Éste es el espacio donde ella se desviste, con la ayuda de Anna, y se viste para el compromiso siguiente con Viktor, una amiga o un amante. Tiene su propio tipo de umbral.

Cuanto más vive Emmy con los netsuke y ve a sus hijos jugar con ellos, más comprende que son un regalo demasiado íntimo para exhibirlo. Los pocos netsuke —once, para ser preciso— que tiene su mejor amiga, Marianne Gutmann, están en su casa de campo. Se han reído juntas del grupito. Pero cómo explicar tal cantidad de tallas extranjeras, inusuales y algo apabullantes a las damas del Iraelitische Kultusgemeinde, IKG, todas ellas con un lacito negro en el vestido, que se agrupan en comité para ayudar a las muchachas de los shtetls a encontrar trabajos decentes. Imposible.

De nuevo es abril y yo he vuelto al palacio. Por la ventana del cuarto de vestir de Emmy, a través de las ramas desnudas de los tilos, llevo la mirada más allá de la Votivkirche, a lo largo de la Währinger Strasse, y cinco calles después encuentro la casa del 19 de la Berggasse, donde el doctor Freud está ordenando las notas sobre la fallecida tía abuela de Emmy, Anna von Lieben, bajo la designación de «caso de Cecilia M.», una mujer con una «psicosis histérica de negación», severos dolores faciales y lagunas de memoria, que le enviaron «porque nadie sabía qué hacer con ella». Durante cinco años Freud la tuvo a su cuidado, y ella habló tanto que debió persuadirla de que se pusiera a escribir; la mujer fue su Lehrmeisterin, su profesora en el estudio de la histeria.

A espaldas del doctor Freud hay armarios y armarios de antigüedades. Vitrinas de palisandro y caoba y vitrinas Biedermeier con estantes de madera y estantes de cristal, con espejos etruscos y escarabajos egipcios, con retratos de momias y máscaras mortuorias romanas, todo entre guirnaldas de humo de cigarro. En este punto me doy cuenta de que estoy empezando a obsesionarme sin remedio por lo que velozmente se convierte en mi tema especial: las vitrinas fin de siècle. Freud tiene sobre el escritorio un netsuke con forma de shishi, un léon.

Mi capacidad de programar el tiempo se ha estropeado gravemente. Me paso una semana leyendo a Adolf Loos, lo que dice sobre el estilo japonés como «abandono de la simetría» y el achatamiento que obra sobre objetos y personas; los japoneses pintan flores, pero son «flores aplastadas». Descubro que Loos diseñó la exposición secesionista de 1900, que incluía una gran colección de artefactos japoneses. Pienso que Japón es ineludible en Viena.

Después decido que tengo que leer en detalle al polémico Karl Kraus. En una librería de viejo compro un ejemplar de Die Fackel para mirar el particular color de la cubierta. Es roja, como debería serlo toda revista ferozmente satírica que se llame La Antorcha. Pero me temo que en noventa años el rojo se haya deslucido.

Mantengo la esperanza de que los netsuke sean la clave de toda la vida intelectual vienesa. Me preocupa transformarme en un Casaubon y pasarme la vida escribiendo listas y notas. Sé que a la intelligentsia vienesa le gustan los objetos desconcertantes y que mirar intensamente una sola cosa da un placer muy especial. En el momento en que, cada noche, esta vitrina se abre para los niños, Loos se atormenta con el diseño de un salero, Kraus se obsesiona con un anuncio que ha visto en un periódico, o con una frase de un editorial del Die Neue Zeitung, y Freud con un lapsus linguae. Pero no hay modo de ignorar que Emmy no es lectora de Adolf Loos, que se las ingenió para que no le gustaran ni Klimt («un oso con modales de oso») ni Mahler («pura barahúnda») y que no compró absolutamente nada del Wiener Werkstätte («porquerías»). «Nunca nos llevó a una exposición», se lee en las memorias de mi abuela.

Pero sí sé que en 1910 las cosas pequeñas y los fragmentos causan sensación, y Emmy es muy vienesa. ¿Qué opina de los netsuke? No es ella quien los ha coleccionado; tampoco va a agregar más. En el mundo de Emmy hay otras cosas que escoger, otras cosas entre las cuales moverse. En la sala de estar hay bibelots, tazas y platos de Meissen, detalles de plata y malaquita rusas sobre la repisa. Para los Ephrussi esto es material de aficionados, ruido de fondo para seguir con los putti aleteando sobre la cabeza como perdices rechonchas; no como la tía Beatrice Ephrussi-Rothschild, que para su villa de Cap Ferrat encargó relojes de Fabergé.

Sin embargo, Emmy adora los cuentos, y los netsuke son breves, rápidos cuentos de marfil. Tiene treinta años: hace apenas veinte todavía estaba en una habitación infantil, poco más abajo por la Ringstrasse, donde la madre le leía cuentos que inventaba ella misma. Hoy lee la parte inferior del Die Neue Freie Presse, el folletín diario.

