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EL DORADO 5-0050

Los tres niños mayores abandonan la ciudad.

La primera en partir es Elisabeth, poetisa. En 1924 recibe el doctorado en derecho, uno de los primeros que la Universidad de Viena da a una mujer. Y luego una beca Rockefeller para viajar a Estados Unidos…, y allá va. Es temible, mi abuela, inteligente y centrada, y escribe para un periódico alemán sobre la arquitectura y el idealismo americanos, sobre la concordancia entre el ardor y el fervor de los rascacielos y la filosofía contemporánea. Cuando regresa, se traslada a París para estudiar ciencias políticas. Se ha enamorado de un holandés que conoció en Viena, un hombre recién divorciado de una prima de ella, con la que tuvo un hijo.

La siguiente es la bella Gisela. Se casa bien: con Alfredo Bauer, un encantador banquero español, hijo de una rica familia judía. El hecho de que la boda se haga en la sinagoga de Viena es motivo de confusión para los laicos Ephrussi, que no saben bien cómo actuar, dónde sentarse o estar de pie. Hay una fiesta para los novios y el piso grande del palacio se abre para recibir en toda regla en el dorado salón de baile, bajo los triunfales techos de Ignace. Se ve a Gisela espontáneamente distinguida con una larga chaqueta de punto, de cinturón de plata y falda estampada, sobre un vestido blanco y negro con una ristra de gemas oscuras al cuello. Ella sonríe abiertamente y Alfredo es guapo y con barba. En 1925 la pareja se establece en Madrid.

Luego Elisabeth le envía un mensaje al joven holandés, Hendrik de Waal, diciendo que ha oído que el próximo viernes irá a París; tal vez podrían verse. Si quiere telefonearle, su número es Gobelius 12-85. Henk, alto, con una levísima calvicie incipiente, vestía muy buenos trajes —grises, con leves rayas de color gris marengo—, usaba monóculo y fumaba cigarrillos rusos. Había crecido en el Prinsengracht de Ámsterdam, hijo único de una familia de comerciantes que importaba café y cacao. Había viajado mucho, tocaba el violín y era seductor y muy divertido. Y también escribía poemas. No estoy seguro de que otro hombre así hubiera cortejado antes a mi abuela, que a sus veintisiete años llevaba el pelo negro tenso en un moño severo y una gafas negras redondas dignas del baronesco doctor Ephrussi. Ella lo adoraba.

Encuentro el anuncio de la boda en los archivos de la Sociedad Adler de Viena. Está impreso con bastante elegancia y dice que Elisabeth von Ephrussi ya se ha casado con Hendrik de Waal. En un ángulo inferior están los nombres de Viktor y Emmy y en el otro los De Waal padres. Mis abuelos —judía, ella; de la Iglesia Reformada de Holanda, él— se casaron en la iglesia anglicana de París.

Compraron un apartamento en la rue Spontini, en el distrito décimo sexto, y lo amueblaron al más flamante gusto art déco, con sillones y alfombras de Ruhlmann, excitantes lámparas moderne de metal y cristalería de ligereza casi inverosímil de los Wiener Werkstätte, los famosos Talleres Vieneses. Colgaron grandes reproducciones de pinturas de Van Gogh y, por un tiempo breve, albergaron en la sala de estar un paisaje de Schiele que habían comprado en la galería de Fanny en Viena. Tengo un par de fotos de aquel apartamento y es perceptible el absoluto deleite con que la pareja lo creó, el placer de comprar objetos nuevos en vez de poner material heredado. Nada de dorados, ni Junge Frauen ni arcones flamencos. Y ningún retrato familiar.

Mientras las cosas marcharon bien vivieron allí con el hijo de Henk, Robert, y los dos niños que nacieron poco después de la boda: mi padre, Victor —conocido, como su homónimo abuelo, por su patronímico ruso, Tascha—, y mi tío, Constant Hendrik. Los pequeños jugaban todos los días en el Bois de Boulogne. Mientras las cosas marcharon bien hubo gobernanta, cocinera y criada, y hasta un chófer; Elisabeth escribía poemas y artículos para Le Figaro y mejoraba su holandés.

