XIV
A nadie se le ocurrió ir en busca del hijo de Tugay-Bey, y así quedó éste tendido en el suelo, abandonado, hasta que recobró los sentidos.
Cuando al fin volvió en sí, como quería darse cuenta de lo que había ocurrido y del lugar donde se encontraba, echó una ojeada a su alrededor. Le parecía que estaba a oscuras y el dolor le demostró que sólo veía con un ojo y aun con éste mal, porque la sangre le cegaba.
Azya se llevó las manos a la cara; sus dedos tocaron la sangre que se había coagulado en su bigote y en la boca, de suerte que casi le ahogaba. Tosió, pero el esfuerzo le produjo un dolor tan atroz en la cara, que le arrancó un gemido.
El golpe que Basia le había asestado habíale roto la parte superior de la nariz y herido el pómulo.
Permaneció algún tiempo sentado y sin moverse; después dirigió una nueva mirada en torno suyo y, viendo un poco de nieve en el hueco de una roca se dirigió a ella, tomó un puñado y se lo aplicó a la herida.
Continuó sentado cerca de una hora, al cabo de la cual comenzó a hacer nuevos esfuerzos para ponerse en pie. Al fin lo consiguió, manteniéndose derecho apoyado de espaldas a una roca; pero, cuando quiso abandonar aquel sostén y dar un paso, se sintió tan débil y abatido, que tuvo que sentarse de nuevo.
Por último, haciendo un gran esfuerzo, se levantó y, apoyándose en el sable que había desenvainado, se puso en marcha tambaleándose. Sin embargo, después de dar algunos pasos, sintió que sus piernas eran fuertes y le servían perfectamente y que sólo su cabeza no parecía suya, sino de otro, y le pesaba como si fuera de plomo.
Experimentaba una sensación muy extraña, como si tuviese que llevar con indecible cuidado aquella cabeza pesadísima y vacilante, y temiese al mismo tiempo que cayese al suelo y se rompiese contra las piedras.
Cerraba ya la noche cuando oyó, por fin, las pisadas de un caballo.
Era su ordenanza que venía a tomar órdenes. Aquella misma noche, a pesar de su estado, Azya tuvo aún bastantes fuerzas para disponer lo conveniente a la persecución de Basia, pero enseguida cayó sobre su lecho de pieles y por tres días nadie pudo aproximársele, excepción hecha del barbero griego que curaba sus heridas (pues en aquel tiempo y en aquellos países los barberos ejercían de cirujanos) y del fiel Hamlim, que le asistían y velaban. Al fin, al cuarto día recobró el habla y la conciencia de todo lo ocurrido.
—¡Ha huido! ¡Ha huido! —repetía obstinadamente; la rabia le sofocaba y en ciertos momentos le parecía que la razón iba a abandonarle de nuevo.
Aullaba como una fiera y procuraba levantarse para ir en seguimiento suyo, a fin de cogerla y ahogarla con sus manos en un ímpetu de rabia imponente y de amor furibundo.
Por último cayó en un sueño profundo y durmió veinticuatro horas seguidas. Cuando despertó, la fiebre había desaparecido por completo y pudo recibir a Krycinski y a Adurovich.
Ambos estaban con ansia de verle, porque no sabían qué partido tomar. Las tropas que habían marchado a las órdenes de Adán no volverían probablemente hasta pasadas dos semanas, pero cualquier suceso imprevisto podía apresurar su regreso, y por este motivo era indispensable que supiesen lo que tenían que hacer.
No ignoraban que, en último extremo, Azya pensaba en hacer traición al reino, pero suponían que les impondría aguardar hasta la declaración de la guerra, antes de hacer patente su traición, con objeto de que fuera más eficaz.
Corrieron, pues, apresuradamente a su lecho y se inclinaron ante él. Azya tenía toda la cara vendada y un solo ojo descubierto; se sentía aún débil, pero se hallaba en vía de convalecencia.
—Estoy enfermo —dijo, sin gastar preámbulos—. La mujer que deseaba traer conmigo se ha escapado de mis manos, después de haberme herido con la culata de mi pistola. Era la esposa de Volodiovski. ¡Que la peste cargue con ella y con todo su linaje!
