XVII

Durante una semana Basia sufrió mucho, y sin las seguridades del médico, Miguel y Zagloba hubieran creído muchas veces que la llama de su existencia iba extinguiéndose de un momento a otro.

Sólo hacia el final de la semana se notó en ella una notable mejoría; recobró toda su lucidez y desde aquel momento nadie dudó que con el tiempo recuperaría la salud y las fuerzas.

Volodiovski no se alejaba casi nunca de la cabecera de su cama: después del grave peligro de que había escapado la amaba más, si cabe, que antes, y no existía para él otra cosa en el mundo que su adorada esposa.

Cuando se sentaba junto a ella, cuando contemplaba su rostro pálido y demacrado, aunque jovial, y sus ojos que gradualmente recobraban su antiguo brillo, le tentaba un irresistible deseo de reír, de gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Mi Basia se pone buena! ¡Mi Basia no morirá!

Cogía sus manos besándolas con transporte y a veces besaba sus pies, aquellos piececitos que habían caminado tan animosamente por entre la nieve para venir a Hreptyoff.

Sentía un reconocimiento inmenso hacia la Divina Providencia, tanto, que una vez dijo a Zagloba y a algunos oficiales:

—No soy muy rico, pero aunque tuviera que someterme a las mayores privaciones, aun cuando tuviera que soportar las mayores fatigas para buscar el dinero, quiero edificar una iglesia, y cuando oiga tocar sus campanas recordaré la gracia que Dios me ha hecho y mi alma se elevará hasta Él rebosando de gratitud.

—Quiera Dios que podamos vencer en la inevitable guerra con los turcos —dijo Zagloba.

—El Señor sabe lo que le es más grato —replicó el pequeño caballero—; si quiere que le edifique una iglesia, me preservará de todo peligro; pero si en sus divinos designios está escrito que prefiere mi sangre, estoy dispuesto a derramarla por mi patria.

Con la salud recobró Basia su buen humor. Dos semanas después dio orden, una tarde, de abrir un poquito la puerta de su habitación, y cuando todos los oficiales se hubieron reunido en la sala contigua, les gritó con su voz argentina:

—¡Buenas tardes, señores! ¡Por esta vez no me enterraréis!

—¡Gracias sean dadas al Altísimo! —respondieron todos en coro.

Szastie dla tebià ad Boga dorogaià moià[28] —exclamó Motovidlo, que sentía por Basia una ternura paternal y que hablaba en ruso en los momentos de grandes emociones.

—¿Quién lo habría creído, señores, cuando marché? —añadió la joven.

—Afortunadamente todo ha concluido bien —replicaron los oficiales, que le hablaban a través de la puerta entreabierta.

—Zagloba me ha censurado siempre porque tenía más afición al sable que a la rueca. ¡De bastante me hubiera servido una rueca en aquella ocasión! Decidme, ¿no me he portado como un caballerito?

—¡Un ángel no hubiera podido hacer más!

Zagloba interrumpió la conversación cerrando la puerta, porque temía que Basia se agitase demasiado.

Ella hubiera querido seguir charlando, especialmente para oír algunas alabanzas a su bravura. Ahora que el peligro había pasado y sólo quedaba el recuerdo, la joven estaba orgullosa de sus aventuras y pretendía absolutamente que todos elogiasen su valor extraordinario.

La alegría que experimentaban todos en Hreptyoff por su curación estaba empañada por la traición de Azya y la suerte que había cabido al viejo Novoveski, a su hija Eva, a Boski y a Zosia. Todos andaban inquietos y tristes y Basia no menos que los demás.

Los horrores de Rashkoff eran ya conocidos con todos sus espantosos pormenores no sólo en Hreptyoff sino en Kamieniec y más lejos aún.

Algunos días antes Myslishevski había llegado a Hreptyoff y, a despecho de la traición de Azya, de Krycinski y de Adurovich, no había perdido la esperanza de atraer al servicio del reino a los demás capitanes.

Después de Myslishevski llegó Bogush y se tuvieron noticias directas de Mohiloff, Yampol y Hashkoff.

Corzenski era tartamudo y por consiguiente un mal orador, pero un soldado experto y valiente y no se había dejado engañar.

