V

Al cabo de algunos días se verificó la apertura de la Dieta, de la cual fue nombrado presidente Hrapovitski, como había previsto Kettlin.

Como la Dieta se había convocado únicamente para fijar la fecha de la elección y nombrar el Capítulo supremo[10], como en tales asuntos no había campo bastante para las intrigas de los diversos partidos, las sesiones se celebraban con bastante tranquilidad.

La cuestión de la revisión de los poderes había producido al principio cierta agitación. Cuando el diputado Kettlin pretendió que fuese invalidada la elección del secretario de Belsk y de su colega el príncipe Bogislao Radzivil, una voz estentórea gritó desde la galería: «¡Traidor! ¡Funcionario extranjero!». Y a esta voz se unieron otras a las que hicieron eco no pocos diputados, lo cual dio lugar a que la Dieta se dividiese en los partidos: los que pedían la exclusión de los diputados de Belsk y los que querían, por el contrario, que se ratificase la elección.

Por último, se nombró una comisión, como hoy se dice, y que entonces se llamaba un tribunal, para decidir la cuestión, y éste declaró que la elección era válida.

El golpe, sin embargo, había sido demasiado doloroso para el orgulloso príncipe Bogislao. El mero hecho de que la Dieta hubiese tomado en consideración la proposición de comprobar si el príncipe estaba suficientemente autorizado para tomar asiento en la Cámara, junto con los rumores que corrían entre el público sobre las traiciones que había cometido durante la invasión sueca, bastaba para cubrirlo de oprobio a los ojos de todo el reino y minar, desde los cimientos, sus proyectos ambiciosos.

El príncipe había calculado que después de que los partidarios del Conde de Neuburg y de Lorena, no teniendo en cuenta los demás candidatos menos influyentes, se hubieran vilipendiado recíprocamente, la elección podría recaer sobre un magnate originario del país.

Su orgullo y sus aduladores le decían que cuando llegase ese momento, el magnate indicado no podría ser sino del país y estar dotado de talento inmenso, amén de pertenecer a alguna de las más célebres y poderosas familias; en otros términos: no podía ser elegido otro que él mismo.

Manteniendo secretos sus designios hasta que se presentase la ocasión propicia, el príncipe había ido tendiendo sus redes por Lituania, y ahora precisamente las extendía por Varsovia, cuando advirtió, de repente, que le acababan de romper las mallas y que la brecha era tan grande que por ella se le escaparían fácilmente todos los peces. Durante todo el tiempo que la comisión estuvo deliberando, andaba él agitado por una sorda rabia. Y como no podía vengarse de Kettlin, por ser éste diputado, prometió un premio a aquel de entre sus clientes que descubriese quién era el que había gritado «¡Traidor! ¡Funcionario extranjero!» entre el público cuando Kettlin presentó su proposición.

El nombre de Zagloba era demasiado célebre para que pudiese permanecer mucho tiempo secreto, y tanto más cuanto él no tenía el menor interés en ocultarse.

El príncipe levantó un gran revuelo; pero se quedó casi desconcertado al saber que había sido insultado por un hombre muy popular y a quien no se podía acusar impunemente.

También Zagloba conocía su poder; y cuando las amenazas comenzaron a llover sobre él, dijo en una reunión de la nobleza:

—Sé que alguien correría un gran peligro si se tocase solamente a uno de mis cabellos. La elección no está lejana, y cuando se reúnan cien mil espadas se podrá hacer una buena ensalada.

Estas palabras llegaron a oídos del príncipe, que se mordió los labios y sonrió burlonamente: pero en su interior se dijo que el viejo tenía razón y al día siguiente cambió de táctica.

Durante el banquete que dio el príncipe chambelán, hubo uno que habló de Zagloba, y Bogislao dijo interrumpiéndole:

—Siento que ese caballero me sea tan hostil. Por mi parte profeso viva simpatía y cariño a las personas valerosas y caballerescas, y le seguiré estimando, aun cuando él no cese de insultarme.

Una semana después el príncipe repetía estas mismas palabras a Zagloba, a quien encontró en casa del capitán general Sobieski.

Aunque Zagloba conservaba su aspecto tranquilo y animoso, el corazón le palpitó más fuerte en el pecho a la vista del príncipe, porque Bogislao era un mal enemigo y todos temían su poder.

El príncipe fue el primero que, a través de la mesa, le dirigió la palabra, diciéndole:

—Distinguido Pan Zagloba: me han referido que fuisteis vos y no un diputado quien quiso hacer excluir de la Dieta a un hombre tan limpio de mancha como yo; pero os perdono como buen cristiano, y si alguna vez tuviereis necesidad de mi apoyo, aquí estoy siempre dispuesto a serviros.

—Me atuve únicamente a la Constitución, como es el deber de todo noble —replicó Zagloba—. En cuanto al apoyo que me ofrecéis, os diré que el de Dios es el único que necesita un hombre que está cerca de los noventa.

—Hermosa edad, y doblemente hermosa si la virtud del hombre corresponde a su longevidad… y de esto no quiero dudar.

—He servido a mi país y a mi rey sin solicitar mercedes del extranjero.

El príncipe arrugó el entrecejo.

