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UN «LIT DE PARADE[3]»

En la prehistoria de mis netsuke ésta es la primera edad de las colecciones de Charles. Puede que de niño hubiera cogido castañas de los árboles del paseo de Odesa o reunido monedas en Viena, pero por lo que yo sé empezó en este punto. Las cosas con que empieza y que lleva a su apartamento del 81 de la rue de Monceau son pruebas de avidez. Avidez, codicia o entusiasmo desatado: sin duda compra mucho.

Tiene por delante un año lejos de la familia, un año disponible para un convencional Wanderjahr, un Grand Tour por el canon del arte renacentista. El viaje hace de Charles un coleccionista. O acaso, pienso, le permite coleccionar, transformar la mirada en posesión y la posesión en conocimiento.

Charles compra dibujos y medallones, esmaltes renacentistas y tapices del siglo XVI hechos a imitación de cartones de Rafael. Compra un muchacho de mármol trabajado a la manera de Donatello. Compra una hermosa escultura de fayenza: un joven fauno de Lucca della Robbia, una criatura ambigua, vulnerable, que se está volviendo para mirarnos, esmaltada en un profundo azul Madonna y amarillos de yema. De vuelta en su apartamento del segundo piso lo enmarca en una hornacina de su habitación entre colgaduras de encajes italianos del XVI, gruesos encajes textiles. Será una suerte de altar satírico, con el fauno en lugar de un santo mártir.

En la biblioteca del Victoria and Albert Museum hay una ilustración de ese altar en un elefantiásico infolio en tres vastos volúmenes. Lo pido y, cuando lo traen a la sala de lectura en un carrito de hospital, menudean las bromas. Este Musée Graphique contiene grabados de las principales colecciones de arte del Renacimiento europeo, sobre todo las de sir Richard Wallace (el de la Wallace Collection de Londres), de diversos Rothschild… y de Charles, un joven de veintitrés años. Los infolios son una publicación presuntuosa, hecha por coleccionistas para impresionar a otros coleccionistas. Tres páginas después del suntuoso nicho para el fauno —un borgoña profundo con hilos de oro alzados, paneles de santos, escudos de armas— se revela otra parte de la colección.

Me hace soltar una carcajada: una gran cama renacentista, un lit de parade también con colgaduras de encaje. Un alto dosel con putti enlazados en intrincados patrones, cabezas grotescas, emblemas heráldicos, flores y frutos. Abiertas y sujetas con cuerdas muy tachonadas hay dos gruesas cortinas, cada una con una E sobre fondo dorado. En la cabecera misma hay otra E. Es una especie de cama ducal; casi la cama de un príncipe heredero. Es del orden de la fantasía: una cama desde la cual gobernar una ciudad Estado, conceder audiencias; una cama para escribir sonetos o, por cierto, para hacer el amor. ¿Qué clase de joven compraría una cama así?

Apunto la larga lista de nuevas posesiones e intento imaginarme con veintitrés años y estas cajas de tesoros subidas al segundo piso por la escalera de caracol y abiertas entre un vuelo de virutas y astillas. Me imagino colocándolas en mi suite de habitaciones, probando la disposición respecto al torrente de sol matutino que entra desde la calle. Cuando los visitantes pasen al salón, ¿deberían ver una pared de dibujos o un tapiz? ¿Deberían vislumbrar mi lit de parade? Me veo mostrando los esmaltes a mis padres y a mis hermanos, presumiendo ante la familia. Y súbita y embarazosamente regreso a los dieciséis, y me veo arrastrando la cama al pasillo para dormir en el suelo, y poniendo una alfombra sobre el colchón para hacerme un dosel; y paso los fines de semana volviendo a colgar mis dibujos y reordenando los libros, probando qué se siente al cambiar el espacio propio. Parece notablemente posible.

Por supuesto que es un montaje, un arreglo. Todos los objetos que coleccionaba Charles necesitaban un ojo experto; son todas cosas que hablan de conocimientos, historia, linaje y del propio coleccionismo. Revisen ustedes la lista de tesoros —tapices tejidos según bocetos de Rafael, esculturas al modo de Donatello— y sentirán que Charles ha empezado a asimilar cómo se despliega el arte a través de la historia. Al regresar a París dona al Louvre un raro medallón del siglo XV que representa a Hipólito desgarrado por caballos salvajes. Me parece que empiezo a oír al joven historiador del arte disertando para las visitas. Se percibe el cuaderno de notas, no sólo el dinero.

Pero también empiezo a sentir el placer que le da el material: el peso sorprendente del damasco, el golpe de frío de los esmaltes, la pátina de los bronces, la gravedad del hilo arrollado de los encajes.

