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DEBES CAMBIAR TU VIDA
El primer curso de Elizabeth en la Universidad fue caótico. La situación financiera de la Universidad de Viena se había vuelto tan crítica que se hizo una llamada de ayuda a toda Austria, y en particular a la capital. «De no haber pronta asistencia, inevitablemente la Universidad se precipitará al nivel de una pequeña Hochschule. Los profesores ganan salarios de hambre… No puede funcionar la biblioteca». Un profesor de visita comentó que el ingreso anual de un docente no alcanzaba para comprar un traje y ropa interior para él ni para vestir a su mujer y a sus hijos. En enero de 1919 se cancelaron las clases por falta de combustible para las aulas. Esto volvió a activar el clima incendiario de posibilidad académica. Perversamente, el momento era excepcional para estudiar: había escuelas austríacas —o vienesas— de economía, física teórica, y filosofía, derecho, psicoanálisis (encabezada por Freud y Adler), historia e historia del arte. En cada una de ellas extraordinarios conocimientos se aparejaban con rivalidades intensas.
Elisabeth había elegido estudiar filosofía, derecho y economía. Era una elección muy judía, en cierto sentido: en las tres disciplinas había una fuerte presencia judía. Judía era una tercera parte de la Facultad de Derecho. En Viena, abogado significaba «intelectual». Y eso era ella: una intelectual de dieciocho años, franca, valiente y centrada, de blusa blanca de crepé de China con un lazo negro al cuello. De ese modo cortaba de manera radical con las intermitencias emocionales de su madre. Y con la vida doméstica que poco a poco resurgía en el palacio: la habitación de los niños, el ruidoso hermanito nuevo, la agitación.
Elisabeth decidió estudiar bajo la dirección de un economista temible, Ludwig von Mises, un hombre conocido en la Universidad como Der Liberale. El joven Mises se proponía ganar reputación haciendo hincapié en la impracticabilidad del Estado socialista. Aunque en las calles de Viena hubiese comunistas, Mises iba a encontrar argumentos económicos para demostrar que estaban equivocados. Había iniciado un seminario de círculo reducido, «privatissimum», en el cual cada selecto discípulo debía presentar un trabajo. El 26 de noviembre de 1918, una semana después de que naciera Rudolf, Elisabeth tuvo su primera intervención sobre «Carver y la teoría del interés». Los alumnos recordaban cuán intenso era el escrutinio en los seminarios de Mises, la génesis de una famosa escuela de economía del libre mercado. Yo tengo los ensayos estudiantiles de Elisabeth con títulos como Inflation und Geldknappheit [Inflación e iliquidez] (quince páginas de escritura menuda y apretada), Kapital (treinta y dos páginas) y John Henry Newman (treinta y ocho páginas).
Pero su pasión era la poesía. Les enviaba poemas a su abuela y a su amiga Fanny Lowenstein-Schaffeneck, que ahora trabajaba en una excitante galería de arte contemporáneo que vendía las pinturas de Egon Schiele.
Elisabeth y Fanny estaban enamoradas de Rainer Maria Rilke. El poeta las consumía: sabían de memoria los dos volúmenes de sus Neue Gedichte [Nuevos poemas] y esperaban con impaciencia que publicase otros poemas; no soportaban su silencio. Rilke, que había sido amanuense de Rodin en París, había escrito un libro sobre el escultor, y después de la guerra, las muchachas viajaron con sendos ejemplares para rendir homenaje en el Museo Rodin. En los márgenes del suyo Elisabeth registró la emoción de las dos con ráfagas de lápiz.
Rilke era el gran poeta radical de su tiempo. Sus Dinggedichte, «poemas-cosa», combinaban expresión directa y sensualidad intensa. «La cosa es definida; la cosa de arte ha de estar más definida aún, libre de todo accidente, apartada de la oscuridad…». Los poemas de Rilke están llenos de epifanías, momentos en que las cosas cobran vida; el gesto inicial de una bailarina es el destello de una cerilla de azufre. O de momentos en que algo cambia en un clima de verano, o el ánimo nos da un salto cuando vemos a alguien como por primera vez.