A veces, cuando llovía, ella llevaba a los niños al Jeu de Paume, en una punta del jardín de las Tullerías. En las largas salas luminosas miraban los manets, los degas y los monets Coll. C. Ephrussi, que Fanny y su marido Theodore Reinach, el inteligente estudioso cuyo matrimonio lo había ligado a la familia, donaran al museo en memoria de Charles, el tío de ella. En París hay primos, pero la generación de Charles ha desaparecido; tras ellos queda una estela de donativos a su país de adopción. Los Reinach le han dejado a Francia la Villa Kerylos, una fabulosa recreación de un templo griego, y la tía abuela Beatrice Ephrussi-Rothschild le ha legado a la Academia Francesa la mansión rosa de Cap Ferrat. Los Camondo han dado sus colecciones y los Cahen d’Anvers su castillo en las afueras de la capital. Hace setenta años que aquellas primeras familias judías construyeron sus casas en la dorada rue de Monceau y están devolviendo algo a este país generoso.

En términos de fe religiosa, el matrimonio es interesante. Henk se había criado en una familia austera —los trajes y vestidos negros les daban aspecto de condenados—, pero se había convertido al menonismo. Elisabeth, plenamente confiada en su judeidad, estaba leyendo a los místicos cristianos y hablaba de conversión. Para la boda no hubo recurso a conversión alguna, ni a asimilarse a los vecinos, ni al catolicismo —creo que ninguna muchacha judía criada en Viena frente a la Votivkirche habría hecho eso—, salvo a la Iglesia de Inglaterra. Marido y mujer van a la iglesia anglicana de París.

Cuando las cosas se torcieron para la Anglo-Batavian Trading Company, Henk perdió mucho dinero propio, y ajeno también. Perdió, entre otras cosas, una fortuna perteneciente a Piz, el desbocado primo y amigo de infancia, que ahora era pintor impresionista en ascenso y llevaba vida de bohemio en Fráncfort. Perder tanto dinero fue una pesadilla; hubo que prescindir de la criada y del chófer y fue necesario poner los muebles en un depósito de París; surgieron discusiones de complejidad laberíntica.

La incompetencia de Henk para el dinero era diferente de la de su suegro Viktor. Henk era un mago para los números. Mi padre cuenta que podía sumar tres columnas recorriéndolas de un vistazo, quitar otra y dar mentalmente con un total (correcto) con una sonrisa. Lamentablemente, creía que esa misma prestidigitación podía aplicarse al dinero. Creía que todo iba a salir bien, que los mercados se moverían, los barcos llegarían a puerto y, como su fina cigarrera de zapa, las ganancias volverían a cerrar con un clic. Sencillamente, se engañaba respecto de su capacidad.

Y entiendo que Viktor nunca creyó tener el menor dominio de una columna de cifras. Me pregunto, algo tardíamente, cómo habría sido para Elisabeth comprender que se había casado con un hombre casi tan torpe para el dinero como su padre.

Iggie se graduó en el Schottengymnasium y fue el tercero en partir. Tengo la foto de graduación y al principio no logro encontrarlo en el grupo, hasta que de pronto reconozco, en la última fila, a un joven más bien corpulento, con una chaqueta cruzada. Parece un agente de bolsa. De pajarita y pañuelo, el joven practica cómo estar de pie correctamente, cómo transmitir convicción. ¿Hay que estar, por ejemplo, con una mano en el bolsillo? ¿O mejor las dos? Se podría incluso, y es más simpático, poner una mano dentro del chaleco, una pose de clubman.

