IX
Entretanto, otros huéspedes habían llegado a Hreptyoff a los pocos días de un año nuevo. Desde Kamieniec vino Naviragh, un delegado del Patriarca de Echmiadzin, con dos célebres teólogos de Kaffa y un numeroso séquito.
Los soldados contemplaban con gran admiración las vestiduras de aquellos hombres, sus birretes rojos, sus largos mantos y con no menor sorpresa miraban sus caras oscuras y la gran seriedad y el aire importante con que daban vueltas al campamento.
Pyotrovich, renombrado por sus antiguos viajes a Crimea y mucho más por el ardor con que seguía y rescataba a los prisioneros en los mercados de Oriente, los acompañaba como intérprete.
Volodiovski entregó Inmediatamente la cantidad necesaria para rescatar a Boski, y como la mujer de éste no tenía dinero suficiente, lo completó del suyo. Basia ofreció sus pendientes de perlas para socorrer a la doliente señora y a su graciosa hija.
Venía además Serrfovich, pretor de Kamieniec, un rico armenio cuyo hermano gemía en los cepos de los tártaros… y dos mujeres jóvenes aún y bastante hermosas, aunque demasiado morenas: Panni Neresevich y Panni Nyeremovich, que estaban muy intranquilas por la suerte de sus respectivos maridos, que habían sido hechos prisioneros.
La mayor parte de los huéspedes de Hreptyoff estaba compuesta de personas afligidas, pero había además algunas alegres.
El padre Kaminski había mandado a Hreptyoff a su sobrina Panna Kaminski, para que pasara el carnaval bajo la tutela de Basia; también Novoveski hijo, esto es, Adán, cayó el día menos pensado en Hreptyoff, como un rayo. Sabedor de que su padre había llegado al campamento, pidió y obtuvo un permiso de Rushchyts y se apresuró a ir a verlo.
Durante los pocos años transcurridos, Adán había cambiado bastante; ante todo su labio superior estaba bien sombreado por un bigote algo corto aún, que dejaba ver sus dientes blancos como los de un lobo. En segundo lugar, el joven, que ya era alto años antes, había llegado a ser casi un gigante. Parecía que un cabello tan crespo y espeso sólo podía crecer en una cabeza tan enorme para soportar la cual se necesitaban hombros tan poderosos. El rostro, que era ya moreno, se había bronceado y sus ojos brillaban como carbones encendidos; todas sus facciones revelaban la audacia y su persona entera la fuerza: rompía con gran facilidad una herradura y parecía más grueso de lo que era en realidad. Cuando andaba, el pavimento crujía bajo sus pies, y cuando tropezaba con un banco lo hacía volar en astillas.
En una palabra, era un hombre como no se encontraba otro entre mil, en el cual la vitalidad, la audacia y la fuerza bullían como el agua en una caldera.
Entraba en acción con una carcajada que recordaba el relincho del caballo de batalla y daba tales golpes que los soldados, terminado el combate, iban por curiosidad a examinar sobre el campo los cuerpos de los enemigos muertos por él, admirando sus sorprendentes cuchilladas.
Habituado desde su infancia a las estepas, a la vigilancia y a la guerra, era cauto y previsor a pesar de su vehemencia. Conocía todas las estratagemas de los tártaros, y después de Volodiovski y Rushchyts era considerado como el mejor capitán del ejército.
A pesar de sus amenazas y de sus juramentos, el viejo Novoveski no recibió muy bruscamente a su hijo, porque temía que se alejase de nuevo ofendido de él, en cuyo caso era seguro que no volvería a verlo en otros doce años.
Además, el noble egoísta estaba contento en el fondo de su corazón de aquel hijo que no le había hecho gastar mucho dinero, que se había abierto por sí mismo camino en el mundo y conquistado la gloria entre sus compañeros y el grado de oficial, que nadie podía obtener sin protección.
Se abrazaron repetidas veces y después el joven se apresuró a pedir noticias de su hermana.
