VI

Todos callaron, tan grande fue la impresión producida por el nombre del terrible guerrero.

Tugay-Bey había sido el que, junto con el no menos terrible Mielniski, había hecho temblar a todo el reino; había vertido un mar de sangre polaca: había pisoteado la Ucrania, la Volinia, la Podolia y la Galitzia con los cascos de sus caballos; había destruido castillos y ciudades, incendiado pueblos y aldeas y capturado más de diez mil personas.

El hijo de un hombre semejante se encontraba ahora ante los oficiales y los huéspedes que se habían reunido en el campamento de Hreptyoff, y decía orgullosamente a todos:

—¡Soy Azya, carne de la carne de Tugay-Bey!

Era, sin embargo, tan grande el respeto que sentían todos por los linajes nobles y famosos por su valor, que en vez del horror que habría debido inspirar el nombre del célebre murza en el ánimo de todo soldado, Mellehovich creció desmesuradamente a sus ojos, como si toda la grandeza de su padre se hubiese pasado a él.

Todos miraban con asombro, especialmente las mujeres, para quienes todo misterio presenta siempre el mayor atractivo.

También a él mismo le pareció haber crecido a sus propios ojos por efecto de su confesión; y así, levantando la cabeza y dirigiéndose a Novoveski, dijo:

—Este noble dice que yo soy su siervo, y yo le respondo: «Mi padre montaba sobre su corcel poniendo el pie en la espalda de hombres que valían más que vos». Al afirmar que yo le pertenecí, dice la verdad, así como que bajo su látigo corrió sangre por mis espaldas, cosa que no olvidaré jamás. Tomé el nombre de Mellehovich para huir de sus pesquisas: y ahora, habiendo podido dirigirme a Crimea, sirvo a este país con mi sangre y con mis fuerzas, y no estoy sujeto a nadie más que al capitán general. Mi padre era pariente del kan, y en Crimea me esperaban el lujo y la riqueza: pero permanecí aquí porque amo esta tierra, amo al capitán general y amo a todos aquellos que no me han despreciado.

Al hablar así, se inclinó ante Volodiovski y después ante Basia, tan profundamente que su cabeza tocó casi las rodillas de la joven; luego, sin dignarse siquiera mirar a los demás, se puso el sable bajo el brazo y abandonó la estancia.

Durante largo rato continuó reinando el silencio. Zagloba lo interrumpió el primero, diciendo:

—¿Dónde está Smitko? Le dije que este Azya se asemejaba a un lobo y es, en efecto, hijo de un lobo.

—¡Es hijo de un león! —corrigió Volodiovski—. ¡Y quién sabe si no se parece a su padre!

—¿No habéis observado, señores, que aprieta los dientes, precisamente como hacía el viejo Tugay-Bey cuando montaba en cólera? —preguntó Mushalski—. Sólo por esto lo habría reconocido, porque vi con frecuencia a Tugay.

—¡No, por cierto, tan a menudo como yo! —exclamó Zagloba.

—Ahora comprendo por qué lo estiman tanto los tártaros de la Lituania y del Mediodía —observó Bogush, interviniendo—. Para ellos es sagrado el nombre de Tugay. ¡Vive Dios!, si este hombre quisiera, podría inducir a todos los tártaros a pasarse al servicio del sultán y ocasionarnos quién sabe cuántos sinsabores.

—No lo hará, porque al afirmar que ama al país y al capitán general dice la verdad —añadió Miguel—. Si así no fuese no serviría en nuestras filas, pudiendo disfrutar en Crimea de toda clase de consideraciones y comodidades. Entre nosotros, ciertamente, nunca ha nadado en la abundancia ni en el lujo.

—No se irá a Crimea, porque de haberlo querido ya lo habría hecho —dijo Bogush—. Nadie se lo impedía.

—Ahora es cuando inducirá a todos los capitanes traidores a volver al reino —añadió Nyenashinyets.

—Novoveski —dijo de pronto Zagloba—, si hubierais sabido que era el hijo de Tugay-Bey quizá no habríais mandado…, ¿eh?