Para celebrar el fin de la formación colegial se fue de viaje en automóvil con sus amigos de infancia, los Gutmann: de Viena a París, dando un rodeo por el norte de Italia y La Riviera, en un Hispano-Suiza, un coche elefantiásico y fabulosamente lujoso. En cierto paso de un lugar frío y luminoso, tres críos están en el asiento trasero, con la capota baja, embutidos en chaquetas de motorista, con gafas sobre las gorras. Delante va apilado el equipaje. A la izquierda de la foto desaparece el capó del coche y el maletero desaparece a la derecha. Parece que estuvieran en equilibrio sobre un ínfimo fulcro, suspendidos entre dos abismos.

Habría sido arduo tener a Elisabeth de hermana mayor si uno hubiera sido académico. Iggie no era un chico leído. Aunque ahora las finanzas de la familia no se tambalean tanto —Emmy, una elegante mujer de cuarenta y cinco, ha vuelto a comprarse ropa—, Iggie necesita concentrarse y emplear el tiempo en algo más que encadenadas sesiones vespertinas de cine. Viktor y Emmy tienen claro cuál es su futuro. Iggie debe incorporarse al banco, cada mañana doblar primero a la derecha y luego a la izquierda con el padre y ocupar un escritorio bajo el escudo con el barquito que navega al viento a través de las generaciones, Quod Honestum, de Joachim a Ignace y Léon, luego a Viktor y Jules y ahora a él. Al fin y al cabo, puesto que Rudolf era todavía un primoroso niño de siete años, Iggie era el único varón joven de toda la familia Ephrussi extendida.

La poca facilidad de Iggie para los números se dejó de lado. Se hicieron planes para que siguiera estudiando finanzas en la Universidad de Colonia. La ventaja de esto era que Pips —casado por segunda vez, ahora con una glamurosa actriz de cine— podría como tío echarle un ojo. Como prenda de vida independiente, Iggie recibió un cochecito de regalo, con el que se lo ve muy agusto. Sobrevivió a la ordalía —tres años enteros de clases alemanas— y entró a trabajar en un banco de Fráncfort, lo que, como ácidamente escribiría años después en una carta, «me permitió familiarizarme con todos los aspectos de la actividad».

Conmigo se negó a hablar de aquellos años, excepto para decir que ser banquero judío en la Alemania de la Depresión era insensato. Eran los tiempos del ascenso del nazismo; tiempos en que los votos para Hitler crecían vertiginosamente, las fuerzas paramilitares de las SA se duplicaban hasta los cuatrocientos mil miembros y las batallas callejeras se hacían parte de la vida urbana. El 30 de enero de 1933 Hitler fue elegido canciller y un mes más tarde, tras el incendio del Reichstag, se confinó a miles de personas en «detención provisional». El más grande de los campos de detención estaba en Dachau, en el límite de Baviera.

Se esperaba que en julio de 1933 Iggie regresara a Viena para empezar a trabajar en el banco.

Quedarse en Alemania no era sensato, pero tampoco era un momento propicio para volver a Austria. Había turbulencias en Viena. Frente a la creciente presión de los nazis, el canciller austríaco, Engelbert Dollfuss, había suspendido las garantías constitucionales. Había choques violentos entre policías y manifestantes, y algunos días Viktor ni siquiera iba al trabajo; impaciente todo el día en la biblioteca, esperaba a que le llevaran los diarios de la tarde.

Iggie no se presentó. Huyó. La lista de las razones para huir empezaba por el banco —la sonrisa afectada que solía dedicarle el portero— y enlazaba con Viena. Y después se adentraba en la familia completa: papá, la bienvenida de la vieja cocinera, con empanada de ciervo y ensalada de patatas, Anna afanándose con sus camisas, su habitación con la cama Biedermeier esperándolo al fondo del largo pasillo conocido, después del vestidor, con el cubrecama quitado a las seis.

Iggie escapó a París. Entró a trabajar en una «casa de modas de tercera» como aprendiz de diseño de vestidos para la hora del té. Por las noches estudiaba corte en un atelier y empezaba a sentir cómo se desliza la tijera por un ondulante campo de seda verde tornasolada. Cuatro horas de sueño en el suelo del apartamento de un amigo y luego café y vuelta a dibujar. Quince minutos para comer, café y otra vez al trabajo.