Y están llenos de peligro: «Todo arte nace del que ha afrontado el peligro, del que ha ido hasta el extremo de una experiencia, donde no se puede avanzar más». Ser artista es eso, dice Rilke, y nos deja sin resuello. Estamos siempre vacilantes al filo de la vida, como el cisne frente a un «ansioso por lanzarse | a la suave corriente donde está contenido». «Debes cambiar tu vida», escribió Rilke en el soneto «Archaïscher Torso Apollos» [«Torso de Apolo arcaico»]. ¿Puede haber mandato más apasionante?
Sólo después de que Elisabeth muriera, a los noventa y dos años, tomé conciencia de lo importante que era Rilke para ella. Me había llegado algo sobre la existencia de unas cartas, pero únicamente como rumor, como el amortiguado redoble de un esplendor. Fue una tarde de invierno en el patio del palacio Ephrussi, de pie ante una estatua de Apolo con su lira, tratando de recordar el poema de Rilke, cuando supe que tenía que encontrarlas.
El tío Pips le había dado a Elisabeth una presentación para Rilke. Cuando el estallido de la guerra había dejado al poeta varado en Alemania, Pips lo había ayudado. Ahora le escribía para invitarlo a Kövecses: «Esta casa está siempre abierta para usted. Nos haría muy felices que se anunciara sans cérémonie». Luego le ruega permiso para que su sobrina predilecta le envíe unos poemas. En el verano de 1921, Elisabeth —sin aliento— le escribió a Rilke, adjuntando a la carta «Miguel Ángel», un drama en verso, y preguntándole si podía dedicárselo. Hubo una larga demora —debida a que él estaba concluyendo las Duineser Elegien [Elegías de Duino]—, pero la primavera siguiente respondió con una carta de cinco páginas y empezaron a escribirse la estudiante de veinticinco años desde Viena y el poeta de cincuenta y dos desde Suiza.
La correspondencia empezó con una negativa. Él se resistió a la dedicatoria. La mayor satisfacción sería ver el poema publicado; entonces el libro, decía, «representaría para mí un vínculo perdurable […]. Acepto con placer ser su mentor en su Erstling [debut], pero sólo si no me menciona». Sin embargo, continuaba, le interesaría leer lo que Elisabeth está escribiendo. Se correspondieron durante cinco años. Hay doce cartas muy largas de Rilke, sesenta páginas de copias manuscritas de poemas y traducciones suyas intercaladas, y muchos volúmenes de su poesía con cálidas dedicatorias.
Si uno se detiene en una biblioteca a mirar las obras completas de Rilke, casi un metro de volúmenes, comprobará que el grueso lo conforman cartas, y que la mayoría de éstas parecen dirigidas a «decepcionadas damas con título», para decirlo con las penetrantes palabras de John Berryman. Elisabeth, una joven baronesa poética, no era un personaje inusual entre las corresponsales. Pero Rilke escribía grandes cartas, y éstas en particular son maravillosas: exhortatorias, líricas, amenas y comprometidas, un testamento a lo que él llamaba «una amistad de escritura». Nunca se han traducido y sólo hace poco fueron transcritas por un estudioso de Rilke que trabaja en Inglaterra. Yo aparto mis potes y despliego fotocopias de esas cartas sobre las mesas. Paso dos felices semanas intentando posibles traducciones de las sinuosas y rítmicas frases con un estudiante de filología alemana.

La doctora Elisabeth Ephrussi, poetisa y abogada, en 1922.
Mientras traduce la obra de su amigo Paul Valéry, Rilke le habla a Elisabeth del «gran silencio» de éste, de los años en que no escribió ni un verso. Incluye la traducción que acaba de hacer. Le habla de París y de cómo la reciente muerte de Proust le ha afectado, le ha hecho recordar sus años en la ciudad, sus tiempos de secretario de Rodin, y le ha despertado el deseo de volver y estudiar otra vez. ¿Ha leído Elisabeth a Proust? Debería hacerlo.
Y se preocupa particularmente por la situación de ella en Viena. Le intriga el contraste entre sus estudios universitarios de derecho y poesía:
Sea como sea, querida amiga, no me desvelan sus facultades artísticas, a las cuales doy tanta importancia… Si bien no puedo prever qué camino decidirá usted tomar con su doctorado en leyes, encuentro positivo el contraste entre sus dos ocupaciones; cuanto más diversa sea la vida de la mente, mayores serán las posibilidades de proteger la inspiración, esa inspiración siempre imprevisible que surge dentro.