—He dado orden de tenerla alejada hasta que yo la llame —dijo el viejo Novoveski—: la chica no cabrá en su piel de contenta.
—¡Por el amor del Cielo! ¿En dónde está? —preguntó Adán; y abriendo la puerta principió a gritar tan fuerte que el eco repitió sus voces—: ¡Eva! ¡Eva!
La joven, que estaba esperando en la habitación contigua, entró corriendo; pero apenas tuvo tiempo de gritar: ¡Adán!, porque dos fuertes brazos la rodearon levantándola del suelo.
Su hermano la había querido siempre mucho: en tiempos pasados, para protegerla de la tiranía del padre, cargaba voluntariamente con sus culpas y recibía, naturalmente, el castigo por ella. Su padre era un déspota en su casa y verdaderamente cruel; por esta causa la joven saludó en él no sólo al hermano, sino también al protector. El joven levantó sus cabellos con las manos y de vez en cuando se alejaba un poco de ella para mirarle a su sabor la cara y después exclamaba con alegría:
—¡Una soberbia muchacha! ¡Por Dios verdadero! ¡Cómo ha crecido!
Eva le sonreía con los ojos. Después hablaron con volubilidad de su larga separación, de las cosas de casa y de la guerra.
El viejo Novoveski daba vueltas a su alrededor refunfuñando. El hijo le había causado honda impresión; pero de cuando en cuando le asaltaba cierta inquietud sobre su futura autoridad paternal.
Eran tiempos aquellos en que la patria potestad era muy grande aún; pero Novoveski comprendió enseguida que habría sido muy difícil hacerla valer con un hijo semejante. Y, sin embargo, estaba seguro de que aquel hijo no le faltaría nunca al respeto, que se dejaría, por el contrario, modelar como si fuera de cera y que lo soportaría todo como lo había soportado de adolescente.
—¡Bah! —pensaba el viejo—: si se me antoja que aún es un muchacho, lo trataré como tal: pero es audaz, y es teniente, y a pesar mío me impone.
En una palabra, Novoveski sentía crecer su afecto paterno de minuto en minuto y comprendía que experimentaría cierta debilidad por aquel hijo gigante.
Entretanto, Eva charlaba como un mirlo, abrumando de preguntas a su hermano.
—¿Cuándo vendrás a casa? ¿Cuándo te establecerás allí? ¿Te casarás? —le preguntaba entre otras mil cosas.
Había oído decir a Volodiovski que los soldados se enamoran fácilmente.
—¡Qué hermosa y amable es Panni Volodiovski! En toda Polonia no podría encontrarse una igual ni más buena, aunque la buscasen con una linterna. Sólo Zosia Boski podría comparársele.
—¿Quién es Zosia Boski? —preguntó Adán.
—Es una joven que se encuentra aquí con su madre y cuyo padre ha sido capturado por los tártaros. Si la ves te enamorarás inmediatamente.
—¡Dadme enseguida a Panni Boski! —exclamó el joven. Su padre y Eva se rieron de su vivacidad.
—El amor es como la muerte —añadió Adán— no perdona a nadie. Aún no tenía yo un pelo de barba y Panni Volodiovski era una chiquilla cuando me enamoré de ella locamente. ¡Dios mío! ¡Cuánto he amado a Basia! Quise confesarle mi amor y su respuesta cayó sobre mí como una bofetada. Parece que ya por entonces estaba enamorada de Volodiovski. Pero ¿de qué sirve hablar de esto?
Tenía razón de sobra.
—¿Por qué? —gritó el viejo Novoveski.
—Porque es el primer soldado del reino, ante el cual el mismo Rushchyts debe descubrirse.
—¡Y cómo se quieren! —dijo Eva a su vez—. Te darán envidia cuando los veas juntos.
—Y a ti se te hará agua la boca —dijo Adán—, porque te ha llegado tu tiempo.
—¡Oh, yo no pienso en eso! —replicó la joven con modestia.