Es pobre: aprende trucos para mantener la ropa limpia y elegante, cómo tomar y hacer bocamangas. Desde Viena, sin comentarios, los padres le envían una pequeña asignación. Y, aunque a Viktor debe de mortificarlo explicar a los amigos que Iggie no se va unir a la empresa —y tal vez balbucea cuando le preguntan qué hace exactamente el muchacho en París—, me pregunto si no comprende a su hijo. Viktor debe de saber algo del dilema de la huida, como Emmy debe de saber sobre el de quedarse o no.

Iggie tiene veintiocho años. Como para Emmy, la ropa es para él una vocación. Tantas horas vespertinas en el vestidor con los netsuke, Anna y la madre, alisando un vestido, comparando detalles de encajes de cuellos y puños. Tantas de jugar con Gisela en el cuarto del equipaje, con el baúl de los trajes viejos en un rincón. Números fechados del Wiener Mode dispersos sobre el parqué de la sala. Iggie sabía qué diferencias de corte había entre los pantalones de varios regimientos y cómo usar crepé de China en el bies. Y ahora, aunque descubre que no es tan bueno como esperaba, por fin está en marcha.

Pero entonces, después de nueve meses muy duros, vuelve a huir, esta vez a Nueva York, los muchachos y la moda. La cadencia de esta trinidad era tan fantástica que aun en la vejez se le escapaba una sonrisa al describir aquel viaje como una suerte de cruce bautismal de una vida a otra, en cierto modo un viaje a sí mismo.

Algo sé de esto a raíz de sus irónicos intentos de hacerme vestir mejor la primera vez que paré en su apartamento de Tokio. Fue junto a Iggie, en aquel junio caluroso y húmedo, cuando, vehemente, empapado y algo mugriento de viajar, comprendí, no que la ropa importaba, sino de qué modo importaba. Iggie y Jiro, su amigo del apartamento contiguo, me llevaron a unas grandes tiendas del centro de Ginza a comprarme ropa decente, chaquetas veraniegas de lino y camisas con cuello. El ama de llaves, la señora Nakano, se llevó los tejanos y las camisas sin cuello y me los devolvió remendados, doblados, con todos los botones repuestos y los puños sujetos con alfileres. Algunas prendas no volvieron a aparecer.

Durante otra visita a Tokio, mucho tiempo después, Jiro me regaló una tarjetita que había encontrado: «El barón I. Leo Ephrussi ruega se anuncie su asociación con Dorothy Couteaur Inc., antes parte de Molyneux, París». La dirección es Quinta Avenida, 695, y el número telefónico, Eldorado 5-0050. Muy apropiado, se diría. La moda era El Dorado para Iggie. Ha reemplazado el Ignace por el Leo, pero mantiene el barón en su sitio.

La invitación de Iggie, 1936.

Para Dorothy Couteaur Inc. —un nombre cuya arrastrada, chusca versión de couture parece salido de un Nabokov—, Iggie diseñó «El abrigo de balanceo suelto», que se lucía «elegantemente sobre un vestido de puro crepé beige con pliegues diagonales, con beige también como color de fondo del novedoso abrigo de crepé de seda con dibujo de golondrinas marrones». Es muy marrón, por cierto. Iggie diseñaba sobre todo «Trajes sofisticados para la americana exquisita», aunque también encontré una referencia a «Accesorios elegantes nunca exhibidos en California. Cinturones, carteras, joyas y polveras de cerámica», prueba bien de astucia, bien de apuros financieros. En el Women’s Wear Daily del 11 de marzo de 1937 hay «un importante tipo de conjunto de noche que propone una interesante alianza de telas: mientras el vestido refleja una influencia griega en el tejido de satén nacarado, el abrigo es de un exultante chiffon rojo adornado con frunces superficiales. El pañuelo puede usarse como faja del abrigo, dándole así un aire de redingote».

