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«TAN LIGERO, TAN SUAVE AL TACTO»

La amante de Charles se llama Louise Cahen d’Anvers. Tiene un par de años más que él y el pelo de un dorado rojizo; es muy guapa. La Cahen d’Anvers está casada con un banquero judío y tienen cuatro hijitos, un varón y tres niñas. Cuando llega el quinto hijo Louise lo llama Charles.

Sólo sé algo de los matrimonios parisinos por las novelas de Nancy Mitford, pero me dan la impresión de ser extraordinariamente optimistas. Y más bien impresionantes: me gustaría ser burgués y preguntar de dónde se saca el tiempo para cinco hijos, un marido y un amante. Estos dos son clanes muy próximos. De hecho, de pie frente a la casa marital de Jules y Fanny en la plaza de Jena, con el florido lazo de las iniciales de ambos sobre las puertas principales, me descubro mirando, al otro lado de la calle, el palacio no menos barroco de Louise en la esquina de la rue Bassano. Entonces me pregunto si la astuta, infatigable Fanny arregló el asunto para su mejor amigo.

Por cierto que había en el arreglo algo muy íntimo. Se encontraban permanentemente en la ronda de recepciones y bailes y a menudo las dos familias veraneaban juntas en el Chalet Ephrussi de Suiza o en el castillo Cahen d’Anvers de Champs-sur-Marne, en los alrededores de París. ¿Cuál era la etiqueta del encuentro de aquella mujer con el amigo en medio de la escalera, camino al apartamento de su cuñado? Acaso los amantes necesitaban las trastiendas de los marchantes sólo para huir de tanta amabilidad sofocante y cómplice. Y de los niños.

Charles, ese joven de los salones cada vez más experto y servicial, le encargó a su sociable amigo Léon Bonnat un retrato al pastel de Louise. Ella aparece con un vestido claro, mirando con recato, el rostro medio oculto por el pelo.

En verdad Louise no era exactamente recatada. Con ojo de novelista, De Goncourt la describe en su salón el 28 de febrero de 1876:

Los judíos conservan, de su origen oriental, una peculiar despreocupación. Hoy, hechizado, observé a Mme. Louise Cahen hundiendo la mano en su vitrina de porcelanas y lacas en busca de unas piezas que quería pasarme; se movía como una gata perezosa. Y si las judías son rubias, en la médula de esa claridad hay un no sé qué de dorado, como en la pintura de la amante de Tiziano. Una vez que acabó de buscar, la judía se dejó caer en una chaise longue, con la cabeza hacia atrás y ladeada, revelando unos tirabuzones como un nido de serpientes. Recurriendo a varias expresiones de inquisición y recreo, y arrugando la nariz, deploró la irracionalidad de los hombres y los novelistas que esperan que las mujeres, como si no fueran criaturas humanas, no tengan en el amor los mismos disgustos que los hombres.

Es una imagen inolvidable de languidez erotizada: sin duda la amante de Tiziano es muy dorada y está muy desnuda, pues se cubre someramente con una mano. Uno siente el poder de Louise sobre el famoso escritor, su control de la situación. Al fin y al cabo ella es «La muse alpha», si atendemos a Paul Bourget, otro novelista popular de la época. En el retrato que encargó para su propio salón a Carolus-Duran, el pintor de sociedad del momento, la vemos apenas contenida en el torbellino de su vestido, con los labios entreabiertos. Hay una alta dramaticidad en esta musa. Me lleva a preguntarme por qué quería a un joven esteta como amante.