Había interceptado las órdenes corridas por Azya a sus tártaros, a quienes atacó de improviso con la infantería, matando a una parte y haciendo prisioneros a los demás.

También había enviado un mensajero a Yampol, de manera que Rashkoff fue la única víctima de la traición.

Miguel recibió una carta de Byaloglovski en la que le hablaba, entre otras cosas, de Adán, que servía a sus órdenes y que por entonces estaba rebajado del servicio a causa del inmenso dolor que le había postrado de un modo indecible.

«Su padre ha muerto, su hermana ha sido entregada como esclava a Adurovich por Azya, quien se ha reservado para sí a Zosia, la prometida del pobre joven».

Así escribía Byaloglovski, añadiendo:

«Para ellas no hay salvación posible aun cuando se presentase ocasión de rescatarlas. Todo esto nos lo ha referido un tártaro que se dislocó un hombro al pasar un río y a quien hicimos prisionero.

»Azya, Krycinski y Adurovich se han dirigido a Andrinópolis. Novoveski se consume con el deseo de echarles mano: jura que se ha de apoderar de Azya a toda costa, aunque tuviese que buscarlo en medio del campamento del sultán, para tomar horrible venganza. Yo trato de contenerlo diciéndole que Azya vendrá aquí pronto porque la guerra es segura y más seguro aún que las hordas formarán la vanguardia.

»Dios nos asista, porque vendrán contra nosotros todas las fuerzas de Turquía, a las cuales sólo podemos oponer un manípulo de las nuestras.

»Todas nuestras esperanzas se fundan en el castillo de Kamieniec que, a Dios gracias, está suficientemente provisto de vituallas y municiones.

»En Andrinópolis es ya primavera y aquí se acerca también el buen tiempo. Me voy a Yampol porque Rashkoff no es ya más que un montón de cenizas».

El pequeño caballero había recibido ya otros informes idénticos que provenían directamente del capitán general; pero la carta de Byaloglovski le produjo hondísima impresión porque venía de la frontera del reino y los confirmaba plenamente. Por lo demás, él no temía la guerra sino por Basia.

Aquel mismo día recibieron un refuerzo inesperado de huéspedes queridos.

Hacia el anochecer llegaron los Kettlin sin ningún aviso previo.

La alegría y la sorpresa de su inesperada visita a Hreptyoff fueron indescriptibles; y no menor fue el júbilo de los recién llegados al saber que Basia estaba convaleciente ya de su enfermedad.

Krysia se precipitó a la alcoba y las alegres exclamaciones que se oyeron en el instante de abrazarse las dos amigas anunciaron al pequeño caballero el contento inmenso que experimentaba Basia al ver a su antigua compañera.

Kettlin y Miguel se apretaron en estrecho y largo abrazo, que interrumpían de vez en cuando para contemplarse mejor y volver a abrazarse.

—¡Por Dios verdadero que no estaría más contento si me hubiesen hecho mariscal que lo estoy de verte! —decía el pequeño caballero—. Pero ¿qué es lo que te ha traído por este país?

—El capitán general me ha honrado nombrándome comandante de la artillería de Kamieniec —repuso Kettlin—, y ahora me dirijo allá con mi mujer. He sabido todas tus desgracias en el camino y he venido sin perder un minuto.

Kettlin quiso que lo informasen nuevamente de todo, y cuando Miguel y Zagloba le hubieron referido, alternativamente, todos los pormenores, levantó los ojos y las manos al cielo maravillándose del valor y de la perseverancia de Basia.

Miguel a su vez rogó que le contase cuanto había hecho en el largo período de tiempo que no se habían visto.

Después de su casamiento, los Kettlin habían vivido en sus posesiones de Curlandia, y su felicidad era tan grande que ni aun en el cielo creían pudieran gozarla mayor.

Al casarse con Krysia, Kettlin estaba perfectamente convencido de que se unía a un ser superior, y todavía no había cambiado de opinión.

—¿Y ese ser superior no ha pasado por uno de esos trances que sobrevienen a los simples mortales que son de su sexo? —le preguntó Zagloba sonriendo con cierta ironía.