—Hubiera mandado darle tres mil azotes en vez de trescientos —interrumpió éste—. ¡Que me mate un rayo si no digo la verdad! Queridos señores, me sorprende lo indecible, que siendo hijo de Tugay-Bey no haya huido a Crimea. Lo conozco mejor que vosotros y os digo que ni el diablo es tan pérfido, ni el perro tan rabioso, ni el lobo tan maligno y cruel como ese hombre. Os hará traición a todos, os lo juro.

—¡Esos son cuentos! —exclamó Mushalski—. Nosotros lo hemos visto batirse en Kalnik, en Liman, en Bratslav y en otras cien acciones.

—¡Ése no olvida nunca y querrá vengarse! —insistió Novoveski.

Entretanto, Basia no podía darse un instante de reposo; la historia de Mellehovich le interesaba bastante y ansiaba que el fin fuese digno del principio. Así, pues, se acercó a Eva Novoveski, y le murmuró al oído:

—Eva, vos le habéis amado. Confesadlo, no lo neguéis, y añadid que le amáis todavía. Sí, estoy segura; sed sincera conmigo. ¿En quién podríais tener mayor confianza? Por sus venas corre sangre real, y el capitán general lo hará naturalizar, no una, sino cien veces si es preciso. Novoveski se opondrá, pero no importa. Sin duda Azya os quiere aún. Lo sé, lo sé. No tengáis miedo alguno; él tiene confianza en mí. Le haré algunas preguntas y no habrá necesidad de ponerlo en el tormento para obtener una contestación. Le habéis querido mucho, ¿no es verdad? Lo queréis aún, ¿no es así?

No pudiendo Basia seguir interrogándola en presencia de todos, se la llevó junto con Zosia Boski a una alcoba y le preguntó de nuevo:

—Eva, respondedme sin tapujos, ¿le amáis todavía? Una llamarada encendió el rostro de la doncella. Tenía los cabellos y los ojos negros y la sangre ardiente, y aquella sangre le afluía al semblante siempre que le hablaban de amor.

—Eva, respondedme sin tapujos, ¿le amáis todavía?

—No sé —repuso la joven después de un momento de vacilación.

—Fuera reticencias, sed sincera —añadió Basia—. Yo fui la primera que dije a Miguel que lo amaba y no me he arrepentido. Os habéis amado locamente en este tiempo. ¡Ah! ¡Ahora comprendo! Se consumía de amor y de deseos por vos, y por esta causa andaba siempre sombrío, dando vueltas como un lobo. ¿Qué hubo entre vosotros? Decídmelo.

—Él me dijo en el jardín que me amaba —murmuró Eva.

—En el jardín, bien; ¿y después?

—Después me abrazó y empezó a besarme —prosiguió la niña, bajando la voz.

—¿Y qué hicisteis vos?

—Yo me asusté tanto que empecé a gritar.

—¿Lo oís, Zosia?, se puso a gritar vuestro miedo. ¿Y cuando fue descubierto vuestro amor…?

—Mi padre vino, y en el primer momento de furia le hirió con un hacha: después me pegó y dio orden de darle tantos latigazos que estuvo en la cama quince días.

Y al decir esto, Eva se puso a llorar, un poco por la pena, otro por la confusión; y la sensible Zosia, que lo veía, no pudo contenerse y sus ojos azules se llenaron también de lágrimas. Basia empezó a consolar a Eva lo mejor que pudo.

—Calmaos, todo acabará bien, os lo aseguro yo —le decía—. Persuadiré a Miguel y a Zagloba para que me ayuden. Nadie podrá resistir a la cordura y la autoridad de Zagloba. No lloréis, querida Eva; ahora es tiempo sólo de ir a cenar.

Mellehovich no apareció a la mesa. Se quedo en su habitación, a donde se había hecho llevar una cena frugal. Avanzada la noche, fue a buscarle Bogush para hablarle de los asuntos que le interesaban.

