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HASTA EPHRUSSI SE QUEDÓ PRENDADO
Es julio y estoy en mi estudio del sur de Londres. Se encuentra al fondo de un camino entre un local de apuestas y una tienda caribeña de comida para llevar, hecho bocadillo entre talleres mecánicos. La zona es ruidosa pero el espacio, espléndido, con un taller largo y ventilado para mis tornos y mis hornos y, subiendo unos empinados escalones blancos, con una habitación para los libros. Aquí despliego algunas obras terminadas, en este momento, grupos de cilindros de porcelana puestos en cajas forradas de plomo, y aquí apilo mis notas sobre los comienzos del impresionismo y sigo escribiendo sobre el primer coleccionista de mis netsuke.
Es un espacio calmo; libros y cacharros son buena compañía. Y aquí es donde traigo a los clientes que quieren encargarme algo. Me resulta muy extraño estar leyendo tanto sobre el mecenazgo de Charles y su amistad con Renoir y Degas. No es sólo el vertiginoso descenso de encargar la obra a ser el encargado. O, por cierto, de tener cuadros a escribir sobre ellos. Es que, con tantos años trabajando como ceramista, sé muy bien que recibir un encargo es un asunto peliagudo. Uno agradece, claro, pero una cosa es la gratitud y otra el sentimiento de deuda. La cuestión es interesante para cualquier artista: ¿cuánto tiempo debe uno sentirse agradecido con alguien que le compró una obra? En el caso de Charles habrá sido un asunto particularmente complejo, dada su juventud —treinta y un años en 1881— y la edad de algunos de los artistas: cuando pintó el manojo de espárragos, Manet tenía cuarenta y ocho. Y tiene que ser muy delicado, pienso mientras miro la reproducción de un pissarro que tenía Charles, si uno profesa el credo artístico de la libertad de expresión, la espontaneidad y la falta de compromiso.
Como a Renoir le faltaba dinero, Charles persuadió a una tía suya de que posara para él. Luego el pintor empezó a trabajar con Louise; la negociación con los amantes duró un largo verano. En una carta desde el Chalet Ephrussi, donde Charles se encontraba por entonces, Fanny detalla los extremos a los que llegó para asegurarse de que la operación saliera bien. Producir esas dos pinturas fue muy laborioso. La primera es de Irene, la hija mayor de Louise, con un pelo rubio rojizo como el de la madre, que le cae sobre los hombros. La segunda, un retrato intragablemente edulcorado de Alice y Elisabeth, las dos niñas menores. Las dos tienen también el pelo de la madre. Están de pie delante de una cortina de color borgoña oscuro, abierta para revelar detrás un salón, tomadas de la mano como para tranquilizarse, todo un confite de cintas y volantes azules y rosas. Ambos retratos fueron exhibidos en el salón de 1881. No podría decir cuánto le gustaban a Louise. Después de tanto trabajo se tomó un tiempo chocante para pagar el modesto precio de mil quinientos francos. Yo mismo me siento igualmente incómodo cuando encuentro una nota de Degas recordándole a Charles que hay una cuenta pendiente.
Todos estos encargos de Charles a Renoir despertaron la desconfianza de otros pintores. Degas fue especialmente severo: «Monsieur Renoir, no tiene usted integridad. Es inaceptable que pinte por encargo. Colijo que ahora trabaja para banqueros, que hace la ronda con monsieur Charles Ephrussi; ¡dentro de poco estará exhibiendo en el Mirlitons con monsieur Bouguereau!». La ansiedad se exacerbó cuando Charles empezó a comprar pinturas de otros artistas; al parecer, ese mecenas se había lanzado a la búsqueda de nuevas sensaciones. Y fue en este punto cuando la condición judía de Charles lo volvió sospechoso.
Había comprado dos cuadros de Gustave Moreau. De Goncourt había descrito la obra de Moreau como «acuarelas de un orfebre poeta, como bañadas en los brillos y pátinas de los tesoros de Las mil y una noches». Eran pinturas exuberantes, altamente simbólicas y parnasianas de Salomé, Hércules, Safo o Prometeo. Los personajes de Moreau no están vestidos más que con velos de gasa. Los paisajes, clásicos, abundan en templos en ruinas y hay una codificación exacta de los detalles. Estaban muy, muy lejos del prado batido por el viento, los témpanos en la corriente o la costurera inclinada sobre su trabajo.
En su escandalosa novela À rebours [A contracorriente], Huysmans describiría cómo era vivir con una pintura de Moreau. O, para ser más preciso, en la atmósfera creada por un moreau. El héroe de la novela, Des Esseintes, inspirado sin reparos en el decadente conde Robert de Montesquiou, es un hombre que se consagra a alcanzar una existencia totalmente estetizada; afina los detalles de su casa de modo que cada experiencia sensorial lo envuelva por completo. El apogeo es una tortuga con el caparazón incrustado de piedras preciosas, de modo que su lento paso por la habitación avive el dibujo de una alfombra persa. La imagen impresionó a Oscar Wilde, que en su diario de París anotó en francés que un amigo de Ephrussi tenía una tortuga incrustada de esmeraldas. «Yo también necesito esmeraldas, miniaturas vivientes…». Aquello era notablemente mejor que abrir la puerta de una vitrina.