Kettlin comprendió y dijo:

—Dios me ha dado un hijo y ahora me parece que…

—Ya lo he notado —interrumpió Zagloba—. Aquí, por el contrario, todo permanece en el statu quo ante.

Y al decir esto miró a Miguel, cuyos labios temblaron.

La conversación fue interrumpida por Krysia, que apareció en el umbral de la puerta diciendo:

—Basia quiere que paséis a verla.

Todos entraron juntos en la habitación de la convaleciente.

Kettlin besó las manos de Basia y Miguel las de Krysia por segunda vez; después se miraron todos con curiosidad, como se hace ordinariamente en casos semejantes entre personas que no se han visto desde hace mucho tiempo.

Kettlin no había cambiado: sólo se había cortado los cabellos que llevaba antes muy largos, lo que le hacía parecer más joven.

Krysia, en cambio, habíase transformado notablemente, por lo menos en relación con el tiempo transcurrido. No era ya tan esbelta y flexible como antes, y estaba pálida por lo que resaltaba el ligero vello que le cubría el labio superior; pero conservaba sus magníficos ojos, de largas pestañas, y el mismo aspecto sereno y digno. Sus rasgos, antes tan bellos, habían perdido su delicadeza y su regularidad: y aunque esta pérdida era quizá momentánea, Miguel no pudo por menos de decirse, comparándola con Basia:

—¿Cómo pude enamorarme de ella, cuando estaban juntas? ¿Dónde tenía yo los ojos?

Basia, en cambio, pareció a Kettlin más bella que antes, y realmente lo estaba con su ricito sobre la frente y el color de su tez que, habiendo perdido, con la enfermedad, su carmín, semejaba el del pétalo de una rosa blanca. En aquel momento la alegría animaba su carita y le latían ligeramente las naricillas. Parecía muy joven y, a primera vista, hubiérase dicho que la esposa de Kettlin contaba diez años más que ella. Pero su belleza no produjo en el sensible Kettlin otra impresión que la de hacerle pensar con mayor ternura en su mujer, ante la que se creía culpable por haber admirado a otra.

Las dos mujeres se refirieron todo lo que había ocurrido desde su separación; y sentados todos en torno del lecho de Basia, comenzaron a recordar los tiempos pasados; pero, al hablar de la temporada pasada en casa de Kettlin que había sido muy agradable y dejado un recuerdo muy grato, el marido de Krysia se apresuró a dar otro giro a la conversación.

—No os he dicho —añadió de pronto—, que al venir nos hemos detenido en casa de Juan, que nos ha tenido dos semanas tratándonos a cuerpo de rey.

—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo están? —le preguntó Zagloba—. ¿Los encontrasteis a todos en casa?

—Sí; Juan había vuelto por una temporada con sus tres hijos mayores, que sirven en la caballería.

—No he visto a Juan ni a su familia desde la fecha de tu matrimonio —dijo Miguel a Kettlin.

—Todos ansían volver a veros —repuso éste dirigiéndose especialmente a Zagloba.

—Y yo verlos a ellos —replicó el anciano—. Pero ¿qué queréis?, cuando estoy aquí siento añoranza por ellos, y cuando me encuentro a su lado estoy inconsolable por mi pequeño haiduk. ¡Ésta es la vida! Si el viento no sopla en una oreja sopla en la otra. La suerte de un hombre sólo es mísera, porque si tuviese hijos no amaría a extraños.

—No podríais amar a vuestros propios hijos más de lo que nos amáis a nosotros —dijo Basia.

Al oír estas palabras Zagloba experimentó tal placer que sus tristes pensamientos se desvanecieron y reapareció más alegre su buen humor.

—He sido verdaderamente un tonto de capirote cuando estaba en casa de Kettlin —dijo—, porque conquisté a Basia y a Krysia para vosotros dos y no pensé en mí, cuando aún era tiempo.

Y volviéndose a las jóvenes añadió:

—Confesad que ambas os habríais enamorado de mí y que la una o la otra me habría preferido a Kettlin o a Miguel.

—Eso por sabido se calla —respondió vivamente Basia.

—También me habría preferido la mujer de Juan, si en aquellos tiempos hubiera yo pensado en amores —prosiguió Zagloba—, y habría tenido hoy una mujer seria y no una de vuestro temple que rompe la cabeza a los tártaros. ¿Cómo está aquella buena señora?