—¡Así sea como dices! —contestaron al unísono los dos capitanes.
—Y que Dios os conceda a vosotros, amigos fieles, el éxito y la felicidad.
—Y a ti también, señor —replicaron.
Después se pusieron a deliberar sobre lo que tenían que hacer.
—Es imposible pensar en aplazamientos —dijo Azya—, porque después de lo que ha sucedido con esa mujer, no nos darán ya crédito y nos atacarán enseguida; pero antes que esto suceda nos haremos dueños de este país y lo reduciremos a cenizas, para mayor gloria de Dios. Secuestraremos el puñado de soldados que se encuentran aquí, capturaremos a los ciudadanos fieles al reino, nos repartiremos las riquezas de los valacos, de los armenios y de los griegos, y después pasaremos a la otra orilla del Dniester a los dominios del sultán.
Krycinski y Adurovich llevaban desde hacía algún tiempo una vida nómada entre las hordas, en compañía de las cuales habían saqueado y robado, convertidos en verdaderos salvajes; así, sus ojos relampaguearon al pensar en el rico botín que dentro de poco tiempo se repartirían entre ellos.
—Gracias a ti —dijo Krycinski—, nos admitieron en esta plaza, que hoy pone Dios en poder nuestro.
—¿No se opuso Novoveski? —preguntó Azya.
—Novoveski sabía que nosotros queríamos volver al servicio del reino y no ignoraba que vendríais aquí a nuestro encuentro; se ha fiado de nosotros confiando en ti.
—Nos detuvimos en la orilla moldava —añadió Adurovich—: pero Krycinski y yo fuimos a su casa como huéspedes. Él nos recibió con toda la cortesía debida a un noble y nos dijo: «Puesto que volvéis al servicio del reino, quedan borradas todas las ofensas antiguas, y como el capitán general os perdona, merced a las seguridades que da Azya, no me estaría bien que os enseñase los dientes como un perro». Nos invitó a que fuéramos a la ciudad con nuestras tropas, pero nosotros le respondimos: «No queremos entrar hasta que Azya, el hijo de Tugay-Bey, nos traiga el permiso del capitán general». Pero antes de marchar nos invitó a otra fiesta y nos rogó que velásemos por la ciudad.
—En esta fiesta —dijo Krycinski—, vimos a su padre, a una señora de cierta edad que busca a su marido cautivo y a una doncella con quien Novoveski quiere casarse.
—¡Ah! —exclamó Azya con júbilo—; no creía que estuviesen todos aquí; yo he traído conmigo a Panna Novoveski.
Inmediatamente dio una palmada. Hamlim apareció enseguida y le dijo:
—Cuando vean mis hombres a la ciudad presa de las llamas, les dirás que caigan sobre los soldados que se encuentran en el fortín y que los degüellen. Atarán al viejo Novoveski y a las mujeres, y los tendrán bajo su custodia hasta que reciban órdenes mías.
Y, volviéndose a los dos capitanes, agregó:
—No puedo ayudaros porque todavía estoy débil; voy, sin embargo, a montar a caballo para ser testigo de vuestras hazañas. ¡Manos a la obra, queridos camaradas, manos a la obra!
Krycinski y Adurovich se precipitaron juntos y corrieron en busca de su gente. Azya salió tras ellos dando orden de que le llevasen un caballo, sobre el que montó, y se dirigió despacio hacia la empalizada, para observar desde la puerta del fortín, que estaba emplazado en alto, lo que iba a suceder en la ciudad.
Las bandas de Krycinski y de Adurovich se esparcieron por las calles de Rashkoff y principiaron a correr por todas direcciones aullando como energúmenos, como si quisieran animarse así y excitarse recíprocamente a la matanza y al saqueo. Pero aunque muchos de ellos apretasen el cuchillo entre los dientes, según costumbre tártara, la población de la ciudad, compuesta, como en Yampol, de valacos, armenios, griegos y en parte de comerciantes tártaros, los miraban sin desconfianza. Los gritos de los tártaros de la Lituania atraían simplemente las miradas de aquellos habitantes que los contemplaban con curiosidad, suponiendo que se entretenían en algún juego.