En la amortiguada existencia de Des Esseintes hay un artista que lo arrebata «más que ningún otro en incesantes transportes de placer»: Gustave Moreau. «Había comprado sus dos obras maestras y noche a noche se ensoñaba frente a una, un retrato de Salomé». Esas pinturas intensamente cargadas lo absorben tanto que se funde con ellas.
No es muy diferente de lo que sentía Charles por esas grandes obras. Le escribió a Moreau que su trabajo «tenía las tonalidades de un sueño ideal»; siendo un sueño ideal aquel en el que uno, sujeto en estado de ilusión ingrávida, pierde los límites de su identidad.
Y Renoir se puso furioso. «Ah, pensar que se pueda tomar en serio a Gustave Moreau, un pintor que nunca ha aprendido a pintar bien un pie… Un par de cosas sabía. Fue muy inteligente de su parte atraer a los judíos, la ocurrencia de pintar con dorados… Hasta Ephrussi se quedó prendado, ¡y yo que le atribuía cierto juicio! ¡Hace unos días fui a visitarlo y me encontré cara a cara con un moreau!».
Me imagino a Renoir entrando en el vestíbulo de mármol, subiendo la escalera sinuosa, dejando atrás el apartamento de Ignace para alcanzar la segunda planta y, una vez recibido, topándose con el Jasón de Moreau, que, desnudo sobre el dragón que acaba de matar, esgrime la lanza rota y el vellocino de oro. Medea lleva el frasquito con la poción mágica y, con veneración, le pone la mano en el hombro. «Un sueño, un relámpago de embrujo» son para Laforgue las «extrañas arqueologías de Moreau».
O tal vez se topara con Galatée —dedicada «à mon ami Charles Ephrussi»—, en palabras de Huysmans un cuadro que parece «una caverna iluminada por piedras preciosas, como un tabernáculo, donde yace dormida esa joya inmutable y radiante, Galatea, el cuerpo blanco, el pecho y los labios teñidos de rosa…». La verdad es que hay un montón de oro junto al sillón amarillo: Galatea está aprisionada en un falso marco renacentista digno de un Tiziano.
Es «arte judío», escribe Renoir, irritado por encontrar, en las paredes de su protector, el editor de la Gazette, semejante material de goût Rothschild, enjoyado y mítico, tan cerca de sus propios cuadros que los contamina. El salón de Charles en la rue de Monceau se transforma en «una caverna…, como un tabernáculo». Un lugar que puede poner furioso a Renoir, inspirar a Huysmans y hasta impresionar al confiado Oscar Wilde. «Pour écrire il me faut de satin jaune», anota en su diario de París: «Para escribir necesito satén amarillo».
Me doy cuenta de que intento vigilar el gusto de Charles. Me preocupan el oro y Moreau. Y más todavía me preocupa el trabajo de Paul Baudry, el decorador de los techos de la Ópera de París, adepto a pintar los barrocos cartouches de los nuevos edificios Belle Époque. Los impresionistas denigraban la obra de Baudry como estupidez meretricia; lo consideraban un pintor académico como el detestado William-Adolphe Bouguereau. Los desnudos de Baudry tenían especial éxito. Hay un póster muy popular de un cuadro suyo con una ola a punto de romper sobre una muchacha tendida; se llama La Vague et la Perle [La perla y la ola] y se lo suele encontrar en tiendas de museos e imanes de nevera. Y Baudry era el pintor más amigo de Charles; las cartas mutuas desbordan de cariño. Charles fue el biógrafo de Baudry y éste lo nombró su albacea.
Quizá yo debería rastrear todos los cuadros que había en el salón con los netsuke. Empiezo a hacer la lista de los museos donde hay ahora cuadros que le pertenecieron y a averiguar cómo llegaron. Calculo cuánto se tardaría en ir del Art Institute de Chicago al Musée de la Ville de Gérardmer para poner el Courses à Longchamp [Carreras en Longchamp], de Manet, al lado del doble retrato del general y del rabino, de Degas. Me pregunto si debería llevar en el bolsillo mi netsuke blanco de la liebre con ojos de ámbar para reunir objeto e imagen. Durante el tiempo que me lleva tomar un café pienso en ello como si fuera una posibilidad real, una manera de seguir en marcha.
Ha desaparecido mi horario. Mi otra vida, la de ceramista, está suspendida. «Está de viaje —dicen mis asistentes cuando alguien llama—, y no hay modo de contactarlo. Sí, un gran proyecto. Ya lo llamará él».
Lo que hago en cambio es el conocido viaje a París, donde me detengo bajo los techos de la Ópera y luego corro al museo de Orsay para mirar el cuadro de Charles con el espárrago de Manet y el par de moreaus que tienen ahora allí, para comprobar si hay alguna coherencia, si el conjunto canta, si consigo ver lo que veía su ojo. Y, por supuesto, no lo consigo, por la sencilla razón de que Charles compra lo que le gusta. No busca la coherencia ni pretende llenar huecos en su colección. Les compra cuadros a sus amigos, con las complejidades que esto conlleva.