El tártaro le ofreció una silla cubierta de piel de oveja y le puso delante un jarro que contenía una bebida caliente, preguntándole si Novoveski deseaba hacer de él un siervo.

—De eso no habla ya nadie —replicó el administrador de Novgorod—. Por lo demás, Nyenashinyets sería el primero que tendría el derecho sobre vos, pero no piensa ni siquiera hacerlo; sin duda su hermana ha muerto, y ya no hay nada que hacer. Novoveski ignoraba quién erais cuando os castigó por vuestra familiaridad con su hija. Nadie se atreverá ahora a mover un dedo contra vos, os lo juro, en tanto que sirváis fielmente al país. Tenéis amigos en todas partes.

—¿Y por qué no he de servir fielmente? —replicó Azya—. Mi padre combatió contra vosotros: pero él era un infiel, mientras que yo profeso la fe de Cristo.

El joven tártaro inclinó la cabeza y empezó a soplar en su copa como para enfriar el contenido.

—¡Cómo os parecéis en este momento a Tugay-Bey! —dijo Bogush—. Le conocí muy bien: lo vi en el palacio del kan y en el campo de batalla. Lo menos veinte veces lo visité en el campamento.

—¡Que Dios bendiga a los justos y la peste caiga sobre los malvados! —exclamó Azya; de pronto, y levantando su copa, añadió—. ¡A la salud del capitán general!

—Salud y muchos años de vida —dijo Bogush—. Es verdad que los que están de su parte son pocos, pero todos buenos y fieles soldados. ¡Dios nos guarde de tener que ceder a aquellos dragones que no saben hacer otra cosa que intrigar en las Dietas y acusar al capitán general de traición al rey! En vano el capitán general manda mensajes pidiendo refuerzos para Kamieniec. Como Casandra, presagia la destrucción de Troya y del pueblo Príamo: ellos no tienen ideas en su cerebro y no sueñan más que en traiciones al rey.

—¿De qué habla vuestra gracia?

—De nada. Hice una comparación entre Troya y Kamieniec, pero de aquella ciudad probablemente no habréis oído hablar nunca. Tened un poco de paciencia por ahora. El capitán obtendrá para vos la naturalización, y los tiempos son tales que no os faltará ocasión de cubriros de gloria.

—¡O yo me cubriré de gloria o me cubrirá la tierra! —replicó Azya—. ¡Como hay un Dios verdadero que oiréis hablar de mí!

—Y Krycinski y los demás, ¿qué harán? ¿Volverán? ¿Sí o no?

—Ahora están acampados, los unos en Irzysk, y otros más lejos; y es difícil llegar a un acuerdo, porque están muy lejos los unos de los otros. Han recibido orden de ir a Andrinópolis, hacia la primavera, llevando consigo muchas provisiones.

—Esta noticia es importante, porque si hay una gran concentración de fuerzas en Andrinópolis, la guerra contra nosotros es segura. Es preciso informar inmediatamente al capitán general.

—Halim me ha dicho que corre el rumor de que el sultán en persona irá a Andrinópolis.

—¡Que Dios nos asista! ¡Y nosotros que no tenemos aquí sino un manípulo de tropas! Todas nuestras esperanzas se fundan en el castillo de Kamieniec. ¿Pretende Krycinski acaso imponernos nuevas condiciones?

—Él y sus compañeros desean una amnistía general: quieren la reintegración de los derechos y privilegios de la nobleza que gozaban antes y de mandos independientes para los capitanes: pero como el sultán les ofrece más, vacilan.

—¿Qué me decís? ¿Cómo el sultán puede ofrecer más de lo que el reino les ofrece? En Turquía hay un Gobierno absoluto, en donde todos los derechos dependen del capricho del sultán. Aunque cumpliese todas sus promesas, su sucesor podría impunemente pisotearlas, mientras que entre nosotros todos los privilegios son sagrados, y ni aun el rey puede quitar allá a un noble.

