XX

Los tártaros que habían conseguido escapar llevaron la noticia del desastre a la horda de Belgrod.

Inmediatamente se enviaron correos al Ordum i Humayan, esto es, al campamento del sultán, en donde la infausta nueva produjo una impresión extraordinaria.

El sultán estaba tan sorprendido que no sabía qué hacer. El gran visir y el «futuro sol de la guerra», el kaimakán Kara-Mustafá, no estaban menos atónitos ante aquel ataque imprevisto.

En el Consejo de guerra el sultán recibió al visir y al kaimakán con un aire terriblemente sombrío.

—Me habéis engañado —les dijo—. Los polacos no deben ser tan débiles cuando vienen a molestarnos en nuestros propios dominios. Me decíais que Sobieski no podía defender Kamieniec, y, por el contrario, a estas horas nos espera con todo el ejército.

Poco a poco, empero, los destacamentos de las hordas de Belgrod y de la Drobuscha, mandados a un reconocimiento, comprobaron que no existía un cuerpo considerable de tropas en las cercanías, ni destacamentos siquiera.

Descubrieron las huellas de uno, trescientos caballos que se dirigían al Dniester, pero los tártaros recordaban demasiado la suerte que había cabido a los hombres de Azya para que intentaran perseguirlos.

El ataque fue, pues, para todo el mundo un hecho estupendo e inexplicable, pero la calma se restableció gradualmente en el Ordum i Humayan y el ejército formidable del sultán continuaba avanzando como una inundación.

Entretanto, Adán llegaba sano y salvo a Rashkoff con su presa viviente.

Azya había hecho todo el camino entre el joven comandante y el sargento, tendido sobre el lomo de un caballo y ligado de modo que no podía moverse. Tenía dos costillas rotas y estaba extremadamente débil porque también la herida que le había inferido Basia en la cara habíase vuelto a abrir en la breve lucha que sostuvo con Adán y a causa de la posición en que se veía obligado a cabalgar con la cabeza colgando.

El terrible sargento cuidaba de que no muriese antes de llegar a Rashkoff, sustrayéndose así a su venganza.

El joven tártaro, en cambio, prefería morir, pues sabía lo que le esperaba; así es que decidió no tomar ningún alimento; pero Lusnia le entreabría los apretados dientes con la hoja de un cuchillo y le obligaba a tragar vino de Moldavia, al cual habían mezclado galletas reducidas a polvo.

En los puntos de parada le echaban agua en la cara por temor de que la herida del ojo, sobre la cual se paraban las moscas, se gangrenase causando su muerte.

Adán no le habló en todo el camino. Sólo una vez, al principio del viaje, al ofrecerle Azya el rescate que quisiera por su libertad, prometiéndole además la devolución de Zosia y de Eva, el joven comandante le dijo:

—¡Mientes, perro! Las dos han sido vendidas por ti a un comerciante de Estambul, que las volverá a vender en el bazar.

Y a continuación dio orden de traer a su presencia a Eliashevich, que declaró ante su antiguo amo:

—Así es, efendi. Tú las vendiste sin saber a quién, y Adurovich vendió a la hermana del comandante estando encinta.

Después de estas palabras Azya creyó por un instante que Novoveski lo iba a aplastar con sus formidables puños; luego, cuando hubo perdido toda esperanza, resolvió exasperar al joven gigante para que lo matase en un arrebato de ira, ahorrándole así los tormentos que temía. Como Novoveski cabalgaba a su lado, comenzó a jactarse cínicamente de todo lo que había hecho.

El sudor corría en gruesas gotas por el rostro pálido de Adán: lo oía y no tenía fuerza para alejarse. Escuchaba con avidez; sus manos temblaban, estremecimientos nerviosos sacudían todo su cuerpo: pero, a pesar de todo, consiguió dominarse y no lo mató.

Azya, entretanto, martirizaba a sus enemigos narrándoles sus hechos atroces, y se atormentaba a sí mismo, porque al hablar de Zosia y de Eva, recordaba la terrible situación en que se hallaba.

Poco antes era un hombre que vivía en el lujo, un murza poderoso; ahora se veía extendido sobre el lomo de un caballo, las moscas lo devoraban vivo e iba en busca de una muerte horrible.

Experimentaba alivio cuando perdía los sentidos rendido por el dolor de sus heridas, lo que sucedía con tanta frecuencia que Lusnia empezó a temer que no llegase vivo a la frontera.

Pero el alma malvada del tártaro no quería abandonar su maldito cuerpo.

En los últimos días de su viaje, le atacó una fiebre que le hacía caer a menudo en un sueño agitado.

Soñaba entonces que estaba aún en Hreptyoff, que sostenía guerra con Volodiovski o que se llevaba a Basia a Rashkoff o bien que la había robado y la tenía escondida en su tienda; pero al despertarse y al abrir los ojos veía la cara de Novoveski o de Lusnia y volvía enseguida a la espantosa realidad.