Tal vez fuera por la ausencia en Charles de todo histrionismo, el ritmo reflexivo de un historiador del arte. Tal vez se debiera a que, mientras ella tenía dos casas enormes, un marido y una recua de hijos, Charles, libre de cargas, estaba totalmente disponible para agasajarla cuando necesitaba distraerse. Es cierto que compartían un interés real por la música, el arte y la poesía, y por los músicos, los artistas y los poetas. El cuñado de Louise, Albert, era compositor, y Charles y Louise iban con él a la Ópera, y a oír a Massenet, por ejemplo, en los más arriesgados estrenos de Bruselas. A los dos les apasionaba Wagner, una pasión difícil de ocultar, pero buena para compartirla. Me figuro que Wagner también les daba tiempo para estar juntos en uno de los profundos, aterciopelados palcos de la Ópera. Estuvieron presentes (sans el marido) en una reducida, selecta cena ofrecida por Proust, a la que siguió un recital poético de Anatole France.

Y juntos compran cajas japonesas lacadas en negro y dorado para sus respectivas colecciones: así empieza su romance con Japón.

Por medio de Louise, que, cansada después de una discusión con el marido o con Charles, hunde la mano indolente en su vitrina de bibelots lacados y cae luego en la chaise longue, sé que me estoy acercando a los netsuke. Están entrando en foco, parte de una vida parisina compleja y quisquillosa que realmente existió.

Quiero descubrir cómo manejaban los objetos japoneses estos dos parisinos desenfadados. Cómo era tener por primera vez en las manos algo tan ajeno, recoger una caja o un cuenco —o un netsuke— hecho de un material que uno nunca había visto y darle vueltas, medir el peso y el equilibrio, pasar el dedo por el adorno elevado de una cigüeña en vuelo entre nubes. Pienso que en alguna parte ha de haber una literatura sobre el tacto; alguien tiene que haber registrado en un diario o una carta lo que se sentía en el momento fugaz de levantar una pieza. Alguna huella habrá de esas manos.

El comentario de De Goncourt es un buen punto de partida. Charles y Louise compraron las primeras piezas japonesas de laca en la casa de los hermanos Sichel. No era una galería donde a cada coleccionista se le mostraban reverentemente objets y grabados en compartimientos separados, como en la de Siegfried Bing, la Oriental Art Boutique, sino un pantano desbordante de todo lo japonés. Había una cantidad abrumadora. En uno solo de sus viajes de compras, en 1874, Philippe Sichel despachó desde Yokohama cuarenta y cinco cajas con cinco mil objetos. Esto creaba una atmósfera febril. ¿Qué había allí y dónde estaba? ¿Encontrarían otros coleccionistas el tesoro antes que uno?

Tal masa de arte japonés provocaba ensueños. De Goncourt registra una jornada que pasó en la casa Sichel, poco después de la llegada de un envío, rodeado de «tout cet art capiteux et hallucinatoire» —todo ese arte intoxicante y alucinatorio—. Desde 1859 habían empezado a filtrarse en Francia grabados y cerámicas; a comienzos de la década de 1870 aquello ya era una inundación de cosas. Recordando los primeros días del enamoramiento del arte japonés, en 1878 un escritor de la Gazette dice:

Había que mantenerse informado sobre los cargamentos. Marfiles antiguos, esmaltes, fayenzas y porcelanas, lacas, esculturas de madera […], satenes bordados y juguetes sencillamente llegaban a la tienda del comerciante y de inmediato partían hacia estudios de artistas o escritores […]. Daban en manos de […] Carolus Duran, Manet, James Tissot, Fantin-Latour, Degas, Monet, los escritores Edmond y Jules de Goncourt, Philippe Burty, Zola […], los viajeros Cernuschi, Duret, Émile Guimet […]. Establecido el movimiento, vinieron los amateurs.

