XII
Un destacamento de cerca de veinte hombres formaba la vanguardia encargada de explorar el camino y advertir a los comandantes de las guarniciones que detrás venía Panni Volodiovski, a fin de que ésta encontrase siempre preparado su alojamiento en el momento de su llegada.
Aquel destacamento iba seguido a la distancia de algunas millas por el cuerpo principal de los tártaros de Lituania, por el trineo en que viajaban Basia y Eva y por otro trineo con las criadas. Otro pequeño destacamento cerraba la marcha.
Después de algunas horas la caravana llegó a Yarhisoff, donde se debía hacer la primera parada. De todo el pueblo no quedaba más que una posada que habían restaurado desde que el frecuente paso de soldados prometía algún provecho. Basia y Eva encontraron allí un comerciante armenio avecindado en Mohiloff, que llevaba a Kamieniec pieles de tafilete.
Cuando éste oyó que aquella señora era Basia Volodiovski, se inclinó ante ella hasta el suelo, poniéndose a ensalzar a su marido hasta las estrellas, prodigándole las más hiperbólicas alabanzas.
Basia escuchaba a aquel hombre con gran placer y al fin le dijo para variar la conversación:
—También Revuski es un valiente soldado. ¿No está ahora en Mohiloff?
—Creo que ha permanecido allí tres días —respondió el interpelado—. Ayer marchó de improviso toda la caballería para Bratslav y sólo Gorzenski se ha quedado en la ciudad con la infantería.
—Me sorprende que toda la caballería haya marchado —dijo Basia echando una mirada interrogativa a Azya, que estaba presente.
—Habrá salido para ejercitar los caballos —replicó Azya con calma.
—En la ciudad se dice que Doroshenko ha avanzado de improviso —añadió el comerciante.
—¿Con qué alimentará sus caballos? ¿Con la nieve? —dijo Azya riendo y volviéndose hacia Basia.
—Gorzenski podrá dar noticias más exactas a vuestra magnificencia —insistió el mercader.
—No creo que haya ninguna novedad —dijo Basia después de un momento de reflexión—, porque mi marido habría sido el primero en saberlo.
—Sin duda —afirmó Azya—. Suplico a vuestra gracia que no tenga miedo alguno.
Basia levantó hacia el tártaro su hermoso rostro y las aletas de su nariz se estremecieron.
—¡Miedo yo! ¿Cómo podéis pensar eso? Eva, ¿lo oís?
Ésta no pudo responder enseguida porque, gustándole la fruta y los dulces, se había llenado la boca de dátiles que el mercader armenio le había ofrecido: pero esto no le impidió arrojar a Azya una mirada ardiente, y cuando hubo acabado de engullir dijo:
—Yo tampoco tengo miedo, escoltada por un oficial tan bravo.
Y al hablar así fijó tiernamente sus ojos en los del hijo de Tugay-Bey, quien desde el momento en que Eva había principiado a ser un obstáculo para él, no experimentaba por ella más que una secreta aversión. Así permaneció inmóvil, y bajando la vista, dijo con una voz en la que había algo de terrible:
—En Rashkoff se verá si merezco vuestra confianza.
Las dos jóvenes no pararon atención en el tono extraño de su voz, pues sabían que el tártaro era diferente de los demás hombres, tanto en sus palabras como en sus acciones.
Marcharon sin tardanza, caminando de prisa hasta que llegaron a los montes a cuyas faldas estaba situado Mohiloff. Basia quiso montar a caballo, pero Azya la persuadió de que permaneciese con Eva en el trineo, que iba bien seguro amarrado por cuerdas con las cuales se dejaba deslizar pendiente abajo con la mayor precaución. Durante aquella bajada, Azya marchaba junto al trineo, pero, atento sólo a la seguridad de éste y a su responsabilidad como jefe, dirigía muy pocas veces la palabra a Basia y a Eva.