—Muy bien, pero algo agitada porque dos de sus hijos, los medianos, han huido del colegio de Lukoff para entrar en el ejército. Esto no ha afligido demasiado a Juan, pero una madre es una madre.

—¿Tiene muchos hijos?

—Doce varones, y ahora ha empezado a venir el bello sexo —contestó Kettlin.

—Sobre esa casa hay una bendición especial de Dios —exclamó Zagloba—. Figuraos que las mujeres de los alrededores que son estériles creen que la mujer de Juan está bendecida por Dios, y algunas le han pedido prestado un vestido. Y, ¿lo creeréis?, han tenido hijos.

Todos se quedaron admirados y guardaron silencio por algunos segundos, hasta que Miguel dijo, de pronto a su mujer:

—¿Has oído, Basia?

—¿Quieres callarte, Miguel?

Pero Miguel no quería callarse, porque le pasaban en aquel instante muchas ideas por la cabeza, y se puso a decir con aparente indiferencia, como si se tratase de un asunto insignificante:

—Como hay Dios que me agradaría muchísimo hacer una visita a Kretuski y a su mujer. Él se encontrará ahora, probablemente, con el capitán general, pero ella es una mujer muy hacendosa y se habrá quedado en casa. La primavera está próxima —añadió volviéndose a Krysia—, y hará muy buen tiempo.

—Aún es muy pronto para Basia, pero no me opondría a que marchara allá dentro de unos días. Zagloba podría acompañarla y yo, si hubiera aquí tranquilidad, iría a veros después.

—¡Es una idea magnífica! —exclamó el viejo hidalgo.

—¿Qué os parece? —preguntó Miguel a Krysia estudiando su fisonomía.

—La idea no me desagrada —contestó ésta con su calma acostumbrada—; pero no puedo adherirme a ella, porque deseo permanecer con mi marido en Kamieniec y no quiero separarme de él ni un instante.

—¿Qué decís? —exclamó admirado el pequeño caballero—, ¿queréis permanecer en una fortaleza que será sitiada por un enemigo que no conoce la moderación ni la piedad? Si se tratase de una guerra con un enemigo civilizado, menos mal: pero sin duda no sabéis lo que es la cautividad entre los turcos o los tártaros.

—Y, sin embargo, no puedo abandonarlo.

—¡Kettlin! —gritó Miguel fuera de sí—. ¿Es posible que te dejes imponer de ese modo? Reflexiona sobre lo que haces.

—Hemos celebrado un largo consejo de guerra y de él no ha salido otra solución que la que acabas de oír.

—Nuestro hijo está en Kamieniec con una señora parienta mía. Además, ¿quién os asegura que Kamieniec será sitiada por los turcos? Dios es muy poderoso y no engañará nuestra confianza en Él, y como he jurado a mi marido que estaré a su lado hasta la muerte, no le dejaré.

Miguel se quedó algo confuso porque no suponía tal valor en Krysia, y Basia, que desde el principio había comprendido a qué tendía su marido con el proyectado viaje a casa de Kretuski, se reía maliciosamente. Al fin le dijo:

—¿Has oído, Miguel?

—Basia, ¿te quieres callar? —exclamó el pequeño caballero dirigiendo miradas desesperadas a Zagloba, como si de él dependiera la salvación: pero el traidor se puso en pie de improviso y dijo:

—Voy a mandaros traer un refrigerio, porque no sólo de conversación vive el hombre —y se marchó de la estancia.

Miguel lo siguió apresuradamente y lo detuvo.

—Y bien, ¿qué hacemos? —le preguntó Zagloba.

—Eso es lo que yo te pregunto: ¿qué hacemos? —replicó Volodiovski.

—¡Así la coja una bala de cañón a la mujer de Kettlin! —exclamó el anciano—. ¿Cómo es posible que el mundo no reviente si lo gobiernan las mujeres?

—¿No podrías sugerirme algo…?

—¿Y qué quieres que te sugiera yo si no te atreves a hacer nada, porque tienes miedo a tu mujer? ¡Anda y que el albéitar te ponga herraduras! ¡Eso es lo que te mereces!