Más extraordinaria aún era la visión ocasional,

en nuestros grandes faubourgs, en nuestros boulevards y en el teatro, de jóvenes cuya apariencia nos sorprende […]. Llevan chistera o pequeños, redondeados sombreros de fieltro sobre un espléndido pelo negro, lustroso y peinado hacia atrás, la levita correctamente abotonada, pantalones gris claro, calzado excelente y corbata de algún color oscuro flotando sobre el elegante lino. Si la gema que sujeta la corbata no fuera tan visible, los pantalones no se abrieran tanto sobre el empeine, las botas no brillaran tanto y el bastón no fuese tan ligero —matices todos estos delatores del hombre que se somete al gusto del sastre en vez de imponerle el suyo—, los tomaríamos por parisinos. Uno se cruza con ellos en la acera; los mira: tienen la piel levemente bronceada, la barba escasa; algunos han adoptado un bigote […], la boca es grande, conformada para abrirse en pleno, al modo de las máscaras griegas de comedia; los pómulos se vuelven redondos y la frente protuberante en el óvalo de la cara; los ángulos externos de los ojos embridados, pequeños pero negros y vivos, de mirada penetrante, se alzan hacia las sienes. Son los japoneses.

Es una impresionante descripción de lo que significa ser extranjero en una cultura nueva, casi imperceptible salvo por el atuendo puntilloso. El paseante presta más atención y es la perfección del disfraz lo que lo pone a uno en evidencia.

También revela qué extraño fue este encuentro con Japón. Si bien en 1870 había poquísimos japoneses en París —estaban las delegaciones, los diplomáticos y el insólito príncipe—, su arte era ubicuo. Todo el mundo tenía que hacerse con algo de aquellas japonaiseries: los pintores que Charles empezaba a conocer en los salones, los escritores que Charles conocía de la Gazette, la familia de Charles, los amigos de la familia, su amante; a todos los afectaba la misma compulsión. En las cartas de Fanny Ephrussi se cuentan sus expediciones a Mitsui, una tienda en boga de la rue Martel que vendía artículos del Lejano Oriente, a comprar papel de pared para el nuevo salón de fumar y para las habitaciones de huéspedes de la casa que ella y Jules acababan de construir en la plaza de Jena. ¿Cómo habría podido Charles, el crítico, el bien vestido amateur d’art y coleccionista, no comprar arte japonés?

En el invernadero artístico parisino, el momento en que uno empezaba su colección importaba mucho. Los coleccionistas pioneros, los japonistes, llevaban ventaja como hombres de juicio superior y creadores de gusto. De Goncourt, naturalmente, se las arregló para sugerir que realmente él y su hermano habían visto grabados japoneses antes de la apertura de Japón. Aquellos primeros compradores, aunque competían entre sí con ferocidad, compartían su discernimiento. Pero, como George Augustus Sala escribió en 1878 en Paris Herself Again [París vuelve en sí], la atmósfera colegiada del primer coleccionismo no tardó en disiparse. «Para ciertos aficionados muy artísticos, los Ephrussi, los Camondo, el japonisme se ha convertido en una especie de religión».

Charles y Louise eran «neo-japonistes», recién llegados, jóvenes, ricos y con vena artística. Pues en el campo del arte japonés había una reconfortante falta de erudición, nada del enmarañado conocimiento de los historiadores del arte que confundiera las respuestas inmediatas, las intuiciones personales. Allí estaban el despliegue de un nuevo Renacimiento y la ocasión de tener en las propias manos el arte antiguo y serio de Oriente. Se podía poseer en cantidad y en el acto. O se podía comprar en el acto y hacer el amor más tarde.

Cuando uno lo sostenía, el objet japonés se revelaba. El tacto dice lo que uno necesita saber: le habla a uno de sí mismo. Edmond de Goncourt ofreció así su punto de vista: «Aquí, respecto a la educación, la cortesía, la afectación por así decir, de la mano que sostiene cosas perfectas: un aforismo. El tacto… es la marca por la que el amateur se reconoce a sí mismo. El que manipula un objeto con dedos indiferentes, con dedos torpes, con dedos que no envuelven amorosamente, no es un apasionado del arte».

A esos coleccionistas y viajeros tempranos les bastaba con levantar un objeto japonés para saber si estaba «bien» o no. Por cierto, cuando el artista norteamericano John La Farge hizo su viaje en 1884, pactó con sus amigos que no debían «llevar ni leer ningún libro para ir con la mayor inocencia posible». No había más que ser sensible a la belleza; el tacto era una suerte de inocencia sensorial.