—Aquí no faltan oficiales y gentes de buena sociedad —observó su hermano.
—No sé si papá te habrá dicho que Azya está aquí —añadió Eva.
—¿Azya Mellehovich, el tártaro de Lituania? Lo conozco: ¡buen soldado, a fe mía!
—¿Pero no sabes —dijo Novoveski— que no se llama Mellehovich y que es aquel Azya que se ha criado contigo?
—¡Cielos! ¿Qué oigo? —exclamó Adán—. A veces me pareció reconocerlo; pero me dijeron que se llamaba Azya Mellehovich y entonces pensé que me equivocaba. Azya es un nombre bastante común entre los tártaros. Nuestro Azya era más bien pequeño y feo, mientras que éste es un real mozo.
—Y, sin embargo, es nuestro Azya —repitió el viejo Novoveski—: esto es, no el nuestro, porque tú no sabes lo que se ha descubierto y de quién es hijo.
—¿Cómo lo he de saber?
—Es el hijo de Tugay-Bey.
El joven se golpeó las rodillas con las manos con tal fuerza que el ruido atronó toda la casa.
—Me cuesta trabajo dar crédito a mis oídos —dijo—. ¡El hijo de Tugay-Bey! Si eso es verdad, es un príncipe y pariente del kan. En Crimea no hay una estirpe más ilustre que la de Tugay-Bey.
—Es la estirpe de un enemigo nuestro.
—El padre; pero el hijo está con nosotros. Yo mismo lo he visto muchas veces durante el combate. Ahora comprendo de dónde le viene su diabólica audacia. Sobieski le ensalzó un día ante todo el ejército y lo nombró capitán. Me alegraría saludarlo, porque es un valiente.
Eva experimentó un deseo imperioso de besar de nuevo a su hermano. Después se sentó a su lado y comenzó a acariciarle el tupé con su bella mano.
La entrada de Miguel puso término a sus ternezas. Adán se puso en pie para saludar al comandante y se excusó de no haberle presentado antes sus respetos, aduciendo que no había venido de servicio sino para asuntos privados.
Miguel lo abrazó cordialmente y le dijo:
—¿Quién podrá censuraros, querido camarada, después de tantos años de separación, por haber venido a postraros ante todo a los pies de vuestro padre? Si hubieseis venido de servicio, el caso hubiera sido diferente. ¿No traéis ningún encargo de Rushchyts?
—Solamente el de saludaros. Rushchyts ha ido a Lagorkik porque le han informado de que por allí se ven muchas pisadas de caballo sobre la nieve. Mi comandante recibió vuestra carta y la envió a sus parientes y hermanos, encargándoles que hiciesen pesquisas. Él no quiere escribir porque dice que su mano es demasiado torpe y poco experta en ese arte.
El pequeño caballero se acercó a Eva y le dio un golpecito en la mejilla.
—Como veis, no soy un jovencito —dijo—; pero mi Basia es poco más o menos de vuestra edad, y con este motivo procuro a veces proporcionarle alguna diversión conveniente a la juventud. Aquí la quieren todos con extremo y creo que vos tenéis también motivo para amarla.
—¡Dios mío! —exclamó Eva—. No hay en el mundo una mujer igual a ella. Lo decía hace poco a mi hermano.
Miguel experimentó tal placer, que su semblante se puso radiante.
—¿Lo habéis dicho de veras? —le preguntó.
—¡Por el Dios verdadero! —afirmaron padre e hijo.
—Pues bien, adornaos lo mejor que podáis, porque he mandado venir de Kamieniec una orquesta, sin que Basia lo sepa. He dado orden a los músicos de esconder sus instrumentos en la paja y a ella le he dicho que eran unos gitanos que venían a herrar los caballos. Esta noche tendremos un gran baile. A ella le gusta mucho bailar, aunque a veces la echa de matrona seria.
Al hablar así, Miguel comenzó a frotarse las manos. Evidentemente estaba satisfecho de sí mismo.