Pero, de improviso, empezaron a levantarse hacia el cielo grandes columnas de humo por todos los lados en la plaza del mercado, y de la boca de los tártaros salieron aullidos tan terribles, que el espanto más atroz se apoderó de los armenios, de los valacos, de los griegos y de sus familias.
Inmediatamente principió a caer una lluvia de flechas sobre los pacíficos habitantes, y sus gritos de socorro, el ruido de las puertas y de las ventanas que se cerraban a toda prisa, se confundieron con el galopar de los caballos y con los alaridos de los salteadores.
No hubo lucha: las hojas de los cuchillos se hundieron en el pecho de los soldados polacos antes de que éstos se diesen cuenta de lo que ocurría: sus cabezas cortadas fueron amontonadas a los pies del caballo de Azya.
La ciudad ardía como una inmensa hoguera y el humo lo envolvía todo. Sólo de cuando en cuando se oía la detonación de un tiro de mosquete, semejante al ruido del trueno, o se distinguía a un hombre que huía perseguido por una turba de tártaros.
Azya permaneció inmóvil y contemplaba aquel espectáculo con alegría de su corazón; una sonrisa entreabría sus labios, entre los cuales relucían sus dientes blancos: aquella sonrisa parecía más feroz, porque sus heridas, aún no bien cicatrizadas, le ocasionaban un fuerte dolor. Además de la alegría, henchía el corazón de Azya el orgullo. Por fin había arrojado la máscara deprimente de la simulación, y por primera vez daba libre desahogo al odio oculto por tantos años. Ahora era cuando se sentía hijo de Tugay-Bey.
Permaneció junto a la puerta del recinto fortificado hasta que terminó la matanza y el silencio reinó en la ciudad incendiada y saqueada. Después bajó del caballo y se dirigió a pasos lentos a su habitación, en cuyo centro había extendidas sobre el pavimento unas pieles de carnero en las que se sentó y aguardó la vuelta de los dos capitanes.
No tardaron éstos en presentarse con sus sotnik. La alegría se pintaba en el rostro de todos, porque el botín había excedido a todas sus esperanzas. La ciudad había crecido mucho, llegando a ser mucho más rica después de las incursiones de los campesinos. Habían hecho cautivas a más de cien muchachas y gran número de niños de diez o más años, que podrían venderse ventajosamente en los mercados de Oriente. Las mujeres y los niños demasiado pequeños e ineptos para soportar las fatigas del camino habían sido despiadadamente degollados. Las manos de los tártaros goteaban sangre, y sus gabanes de pieles de oveja exhalaban un hedor de carne quemada.
Todos se sentaron alrededor de Azya, y éste dio orden de que los prisioneros fuesen conducidos a su presencia.
Sus órdenes fueron ejecutadas en el acto.
Panni Boski se presentó llorando a lágrima viva, y su hija Zosia, que la seguía, estaba más blanca que un lienzo.
Venían después Eva y su padre. El viejo Novoveski tenía los brazos y las piernas ligados con cuerdas. Todos estaban aterrorizados y estupefactos de lo que tan inesperadamente había ocurrido.
Eva se perdía en conjeturas sobre la desaparición de Basia, y se admiraba de que ésta no se hubiera dejado ver. No sabiendo nada de la carnicería de Rashkoff ni de la causa por que se les ataba y trataba como a prisioneros a ella y a sus compañeros, se había imaginado que Azya, no queriendo sujetarse, por su excesivo orgullo, a pedir su mano a Novoveski, había decidido, en un ímpetu de amor ardiente, apoderarse de ella por la fuerza. Todo esto era horrible en sí mismo, pero Eva no temía por su vida.
Los prisioneros no reconocieron al pronto a Azya, porque su rostro desaparecía casi por completo bajo las vendas, pero el terror que invadió a las mujeres fue tanto mayor cuanto que supieron que los tártaros salvajes habían degollado a los de la Lituania y se habían hecho dueños de Rashkoff. La vista de Krycinski y de Adurovich les demostró que se hallaban en poder de los tártaros de la Lituania.
