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UN ASTROLABIO, UNA MÉNSULA, UN GLOBO

Es noviembre y necesito ir a Odesa. Hace casi dos años que empecé este viaje y he estado en todas partes menos en la ciudad en donde los Ephrussi empezaron. Quiero ver el mar Negro e imaginar los almacenes de grano en los muelles del puerto. Y tal vez frente a la casa donde nacieron Charles y mi bisabuelo Viktor llegue a comprender. ¿Por qué se fueron? ¿Qué significa partir? Creo que estoy buscando un comienzo.

Me encuentro con Thomas, el menor de mis hermanos, que ha venido desde Moldavia en taxi. Es un experto en el conflicto del Cáucaso. El viaje le ha llevado cinco horas. Thomas, que habla ruso y hace muchos años que investiga la historia de los Efrussi de Odesa, es indiferente a las fronteras. Lo han demorado; se ríe de que siempre sea un problema decidir si uno soborna o no. A mí me preocupan los visados; a él no. La última vez que viajamos juntos fue hace veinticinco años, cuando éramos estudiantes y fuimos a las islas griegas. Andrei, el taxista moldavo, arranca.

Avanzamos dando tumbos entre devastados bloques de apartamentos y fábricas decrépitas, adelantados por enormes, negros cuatro por cuatro con cristales ahumados y viejos Fiat, hasta encontrar las anchas avenidas de la Odesa antigua. Nadie me había contado que era tan hermosa, le digo a Thomas con petulancia, que había catalpas en las aceras, que por las puertas abiertas se veían patios, suaves escaleras de roble, que había casas con galería. Están restaurando una parte de la ciudad, reparando molduras, pintando estucos de algunos edificios, mientras otros se hunden en una sordidez piranesiana de cables enroscados, techos en comba, puertas fuera de quicio y columnas sin capitel.

Finalmente paramos en el boulevard Primorsky, delante del hotel Londonskya, un palazzo Belle Époque de mármol y dorados. En el vestíbulo suena discretamente un tema de Queen. El boulevard es un gran paseo, una recua de edificios clásicos pintados de amarillos y azules claros. Se extiende hacia ambos lados de la Escalinata Potemkin, célebre gracias a Bronenosets Potiomkin [El acorazado Potemkin], el film de Eisenstein. Son ciento noventa y dos escalones con diez descansos, diseñados de tal modo que mirando hacia abajo sólo se ven descansos y mirando hacia arriba sólo escalones.

Suba usted despacio. Cuando llegue al último peldaño, evite a los rapaces vendedores de gorras de la marina soviética, al marinero que mendiga con un poema colgado al cuello y al disfrazado de Pedro el Grande que quiere que usted le pague por fotografiarse con él. Al frente está la estatua del duque de Richelieu —el gobernador de la región importado de Francia a comienzos del siglo XIX para planificar la ciudad— con su toga. Dejándolo atrás, pase entre los arcos de edificios dorados, como entre perfectos paréntesis, y topará con Catalina la Grande, rodeada de sus favoritos. Durante cincuenta años aquí hubo un monumento soviético, pero ahora han repuesto a Catalina, cortesía de un oligarca local. Alrededor de sus pies están colocando adoquines de granito.

Si en lo alto de la escalera gira a la derecha, verá extenderse el Paseo, entre dos avenidas de castaños y polvorientas matas de flores, hasta el Palacio del Gobernador, sede de fiestas famosas. Es severo y dórico.

Todas las vistas están calibradas. Se camina entre hitos: la estatua de Pushkin en conmemoración de su estancia en la ciudad, un cañón capturado a los británicos en la guerra de Crimea. Por aquí solía hacerse la passeggiata vespertina, «el deambular del crepúsculo, los chismes y hasta […] raudales de coqueteo». Más arriba está la Ópera, modelada a partir de la de Viena, donde chocaban una facción judía y una griega —«montechelistas» y «carraristas»—, así conocidas por el apoyo a sus respectivos cantantes italianos favoritos de la temporada. Odesa no es una ciudad crecida en torno a una catedral o una fortaleza. Es una ciudad helénica de mercaderes y poetas, y ésta es su ágora burguesa.