—Ellos dicen que eran nobles y, sin embargo, fueron tratados como simples soldados, y que los estarostas les impusieron más de una vez obligaciones de que están exentos no ya los nobles, sino hasta los siervos.

—¿Pero si el capitán general les da su palabra…?

—Nadie duda de su inteligencia superior ni de su lealtad, y todos lo quieren en secreto. Pero se dicen a sí mismos: «Los nobles harán fusilar al capitán general como traidor. En la corte del rey le odian: está amenazado de una acusación terrible. ¿Qué puede hacer en tales condiciones?».

Bogush se dio una palmada en la frente y exclamó:

—Y bien, ¿qué decidirán?

—Ni aun ellos mismos lo saben.

—¿Se quedarán en los dominios del sultán?

—No.

—Pues, ¿quién podrá obligarles a volver al reino?

—Yo.

—¿Cómo?

—Soy el hijo de Tugay-Bey.

—Querido Azya —comenzó a decir Bogush tras breve silencio—; no niego que deben amar en vos vuestra estirpe y la gloria de vuestro padre, aunque ellos son tártaros de la Lituania y Tugay-Bey fue enemigo nuestro. Pero que el hecho de ser vos hijo de Tugay-Bey os dé el derecho de comandar a todos los tártaros, es lo que no me parece posible y no veo en ello una razón suficiente.

Azya calló por algunos instantes; después apoyó las manos sobre las rodillas y dijo:

—Krycinski y los demás capitanes me obedecen, no porque ellos sean tártaros y yo un príncipe, sino porque tengo otros recursos y otro poder.

—¿Qué recursos? ¿Qué poder?

—No sé cómo expresar lo que quiero decir —replicó Azya—. Pero ¿por qué estoy yo dispuesto a hacer cosas que otro no se atrevería a hacer? ¿Por qué he pensado en cosas que otro no ha pensado?

—¿Qué decís? ¿Qué habéis pensado?

—He pensado que si el capitán general me diese la facultad y el derecho, no sólo haría volver a estos capitanes, sino que pondría a su servicio la mitad de la horda. ¿No hay mucha tierra disponible en Ucrania y en el desierto? Que el capitán general proclame solamente que todo tártaro que venga al reino será noble, que serán respetadas sus creencias, que servirá en un escuadrón perteneciente a su nación, que todo escuadrón tendrá su capitán como lo tienen sus cosacos, y yo apuesto la cabeza a que toda Ucrania se poblará muy pronto. Los tártaros de Lituania vendrían enseguida, vendrían de la Drobuscha y de Belgrod, vendrían de Crimea con sus rebaños y sus mujeres y sus hijos. No meneéis la cabeza con ese aire incrédulo. Afirmo a vuestra gracia que vendrán…, como vinieron en época lejana los que sirvieron fielmente al reino. En Crimea o dondequiera, el kan y los murzas oprimen a las poblaciones: pero en Ucrania tendrán sus sables y sus capitanes. Os juro que vendrán, porque allá abajo lo sufren todo, hasta el hambre. Cuando se proclame en los pueblos que los llamo yo, el hijo de Tugay-Bey, en fuerza de la autoridad que me concede el capitán general, millares y millares acudirán aquí.

—Azya, por las llagas de Cristo, ¿cuándo se os han ocurrido esas ideas? ¿Qué sucedería si…?

—Sucedería sencillamente que en Ucrania habría una población de tártaros como hay otra de cosacos. A éstos se lo habéis concedido todo. ¿Por qué no nos lo concedéis a nosotros? ¿Me preguntáis qué sucedería? Pues no pasaría lo que pasa ahora, porque nosotros pondríamos el pie en el cuello de los cosacos; no habría rebeliones de campesinos, ni matanzas, ni ruinas; no habría Doroshenkos, porque si éste se moviera yo sería el primero en arrastrarlo a los pies del capitán general con un cabestro; y si las fuerzas turcas se moviesen nos batiríamos con el sultán; y si el kan amenazase con invasiones derrotaríamos también al kan. ¿Hace tanto tiempo, acaso, que los tártaros de Lituania y de Polonia obraron así, aunque permanecieron fieles a la religión mahometana? ¿Por qué habríamos nosotros de obrar de otro modo?

