XIII

Azya acercó tanto su caballo al de Basia, que los estribos se tocaron casi, y dijo con voz que parecía tan cambiada como él mismo:

—Vuestra gracia no me ha conocido hasta ahora.

—Entre esta niebla tiene vuestra voz un tono tan diferente —replicó Basia, inquieta—, que me pareció oír hablar a otro hombre.

—En Mohiloff no hay tropas, ni en Yampol, ni siquiera en Rashkoff. Aquí soy yo el amo… Krycinski, Adurovich y los demás son mis esclavos, porque yo soy un príncipe, el hijo de un soberano. Yo soy un jefe, soy la cabeza de todos los murza… como lo fue Tugay-Bey; aquí todo está bajo mi poder.

—¿Y por qué me decís todo eso?

—Vuestra gracia no me ha conocido hasta ahora —prosiguió Azya, sin tener en cuenta la pregunta—. Rashkoff no está lejos. Quería ser capitán general de los tártaros y servir al reino, pero Sobieski no me lo ha permitido. Ahora no quiero servir ya bajo las órdenes de nadie, sino mandar yo mismo regimientos que dirigiré contra Doroshenko o contra el reino, según me mande vuestra gracia, según el deseo de vuestra gracia.

—¿Según mi deseo? Pero, Azya, ¿qué tenéis? ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que todos son aquí mis esclavos y yo soy el vuestro. ¿Qué me importa a mí el capitán general? Haré lo que me plazca, me lo permita o no. Pronunciad una palabra y pondré a Akkerman a vuestros pies, y la Dobruscha y todas aquellas hordas que se encuentran en aquellas aldeas y todas las que están en los cuarteles de invierno serán vuestros esclavos como lo soy yo. Mandad y obedeceré al kan de Crimea y no al sultán: le declararé la guerra con mis fuerzas y ayudaré al reino; crearé nuevas hordas en estas regiones, de quien seré el jefe supremo. Sólo vos estaréis sobre mí; sólo ante vos me inclinaré, suplicándoos que me concedáis vuestro amor.

Y al decir así se inclinó sobre su silla y abrazó a la joven, que le escuchaba aterrorizada, aturdida completamente por sus palabras. Azya continuó con voz ronca:

—¿No habéis comprendido que no amo a nadie más que a vos, a vos sola?

¡Oh, ya he sufrido bastante! Ahora sois mía y lo seréis siempre. Nadie podrá arrancaros de mis manos en estos lugares… ¡Eres mía, mía!

—¡Jesús María! —gritó Basia.

Pero él la apretó entre sus brazos como si quisiera sofocarla. La respiración le salía afanosa del pecho y por un instante se le nubló la vista. Al fin la arrancó de su silla y se la puso delante, oprimiendo su seno contra su pecho, mientras sus labios buscaban ávidamente la boca de Basia.

La joven no dio un grito, pero le resistía con una fuerza de que no se creía capaz. Entre ambos se inició una lucha ruda y silenciosa, durante la cual no se oía sino sus alientos. Los esfuerzos que Basia tenía que hacer y la proximidad de aquel rostro odioso, le devolvieron toda su energía y su presencia de espíritu.

En un instante tuvo la visión clara de su situación, como la tiene aquel que se va a ahogar. Sintió que la tierra le faltaba bajo sus pies y que ante ella se abría un abismo sin fondo hacia el cual la arrastraba aquel hombre a viva fuerza; comprendió el deseo que le dominaba, su traición, la triste suerte que a ella le esperaba, su debilidad y su impotencia. Experimentó un terror indecible y una pena aguda, pero al mismo tiempo brotó en ella una llama terrible de ira e indignación.

Y el valor de aquella hija de un noble caballero, esposa del primer soldado del reino, era tan grande que, en aquel momento crítico, pensó ante todo en la venganza y el pensamiento de salvación se le ofrecía en segunda línea solamente.

Todas las facultades de su alma adquirieron una lucidez prodigiosa; mientras luchaba, sus manos buscaban un arma, y al fin su diestra tocó la culata de una pistola. Pensó, sin embargo, que aun cuando estuviese cargada, antes que pudiera descargarla contra la cabeza de Azya, podría éste aferrarle la mano y arrebatarle el único medio de defensa. Por eso decidió atacarle de otro modo.

Todas estas reflexiones pasaron por su mente en un abrir y cerrar de ojos. Azya previó el ataque y alargó la mano con la rapidez del rayo, pero no calculó bien su movimiento, y Basia le asestó un golpe entre los dos ojos con la culata de la pistola, con toda la fuerza de su brazo vigoroso, centuplicada por la desesperación.

Azya no pudo siquiera exhalar un grito y cayó hacia atrás como un cuerpo muerto, arrastrándola en su caída al suelo.

Basia se levantó de un salto, se lanzó sobre su caballo y escapó con la rapidez de un torbellino en dirección opuesta al Dniester, galopando hacia la estepa.

La niebla se cerró tras ella como una tienda; su caballo corría al acaso entre rocas, quebraduras y torrentes. De un momento a otro podía caer precipitada en uno de aquellos abismos o estrellarse contra algún ángulo saliente de las rocas, pero Basia no preveía ni pensaba en nada; para ella el único peligro eran Azya y sus tártaros.