«Interesante alianza de telas» es una frase espléndida. Miro largamente la ilustración buscando «el aire de redingote».

Sólo cuando encontré el boceto de ropa náutica que hizo Iggie, basado en las banderas de señales de la Marina de Estados Unidos, caí en la cuenta de lo bien que lo estaba pasando. Muestra unas chicas con shorts y falditas subidas por los cordajes por unos marineros de músculos magníficos; el útil código nos informa de que las señales que lucen dicen «Tengo que comunicarme personalmente contigo», «Estás fuera de peligro», «Estoy ardiendo» y «No puedo resistir más».

Nueva York estaba repleta de rusos empobrecidos y de austríacos y alemanes que habían huido de sus países, e Iggie era sólo uno entre muchos. Aunque la diminuta asignación de Viena había terminado por reducirse a nada, y el diseño de moda rendía magramente, él era un hombre feliz. Conoció a su primer gran amor: Robin Curtis, un marchante de antigüedades poco menor que él, delgado y rubio. En un retrato doméstico, tomado en el apartamento que compartían con la hermana de Robin en el Upper East Side, ambos visten traje a rayas e Iggie está sentado en el brazo de un sillón. Detrás, en la repisa de la chimenea, hay fotos de familia de ambos. En otras fotos aparecen en traje de baño, de broma en una playa de México o de Los Ángeles: una pareja.

Iggie realmente escapó.

Elisabeth no habría consentido volver a Viena. Pero cuando el estado de las finanzas se hizo intolerable —clientes que plantaban a Henk, promesas incumplidas, etcétera—, se llevó a los niños a una granja en Oberbozen, un hermoso pueblo del Tirol italiano. El pueblo tenía su cacofónica banda de tambores para los días de fiesta, prados con gencianas y un aire ideal para la constitución de los niños, pero sobre todo era baratísimo y no exigía ninguno de los gastos del estilo de vida parisino. Por un tiempo los niños fueron a la escuela local, hasta que Elisabeth decidió enseñarles ella misma. Henk se quedó en París y en Londres, intentando recuperar las pérdidas de su empresa comercial. «Cuando venía a vernos —recuerda mi padre—, nos decían que no nos moviéramos porque estaba cansadísimo».

A veces ella los llevaba a Viena a ver a los abuelos y al tío Rudolf, que ya era un adolescente. El chófer los sacaba a pasear en el largo coche negro, sentados con Viktor en el asiento trasero.

El estado de Emmy no era inmejorable; tenía una insuficiencia cardíaca y había empezado a tomar píldoras. En las pocas fotos suyas de aquellos años parece mucho mayor y algo sorprendida por la madurez, pero sigue estando muy guapa con su capa negra y su gola blanca, con un sombrero prendido a los rizos grises, una mano en el hombro de mi padre y la otra en el de mi tío. Anna debe de cuidarla bien. Y todavía se enamora.

Aunque dice que no está preparada para ser abuela, le envía a mi padre una serie de postales muy coloridas basadas en cuentos de Hans Christian Andersen: «El porquerizo», «La princesa y el guisante» y otros. Docenas de postales con mensajes breves, todas las semanas, sin falta, cada una firmada «con mil besos de vuestra abuela». Emmy no puede resistirse a contar historias.

Rudolf, que de un año a otro va creciendo en casa sin sus hermanas ni su hermano, es alto y guapo, y en una foto aparece con pantalones de montar, enmarcado por el umbral del salón del palacio. Toca el saxofón. El eco del instrumento debía de sonar a gloria en las habitaciones cada vez más vacías.