Había momentos en que le parecía imposible que un hombre en un estado tan miserable como el suyo pudiese ser Azya, el hijo de Tugay-Bey; imposible que su vida tan llena de acontecimientos extraordinarios, que le prometían alcanzar los más altos destinos, hubiese de concluir tan pronto y de un modo tan terrible.

De este modo se habían ido acercando a Rashkoff. Penetraron en una región peñascosa que indicaba la proximidad del Dniester.

Durante la noche Azya cayó en un estado de inconsciencia en el cual las ilusiones andaban mezcladas con la realidad.

Le parecía que habían llegado, que se habían detenido y que en torno suyo gritasen:

—¡Rashkoff! ¡Rashkoff!

Después le pareció oír el ruido de unas hachas que partían leña; luego que algunos hombres echaban agua fría sobre su cabeza, mientras otros le hacían tragar gorzalka. Al fin volvió en sí del todo. Sobre su cabeza se extendía un cielo estrellado: alrededor suyo lucían algunas antorchas.

—¿Ha vuelto en sí? —preguntó una voz.

—Así parece.

En el mismo instante vio el rostro de Lusnia que se inclinaba sobre él para examinarlo.

—Está bien —dijo el sargento con voz tranquila—, ha llegado tu última hora.

Azya estaba tendido boca arriba y respiraba con más libertad porque le habían atado las manos por encima de la cabeza y el pecho se dilataba más fácilmente: pero no podía mover las manos porque las tenía atadas a un palo de encina y envueltas con paja impregnada de pez.

Enseguida adivinó por qué lo habían atado así, y al ver los demás preparativos comprendió que su tortura sería larga y horrible.

Estaba desnudo desde la cintura a los pies, y bajando un poco la cabeza vio entre sus rodillas un palo aguzado en el tronco de un árbol.

De cada uno de sus pies pendía una cuerda atada por el otro extremo a un caballo.

A la luz de las antorchas Azya podía ver la grupa de los dos caballos y a dos hombres que, al parecer, los tenían por el diestro.

El desgraciado abarcó todos estos preparativos con una sola mirada; después contempló el cielo y vio las estrellas y el disco refulgente de la luna.

«Quieren empalarme», murmuró Azya para sí, y a esta idea apretó los dientes con tanta fuerza que sus mandíbulas se contrajeron en un espasmo inconcebible.

El sudor bañó su frente y su cara se puso fría, porque desapareció de ella toda su sangre.

Después le pareció que la tierra se hundía bajo sus pies y que su cuerpo caía precipitado en un abismo sin fondo.

Por unos minutos perdió la conciencia del tiempo, del lugar y de lo que hacían con él.

El sargento abrió su boca con un cuchillo y le vertió en ella un poco de gorzalka.

Azya tosió y escupió parte de aquel líquido ardiente, pero tuvo que tragar el resto.

De pronto oyó unos pasos pesados que se acercaban, y después Adán llegó hasta él.

Todos los nervios del tártaro se estremecieron al verlo; no temía a Lusnia, porque lo despreciaba demasiado; pero no podía despreciar así a Adán; al contrario, su aspecto lo llenaba de un terror supersticioso. En aquel supremo momento pensó para sí:

«Estoy en su poder y le temo».

Y aquella idea era tan horrible para él, que, bajo su influencia, se le erizaron los cabellos al hijo de Tugay-Bey.

—Por cuanto has hecho perecerás entre tormentos —le dijo Adán.

El tártaro no respondió, pero comenzó a respirar ruidosamente. Novoveski se alejó y reinó un silencio de algunos minutos, interrumpidos al fin por Lusnia.

—Tú te atreviste a poner la mano sobre la señora —le dijo con voz ronca—. Ahora ella está en su casa con su marido y tú te encuentras en nuestras manos. Ha llegado tu última hora.

Con estas palabras principió la tortura de Azya.

Aquel hombre terrible supo en la hora de su muerte que su traición y su crueldad habían sido inútiles.

Si Basia hubiese perecido durante su fuga, él habría tenido al menos el consuelo de decirse que si él no la poseía, tampoco ningún otro: y aun esta esperanza, que era su único alivio, se la quitaban en aquel momento en que empezaba su suplicio.

Después de haberlo torturado con refinada crueldad, haciendo penetrar en su cuerpo la punta del palo poco a poco, lo levantaron en alto y plantaron el palo en tierra.

Entre los castigos ideados por la ferocidad de aquellos tiempos era aquél el más terrible, porque las víctimas vivían dos o tres días así empaladas.

Azya no había exhalado aún su último suspiro, pero su cabeza pendía sobre el pecho como la de un cadáver, en tanto que sus manos ligadas con la paja embreada a la rama de encina se levantaban sobre su cabeza hacia el cielo como si aquel hijo del oriente invocase la venganza de la media luna turca sobre los ejecutores de su suplicio.

—¡A caballo! —mandó Adán.

Antes de obedecer esta orden, el sargento acercó una antorcha a las manos del tártaro; después saltó sobre la silla y todo el destacamento se dirigió a Yampol.

Entre las ruinas de Rashkoff, en medio de las tinieblas y de la soledad, Azya, hijo de Tugay-Bey, se quedó solo carbonizándose lentamente.