El arte japonés era un mundo nuevo y maravilloso: introducía nuevas texturas, nuevas maneras de sentir las cosas. Por muchos álbumes de xilografías que hubiera para comprar, no se trataba meramente de un arte para colgar de las paredes. Se estaba ante una epifanía de materiales nuevos: bronces de pátina tan profunda que parecía mucho más grandiosa que la de los renacentistas; lacas de una hondura y una oscuridad incomparable; biombos de hoja dorada para dividir habitaciones y dar luz. Monet pintó a La señora Monet con vestido japonés (La Japonaise); la túnica de Camille Monet tenía «ciertos bordados de oro de varios centímetros de espesor». Y había objetos diferentes de cualquier cosa que se hubiera visto en el arte occidental; objetos que sólo se podía describir como «juguetes», pequeñas tallas de animales y mendigos, llamados netsuke, que uno podía hacer rodar en la mano. El coleccionista Louis Gonse, amigo de Charles y editor de la Gazette, describió bellamente una caja netsuke en particular como «plus gras, plus simple, plus caresse»: muy densa, muy sencilla, muy acariciadora. Es difícil superar la cadencia de esta respuesta.

Todo esto era material para tener en las manos, para aumentar la textura del salón o el tocador. Miro las imágenes de esas cosas y veo que los parisinos acumulan una capa sobre otra: un marfil es envuelto en seda, una seda cuelga junto a una mesa lacada; sobre una mesa lacada se esparcen porcelanas; hay abanicos en el suelo.

Tacto apasionado, descubrimiento por las manos, amor para envolver las cosas, plus caresse. Para Charles y Louise, japonisme y tacto eran una combinación seductora, entre muchas otras.

Antes de los netsuke viene una colección de treinta y tres cajas lacadas en negro y dorado. Iba a compartir espacio con otras colecciones en el apartamento de Charles en el Hôtel Ephrussi, situada cerca de los tapices borgoñones del Renacimiento y la pálida escultura en mármol de Donatello. Charles y Louise la montaron a partir de los caóticos tesoros de la casa Sichel. El estelar grupo de lacas del siglo XVII estaba entre los mejores de Europa: para escoger tan bien las piezas debían de ser visitantes asiduos de Sichel. Y, algo que complace mucho como ceramista, además de las lacas, Charles tenía una vasija de gres con tapa, del siglo XVI, hecha en Bizen, la aldea de alfareros en donde yo había estudiado, a los diecisiete años, con la emoción de poner al fin mis apasionadas manos en aquellas teteras sencillas y táctiles.

En «Les Laques Japonais au Trocadéro» [Las lacas japonesas del Trocadéro], un largo artículo publicado en la Gazette en 1878, Charles describe las cinco o seis vitrinas llenas de lacas que se exhibían en el palacio parisino. Es su escrito más completo sobre arte japonés. Como en otros, alterna el tono académico (le preocupa mucho la datación) con la descripción y, al cabo, un lirismo ante lo que está viendo.

Emplea el término japonisme, «acuñado por mi amigo Philippe Burty». Durante tres semanas enteras, antes de encontrar una mención más temprana, creo que es el primero en usarlo en un texto impreso, y me emociona que entre mis netsuke y el japonisme haya un vínculo tan bello, que la sección de Publicaciones de la biblioteca me depare la visceral felicidad de un «yo os lo he dicho».

Caja japonesa de laca dorada de la colección de Louise Cahen d’Anvers.