El joven tártaro hizo una breve pausa y continuó después:

—Pensad bien mis palabras. Ucrania tranquila, los cosacos tascando el freno; protección contra Turquía; diez mil hombres de tropas auxiliares…, eso es lo que se me ha ocurrido y por eso Krycinski y los demás capitanes me obedecen y por eso la mitad de los pueblos de Crimea acudirán a estas estepas si los llamo yo.

Bogush estaba tan sorprendido de las palabras de Azya como si las paredes de la estancia en que hablaban se hubiesen abierto repentinamente ante sus ojos, y nuevas regiones hubiesen aparecido a su vista. Durante largo rato no pudo articular una palabra y se limitó a fijar en el joven tártaro una mirada estupefacta. Azya se puso a pasear por la estancia con paso agitado, y añadió por último:

—Sin mí, nada de esto podría verificarse, porque soy el hijo de Tugay-Bey y desde el Dniester hasta el Danubio no hay hombre más poderoso entre los tártaros. Dicen que en la primavera estallará una gran guerra con el sultán; pero dadme sólo permiso, y yo promoveré una fermentación tal entre los tártaros, que hasta el sultán quedará con las manos atadas.

—En nombre de Dios, Azya, ¿quién sois vos? —dijo Bogush.

—El futuro capitán general de los tártaros —replicó el joven.

Un reflejo del hogar cayó en aquel momento sobre Azya, iluminando su rostro, que era al mismo tiempo hermoso y terrible. A Bogush le pareció tener ante sí un hombre completamente nuevo. Tanta era la grandeza y la altivez que respiraba toda la persona del joven tártaro. Bogush comprendía que Azya tenía razón. El viejo hidalgo conocía bastante bien Crimea, en donde había estado dos veces prisionero; conocía la corte de Bagsechari: conocía las hordas que habitaban entre el Don y la Drobuscha: sabía que durante el invierno muchos pueblos quedaban despoblados a causa del hambre. Sabía que en Crimea las rebeliones no eran raras; y comprendía que las tierras y los privilegios que se concedieran atraerían infaliblemente a todos aquellos que se sentían mal o estaban amenazados en su país natal. Y vendrían atraídos ciertamente por el hijo de Tugay-Bey, si éste alzaba la voz para llamarlos.

Él sólo podía hacerlo y ningún otro. Si el capitán general deseaba sacar partido de esta ocasión, podía considerar el hijo de Tugay-Bey como un hombre que la Providencia misma le enviaba.

Bogush principió a considerar a Azya bajo otro aspecto, y a cada momento se admiraba más de que tales ideas hubieran brotado en su cabeza. El sudor perlaba la frente del viejo caballero; tan inmensas le parecían aquellas ideas. No obstante, aún quedaba una duda en su alma, porque, después de algún tiempo de reflexión, dijo:

—¿Y sabéis que habrá guerra con Turquía?

—Habrá guerra con seguridad. ¿Para qué, si no, habrían dado orden a las hordas de reunirse en Andrinópolis? Habrá guerra, a menos que no surjan disensiones en los dominios del sultán; y si él se decide a abrir la campaña, la mitad de las hordas estarán de parte nuestra.

—A este bribón no le faltan nunca buenos argumentos —dijo para su coleto Bogush; y después de algunos instantes, añadió en alta voz—: De todos modos, la cosa no es fácil. ¿Qué dirían el rey, el canciller, el Cuerpo Legislativo y todos los nobles que en su mayor parte son hostiles al capitán general?

—Yo no necesito más que el permiso escrito de Sobieski, y una vez que estemos aquí, que prueben a echarnos fuera. ¿Quién se atrevería? ¿Y con qué medios?

—El capitán general se asustará con el solo pensamiento de asumir una responsabilidad tan grande.

