XXIV
El día siguiente, en efecto, se presentó ante Kamieniec el visir en persona con numerosas legiones de espahís, de jenízaros y de otras tropas asiáticas.
Al verlo acompañado de semejante ejército, se creyó que quería dar el asalto a la fortaleza, pero solamente deseaba examinar las obras de defensa y los baluartes exteriores.
Myslishevski hizo una salida con una división de infantería y de voluntarios a caballo. Se trabó de nuevo otra escaramuza, que, aunque favorable a los polacos, no fue tan brillante como la del día anterior.
El gran visir ordenó al fin a los jenízaros simular un ataque contra los baluartes. Tronaron los cañones, haciendo retemblar la ciudad y la fortaleza.
Cuando los jenízaros estuvieron cerca del cuartel de Potoski, hicieron una descarga cerrada: pero éste contestó desde los bastiones con un fuego bien dirigido, y los jenízaros, temiendo que la caballería les atacase de flanco, se retiraron hacia el camino de Ivanyets, volviéndose a su campamento.
Por la noche, un cíngaro que había desertado del campo turco logró penetrar en la ciudad.
Era un siervo del agá de los jenízaros a quien su amo había mandado azotar. A las preguntas que le hicieron, respondió que los mahometanos esperaban apoderarse de Kamieniec y que únicamente temían que Sobieski corriese en socorro de la plaza sitiada.
El kaimakán Kara-Mustafá había aconsejado que se diera enseguida el asalto a las murallas; pero el visir, más prudente, prefería establecer un asedio regular, y el sultán, al conocer el resultado de las últimas escaramuzas, se mostró propenso a seguir el consejo del visir.
Al oír estas noticias, una gran inquietud empezó a apoderarse de Potoski, del obispo, del chambelán, de Volodiovski y de todos los demás oficiales superiores.
Habían supuesto que los turcos darían inmediatamente el asalto, y, con los medios de defensa con que contaba la plaza, creían fácil rechazar al enemigo causándole gravísimas pérdidas.
Sabían por experiencia que durante los asaltos los que atacan sufren mucho más que los atacados, y que todo asalto rechazado quebranta el ánimo de los sitiadores, aumentando el valor de los sitiados.
Pero un sitio regular cansaría seguramente a las tropas y a los ciudadanos, debilitaría su resistencia y los inclinaría a la capitulación.
No se podían esperar grandes resultados de las salidas, porque habría sido una imprudencia desguarnecer los baluartes de soldados, sacándolos fuera de las murallas.
Por otra parte, los polacos no habrían podido resistir ni hacer frente a todo el cuerpo de los jenízaros.
El 16 de agosto avanzó el kan con sus hordas y Doroshenko con sus cosacos, ocupando un espacio inmenso sobre el campo que empezaba en Oryuin.
Sufan-Kara-Agá pidió una entrevista a Myslishevski y le propuso que si rendía la fortaleza se le concederían las más favorables condiciones, tales como hasta entonces no se habían registrado en la historia de los asedios de célebres ciudades.
El obispo deseaba ardientemente conocer estas condiciones, pero le redujeron al silencio los gritos de los demás miembros del Consejo los cuales decidieron rechazar toda propuesta y contestar con una negativa.
El 18 de agosto avanzaron los turcos con el sultán a su cabeza, y acamparon en torno de la ciudad. Mientras se levantaban las tiendas no cesaban los jenízaros de hacer fuego contra el castillo, y desde éste se respondía igualmente con un incesante cañoneo.
El eco de los disparos repercutía entre las rocas, y el humo ofuscaba el sereno azul del cielo.
Por la tarde Kamieniec quedó tan bien cercada, que sólo una paloma hubiera podido salir de ella.
El fuego cesó en cuanto las primeras estrellas empezaron a brillar en el firmamento.
Durante algunos días continuó este cañoneo por ambas partes, produciendo graves daños a sitiados y a sitiadores.
Los turcos, ignorando que había cañones de gran alcance en todos los fuertes de la ciudad, habían levantado sus tiendas en ciertos puntos que estaban a tiro de la artillería.
Miguel había dado orden de dejarlos hacer, y sólo cuando sonó la hora del descanso y las tropas enemigas, rendidas por el calor, se habían retirado bajo las tiendas, comenzó a caer sobre ellas una lluvia de proyectiles, infundiendo en su campamento el pánico más terrible.
Los jenízaros retrocedieron en desorden, aullando y llevando la alarma y la confusión a todo el resto del ejército mahometano.
Miguel se aprovechó de aquella confusión para hacer una salida con sus dragones, sembrando el estrago en torno suyo, hasta que otras fuerzas de infantería y caballería avanzaron en socorro de los jenízaros y obligaron a aquéllos a retirarse.
Los turcos no descuidaban el ataque, y construían trincheras avanzadas para colocar sus cañones de sitio; pero antes de que las piezas empezaran a funcionar, un heraldo suyo se adelantó hasta el pie le las murallas, y enarbolando una carta del sultán en una especie de lanza, la mostraba a los sitiados.