El sol se puso antes que hubiesen pasado aquellos montes, pero el destacamento que formaba la vanguardia encendía hogueras con ramas secas y el trineo bajaba entre aquellas hogueras y aquellas caras salvajes alumbradas por las llamas.
Ya estaba muy alta la luna en el cielo cuando lograron al fin pasar aquellas montañas. De pronto vieron allá abajo muchas luces como en el fondo de un precipicio.
—Mohiloff está a nuestros pies —dijo una voz detrás de las mujeres.
Era Azya que marchaba junto al trineo.
—¿Pero está la ciudad situada en el fondo de un barranco? —preguntó Basia.
—Sí, los montes la resguardan por completo de los vientos del norte —replicó Azya—. ¿No le parece a vuestra gracia que aquí hay otra temperatura más tranquila y menos rígida? Aquí la primavera llega quince días antes que en la vertiente opuesta y los árboles se revisten muy pronto de sus hojas. Mirad allá abajo, es un viñedo, pero la tierra está aún cubierta de nieve.
En efecto, había nieve por todas partes, pero el aire era más templado y tranquilo. A medida que bajaban hacia el valle, aumentaba el número de las luces.
—Es un país extenso —observó Eva.
—Los tártaros no lo han incendiado en tiempo de las insurrecciones de los campesinos —dijo Azya—. Los cosacos pasan generalmente aquí el invierno, pero los polacos venían pocas veces.
—¿Por quién está poblado?
—Por tártaros, que tienen su mezquita, porque en el reino todo hombre es libre para profesar su religión. Viven también valacos, armenios y griegos. Es una ciudad completamente diferente de las demás, en donde concurren gentes de diversas naciones para ejercer su comercio.
—Ahora ya estamos en ella —dijo Basia.
En efecto, poco después entraban en Mohiloff, que, como había dicho Azya, era una ciudad diferente de las demás. Las casas estaban construidas a la usanza asiática, con sus ventanas cubiertas de rejas de madera y otras casas que no tenían ventanas al exterior. Las calles no estaban empedradas y no por falta de canteras en los alrededores. Gorzenski que mandaba la infantería había sido informado por los soldados de la vanguardia de la llegada de la mujer del comandante de Hreptyoff y había montado a caballo para salir a su encuentro. No era joven, y tartamudeaba algo; así es que cuando principió a hablar de la «estrella» que había aparecido en el cielo de Mohiloff, poco faltó para que Basia no estallase en una sonora carcajada.
En el campamento ya estaba preparada una buena cena, y le aguardaba un lecho de plumas, que Gorzenski se había hecho prestar por un rico armenio, en parte de buen grado y en parte a la fuerza.
Gorzenski tartamudeaba, es cierto, pero durante la cena contó cosas tan extrañas que valía la pena de escucharlo.
A creerlo, había empezado a correr de improviso cierto vientecillo inquietante que soplaba de la estepa, de las hordas de la Crimea que se habían puesto en marcha hacia Kaysin, junto con un millar de cosacos: y como si esto no bastase, se habían propagado al mismo tiempo informes alarmantes de muchos sitios sospechosos. Gorzenski no daba mucho crédito a estas voces.
—Es necesario observar —añadió— que los primeros informes no vinieron directamente de los comandantes, sino traídos por algunos campesinos. Sólo hace tres días que Yakuvovich trajo las primeras noticias que confirmaban aquellos informes, y entonces fue cuando la caballería salió inmediatamente.
—¿Luego aquí no ha quedado más que la infantería?
—Sí, cuarenta hombres a lo sumo. Apenas bastan para montar la guardia en el fortín; si a los tártaros que habitan Mohiloff se les ocurriese sublevarse, no sé cómo podría defenderme.
—Dejaré a vuestra gracia cincuenta de mis hombres —dijo Azya.
—¡Que Dios os lo premie! —exclamó Gorzenski—. Pero ¿podéis dejármelos?