En una tienda de artículos de segunda mano, bajo una arcada, compro unas medallas soviéticas para mis hijos y un par de postales del siglo XIX. Una está tomada en pleno verano, tal vez en julio, hacia el fin del siglo. Promedia el día y las sombras de los castaños son cortas. Un poeta local escribió que el Paseo era «fresco aun a mediodía y en la canícula». Una mujer con sombrilla pasa por delante de la estatua de Pushkin mientras una niñera empuja un enorme cochecito negro. Se alcanza a distinguir la cúpula del funicular que sube y baja gente en el puerto. Más allá está la línea de palos de los barcos de la bahía.

Si en lo alto de las escaleras usted gira a la izquierda, verá al fondo la Bolsa, una mansión corintia en donde antes se llevaban a cabo los negocios. Hoy es el Ayuntamiento y un estandarte da la bienvenida a una delegación belga. Comienza noviembre y el clima es tan benévolo que mi hermano y yo andamos en mangas de camisa. Pasamos frente a unas mansiones, luego por el Ayuntamiento, y tres edificios después está el banco Ephrussi y, en la puerta de al lado, la casa familiar. Aquí nacieron Jules, Ignace y Charles. Aquí nació Viktor. Vamos a ver la parte de atrás.

Es un desastre. Se están despegando trozos enteros de revoque, los balcones se descascaran y hay angelitos torcidos. Acercándome más, veo sin embargo que también la están restaurando, encalando, y que sin duda estas ventanas no son originales. Pero arriba de todo hay un único balcón que conserva la doble E de la familia.

Postal del paseo de Odesa en 1880. El banco y la mansión Efrussi son el segundo y tercer edificio de la izquierda.

Dudo. Thomas, especialista en estos lances, temerario, cruza la puerta rota y por un arco entra en el patio trasero de la casa Efrussi. Aquí están los establos con pavimento de piedra oscura. «Es balasto», me dice él por encima del hombro, lava de Sicilia traída en los barcos cerealeros. Sale grano, entra lava. Una docena de hombres que beben té hacen repentino silencio; hay un Citroën 2 CV subido a unos bloques. Un alsaciano encadenado se echa a ladrar. El patio está lleno de polvo. Hay tres contenedores con madera, yesos y escombros. Thomas encuentra un capataz de cazadora de cuero brillante. «Sí, pueden entrar… Tienen suerte, justamente la estamos rehaciendo, todo nuevo, muy bien hecho, un éxito, y en fecha, un trabajo de primera. En el sótano acabamos de poner laboratorios, salidas de incendio y un sistema cortafuegos. Ahora tocan los despachos. Hubo que librarse de todo lo viejo, estaba perdido, inútil. ¡La hubiera visto hace un mes!».

Más me habría valido. He llegado tarde. ¿Qué voy a tocar en este casco desnudo? No hay techos; sólo vigas de acero y tendido eléctrico. No hay suelos; sólo repello de cemento. Acaban de enyesar las paredes, de reponer los cristales de las ventanas. Hay rejas de hierro preparadas. Se han llevado todas las puertas, salvo una de roble que mañana irá al contenedor. Lo único que queda es el volumen y la escala de las habitaciones: más de cuatro metros y medio de altura.

Aquí no hay nada.

Thomas y el hombre que brilla se adelantan a paso vivo; hablan en ruso. «Desde la Revolución esta casa fue la sede de la compañía de vapores mercantes. ¿Antes? ¡Sabe Dios! ¿Ahora? La oficina de la Inspección de Higiene Marina. Por eso pusimos laboratorios». Van deprisa. No puedo detenerme.

Estamos casi cruzando la puerta, al borde del sucio patio, cuando doy media vuelta. Me he equivocado. Vuelvo a subir la escalera y apoyo la mano en la balaustrada de hierro forjado: en el tope de cada columna hay una ennegrecida espiga de trigo de los Efrussi, el trigo del granero de tierra negra de Ucrania que los hizo ricos. Y, mientras mi hermano me llama, voy hasta una ventana y recorro con la mirada el paseo, la doble avenida de castaños, los senderos polvorientos y los bancos hasta el mar Negro.

Aquí están todavía los muchachos Efrussi.