—Detrás del capitán general habrá cincuenta mil sables de las hordas, además de las tropas que él tiene a su disposición.

—¿Pero y los cosacos? ¿No pensáis en ellos? Se opondrán, de seguro, inmediatamente.

—Precisamente para tener a raya a los cosacos somos nosotros indispensables. Dejad que yo pueda disponer de mis tártaros y ya veréis.

Y al hablar así, Azya extendió la mano y abrió los dedos como si fuesen las garras de un águila; después apretó con ademán fiero la empuñadura de su sable, y añadió:

—Con éste dictaremos leyes a los cosacos. Ellos serán nuestros siervos y nosotros dominadores en Ucrania. ¿Me oís, Bogush? Quizá me creéis un hombre ligero, pero no lo soy tanto como cree Novoveski, el comandante y vos. Mirad, he pensado tanto en este asunto día y noche, que hasta me he puesto flaco. Pero lo que he pensado es justo, y, por lo tanto, os repito que en mí hay recursos, que en mí está el poder. Id a ver al capitán general, id presto. Exponedle mis ideas. Inducidle a remitirme este escrito y ya veréis lo que me importa el Cuerpo Legislativo y todo lo demás. El capitán general es un grande hombre; decidle que soy el hijo de Tugay-Bey; que soy el único que puede realizar esa idea, que es la mía. Pero apresuraos, antes de que la nieve cubra la estepa, porque con la primavera vendrá la guerra. Id y volved pronto, para que yo sepa a qué atenerme.

Bogush no notó que Azya hablaba en un tono como si fuese un capitán que da instrucciones a su ayudante.

—Mañana descansaré dijo y pasado mañana marcharé. Dios quiera que encuentre al capitán general en Yavorov. Él es pronto en sus decisiones y dentro de poco tendréis una contestación.

—¿Creéis que consentirá?

—Quizá os mandará llamar para hablar con vos: así no vayáis por ahora a Rashkoff, porque desde aquí podéis fácilmente ir a Yavorov. No sé si consentirá, pero es seguro que tomará el asunto en consideración, porque sabéis presentar en su apoyo poderosas razones. ¡Como hay un Dios en el cielo, no me habría esperado nunca de vos una cosa semejante! Ahora veo que sois un hombre extraordinario y que Dios os ha predestinado a las grandezas. No me sorprendería al ver un airón de plumas en vuestro birrete. Pasado mañana marcharé sin falta. Ahora os dejo, porque ya es tarde y tengo la cabeza atontada como si hubiese en ella una serrería. Adiós, Azya. Me duelen las sienes como si estuviese borracho. ¡Adiós, hijo de Tugay-Bey!

Bogush apretó la mano delgada del tártaro, y se dirigió hacia la puerta; pero en el mismo instante se detuvo y repitió: «Nuevas tropas para el reino, una espada siempre suspendida sobre la cabeza de los cosacos; disidencias en Crimea, la potencia de los turcos debilitada… ¡Dios mío! ¡Todo eso parece imposible!».

Y se alejó meneando la cabeza, mientras Azya le seguía con los ojos, murmurando:

—Y para mí el bastón de mariscal… y ella, con su consentimiento o sin él, para mí también. En caso contrario, ¡ay de vosotros!

Bebió después otro sorbo de gorzalka y se echó en su lecho cubierto de pieles. El fuego se había apagado en la chimenea, y a través de la ventana penetraban en la estancia los rayos de la luna, que estaba a esta hora muy alta en aquel cielo casi invernal. Azya permaneció inmóvil por algún tiempo, pero el sueño no venía a cerrar sus párpados. Por último, se levantó, se acercó a la ventana y contempló la luna que surcaba como una nave silenciosa la ilimitada soledad de los cielos.

El joven tártaro lo contempló largo rato; después se llevó las manos al pecho, levantó los dos pulgares y su boca, que una hora antes había confesado la fe de Cristo, murmuró con una especie de melancólica cantinela:

—¡La Alah ila Alah! ¡Mahomet Rossul Alah! [23]