—También habéis militado contra mí —le dijo—, pero dejemos que la paz y la armonía reinen entre nosotros en lo sucesivo. Olvidémoslo todo, hasta que habéis ayudado en su odio personal a otro hombre para que se vengara de mí. Así, pues, si con este enemigo tengo todavía una cuenta que ajustar, a vuestra gracia le alargo mi mano y le ofrezco mi amistad.

—Soy un pobre hombre y la amistad que me ofrecéis es tan alta para mí, que debería ponerme de puntillas para alcanzarla, y ésa es demasiada incomodidad para mi edad. Por otra parte, si vuestra gracia serenísima alude a mi buen amigo Kmita en esas cuentas que decís tenéis que saldar con él, os agradecería infinito que renunciarais a vuestra aritmética.

—¿Queréis decirme por qué?

—Porque en la aritmética hay cuatro reglas fundamentales. Pan Kmita posee una fortuna considerable, comparada con vuestra riqueza de príncipe. En este momento está ocupado en la multiplicación y no permitirá a nadie que le sustraiga la menor cosa. Mas admitiendo el nada probable caso de que se aviniera a dar algo a los demás, no creo que vuestra gracia serenísima quedase satisfecho de la parte que le tocara.

Aunque Bogislao era de palabra fácil y pronta, enmudeció, sin embargo, quizá porque los argumentos o la insolencia de Zagloba le asombraron hasta el punto que lo redujeron al silencio.

Todos los circunstantes soltaron la carcajada. Sobieski, que reía a mandíbula batiente, le dijo:

—Es un veterano que sabe manejar la espada tan bien como la lengua. Vale más dejarlo en paz.

Así lo hizo Bogislao, viendo que había dado con la horma de su zapato, y ya no trató de atraerse al viejo Zagloba. Se puso a conversar con otro, arrojando de cuando en cuando miradas preñadas de odio al anciano caballero; pero Sobieski, que quería divertirse, comenzó a decirle:

—Sois un maestro…, un verdadero maestro. ¿Habéis encontrado nunca en todo el reino un hombre que os iguale?

—En manejar la espada —repuso Zagloba satisfecho del elogio— sólo Volodiovski me ha superado; en cambio, yo he adiestrado bastante bien a Kmita.

Y así diciendo, miró a Bogislao, que simuló no haberlo oído; y continuaba hablando con fingida animación con su vecino de mesa.

—A fe mía —exclamó el capitán general— que vi una vez en la faena a Miguel, y me confiaría ciegamente a él aunque estuviese en juego el destino de toda la cristiandad. ¡Qué lástima que el Destino haya herido a un soldado tan valiente!

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Sobieski, portaespada de Tsehanov.

—La joven que amaba ha muerto en Czestochowa —respondió Zagloba—, y lo peor es que no ha sido posible descubrir dónde se encuentra él.

—¡Pues yo sí lo he visto! —gritó Varshytski, castellano de Cracovia—. Viniendo a Varsovia le encontré en el camino y me pareció que se dirigía aquí. Me dijo que estaba disgustado del mundo y de sus vanidades y que iba a Mons Regius para terminar su mísera existencia en la penitencia y la meditación.

Zagloba se arrancó los pocos cabellos que le quedaban al oír esta noticia.

—¡Que Dios nos asista! ¡Se ha hecho fraile camandulense! —exclamó, presa de la mayor desesperación—. Pero no será fraile aunque tuviera yo que asaltar Mons Regius y arrancarlo por fuerza del convento. Mañana iré allá y quizá se dejará persuadir; pero si así no fuese, veré al nuncio y al prior, y si necesario fuera me largaría a Roma. No pretendo oponerme a la gloria de Dios: pero ¿qué clase de fraile hará él sin barba? ¡Si tiene tantos pelos en la cara como yo en la palma de la mano! ¡Vive Dios! Nunca será capaz de cantar misa, y si la cantara, todos los ratones del convento huirían asustados creyendo oír los maullidos de un gato. Perdonad, señores, si digo lo que el dolor hace subir a mis labios. Si yo tuviese un hijo, no podría amarlo más de lo que amo a Miguel. ¡Que Dios le ilumine! ¡Él, hacerse fraile camandulense! Vamos, eso no me cabe en la cabeza, y juro que no lo será: ¡tan cierto como que estoy aquí entre vosotros! Mañana iré directamente al primado y le pediré una carta para el prior.

—Aún no puede haber pronunciado los votos —observó el capitán general—, pero vuestra gracia no debe mostrarse muy presuroso, ni insistir demasiado, no sea caso que él se obstine. Por lo demás, conviene también tener en cuenta una cosa: ¿no se manifiesta quizá la voluntad de Dios en esta intención suya?

—¡Qué ha de manifestarse! La voluntad de Dios no se manifiesta así, de sopetón. Un antiguo proverbio dice: «Todo lo que es repentino viene del diablo». Si hubiese sido la voluntad de Dios ya se habría observado en él este deseo hace mucho tiempo. Si hubiese tomado tal resolución tranquilamente y cuando se hallaba en el pleno uso de su razón, no diría yo que no; pero como no ha sido así, creo que lo mismo hubiera vendido su alma al diablo en aquel momento en que le dio por meterse a fraile. Yo no intento forzarle; antes de hablarle pensaré maduramente lo que debo decirle, para que no se exaspere desde el principio. Mis esperanzas reposan en Dios. Miguel Volodiovski ha confiado siempre más en mis luces que en las suyas, y espero que se dejará convencer esta vez también, a menos que haya cambiado por completo.