Ciertas huellas son esquivas. Los Efrussi viven en los cuentos de Isaac Babel, el cronista judío de la vida en la ciudad baja, de las pandillas de arrabal. Un Efrussi entra en el Gymnasium a fuerza de sobornos, desplazando a un alumno más capaz y más pobre. Están en los cuentos en yiddish de Sholem Aleijem. Un hombre pobre del shtetl va a pie hasta Odesa para rogarle ayuda a Efrussi, el banquero, quien se la niega. «Lebn vi Got in Odes» —«vivir como un Dios en Odesa»— reza un dicho yiddish, y en su Zionstrasse los Efrussi viven como dioses. Y en algún lugar calle abajo, entre las catalpas, es donde el desheredado Stefan, proscrito de Viena, cada día más pobre, vivió con su mujer, la ex amante de su padre.

Pero hay huellas más concretas. Después de un pogromo los hermanos fundaron un orfanato Efrussi. Está la Escuela Efrussi para niños judíos, creada con una donación de Ignace en honor a su padre, el patriarca, y sostenida durante treinta años con sucesivas ayudas de Charles, Jules y Viktor. Aún sigue en pie, junto a un abandonado parque con bancos rotos y perros feroces: dos edificios bajos unidos el uno al otro a lo largo de las vías del tren. En 1892 la escuela reporta el recibo de mil doscientos rublos donados por los hermanos Efrussi. Las autoridades han comprado, a proveedores de San Petersburgo, un astrolabio, una ménsula, un globo terráqueo, un cuchillo de acero para cortar vidrio, un esqueleto y un modelo desmontable de un ojo. En una librería de Odesa han gastado quinientos treinta y tres rublos y sesenta y cuatro kopeks en la compra de doscientos ochenta volúmenes de, entre otros, Beecher Stowe, Swift, Tolstói, Cowper, Thackeray y Scott. Con el resto alcanza para comprar chaquetas, camisas y pantalones para que veinticinco niños judíos pobres puedan leer Ivanhoe o Vanity Fair [La feria de las vanidades] sin temblar de frío, cubiertos del polvo de la ciudad.

Polvo en París en la rue de Monceau, polvo en Viena mientras construyen la Ringstrasse: nada es comparable al polvo de Odesa. «El polvo se deposita como una mortaja universal de seis o siete centímetros de espesor —escribe en 1854 Shirley Brooks en The Russians of the South [Los rusos del sur]—. La brisa más leve lo arroja en nubes sobre la ciudad, el paso más ligero lo levanta para que vuelva a acumularse en espesos montículos. Cuando digo que por aquí corren perpetuamente […] cientos de carruajes a toda velocidad, y que brisas del mar barren perpetuamente las calles, la afirmación de que Odesa vive en una nube no es una metáfora». Era una ciudad en construcción. Según Mark Twain, «una agitación de negocios en la calle y en las tiendas; viandantes veloces; el familiar aspecto de lo nuevo en las casas y en todo, y un polvo indetenible y asfixiante…». Repentimamente cobra sentido para mí que los niños Efrussi crecieran entre el polvo.

Thomas y yo acordamos una cita con Sasha, un académico menudo y vivaz de setenta años. Como en la esquina él se topa con un viejo amigo, profesor de literatura comparada, vamos andando hasta la escuela los cuatro juntos, Tom y Sasha hablando en ruso y el profesor y yo hablando en inglés sobre el Instituto Shakespeariano Internacional. Al llegar a la escuela el profesor se despide y nosotros tres nos sentamos en el bar del parque a tomar café azucarado, bajo la mirada fulminante de tres prostitutas que periódicamente nos disparan con canciones de la gramola. Le cuento a Sasha por qué hemos venido, que estoy escribiendo un libro sobre… Vacilo y me interrumpo. Ya no sé si este libro trata de mi familia, de la memoria o de mí, o si sigue siendo un libro sobre miniaturas japonesas.

Educadamente, él me cuenta que Gorki coleccionaba netsuke. Tomamos más café. Yo he traído el sobre de documentos que encontré en el apartamento de Iggie en Tokio entre ejemplares viejos del Architectural Digest. Sasha se espanta de que lleve conmigo los originales y no copias, pero le veo hojear los papeles con la delicadeza de un pianista.