Los dragones mandados en persecución suya salieron de la plaza y lo capturaron, conduciéndolo a la ciudad.
El sultán exhortaba en su carta a los sitiados a rendirse, exaltando hasta el séptimo cielo su poder y su clemencia.
Se celebró un largo Consejo para decidir de qué modo debía contestarse a dicha misiva, y se acordó rechazar de plano la proposición de Zagloba, el cual quería que se le cortase la cola a un perro y se le enviara al sultán por toda respuesta.
Llamaron a cierto Yoritza, que conocía bien el turco, y se le dictó el escrito siguiente:
«No queremos irritar al sultán; pero tampoco nos creemos obligados a obedecerle, no habiendo prestado nunca juramento de fidelidad a él, sino a nuestro rey. No nos rendiremos, porque hemos jurado defender a Kamieniec y su fortaleza y sus iglesias hasta nuestro último suspiro».
Después de haber enviado esta respuesta, los oficiales se volvieron a sus puestos sobre la muralla.
El estarosta y el obispo Lanskorovski aprovecharon esta circunstancia para expedir otra carta al sultán pidiéndole un armisticio de cuatro semanas.
Cuando se esparció la noticia de esta petición, se produjo una gran escándalo y ruido de sables.
Por la noche los oficiales fueron en corporación, con Miguel a su cabeza, para tener una entrevista con el estarosta.
—¿Por qué habéis enviado una carta sin consultarnos y a espaldas nuestras? —preguntó Makovetski—. ¿Queréis rendiros?
—Puesto que nosotros formamos parte del Consejo, no está bien que hayáis enviado un mensaje sin prevenirnos —añadió el pequeño caballero—. Ni siquiera consentiremos que se hable de rendición, y si alguno pronunciase la palabra negociación, lo declararemos destituido de toda autoridad.
Al decir esto se mostraba terriblemente agitado. Acostumbrado como estaba Miguel a la obediencia de soldado hacia sus superiores, le causaba honda pena el proferir semejantes amenazas contra ellos: pero había jurado defender la fortaleza hasta la muerte y se decía para sus adentros:
«Me conviene hablar así».
El estarosta, que se veía muy apurado, les contestó:
—Creía que la carta había sido redactada con el consentimiento de todos.
—¡No, no; nosotros queremos morir aquí! —gritaron muchas voces a un tiempo.
—Me alegro infinito de oíros expresaros así —dijo el estarosta—; porque la fe jurada me es más cara que la vida y no he conocido nunca la vileza. Señores, quedaos a cenar conmigo. Nos pondremos de acuerdo fácilmente.
—Nuestro puesto está en las murallas y no en la mesa —replicó Miguel en nombre de todos.
En aquel momento llegó el obispo, el cual, al enterarse de lo que se trataba, se dirigió a Makovetski y al pequeño caballero y les dijo:
—Dignos caballeros: todos piensan como vosotros y nadie habla de rendición: he pedido solamente un armisticio de cuatro semanas, pero sin olvidarme de añadir: «Durante este tiempo pediremos socorros a nuestro rey y esperaremos sus órdenes. Después será lo que Dios quiera».
El pequeño caballero se estremecía de rabia y se esforzaba en dominarse: miró a Makovetski y a los demás oficiales, los cuales le miraban a él a su vez.
—¿Es una burla? —preguntaron varias voces.
—He combatido contra los tártaros, los cosacos, los moscovitas y los suecos —dijo gravemente Volodiovski—; pero en tantas guerras no he oído jamás una proposición semejante. El sultán no ha venido aquí para hacer lo que nosotros queramos, sino porque tal ha sido su voluntad. ¿Cómo puede consentir en un armisticio si le decimos expresamente que lo hacemos sólo para esperar socorros?
—Si no acepta, quedarán las cosas como estaban —profirió el obispo.
—El que pide un armisticio demuestra su debilidad y cobardía, y quien espera socorros desconfía de sus propias fuerzas. Los infieles creerán todo esto de nosotros, y esta carta nos ha causado un mal irreparable.
—Yo podría estar seguro en otra parte —replicó el obispo—; y porque no he querido abandonar a mi grey en el peligro, tengo que soportar estas reconvenciones.
Miguel se arrepintió de haberse mostrado tan duro con el prelado, y besándole las manos repuso:
—Dios me guarde de dirigiros reconvenciones. He dicho únicamente lo que la experiencia me obliga a decir.
—¿Y ahora qué se puede hacer? ¿No hay medio alguno de reparar el mal? —preguntó el obispo.
Volodiovski reflexionó algunos instantes y, levantando vivamente la cabeza, exclamó:
—Sí lo hay. Señores os suplico que me sigáis.
Los oficiales accedieron a esta invitación.
Un cuarto de hora después el cañón tronaba en todos los fuertes y Volodiovski hacía una salida con los voluntarios, precipitándose sobre los jenízaros adormecidos y haciendo en ellos una verdadera carnicería.
Después que volvió de la expedición, se presentó en el cuartel del estarosta, en donde se hallaba también el obispo.
—Ya está remediado el daño —les dijo alegremente.