CAFÉ DE
WHISTLE STOP
WHISTLE STOP (ALABAMA)
9 DE MAYO DE 1949
Aquella noche, Grady Kilgore, Jack Butts y Smokey Lonesome estaban en el café la mar de divertidos. Era la séptima semana consecutiva que habían logrado lanzarle al reverendo Scroggins una bomba fétida al interior del coche. En cuanto asomó Muñón por la parte de atrás, de veintiún botones, con traje azul y pajarita azul, empezaron a tomarle el pelo.
—A ver, acomodador, ¿cuál es mi localidad? —le dijo Grady.
—Vamos, chicos —dijo Idgie—, dejadlo tranquilo. Está muy guapo. Sale con Peggy Hadley, la hija del médico.
—Ah, el doctor… —dijo Jack con retintín.
Muñón fue a coger una cola y miró a Idgie frunciendo el ceño. De no haber sido por ella, no habría tenido que cargar con el muerto de ir al «Banquete para Parejitas» de las de último curso con Peggy Hadley, una muchachita de la que había estado muy colado de pequeño, pero que luego se le había quedado pequeña. Peggy tenía dos años menos, y llevaba gafas, y él la había casi ignorado durante todo el bachillerato. Pero, en cuanto se enteró de que él había regresado del colegio mayor, en Georgia, donde estudiaba en la Escuela Técnica, para pasar el verano con la familia, ella fue en seguida a preguntarle a Idgie sí creía que Muñón querría ser su pareja para el banquete, e Idgie aceptó del mejor grado.
Como todo un caballero que era, pensó que, por una noche, no se iba a morir, aunque entonces ya no estaba tan seguro.
Idgie fue a la nevera de la cocina y le dio a Muñón un ramillete de rosas de pitiminí.
—Toma, he ido hoy a la otra casa y te he cogido éstas. Llévaselas. A tu madre le encantaban.
—Oh, tía Idgie —exclamó él, entornando los ojos—, ya puestos, podías ir tú por mí. No sé qué más te falta para organizarme la noche. Y, tú, Grady —añadió Muñón dirigiéndose al grupo—, ¿por qué no te vienes?
—Pues no es por falta de ganas —dijo Grady meneando la cabeza—; Gladys me mataría si me viese con una mujer más joven. Pero ¡bah!, qué sabrás tú de eso. Espera a llevar tantos años casado como yo y verás, muchacho. Además, ya no soy el que era.
—¡Bah! ¡Qué habrás sido tú nunca! —le espetó Jack.
Todos rieron y Muñón se dirigió hacia la puerta.
—Bueno, me voy. Supongo que aún os veré a la vuelta.
Todos los años, después del banquete, los jóvenes se reunían en el café, y aquella noche no iba a ser una excepción.
Peggy se presentó preciosa, con un blanco vestido de ganchillo y el ramillete de flores prendido en el hombro.
—Gracias a Dios que estás bien —dijo Idgie al verla—. Estaba preocupadísima por ti.
Peggy le preguntó que por qué demonios había estado preocupada.
—¿Es que no te has enterado de lo que le ocurrió a una chica en Birmingham la semana pasada? —dijo Idgie—. Cogió tal recalentón durante la fiesta de su colegio que ardió mientras la fotografiaban. Un caso de combustión espontánea. Desapareció en un instante. No quedó de ella más que los zapatos. Su pareja tuvo que recoger los restos con pinzas.
Peggy, que al principio creyó que iba en serio, se la quedó mirando.
—Conque tomándome el pelo, ¿eh?
Muñón se alegró de que se hubiese acabado la velada. El hecho de haber destacado tanto en el campeonato de rugby el año anterior, hizo que todavía muchos chicos lo asediasen y que muchas chicas lo vitoreasen jubilosas al verlo.
Salieron con el coche, lo detuvo al llegar frente a la casa de Peggy y, cuando ya iba a bajar y a dar la vuelta para abrir la puerta del lado de Peggy, ella se quitó las gafas, se inclinó, alzó la vista y, con aquellos ojos de miope a lo Susan Hayward, le dijo: «Bueno, pues buenas noches».
Él miró aquellos ojos, percatándose de que era la primera vez que se los veía: como dos lagos de acastañado terciopelo en los que habría podido zambullirse y nadar. Tenía su rostro a milímetros del suyo y aspiró el embriagador aroma de su perfume White Shoulders. Y entonces se le convirtió en la Rita Hayworth de Gilda; o, no, mejor dicho, en la Lana Turner de El cartero siempre llama dos veces. Besarla fue el momento más apasionado de su vida.
Aquel verano, el traje azul se dio un buen trote; y, en otoño, terminó en Columbus, Georgia, adonde fueron para casarse en el Juzgado. «Ya te lo decía yo», fue el único comentario que después le hizo Idgie a Muñón.
A partir de entonces, todo lo que tenía que hacer Peggy era quitarse las gafas y mirarlo, para que él perdiese el mundo de vista.