—Lo puedo hacer porque en Hashkoff encontraremos las tropas de aquellos capitanes que se pasaron al servicio del sultán y ahora desean volver al del reino. Krycinski dispondrá, con seguridad, de trescientos caballos: quizá estará también Adurokit y los demás vendrán igualmente. Por orden del capitán general debo asumir el mando de esas tropas, que antes de la primavera formarán una división entera.
Gorzenski conocía a Azya de mucho tiempo, pero no le profesaba grande estimación por su origen oscuro.
Sabiendo ahora que era hijo de Tugay-Bey —noticia que había tenido por la caravana con que viajaba el delegado del Patriarca de Echmiadzin— se inclinó ante él, honrando en el joven tártaro la estirpe de un gran guerrero y al oficial a quien el capitán general había confiado servicios tan importantes.
Azya salió para dar algunas instrucciones, y llamando a un sotnik[25] le dijo:
—David, hijo de Skander, te quedarás en Mohiloff con cincuenta hombres.
—Verás con tus ojos y oirás con tus orejas lo que pase a tu alrededor. Si el pequeño halcón manda para mí cartas desde Hreptyoff, detendrás al mensajero y me enviarás las cartas por uno de tus hombres. Te quedarás aquí hasta que yo te mande la orden de retirarte. Si mi mensajero te dice: «Es de noche», te irás tranquilamente; pero si te dice: «El día está cercano», pondrás el país a sangre y fuego y te pasarás a la orilla moldava e irás a donde yo te mande.
—Has hablado —replicó David— y tus órdenes se cumplirán puntualmente.
A la mañana siguiente la caravana prosiguió el viaje con cincuenta hombres menos. Gorzenski escoltó a Basia hasta el otro lado del torrente de Mahiloff, desde donde se volvió después de despedirse de ella, tartajeando más que nunca.
Azya se mostraba cada vez más alegre e instigaba sin cesar a sus tártaros para que marchasen más de prisa.
Basia no sabía explicarse su conducta y le preguntaba:
—¿Por qué tanta prisa?
—Todo hombre ansía alcanzar pronto su felicidad —decía Azya—, y la mía está en Hashkoff.
Eva sonreía tiernamente, suponiendo que aquellas palabras se dirigían a ella, y animándose dijo:
—Pero mi padre…
—Novoveski no me impedirá alcanzarla —replicó el joven tártaro, y un resplandor siniestro brilló en sus ojos.
Tampoco encontraron tropas en Yampol, pues nunca había habido allí infantería, y la caballería había marchado, dejando sólo unos cuantos hombres en el castillo. Los alojamientos estaban preparados, pero Basia durmió mal porque todos aquellos rumores comenzaron a inquietarla. Reflexionó especialmente en la inquietud que experimentaría su marido, si se confirmase, en efecto, que había avanzado algún destacamento de las fuerzas de Doroshenko; pero trató de tranquilizarse pensando que sólo se trataba de una falsa alarma.
Por un momento pensó volverse, haciéndose escoltar por una parte de las tropas de Azya, pero varios obstáculos se oponían a la realización de este propósito. En primer lugar Azya no podía darle más que una escolta reducida, que en caso de peligro no bastaría para protegerla, y en segundo lugar ya había recorrido las dos terceras partes del camino. En Rashkoff se hallaba un oficial que ella conocía y una fuerte guarnición, que, aumentada con el escuadrón de Azya y con las tropas de aquellos capitanes que volvían al servicio del reino, formarían una fuerza importante. Por todas estas consideraciones Basia decidió proseguir su viaje hasta su término.
Sin embargo, no lograba conciliar el sueño. Desde que se puso en marcha le asaltó por primera vez una especie de miedo como si sobre ella se cerniese un peligro desconocido. Quizá contribuía a ello el lugar en que se encontraba, porque por las narraciones de Zagloba y de su marido, había sabido que en Yampol se afirmaba que a eso de la media noche se oían lamentos y gemidos junto a las vecinas cataratas del Dnieper y que el agua se ponía roja como teñida de sangre.
