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LAS LÁGRIMAS DE LAS COSAS

Viktor vivía en Tunbridge Wells, con mis abuelos, mi padre y mis tíos, en una casa suburbana alquilada que se llamaba St. David. Un sendero de ladrillo en espiga llevaba desde un portón de madera entre dos setos de ligustro hasta el porche. La construcción era robusta, con gabletes. Había macizos de rosas y un huerto de verduras. Era una casa corriente de un pueblo corriente de Kent, segura y formal, cincuenta kilómetros al sur de Londres.

Los domingos iban a la misa matinal de la iglesia de King Charles the Martyr. Los chicos, de ocho, diez y catorce años, iban a escuelas donde, por estricta indicación del director, nadie se burlaba de su acento extranjero. Coleccionaban esquirlas de bombas y botones de soldados y hacían complejos barcos y castillos de cartón. Los fines de semana daban caminatas por los bosques de hayas.

Elisabeth, que nunca había cocinado, aprendió a preparar comidas. Su ex cocinera vivía ahora en Inglaterra y le enviaba largas cartas con recetas y meticulosas instrucciones para el Salzburger Nockerln y el schnitzel —el típico escalope vienés—: «la honorable señora inclina suavemente la sartén».

Para fortalecer la economía doméstica daba clases de apoyo de latín a chicos del vecindario; el dinero para comprarles bicicletas a sus hijos, ocho libras cada una, lo ganó haciendo traducciones. Cuando intentó volver a escribir poemas se dio cuenta de que no podía. En 1940 escribió un ensayo sobre Sócrates y el nazismo —tres páginas furiosas— y se lo envió a Estados Unidos a su amigo, el filósofo Eric Voegelin. Seguía correspondiéndose con la dispersa familia. Gisela, Alfredo y sus niños estaban en México. Rudolf, todavía en una pequeña ciudad de Arkansas: desde allí le manda un recorte de The Paragould Soliphone sobre «Rudolf Ephrussi, que en su tierra natal habría sido barón de Ephrussi, un joven alto y guapo que sonsaca a su saxo las melodías más recientes». Pips y Olga estaban en Suiza. La tía Gerty había escapado de Checoslovaquia y vivía en Londres, pero Elisabeth no tenía aún noticias de tía Eva y tío Jenö, vistos por última vez en Kövecses.

Mi abuelo Henk iba a Londres en el tren de las ocho y dieciocho y cooperaba en averiguar dónde estaba y dónde habría debido estar la flota mercantil holandesa.

Y Viktor se sentaba en una silla cerca de la cocina económica, única zona cálida de la casa. Seguía diariamente las noticias de la guerra en el Times y los jueves compraba la Kentish Gazette. Leía a Ovidio, en especial Tristes, los poemas del exilio. Leía cubriéndose la cara con una mano para que los chicos no viesen lo que le hacía el poeta. En todo el día sólo dejaba de leer para andar un rato por Blatchingdon Road y echar una siesta. De vez en cuando caminaba hasta el centro del pueblo, donde el señor Pratley, dueño de la librería de viejo Hall’s, era particularmente amable con el anciano que recorría con las manos los estantes de Galsworthy, Sinclair Lewis y H. G. Wells.

A veces, cuando los nietos volvían del colegio, les contaba la historia de Eneas y su regreso a Cartago. En los muros de la ciudad hay escenas de Troya. Y es entonces, enfrentado con la imagen de lo que ha perdido, cuando Eneas por fin llora. «Sunt lacrimae rerum», dice. «Hay lágrimas en las cosas», lee Viktor en la mesa de la cocina, mientras los chicos tratan de terminar los ejercicios de álgebra, escribir una redacción sobre «Un día en la vida de un lápiz», comentar «La disolución de los monasterios: ¿triunfo o tragedia?».

Viktor echaba de menos las cerillas chatas que conseguía en Viena y que le cabían en el bolsillo del chaleco. Echa de menos sus puritos. Bebía el té negro en vaso, como los rusos. Le ponía montones de azúcar. Una vez le echó la ración familiar de una semana y empezó a removerlo con todos alrededor boquiabiertos.

En febrero de 1944, para deleite general, Iggie aparece en Tunbridge Wells con el Mando del 7.º Cuerpo, vestido con el uniforme americano de oficial de inteligencia. Toda una niñez de alternar entre el inglés, el francés y el alemán ha hecho de él un elemento valioso. Ambos hermanos han adoptado la ciudadanía estadounidense para alistarse en el ejército: Rudolf en Virginia, en julio de 1941, e Iggie en California, en enero de 1942, un mes después de Pearl Harbor.