Por encima de la raya divisoria está la información: noticias de Budapest, el último pronunciamiento del alcalde, el doctor Karl Lueger, el Herrgott von Wien, señor Dios de Viena. Debajo viene el folletín. Cada día hay un ensayo de frase cautivante y sonora. Puede ser sobre una ópera o una opereta, o sobre un edificio en particular que está a punto de ser demolido. Puede ser un arcón de recuerdos sobre personajes típicos de la Viena de antaño. Frau Sopherl, la vendedora de fruta del Nachsmarkt; Herr Adabei, el chismoso, comparsa de una ciudad Potemkin. Allí está todos los días, suave y narcisista, enlazando una oración en filigrana con otra, con adjetivos dulces como pasteles de Demel. Herzl, que había empezado escribiendo ese género, dijo que el folletinista se había «enamorado de su propio espíritu», y por eso había perdido «cualquier patrón para juzgarse o juzgar a los otros». Y uno ve cómo sucede. Qué perfectos son: los riffs de humor, la mirada somera sobre Viena, el atisbo. En palabras de Walter Benjamin, «modos de inyectar experiencia —por vía intravenosa, por así decir— con el veneno de la sensación… El folletinista hace de esto un relato. Vuelve la ciudad extraña a sus habitantes». En Viena, el folletinista devuelve la ciudad a sí misma como perfecta ficción sensacionalista.

Pienso en los netsuke como parte de esa Viena. Muchos son en sí mismos folletines japoneses. Pintan el tipo de personajes que aparecen en los lamentos líricos de los viajeros occidentales por Japón. Sobre ellos escribe Lafcadio Hearn, un periodista grecoamericano, en Glimpses of Unfamiliar Japan, Gleanings in the Buddha-Fields y Shadowings [en la versión española, El Japón fantasmal], libros en que cada breve vislumbre o pesquisa ensayística es una evocación poética: «Ya se oyen las voces de los primeros vendedores ambulantes. “Daikoyai! Kabuya-kabu!”, gritan los que ofrecen daikon y otras verduras extrañas. “Moyaya-moya!”, suena el llamado quejumbroso de las mujeres que venden astillas para encender los fuegos de carbón».

En la vitrina del vestidor de Emmy está el tonelero enmarcado por la curva del barril a medio hacer; los luchadores callejeros tambaleándose en un abrazo oscuro de madera de castaño; el viejo monje borracho con la ropa torcida; la sirvienta que limpia el suelo; el cazador de ratas con la cesta abierta. Cuando uno los tiene en la mano, los netsuke son figuras típicas de la antigua Edo, así como son tipos de la Ciudad de antaño los que día a día entran en la escena vienesa bajo la línea reglada del Die Neue Freie Presse.

Quietos en los estantes de terciopelo verde del vestidor de Emmy, esos folletines cotidianos hacen lo que le gusta hacer a Viena: contar historias de sí mismos.

Y, por díscola que esta hermosa mujer sea en el absurdo palacio rosa, puede volverse hacia la ventana, echar un vistazo a la Schottengasse e inventar para sus hijos un cuento sobre el viejo cochero del simón desvencijado, la florista o el estudiante. Los netsuke ya son parte de una infancia, del orden del mundo de los niños. Para ellos el mundo consiste en cosas que pueden tocar y cosas que no. Hay cosas que pueden tocar a veces y cosas que pueden tocar todos los días. Hay cosas que son de ellos para siempre y cosas que son de ellos pero que con el tiempo pasarán a una hermana o a un hermano.

No se les permite entrar en la habitación donde los sirvientes lustran la plata, ni en el comedor cuando va a haber una cena. No deben tocar el vaso con agarradera de plata del que su padre bebe té negro à la russe; ese vaso fue del abuelo. Montones de cosas del palacio fueron del abuelo, pero ésta es muy especial. Cuando a papá le llegan libros de Fráncfort, Londres o París, envueltos en papel marrón y atados con cordel, se los dejan sobre la mesa de la biblioteca. Los niños tienen prohibido tocar el afilado cortapapeles de plata que también está allí. Después les darán los sellos para su álbum.

En este mundo hay cosas que los niños oyen pero que vibran con una frecuencia ajena al oído adulto. Sentados en almidonada inmovilidad durante las visitas de las tías abuelas, los niños oyen cada tictac del reloj verde y dorado del salón (dentro del cual hay sirenas). Oyen piafar a los caballos de tiro en el patio, anuncio de que al fin van a llevarlos al parque. Y está el repique de la lluvia en el techo de cristal del patio, que indica que hoy no irán.

En el paisaje de los niños hay ciertas cosas que huelen: el cigarro del padre en la biblioteca, la madre, los schnitzel transportados a la habitación infantil en bandejas tapadas. Está el olor de los tapices del comedor, esas telas que pican cuando ellos se deslizan detrás para esconderse. Y el del chocolate caliente después de patinar. A veces se lo prepara Emmy. El chocolate viene en una fuente de porcelana y a ellos los dejan partirlo en trozos del tamaño de una corona; luego Emmy lo calienta sobre una llama púrpura, en un cazo de plata, y cuando se ha fundido le echa leche tibia y azúcar y lo remueve.

Hay cosas que ven con total claridad; la claridad de un objeto visto a través de una lente. También hay cosas que ven como en la bruma: los pasillos en donde se internan, pasillos que no se acaban nunca, un relámpago dorado de pintura tras otro, una mesa de mármol tras otra. Si uno da la vuelta entera al corredor del patio pasa frente a dieciocho puertas.

Los netsuke se han mudado de un mundo parisino de Gustave Moreau al mundo vienés de un libro infantil de Dulac. Alzan una trama de ecos propios; entran en los cuentos de la mañana de los domingos; son parte de Las mil y una noches, de los viajes de Simbad el marino y de las Rubayat de Omar Jayam. Están encerrados en su vitrina, detrás de la puerta del vestidor, que está al final del pasillo, subiendo por la larga escalera del patio, que a su vez está detrás de la doble puerta de roble con el portero de guardia, que está en ese palacio como un castillo de hadas de una calle sacada de Las mil y una noches.