A pesar suyo, la joven prestaba oído, y en el silencio de la noche le parecía oír, en efecto, llantos y lamentos mezclados al estrépito de las cataratas, cuando lo que oía en realidad eran los gritos de los centinelas. Después recordó su hermosa habitación de Hreptyoff, a su marido, a Zagloba, Nyenashinyets, Mushalski y todos los demás, y por primera vez se sintió sola lejos de ellos, experimentando tal ansia de verlos, que le vino un gran deseo de llorar.
Al amanecer se durmió, pero su sueño fue turbado por pesadillas terribles y extrañas: veía sangrientas matanzas y en todas aquellas imágenes se le aparecía siempre el rostro de Azya, pero no el mismo Azya que ella creía conocer, sino un cosaco, un tártaro salvaje o Tugay-Bey en persona.
Se levantó temprano, satisfecha de que hubiese pasado al fin aquella noche interminable y que se hubiesen desvanecido tan tremendas visiones. Había decidido hacer el resto del viaje a caballo, en primer lugar por una necesidad de hacer ejercicio y después para dejar a Eva y a Azya la ocasión de hablarse sin testigos. El tártaro le tuvo el estribo, pero no se sentó en el trineo al lado de Eva, antes al contrario, se alejó inmediatamente poniéndose a la cabeza del destacamento y cerca de Basia.
Entonces notó ésta que el número de los soldados había disminuido bastante, y se dirigió a Azya para inquirir la causa.
—¿Según parece, habéis dejado también en Yampol algunos hombres?
—Sí; cincuenta, como en Mohiloff —replicó el tártaro.
—¿Por qué?
Azya se puso a reír de un modo singular; abrió los labios como un perro enfurecido cuando enseña los dientes y contestó:
—Deseo que haya guarniciones en estos puntos para asegurar el regreso de vuestra gracia.
—Pero si las tropas vuelven de la estepa habrá allí fuerzas más que suficientes.
—Esas tropas no volverán tan pronto.
—¿Cómo lo sabéis?
—No pueden, porque antes deben asegurarse de lo que hace Doroshenko, y para eso se requieren al menos tres o cuatro semanas.
—Si es así, hacéis bien en dejar esos hombres a la espalda.
Continuaron después cabalgando uno al lado del otro en silencio. Azya miraba de cuando en cuando el rostro rosado de Basia, semioculto por el capuchón, y cerraba los ojos después de cada mirada, como si desease fijar mejor en su mente aquella imagen encantadora.
—Sería preciso que hablaseis con Eva —dijo al fin Basia—. Conversáis tan poco con ella, que no sabe qué pensar. Bien pronto os encontraréis en presencia de Novoveski y esta idea me espanta aun a mí. Es conveniente que os pongáis de acuerdo sobre el modo mejor de conseguir vuestros deseos.
—Querría hablar primero con vuestra gracia —dijo Azya, cuya voz tenía una entonación extraña.
—¿Por qué no lo hicisteis ya?
—Porque aguardo un mensajero de Rashkoff; creía encontrarle en Yampol.
—Pero ¿qué relación puede tener este mensajero con lo que tenéis que decirme?
—Me parece que llega en este momento —dijo Azya, evitando el responder a esta pregunta.
Al hablar así se lanzó al galope, pero después de algunos segundos volvió atrás y dijo:
—No era él.
En su aspecto, en su modo de hablar, en sus ojos, en su voz, había un no sé qué tan febril que su inquietud se comunicó a Basia, aunque en la mente de ésta no hubiese penetrado aún la más remota sospecha.
La agitación de Azya se podía explicar perfectamente por la proximidad de Rashkoff y del terrible padre de Eva, pero a pesar de esta reflexión, Basia se sentía oprimida como si presintiese algo que había de decidir su destino.
Se acercó al trineo y por espacio de algunas horas cabalgó al lado de Eva, hablando de Novoveski, de Adán, de Zosia Boski y del país que atravesaban, que era cada vez más horrendo y salvaje.