La primera colección es totalmente convencional. Muchos de los amigos de sus padres habrán tenido en sus casas objetos similares, o los habrán reunido en arreglos formales de suntuosidad decorativa, tal como en su habitación parisina Charles creó una mise en scène en borgoña y dorado. Se trata de una versión reducida de lo que sucedía en otras casas judías. Algo enfáticamente para un joven, Charles está alardeando de lo adulto que es. Y se prepara para la vida pública.

Si uno quería ver montajes a escala podía ir a casa de cualquiera de los Rothschild de París o, ciertamente, al nuevo palacio de James de Rothschild en Ferrières, muy cerca de la ciudad. Allí se celebraba la obra de los mercaderes y banqueros del Renacimiento italiano: recordemos que el gran patrocinio viene de un uso astuto del dinero y no es hereditario. En vez de un Gran Vestíbulo galante y cristiano, Ferrières tenía una piazza central interior con cuatro umbrales que llevaban a diferentes partes de la casa. Bajo un techo de Tiepolo había una galería de tapices de los Triunfos, figuras esculpidas en mármol blanco y negro, así como pinturas de Velázquez, Rubens, Guido Reni y Rembrandt. Sobre todo había un montón de oro: en los muebles, en los marcos de los cuadros, en las molduras, en los tapices, e incrustados por doquier había símbolos dorados de los Rothschild. Le goût Rothschild era la versión taquigráfica de la artesanía del dorado, de los judíos y su oro.

La sensibilidad de Charles no tiene la amplitud de la de Ferrières. Tampoco su espacio, claro: él cuenta apenas con dos salones y su habitación. Pero Charles no sólo tiene un lugar en donde disponer sus nuevas posesiones y sus libros, sino conciencia de sí como joven coleccionista docto. Está en la extraordinaria posición de ser a la vez ridículamente rico y muy resuelto.

Y a mí ninguna de las dos cosas me provoca afecto. De hecho, la cama me repugna un poco: no estoy seguro de cuánto tiempo podría aguantar frente a este joven de tan buen ojo para el arte y la decoración de interiores, netsuke o no de por medio. Connoisseur, suena la alarma. Y: «se cree que sabe cantidad, ya de tan joven».

Y, desde luego: «demasiado rico, demasiado, para que le haga bien».

Me doy cuenta de que debo entender cómo miraba él las cosas, y para esto debo leer sus escritos. En el terreno académico estoy a salvo: haré una bibliografía completa y la recorreré en orden cronológico. Empiezo por leer viejos volúmenes de la Gazette des Beaux-Arts de la época en que Charles se establece en París, y anoto los primeros comentarios, algo secos, que publicó sobre pintores manieristas, sobre bronces y sobre Holbein. Me siento centrado, si bien sumiso. Hay un pintor veneciano favorito de Charles, Jacopo de Barbari, que era afecto a san Sebastián, la batalla de los Tritones y los desnudos retorciéndose en ataduras. No sé bien cómo calificará su gusto para los temas eróticos. Me acuerdo de Laocoonte y me entra cierta ansiedad.

El comienzo es pobre. Hay artículos sobre exposiciones, libros, ensayos y notas sobre publicaciones: el esperable detrito de historia del arte en los márgenes de la erudición de otros («notas con respecto a la autenticación de», «respuestas al catálogo razonado de»). Son textos que se parecen un poco a sus colecciones italianas y pienso que estoy haciendo escasos avances. Pero según pasan las semanas empiezo a sentirme más suelto en compañía de Charles: el primer coleccionista de netsuke escribe cada vez más fluidamente. Asoman inesperados registros de sentimiento. Tres semanas de mi preciosa primavera se esfuman y luego otra quincena, loco gasto de días hilándose en la penumbra frente a las revistas.

Charles aprende a pasar tiempo con una pintura. Ha estado allí mirando, intuye uno, y luego ha vuelto para mirar una vez más. En algunos ensayos sobre exposiciones uno siente esa mano en el hombro, el vuélvete y mira de nuevo, acércate más, toma distancia. Siente la confianza creciente, y la pasión, y por fin un filo acerado en la escritura, un disgusto por las opiniones establecidas. Charles modera el sentimiento en el juicio, pero escribe de modo que uno es consciente de los dos. Esto no es frecuente en la crítica de arte, pienso, mientras las semanas se me escapan en la biblioteca y a mi alrededor crece la pila de Gazettes, torre de nuevas preguntas, cada volumen una matriz de marcas y notas adhesivas amarillas y papelitos de atención.

Me duelen los ojos. La letra es del cuerpo ocho, y para las notas aún menor. Al menos voy recuperando el francés. Empiezo a pensar que puedo trabajar con este hombre. No se pasa la mayor parte del tiempo alardeando. Quiere que veamos más claramente lo que tiene ante sí. Me parece muy honorable.