Iggie durante la campaña de Normandía, 1944.

La siguiente noticia de Iggie les llega por medio de una fotografía en la primera página de The Times del 27 de junio de 1944, tres semanas después del desembarco aliado en Normandía. Muestra la rendición de un almirante y un general alemanes en Cherburgo. Están en sobretodos empapados frente al capitán I. L. Ephrussi, de calvicie incipiente, y al general de División americano J. Lawton Collins. Hay un escritorio ordenado y mapas de Normandía prendidos de las paredes con alfileres. Y todos se inclinan un poco hacia delante para oír cómo interpreta Iggie los términos del general Collins.

Viktor murió el 12 de marzo de 1945, un mes antes de que los rusos liberasen Viena, dos antes de la rendición incondicional del alto mando alemán. Tenía ochenta y cuatro años. «Nacido en Odesa, fallecido en Tunbridge Wells», se lee en el certificado de defunción. Vivió en Viena, añado yo mentalmente, el centro de Europa. La tumba de Viktor, en Charing, está muy lejos de la de su madre, en Vichy. Y muy lejos de las del padre y el abuelo, en el mausoleo vienés de columnas dóricas, construido para albergar al clan dinástico Ephrussi por siempre en su nueva patria imperial austrohúngara. Más lejos todavía está de Kövecses.

Poco después del fin de la guerra, Elisabeth recibió una larga carta del tío Tibor, mecanografiada en alemán. Había sido enviada en octubre desde la casa de Pips en Suiza. El papel era casi transparente y contenía noticias espantosas.

No querría seguir repitiéndome, pero una vez más tengo que escribir sobre Jenö y Eva. Horroriza pensar en la aflicción en que murieron. Jenö ya tenía el certificado en mano cuando lo deportaron de Komarom al Reich, porque le habían permitido volver a su casa. No quiso dejar a Eva porque aún creía que iban a permitirles estar juntos, pero en la frontera alemana los separaron sin más y les quitaron las mejores ropas que llevaban. Los dos murieron en enero.

A Eva, que era judía, la habían deportado al campo de concentración de Theresienstadt, donde falleció de tifus; y a Jëno, como gentil, lo enviaron a un campo de trabajo. Murió de agotamiento.

Luego Tibor cuenta noticias de los vecinos de Kövecses y enumera amigos de la familia y primos de los que no sé nada. Samu, Herr Siebert, toda la familia de Erwin Strasser, la viuda de János Thuróczy, «un segundo hijo del que aún no se sabe nada», deportado tal vez durante la guerra o desaparecido en los campos. Escribe sobre la devastación que lo rodea, los pueblos incendiados, la hambruna, la inflación. No hay ni un ciervo en el campo. Tavarnok, la finca de al lado de Kövecses, «está vacía y se ha quemado. Todos se han ido; en Tapolcány no queda más que la anciana. Yo sólo tengo lo que llevo encima».

Tibor había estado en el palacio Ephrussi: «En Viena sólo se han salvado unas cosas […]. El cuadro de Anna Herz (Makart) todavía está; hay un retrato de Emmy (Angeli) y el de la madre de Tascha (creo que de Angeli también), algunos muebles, jarrones, etcétera. Casi todos los libros de tu padre y los míos han desaparecido, encontramos unos pocos, algunos con dedicatoria de Wassermann». Algún que otro retrato de familia, libros dedicados, algunos muebles. Ni una palabra de quién se encuentra allí.

En diciembre de 1945 Elisabeth decide que debe ir a Viena a ver qué y quién queda. Y a rescatar el retrato de su madre y llevarlo a casa.

Escribió una novela sobre aquel viaje. Nunca se publicó. Y cuando evalúo el original escrito a máquina, doscientas sesenta y una meticulosas páginas corregidas con tippex, pienso que es impublicable. Es de tal crudeza emotiva que la lectura se hace incómoda. Ella aparece ficticiamente como Kuno Adler, un profesor judío que regresa a Viena de Estados Unidos, adonde se exilió cuando el Anschluss.

Es un libro sobre encuentros. Así describe la reacción visceral del protagonista en el tren, frente a un oficial de frontera que le pide el pasaporte:

Fue la voz, el tono, lo que tocó un nervio en la garganta de Kuno Adler; no debajo de la garganta, ahí donde el aire y el alimento se hunden en las profundidades del cuerpo, un nervio inconsciente, ingobernable, probablemente en el plexo solar. Fue la calidad de aquel acento, de aquella voz suave y ruda a la vez, aduladora y levemente vulgar, delicada al oído como ciertas piedras lo son al tacto —como el jabón de sastre, con su grano tosco y su superficie esponjosa, un poco aceitosa—: una voz austríaca. «Control de pasaportes austríaco».