En julio de 1934, Elisabeth y sus hijos pasaron quince días allí las semanas en que tuvo lugar un fallido golpe de Estado de las SS austríacas —señal para un levantamiento nazi—, durante el cual se asesinó al canciller Dollfuss en su despacho. La derrota del golpe implicó un alto costo en víctimas, y el nuevo canciller, Kurt Schuschnigg, juró su cargo en un clima de verdadero miedo a una guerra civil. Mi padre se recuerda entrando en la habitación de los niños y corriendo a la ventana para ver un camión de bomberos que traqueteaba por la Ringstrasse con todas las campanas sonando. He intentado que recordara más (¿manifestaciones nazis?, ¿policía armada?, ¿crisis?), pero no se deja influir. El alfa y omega de su Viena de 1934 es un camión de bomberos.

Viktor apenas finge ya ser banquero. Tal vez por esto, o por la competencia de su mano derecha, Herr Steinhausser, el banco marcha bien. Él sigue yendo todos los días, y allí estudia largos, ilustradísimos catálogos de Leipzig y Heidelberg. Se ha aficionado a coleccionar incunables, libros de impresión temprana, y su pasión particular —más intensa desde que se derrumbó el imperio— es la historia de Roma. Guarda los libros en la biblioteca que da a la Schottengasse, en una alta estantería cerrada con puerta de malla, y la llave en la cadenilla del reloj. Uno diría que las publicaciones tempranas de historia latina son un objeto de colección característicamente abstruso —y caro—, pero a él le interesan los imperios.

Viktor y Emmy pasan las vacaciones juntos en Kövecses, pero desde la muerte de los padres de ella el lugar está extrañamente disminuido; sólo quedan dos o tres caballos en los establos y aún menos guardabosques, y ya no hay cacerías de fin de semana. Emmy camina hasta el recodo del río, donde más allá de los sauces corre una brisa, y vuelve para la cena, como solía hacer con los niños, pero con el problema del corazón se ha vuelto lenta. La laguna de natación está abandonada. Las orillas son un susurro de juncos.

Los hijos Ephrussi se han dispersado. Elisabeth sigue en los Alpes, pero ahora en Ascona, Suiza, y va a Viena con los niños cuando puede. Para Anna son ocasiones de gran alharaca. Iggie diseña ropa náutica en Hollywood. Y a Gisela y su familia la guerra civil española los ha obligado a dejar Madrid y a establecerse en México.

En 1938 Emmy ha cumplido cincuenta y ocho años y aún es una bella mujer; la ristra de perlas da vueltas al cuello y cae hasta la cintura. Aunque Viena es un caos, la vida en el palacio está raramente detenida. Ocho sirvientes se encargan de mantener la perfección del estancamiento. Verdaderamente no sucede nada, aunque en el comedor se ponga la mesa a la una, y de nuevo a las ocho para la cena, y ahora sea Rudolf el que no aparece. Está siempre fuera, dice Emmy.

Viktor tiene setenta y ocho y es un calco de su padre… y del retrato del primo Charles que salió impreso con su necrológica. Pienso en Swann en su vejez, cuando se le han ensanchado los rasgos; la nariz Ephrussi descuella. Miro una foto del Viktor de barba bien recortada y me doy cuenta de que se parece a mi padre tal como es ahora, y me pregunto cuánto tardaré yo en verme así.

La angustia lleva a Viktor a leer varios periódicos al día. Tiene razón en angustiarse. Hace años que Alemania ejerce abierta presión sobre Austria y financia disimuladamente a los nacionalsocialistas locales. Ahora Hitler ha exigido que el canciller Schuschnigg libere a miembros del partido nazi encarcelados y los deje incorporarse al gobierno. Schuschnigg ha cedido. Pero la presión no cesa y el canciller se harta. Decide convocar un plebiscito sobre la independencia austríaca del Reich nazi. Será el 13 de marzo.

El martes 10 de marzo, cuando Viktor va al Wiener Club del Kärtner Ring (tomando hacia la izquierda al salir a la calle, a quinientos metros sobre la acera izquierda) a comer con sus amigos judíos, la tarde se desvanece en humo mientras ellos discuten qué está ocurriendo. La historia no quiere ayudarlo.