También los contornos de Hreptyoff estaban desiertos, pero de cuando en cuando se veía urgir alguna columna de humo, indicio seguro de una habitación humana. Aquí, en cambio, no había huella alguna de alma viviente, y si Basia no hubiese sabido que se dirigía a Rashkoff, en donde habitaba mucha gente y había una guarnición polaca, habría creído que la conducían a algún desierto desconocido, a algún paraje situado en el fin del mundo.
Al arrojar sus miradas sobre el país, detuvo involuntariamente su caballo y se quedó a la cola de la caravana. Azya se reunió con ella poco después y, como conocía bien aquella región, le mostró alguno sitios, indicándole los nombres.
Mas de repente comenzó a levantarse una especie de niebla. En aquellas regiones no reinaba, evidentemente, el invierno con tanto rigor como en Hreptyoff. Había todavía nieve aquí o allá, en los valles, en las hondonadas o en la cima de las alturas, pero el terreno no estaba cubierto enteramente por ella y aparecían a trechos las manchas oscuras de las espesuras de monte tallar y prados, en donde la hierba brillaba mojada y medio marchita. De aquella hierba surgía una ligera niebla blanquecina, que, extendiéndose sobre el país, le daba, vista de lejos, la apariencia de una gran sabana de agua que llenaba los valles e inundaba la llanura. Aquella niebla se levantaba cada vez más alta hasta cubrir el sol, transformando en un día nublado y triste el que había comenzado sereno y claro.
—Mañana lloverá —dijo Azya.
—Quizá llueva hoy mismo —repuso Basia—. ¿Estamos aún lejos de Rashkoff?
—Estamos más cerca de Rashkoff que de Yampol —contestó Azya, y al mismo tiempo respiró ruidosamente, como si hubiese aligerado su pecho de un gran peso.
En aquel momento se oyó el trote de un caballo, y entre la niebla apareció indistinta la figura de un jinete.
—Es Hamlim, le reconozco —exclamó Azya.
Era, en efecto. Hamlim, que apenas llegó junto a Azya, saltó de la silla e inclinándose tocó con la frente el estribo del tártaro.
—¿Vienes de Rashkoff? —le preguntó Azya.
—De Rashkoff, señor —respondió Hamlim.
—¿Qué novedades hay?
El viejo volvió su cara fea y demacrada por las fatigas hacia Basia, como si quisiera preguntar si podía hablar en su presencia; el hijo de Tugay-Bey le dijo:
—Habla sin temor. ¿Han marchado las tropas?
—Sí; sólo queda un manípulo.
—¿Quién lo manda?
—Novoveski.
—¿Los Pyotrovich han marchado ya a Crimea?
—Hace muchos días. En Bashkoff quedaron sólo dos mujeres con el viejo Novoveski.
—¿Dónde está Krycinski?
—Está esperando en la orilla opuesta del río.
—¿Quién está con él?
—Adurovich con su compañía. Ambos se inclinan ante ti, ¡oh hijo de Tugay-Bey!, y se ponen en tus manos… ellos y todos los demás que aún no han llegado.
—Bien está —dijo Azya, cuyos ojos echaban llamas—. Ve inmediatamente a reunirte con Krycinski y llévale la orden de que ocupe Rashkoff.
—Hágase tu voluntad, señor —repuso Hamlim, y de un salto montó en su caballo y desapareció como un fantasma entre la niebla.
Un relámpago siniestro iluminó el semblante de Azya. El momento decisivo, el momento tan esperado, el momento que le traía la felicidad, había llegado; el corazón le palpitaba tan fuerte, que casi le quitaba el aliento. Por algunos minutos cabalgó en silencio al lado de Basia, y sólo cuando sintió que no le faltaría la voz, fijó en ella sus ojos impenetrables pero radiantes y dijo:
—Ahora hablaré a vuestra gracia con toda sinceridad.
—Os escucho —contestó Basia mirándole atentamente, como si deseara adivinar la causa de su actitud, que había cambiado de improviso.