Era verdaderamente extraño que ahora que se había librado de las manos de aquel traidor, ahora que le había visto tendido inerte en el suelo, fuese el miedo el solo sentimiento que la dominaba. Con el rostro casi apoyado en el cuello de su caballo, galopaba a rienda suelta entre la niebla como un gamo perseguido por los lobos. Comenzó a tener miedo de Azya más aún que cuando se encontró de improviso aprisionada en sus brazos; experimentaba ahora el terror y la debilidad de un niño que se ha perdido en el camino y se siente solo y abandonado.

En su corazón se levantaron gritos lastimeros, pidiendo protección entre gemidos y plegarias y repitiendo sin cesar:

—¡Miguel, sálvame! ¡Miguel, sálvame!

Entretanto continuaba el caballo su carrera desenfrenada, y, guiado por su instinto maravilloso, saltaba las quebraduras y evitaba con rápidos movimientos los precipicios que le cortaban el paso. Al fin cesó de resonar bajo los herrados cascos del noble bruto el suelo pedregoso del camino; evidentemente había entrado en uno de aquellos prados que se extendían aquí y allí entre los barrancos.

El caballo estaba humeante de sudor; sus narices respiraban penosamente, pero continuaba corriendo.

«¿Adónde ir? —pensaba Basia, y al instante se contestó—: ¡A Hreptyoff!».

Pero un nuevo temor invadió de nuevo su alma al pensar en aquel largo camino a través de un país salvaje.

Pronto recordó que Azya había dejado destacamentos de sus tártaros en Mohiloff y Yampol, que indudablemente estaban iniciados en la conspiración. Todos estaban sometidos al joven tártaro y, sin duda, se apoderarían de ella y la conducirían a Bashkoff; por esta razón era forzoso que se internara cuanto le fuera posible en la estepa, dirigiéndose al norte para evitar los sitios habitados junto a las orillas del Dniester.

Tenía que hacerlo así, especialmente por el motivo de que si enviaban algunos hombres para perseguirla, éstos tomarían el camino de las orillas del río. En la estepa tenía ella la probabilidad, remota, sin duda, de tropezar con algún escuadrón polaco en marcha hacia los fuertes.

El caballo comenzaba a acortar gradualmente su carrera, y Basia, que era una amazona experta, comprendió que era preciso darle siquiera tiempo para respirar, pues de lo contrario no tendría fuerzas para proseguir, y comprendió también que sin caballo estaba irremisiblemente perdida en aquel desierto. Moderó, por tanto, el galope y lo puso al paso. Una nube de vapor caliente salía de todo el cuerpo de la pobre bestia.

La niebla empezaba a disiparse y Basia se puso a orar. De pronto oyó a breve distancia el relincho de otro caballo y se le erizaron los cabellos.

—El mío caerá muerto, pero así lo quiere Dios —dijo en alta voz, y espoleó de nuevo al pobre animal.

Por algún tiempo el caballo avanzó con la velocidad de una paloma seguida por un halcón y voló hasta que las fuerzas le faltaron; pero el relincho continuaba resonando entre la niebla a poca distancia.

Había en aquel relincho algo lastimero y amenazador a un tiempo, y Basia pensó, pasado el primer momento de espanto, que si alguien montase sobre aquel caballo éste no relincharía tan a menudo, pues el jinete se lo impediría para no denunciar su presencia.

«¿Será acaso el caballo de Azya que sigue al mío?», se preguntó la joven.

Por precaución sacó las dos pistolas cargadas de las pistoleras del arzón, pero su cautela era inútil. Al cabo de un rato empezó a dibujarse confusamente entre la niebla una forma oscura y, al fin, el caballo de Azya se acercó con las crines ondeantes al viento y la nariz dilatada por la carrera. Al llegar junto al potro de Basia relinchó alegremente y éste le contestó enseguida.

El animal, acostumbrado a la compañía del hombre, se dejó coger por la brida sin oponer resistencia. Basia levantó los ojos al cielo, exclamando:

—¡Dios me protege!

Era en efecto, un hecho providencial para ella la posesión de un caballo de recambio y, por otra, parte, la presencia de aquel animal la aseguraba de que no la perseguían por el momento. Si el caballo se hubiese dirigido a unirse con el destacamento de los tártaros, éstos, alarmados al verlo sin su jinete, habrían retrocedido sin perder un minuto en busca de su jefe. Ahora, en cambio, no tendrían ningún recelo y sólo volverían atrás cuando la prolongada ausencia de su murza empezara a alarmarlos. «Cuando lo noten, ya estaré yo muy lejos —pensó para tranquilizarse, pero recordó de nuevo que Azya había dejado destacamentos de su tropa en Mohiloff y en Yampol—. Es indispensable que atraviese la estepa, acercándome a la orilla del Dniester únicamente cuando me encuentre cerca de Hreptyoff —añadió—. Ese hombre terrible ha dispuesto las cosas con una previsión infernal, pero Dios me salvará».

Y, fiada en él, se animó, continuando con alguna esperanza su fatigoso viaje.

En el arzón de la silla del caballo de Azya había encontrado pendiente un mosquete, un cuerno lleno de pólvora, una cartuchera y, lo que era precioso para ella en tal momento, un saquito lleno de cañamones, que los tártaros tienen la costumbre de masticar continuamente.

Basia acortó los estribos de la silla de Azya para adaptarlos a la longitud de sus piernas y pensó que durante su largo viaje viviría como un pájaro, alimentándose con aquella semillas.

«Dios me asistirá, indicándome el camino y concediéndome el volver salva al lado de mi Miguel», se dijo.

Después hizo la señal de la cruz, se enjugó la cara bañada por la humedad, echó una rápida ojeada sobre el paisaje y puso de nuevo su caballo al galope.