Charles tiene muchos amigos fuera de los talleres de los pintores. Las tardes de los sábados suele pasarlas con colegas en el Louvre: cada coleccionista o escritor lleva un boceto, un objeto o un problema de atribución para que se discuta sobre ello. «¡Puede ponerse sobre la mesa cualquier cosa, salvo pedanterías! ¡Qué no aprendíamos allí sin que luego hubiera que poner en duda! ¡Qué incansables viajes por todos los museos de Europa hacíamos en las hermosas sillas del Louvre!», recordaba el historiador del arte Clément de Ris. Estimulantes colegas trabajaban para Charles en la Gazette. Tenía amigos como vecinos: los hermanos Camondo y Cernuschi, hombres a quienes se podía mostrar felizmente una adquisición.
Se estaba transformando en una figura pública. En 1885 se había hecho propietario de la Gazette. Ayudó a recolectar el dinero para la compra de un botticelli para el Louvre. Escribía. Estaba su trabajo como conservador: en 1879 había colaborado en la organización de muestras de dibujos de Maestros Antiguos, y en las de sendas muestras de retratos en 1882 y 1885. Una cosa era ser un joven codicioso y errático y otra muy distinta tener esas responsabilidades y hallarse bajo tal escrutinio. Acababa de recibir la Legión de Honor por su contribución a las artes.
La mayor parte de su ocupada vida transcurría a la vista de colegas, vecinos, amigos, los jóvenes secretarios, la amante y la familia.
Proust, neófito si no exactamente amigo, se había hecho visitante regular del apartamento. Bebía de la empírea conversación de Charles, del modo en que disponía sus nuevos tesoros, de su arco de alcance social. Charles conocía a Proust, ese hambriento de sociedad, lo bastante bien para decirle a medianoche que era hora de abandonar una cena porque los anfitriones se morían de sueño. Por algún leve desaire largamente enterrado, desde el apartamento de al lado Ignace lo apoda el Proustiflor, una descripción bastante adecuada del mariposeo del escritor de un acontecimiento social en otro.
Ahora Proust también es una presencia en las oficinas de la Gazette en la rue Favart. Allí se esmera: sesenta y cuatro de las obras de arte que más tarde aparecerán en la Recherche fueron reproducidas en la revista, una enorme proporción de la textura visual de la obra. Como antes Laforgue, ha enviado a Charles sus escritos tempranos de arte y ha recibido una crítica severa y luego un primer encargo, en su caso un estudio sobre Ruskin. El prefacio a la traducción que hace Proust de The Bible of Amiens [La Biblia de Amiens], de Ruskin, está dedicado a «M. Charles Ephrussi, siempre tan bondadoso conmigo».
Charles y Louise siguen siendo amantes, aunque no sé a ciencia cierta si ella no tiene otro, o varios más. Charles, que es sumamente discreto, no deja huellas de esto; y no encontrarlas me frustra. Noto que Laforgue fue el primero de un número de hombres mucho más jóvenes que trabajaron para él, más como acólitos que como secretarios, y me pregunto por esa serie de relaciones intensas en sus salas embriagadoras, cavernas iluminadas por moreaus y satén amarillo. En París corría el chisme de que Charles estaba entre deux lits: que era bisexual.
En la primavera de 1889 Ephrussi et Cie. prospera, pero los asuntos familiares se complican demasiado. Junto con otros solteros nostálgicos, el robustamente heterosexual Ignace era devoto de la condesa Potocka. Esta intrigante mujer, cuyo aspecto Proust describe como «a la vez delicado, majestuoso y malicioso», siempre con el pelo partido en dos por el medio, imperaba sobre un círculo de hombres jóvenes que lucían insignias de zafiro con la divisa «À la Vie, à la Mort!» [¡Por la vida, por la muerte!]. Ofrecía cenas «macabeas» en las cuales ellos prometían llevar a cabo actos escandalosos en su honor. Puesto que los macabeos eran mártires judaicos, comprendo tardíamente, ella debía de ser Judith, la heroína que aprovechó la borrachera de Holofernes para cortarle la cabeza. Una carta a Maupassant escrita después de una cena refiere que «Ignace, un poco más exaltado que los otros…, tiene la brillante idea de caminar por París totalmente desnudo» y ha sido despachado al campo para que se recobre.
A los cuarenta años, Charles estaba suspendido entre estos mundos diversos. Su gusto privado era ya propiedad pública. Todo era estético en él. En París lo conocían como esteta y escudriñaban sus encargos, sus pronunciamientos, el corte de sus chaquetas. Amaba la Ópera.
Hasta tenía una perra llamada Carmen.
En los archivos del Louvre encuentro una carta dirigida a ella, para ser entregada a Monsieur C. Ephrussi, 81 rue de Monceau, por Puvis de Chavannes, el pintor simbolista de figuras pálidas y paisajes lavados.