Continuaron guardando silencio, hasta que al fin Novoveski preguntó con voz insegura pero fuerte:
—¿En manos de quién hemos caído?
Azya se quitó el vendaje que cubría su cara, y descubrió su rostro, muy bello en otro tiempo; desfigurado ahora para siempre con la nariz deformada y una cavidad negra en lugar del ojo: un rostro horrible con una sonrisa semejante a una mueca infernal, y con una expresión bárbara y cruel.
Por un momento calló, pero fijando después su ojo fulgurante en el viejo, dijo:
—En las mías…, en las del hijo de Tugay-Bey.
El viejo Novoveski le había reconocido antes de hablar, así como Eva, quien había sentido oprimírsele el corazón a la vista de aquella cara que inspiraba horror.
La joven se cubrió el rostro con las manos, y su padre abrió los ojos desmesuradamente, repitiendo con la mayor sorpresa:
—¡Azya, Azya!
—Sí, Azya, a quien vuestra gracia ha educado, para quien habéis sido un padre tan benigno y sobre cuya espalda corrió la sangre bajo el látigo manejado por vuestra amorosa mano.
Al oír estas palabras, la sangre se le subió a la cabeza al viejo noble.
—¡Traidor! —exclamó—, responderás de tus acciones ante un juez. ¡Serpiente! ¡Aún tengo un hijo!
—Y una hija —añadió Azya—, por cuyo amor disteis la orden de azotarme a muerte. Esa hija la daré al último de mi horda, para que haga de ella lo que quiera.
—Señor, dámela a mí —gritó Adurovich vivamente.
—¡Azya, Azya! —exclamó Eva, arrodillándose ante él—; siempre te he…
El traidor no la dejó acabar, y la rechazó con el pie; Adurovich la cogió por los brazos y comenzó a arrastrarla fuera de la estancia.
Novoveski se puso lívido de rojo que estaba; las cuerdas con que le habían ligado los brazos crujieron bajo el esfuerzo que hizo para romperlas, y de su boca salieron palabras ininteligibles.
Azya se puso en pie y se le acercó, primero lentamente, y después más deprisa, como una fiera que se lanza sobre su presa. Cuando estuvo cerca cogió al viejo por el bigote con una mano y con la otra se puso a golpearle sin piedad en la cara y en la cabeza.
Un grito ronco, semejante a un rugido, salió de su garganta cuando el viejo cayó en tierra. Azya se arrodilló sobre su pecho y la hoja de un puñal brilló de pronto en la mano.
—¡Socorro! ¡Misericordia! —gritó Eva.
Pero Adurovich le dio un golpe en la frente y le tapó la boca con las manos, mientras Azya cortaba la cabeza al padre de la desdichada joven.
El espectáculo era tan terrible, que hizo estremecerse a los tártaros mismos. Con fría crueldad, Azya había hundido el cuchillo en la garganta del desventurado viejo, que emitía un estertor penoso. De la profundidad de la herida saltó la sangre sobre las manos del asesino, y corrió como un arroyo sobre el pavimento. Después el estertor cesó gradualmente hasta concluir en un postrer suspiro. Los pies del moribundo batieron el suelo con la convulsión final de la agonía.
Azya se puso en pie, y su mirada cayó sobre el rostro pálido y suave de Zosia Boski, que parecía más muerta que viva, y que había caído desmayada en los brazos de un tártaro.
—Esa muchacha la guardo para mí —dijo—, hasta que la dé a cualquiera o la venda.
Y volviéndose después hacia los tártaros añadió:
—Apenas hayan vuelto los hombres que he mandado a perseguir a la fugitiva, nos pasaremos a los dominios del sultán.
Los perseguidores volvieron dos días después, pero con las manos vacías, y el hijo de Tugay-Bey tuvo que marcharse a Turquía con la rabia y la desesperación en el alma, dejando detrás de sí montones de ruinas humeantes.