Hay constancia de la actuación del temible Ignace, el constructor del palacio, como cónsul de la corona sueca y noruega en Odesa, una notificación imperial del zar permitiéndole llevar una medalla besaraba, papeles del rabinato. Éste es el modelo de documento antiguo, dice Sasha, en 1870 lo cambiaron; eso es el sello; esto el arancel. Aquí está la firma del gobernador, siempre tan enfática… Fíjate que por poco perfora el papel. Mira qué dirección figura en éste, ¡la esquina de X e Y! Es muy de Odesa. Esta copia es de un escribiente; está mal escrita.

Mientras los disecados papeles cobran vida en las manos de Sasha, observo el sobre por primera vez. La letra es de Viktor, que lo envió a Elisabeth desde Kövecses en septiembre de 1938. Para Viktor y para Iggie este fajo de documentos tenía un significado. Era el archivo de la familia. Vuelvo a guardarlo con mucho cuidado.

En el camino de vuelta al hotel, husmeamos en una sinagoga. Los judíos de Odesa eran tan mundanos que apagaban los cigarrillos en la pared. Tienen un círculo del infierno especial para ellos. Hoy esto rebosa de actividad. Hay en construcción una escuela que dirigirán jóvenes de Tel Aviv. Están restaurando parte del edificio y un estudiante se acerca a saludarnos en inglés. Echamos un vistazo, procurando no molestar, y allá al frente, arriba y claramente a la izquierda, está el sillón amarillo. Es un sillón de Séder, el sillón de los elegidos, especialmente apartado.

El sillón amarillo de Charles era invisible a primera vista. Entre los degas, los moreaus y la vitrina de los netsuke del salón parisino, desaparecía de tan evidente. Era un juego de palabras, un chiste judío.

Luego, frente al museo donde está la escultura de Laocoonte luchando con las serpientes, la que Charles dibujaba para Viktor, comprendo cuánto me he equivocado. Supuse que los muchachos habían dejado Odesa para educarse en Viena y París. Pensé que Charles había emprendido su Gran Viaje para ampliar horizontes, huir del provincianismo y aprender sobre los clásicos. Pero esta ciudad es todo un mundo clásico en equilibrio sobre un puerto. Aquí, a cien metros de la casa de la familia, había un museo con salas y salas de antigüedades, los artefactos griegos desenterrados a medida que el pueblo se transformaba en ciudad y cada década se hacía el doble de grande. Desde luego, Odesa tenía eruditos y coleccionistas. No porque fuera una ciudad polvorienta, plena de estibadores y marineros, fogoneros, pescadores, buzos, contrabandistas, trotamundos, estafadores, y la ciudad de su abuelo, el gran aventurero en su palacio, dejaba de desbordar de escritores y artistas.

¿Comienza todo aquí, a orillas del mar? Tal vez aquel espíritu movedizo y emprendedor fuera muy de Odesa, el vagabundeo detrás de viejos libros, dureros, lances amorosos o el próximo gran negocio con granos. Sin duda Odesa es un buen sitio desde donde despachar cargamentos. Se puede mirar hacia el este o hacia el oeste. Es una ciudad irónica, ávida, políglota.

Es un buen sitio para cambiarse el nombre. «Los nombres judíos suenan mal»: fue entonces cuando la abuela Balbina pasó a llamarse Belle, y el abuelo Chaim fue Joachim, y más tarde Charles Joachim. Cuando Eizak se hizo Ignace y Leib se hizo Léon. Y Efrussi se convirtió en Ephrussi. Fue entonces cuando el recuerdo de Berdichev, el shtetl del norte de Ucrania de donde venía Chaim, en la frontera con Polonia, quedó tapado por el yeso amarillo claro del primer palacio del Paseo.

Fue entonces cuando se transformaron en los Ephrussi de Odesa.

Éste es un buen sitio para meter algo en el bolsillo y partir de viaje. Me gustaría ir a ver cómo es el cielo en Berdichev, pero tengo que regresar. Entre los árboles de la puerta de la casa busco una castaña que echarme al bolsillo. Recorro dos veces todo el Paseo, pero también para esto he llegado un mes tarde. Ya no hay castañas. Espero que las hayan recogido los niños.