Después de leer tres nuevos poemas de ella, «Un atardecer de enero», «Noche romana» y «Edipo rey», juzga: «Aunque los tres son buenos, tiendo a poner el Edipo por encima de los otros». Elisabeth describe a Edipo abandonando la ciudad rumbo al exilio, envuelto en una capa, cubriéndose los ojos con las manos, y cómo «los demás regresaron al palacio y una a una las luces se fueron apagando». Con todo el tiempo que había pasado con su padre y la Eneida, el exilio no podía dejar de provocar en ella emociones poderosas.
Si al terminar los estudios Elisabeth tuviera tiempo, podría leer literatura, pero el consejo de Rilke es que mire el azul de los jacintos. ¡Y la primavera! También le da consejos específicos sobre sus poemas y la traducción; a fin de cuentas «no es el jardinero alentador y cariñoso el que ayuda, sino el de las tijeras de podar y el azadón; ¡la reprimenda!». Comparte con ella lo que se experimenta al haber acabado una gran obra. Uno siente una ingravidez peligrosa, escribe, como si pudiera flotar hasta perderse.
En ocasiones se pone lírico:
Creo que en Viena, cuando no nos muerde el viento rastrero, podemos percibir la primavera. A menudo en las ciudades hay presagios, una palidez de la luz, una suavidad inesperada de las sombras, un destello en las ventanas; un leve embarazo de ser una ciudad […]. En mi experiencia, solamente París y (de un modo ingenuo) Moscú absorben la naturaleza toda de la primavera como si fueran ellas mismas paisajes…
Y se despide: «Adiós por ahora: aprecio profundamente el calor y la amistad de su carta. ¡Ojalá esté usted bien! Su sincero amigo, R. M. Rilke».
Uno imagina lo que habrá sido recibir esa carta. Ver la letra levemente rizada e inclinada a la derecha en el sobre de Suiza, cuando traen el correo a la sala de desayuno del palacio, con tu padre en una punta abriendo los catálogos color beige de Berlín, tu madre en la otra con el folletín y tu hermano y tu hermana discutiendo en voz baja. Abrir el sobre con el cortapapeles y encontrar que Rilke te ha enviado uno de sus Sonette an Orpheus [Sonetos a Orfeo] y una transcripción de un poema de Valéry. «Parece un cuento de hadas. No llego a creer que me pertenezca», responde ella esa noche desde su escritorio contra la ventana que da a la Ringstrasse.
Planearon conocerse. «Que no sea una breve hora, sino un momento de tiempo real», escribe él, pero en Viena no lograron encontrarse y en París Elisabeth equivocó la hora y tuvo que irse antes de que él llegase. Encuentro los telegramas. «Rilke desde el hotel Lorius, en Montreux, 11:15 h, a Mademoiselle Elisabeth Ephrussi, 3 rue Rabelais, París (réponse payée)», la respuesta de ella cuarenta minutos después y la de él la mañana siguiente.
Después él enfermó y no pudo viajar y hay un hiato mientras está en un sanatorio donde intentan tratarlo; luego hay una carta final quince días antes de que muera. Y más tarde un paquete que envía desde Suiza la viuda de Rilke: son las cartas de Elisabeth. Ella reúne toda la correspondencia en un sobre que marca con cuidado y que, durante su larga vida, guarda en un cajón tras otro.
Como regalo para su «querida sobrina Elisabeth», tío Pips encargó a un escriba berlinés que copiara e iluminara «Miguel Ángel» en vitela, como un misal medieval, y lo encuadernara en bucarán verde. Es un eco amable de un volumen temprano de Rilke, Das Stunden-Buch [El libro de horas], donde cada estrofa comienza con una letra en carmín. Mi padre recuerda que ese libro está entre los que él tiene; lo busca y me lo trae al estudio. Ahora lo tengo sobre mi escritorio. Lo abro y leo el epígrafe de Rilke y el poema de ella. «Es muy bueno —pienso— este poema sobre un escultor que hace cosas. Verdaderamente rilkiano».