En este ensayo Charles está muy, muy entusiasmado. Ha descubierto que María Antonieta tenía una colección de lacas japonesas y gracias a sus conocimientos puede establecer una encantadora correspondencia entre el mundo civilizado del rococó dieciochesco y el de Japón. Mujeres, intimidad y lacas parecen integrar un solo tejido. Explica que en Europa era inhabitual encontrar esas piezas: «Para convertirse en el envidiado poseedor de aquellos objetos casi inalcanzables se necesitaba a la vez riqueza y la suerte de ser un favorito o una reina». Pero en la situación en que Charles escribe —el París de la Tercera República— han entrado en colisión dos mundos remotos y separados. Esas lacas, de una rareza legendaria y técnicamente tan complejas que son casi irrealizables, antes posesiones de príncipes japoneses o reinas occidentales, están ahora allí, en una tienda parisina, ofreciéndose al comprador. Para Charles tienen la calidad de la poesía enterrada; no sólo densas y extrañas, también llevan latentes historias de deseo. Es palpable su pasión por Louise. La imposibilidad de obtener esa laca la rodea de un aura. Uno siente a Charles tendiendo la mano hacia la dorada Louise mientras escribe.

Y entonces levanta una caja: «Tomad en la mano una de estas cajas, tan ligera, tan suave al tacto, sobre la cual el artista ha representado manzanos en flor, grullas sagradas volando por encima del agua y, en lo alto de una cadena de montañas, ondulando bajo las nubes, unas gentes de túnica flameante, en poses estrafalarias para nosotros pero siempre graciosas y elegantes, bajo amplios parasoles…».

Con la caja en la mano, se extiende sobre su carácter exótico. Semejante logro demanda una flexibilidad manual del todo femenina, una destreza perseverante, un sacrificio de tiempo que para los occidentales son inaccesibles. Cuando uno ve y sostiene estas lacas, o netsuke o bronces, toma inmediata conciencia del trabajo implícito: han incorporado toda la labor y, sin embargo, están milagrosamente libres.

Los motivos de la caja se enlazan con su creciente amor por las pinturas de los impresionistas: las imágenes de los manzanos en flor, los cielos nublados y las mujeres de vestido ondulante salen directamente de Pissarro y Monet. Las cosas japonesas —lacas, netsuke, grabados— conjuran el retrato de un lugar donde las sensaciones se renuevan sin cesar, el arte rezuma de la vida diaria y todo transcurre en un sueño de belleza en flujo inagotable.

E, insertos en el ensayo, hay grabados de piezas de la colección de Louise y de la de Charles. La prosa se vuelve un poco excesiva, un poco jadeante, cuando describe el interior de la vitrina de lacas doradas de Louise, sobre las cuales se deslizan las glorias del sol. Cada conjunto está formado por «el capricho de un amateur opulento que puede satisfacer toda su codicia». Hablando de las colecciones, se reúne serenamente con Louise. Ambos son codiciosos y caprichosos, dados a entregarse a deseos repentinos. Lo que coleccionan son objetos para descubrir con las manos, cada uno de ellos «tan ligero, tan suave al tacto».

Mostrar juntos sus piezas en público es un gesto de revelación discretamente sensual. Y, así reunidas, las lacas también registran sus citas: la colección es una crónica del amor, una historia secreta del tacto.

En Le Gaulois hay una reseña de la muestra de las lacas de Charles, llevada a cabo en 1884. «Podría pasarme días enteros delante de estas vitrinas». Estoy de acuerdo. No puedo rastrear las lacas de Charles y Louise hasta los museos en donde han desaparecido, pero vuelvo a París por un día para ir al museo Guimet de la avenue d’Iéna, que alberga ahora la colección de María Antonieta, y me paro frente a las vitrinas plenas de los intrincados reflejos de esos objetos de brillo tenue.

Charles lleva esos densos objets negros y dorados a su salón de la rue de Monceau, donde hace poco ha extendido una alfombra Savonnerie. Está magníficamente tejida en seda, en el siglo XVII, por encargo de una galería del Louvre. Las imágenes son una alegoría del Aire: los cuatro vientos soplan sus trompetas, con las mejillas hinchadas, entrelazados con mariposas y cintas ondulantes. Se la ha recortado para que quepa. Me imagino caminando sobre ese suelo. La habitación entera reluce como el oro.