El profesor llega desde el exilio a la estación bombardeada y vaga intentando acomodarse a la sordidez, a la rapacidad de los pobres habitantes y a los hitos en ruinas. La Ópera, la Bolsa, la Academia de Bellas Artes: todas están destruidas. San Esteban es una cáscara quemada.

El profesor se detiene ante la puerta del palacio Ephrussi:

Finalmente estaba allí, en el Anillo: con el macizo volumen del Museo de Historia Natural a la derecha, la rampa del edificio del Parlamento a la izquierda, más allá la torre del Ayuntamiento y enfrente las rejas del Volksgarten y la Burgplatz. Allí estaba él, y allí estaba todo; aunque de los árboles que una vez habían bordeado los senderos sólo quedaran en pie unos pocos troncos desnudos. Todo el resto seguía estando. Y de pronto la dislocación temporal que lo venía mareando con ilusiones y desengaños entró en foco con un chasquido y él se volvió real, y con él se hizo real todo, factual, indiscutible. Allí estaba. Lo único que faltaba eran los árboles, y este signo de destrucción comparativamente trivial, para el que no estaba preparado, le causó una pena desmesurada. Se apresuró a cruzar la calle, entró en el parque, se sentó en un banco de una avenida desierta y lloró.

Elisabeth se había pasado la infancia mirando el dosel de copas de tilo que había frente a la casa. En mayo el perfume de las flores colmaba su habitación.

El 8 de diciembre de 1945, seis años y medio después de haber estado por última vez, Elisabeth entra en su viejo hogar. Las enormes puertas cuelgan torcidamente de los goznes. En la casa se han instalado las autoridades de ocupación estadounidenses: el Alto Mando y el Consejo Legal de la Subsección de Control de Propiedad. Hay motos y jeeps aparcados en el patio. La mayoría de los paneles del techo de cristal están rotos: en el edificio de al lado cayó una bomba que destrozó parte de la fachada y arrancó las cariátides del palacio, detrás de las cuales Elisabeth y sus hermanos se escondían cuando eran chicos. El suelo está encharcado. Apolo sigue allí con su lira, sobre el plinto de siempre, detenido en una pausa.

Elisabeth sube los treinta y tres escalones, la escalera de la familia, hasta el apartamento, donde golpea; la recibe un encantador teniente de Virginia.

El piso es ahora una serie de oficinas; en cada habitación hay escritorios, archivadores y estenógrafas. Listas y memorandos llenan las paredes. Sobre la repisa de la chimenea del salón cuelga un amplio mapa de la Viena ocupada, con las zonas aliada, rusa y estadounidense marcadas en colores diferentes. Bajo un palio de humo de cigarrillos suenan conversaciones y un tableteo de máquinas de escribir. La pasean por los despachos con interés, simpatía y una cierta incredulidad de que eso, todo eso, haya sido la casa de una familia. La administración americana se ha limitado a depositarse sobre la última administración nazi.

En las paredes aún quedan algunos cuadros: la Junge Frau en su grueso marco dorado, unos estudios de paisajes austríacos en la bruma y retratos de Emmy, de una abuela y de una tía abuela. Los muebles más pesados siguen en sus sitios: la mesa del comedor con sus sillas, un secreter, armarios, camas, los anchos sofás. Unos pocos jarrones. Parecen supervivientes azarosos. En la biblioteca, Elisabeth encuentra el escritorio de su padre. Hay algunas alfombras. Pero aun así es una casa vacía. Más exactamente, es una casa vaciada.

El trastero está vacío. Las repisas están vacías. El armario de la platería está vacío y también la caja de seguridad. No hay piano. No hay vitrina italiana. Ni mesillas incrustadas de mosaicos. Han desaparecido los globos terráqueos, los relojes y los sillones franceses. El vestidor de su madre está cubierto de polvo. Han puesto allí un archivador.

No hay escritorio ni espejo, aunque sí una vitrina lacada que también está vacía.

El amable teniente quiere colaborar y se vuelve locuaz cuando se entera de que Elisabeth estudió en Nueva York. «Tómese su tiempo —dice—, mire tranquila, vea qué encuentra. No sé bien en qué puedo ayudarla». Hace mucho frío; le ofrece un cigarrillo y menciona que hay una señora mayor que sigue viviendo en la casa —agita la mano— y que tal vez sepa algo más. Envía a un cabo a buscarla.

Se llama Anna.