Cuando yo tenía unos catorce años, y Elisabeth ochenta, empecé a mandarle mis poemas de colegial y ella me respondía con críticas cuidadosas y sugerencias sobre qué leer. Yo leía poesía todo el tiempo. Sentía un anhelo apasionado y silencioso por la chica de la librería donde las tardes de sábado gastaba mi paga en delgados volúmenes de poesía de la editorial Faber.
Las críticas de Elisabeth no tenían vuelta. Odiaba la sensiblería, la «inexactitud emocional». Pensaba que carecía de sentido estructurar el poema si no se podía escandir el verso. Ningún punto, pues, para mi serie de sonetos sobre la muchacha de pelo oscuro de la librería. Pero el mayor desdén era para la indefinición, el acto de desdibujar lo real en ráfagas de emoción.
A la muerte de Elisabeth heredé muchos de sus libros de poesía. Según su personal sistema de organización, Das Stunden-Buch de Rilke es el número 26, el libro sobre Rodin el 28, Stefan George es «EE 36» y los poemarios de su abuela los números 63 y 64. Envío a mi padre a una biblioteca universitaria que tiene algunos libros de ella para cotejar cuándo los leía y tengo que parar cuando me descubro de madrugada hojeando los volúmenes de Elisabeth de poesía francesa, los doce tomos de Proust y las primeras ediciones de Rilke en busca de comentarios al margen, fragmentos de versos olvidados, una carta extraviada. Me acuerdo del Herzog de Saul Bellow, que se pasaba noches sacudiendo libros por si aparecían billetes que había usado como puntos.
Cuando realmente encuentro algo me arrepiento. En el reverso de la página del domingo 6 de julio de una agenda de escritorio, negra y roja como un misal, encuentro una transcripción suya de un poema de Rilke. Hay una genciana traslúcida marcando una página del Ephemeriden de Rilke; la dirección de Herr Pannwitz en Viena metida en los Charmes de Valéry; una foto de la sala de estar de Kövecses en Du côté de chez Swann. Y me siento como un librero juzgando una cubierta amarilleada por el sol, observando las anotaciones, evaluando su posible interés. No es sólo una intromisión en la lectura de ella, algo de por sí extraño e insolente, sino además casi un cliché. Estoy convirtiendo encuentros reales en flores secas.
Recuerdo que en realidad a Elisabeth no le atraía mucho el mundo de los objetos, los netsuke, las porcelanas, como tampoco le gustaba en absoluto preocuparse ni molestarse por cómo se vestía uno por la mañana. En su último apartamento había una gran pared de libros y una única repisa blanca, angosta, donde se equilibraban un perro chino de terracota y tres jarras con tapa. Aunque me apoyó en la decisión de ser ceramista —y una vez, cuando yo intentaba construir mi primer horno, me extendió un bonito cheque—, la idea de que me ganara la vida haciendo cosas le divertía poco. Pero amaba la poesía, el mundo de las cosas duras, definidas y vivas hecho lirismo. Le habría disgustado ver que para mí sus libros son fetiches.
En el palacio Ephrussi de Viena hay un conjunto de tres estancias en fila. A un lado está la de Elisabeth, una suerte de biblioteca donde ella se sienta a escribir poemas, ensayos y cartas a su poética abuela Evelina, a Fanny y a Rilke. Al otro está la biblioteca de Viktor. En el centro, el vestidor de Emmy con el gran espejo, el tocador con el ramito de flores de Kövecses y la vitrina de los netsuke. Es la que menos a menudo se abre.
Para Emmy son años duros. Tiene algo más de cuarenta años e hijos que necesitan su atención pero que empiezan a alejarse. Todos la preocupan, cada uno a su manera, y ya no vienen a hablar con ella mientras se viste y a confiarle cómo han pasado el día. Para complicar las cosas, hay una criatura en el cuarto infantil. Emmy los lleva a la Ópera, territorio neutral: Tannhäuser con Iggie el 28 de mayo de 1922, Tosca con Gisela el 21 de septiembre, y en diciembre toda la familia a Die Fledermaus [El murciélago].
En estos años difíciles no hay en Viena tantos pretextos para arreglarse mucho. Anna no anda menos atareada —para la doncella de una señora siempre hay algo que hacer—, pero el vestidor ya no centraliza la vida de la casa. Está en silencio.
Pienso en esa habitación y me acuerdo de Rilke: «[…] una quietud vibrante como la de una vitrina».