Los Kettlin permanecieron en Hreptyoff tres semanas. Antes de su partida, intentó Basia levantarse de la cama, pero se convenció de que aún no podía servirse de sus piernas.

Había recobrado la salud antes que las fuerzas.

El médico le prohibió moverse del lecho hasta que las hubiese recuperado por completo.

Entretanto había llegado la primavera. Un viento tibio que soplaba del Mar Negro arrastró el velo de nubes que oscurecía el cielo.

De cuando en cuando aquellas nubes dejaban caer a su paso una abundante lluvia que junto con la nieve y el hielo disuelto formaban pequeñas lagunas en la estepa.

Desde lo alto de las rocas se precipitaba el agua en torrentes, los barrancos se transformaban en ríos, y todas aquellas aguas corrían hacia el Dniester, produciendo un ruido ensordecedor, como otros tantos hijos que corren gozosos al seno de su madre.

Un rayo de sol brillaba a intervalos entre las nubes y fajas de verde hierba comenzaban a brotar del terreno húmedo: las ramas de los árboles aparecían recubiertas de yemas y el sol difundía un calor vivificador.

Era la vuelta de la primavera, mas para aquellas desgraciadas regiones traía el luto y no la alegría, la muerte y no la vida.

Algunos días después de la partida de Kettlin, Volodiovski recibió el siguiente informe de Myslishevski:

«En las llanuras de Kunchunkaury la concentración de las tropas aumenta de día en día. El sultán ha enviado grandes cantidades de dinero a Crimea. El kan se pone en movimiento con cincuenta mil hombres para unirse a Doroshenko. Apenas se sequen los torrentes avanzarán todos juntos por el camino de Kuchman. ¡Que Dios proteja al reino!».

Volodiovski envió enseguida a su ayudante al capitán general con estas noticias, pero él no se movió de Hreptyoff.

En primer lugar, no podía abandonar su campamento sin orden de Sobieski, y además conocía de muchos años las artimañas y maniobras de los tártaros y sabía que no se moverían tan pronto.

En todo caso habría tiempo suficiente, y aun cuando no lo hubiese, a Volodiovski no le habría desagradado el tropezar con alguna horda a quien dejar perenne y nada grato recuerdo.

Era un soldado de cuerpo entero, un soldado de profesión, y la proximidad de la guerra excitaba en él la sed de sangre del enemigo y, al mismo tiempo, le dejaba sereno e impasible.

Zagloba estaba menos tranquilo, a pesar de haber afrontado tantos peligros en el curso de su larga vida.

En presencia del enemigo recobraba todo su valor, pero las primeras noticias de una guerra próxima le turbaban siempre profundamente.

Después que el pequeño caballero le hubo expuesto sus ideas, Zagloba se tranquilizó y hasta comenzó a burlarse del Oriente y a amenazarlo.

—Cuando entran en guerra dos naciones cristianas —dijo—, Nuestro Señor Jesucristo está apenado y todos los Santos se rascan la cabeza indecisos, porque cuando el amo está inquieto no andan muy tranquilos los que le rodean; pero el que derrota a los turcos hace saltar de alegría a todos los moradores del cielo.

—Así debe ser —replicó Miguel—; pero las fuerzas de Turquía son inmensas, mientras que nuestras tropas cabrían en tu puño.

—Sin embargo, no han de conquistar el reino. Las fuerzas de Carlos Gustavo, ¿no eran acaso más imponentes? En aquel tiempo teníamos guerra con los pueblos del Norte, con los cosacos, con Rakotski y con el elector: y ahora, ¿dónde están todos esos? Fueron rechazados con el hierro y con el fuego.

—Es verdad. Personalmente no temo la guerra; por el contrario, me digo que debo distinguirme por alguna acción especial para demostrar a Jesús y a la Virgen mi gratitud por la salvación de Basia; pero me inquieta el pensar que este país puede caer en poder de los infieles, junto con el castillo de Kamieniec. ¡Considera cuántas iglesias serían profanadas y cuánta opresión tendrían que sufrir los cristianos!

—Lo importante es que Kamieniec resista —añadió Zagloba—. ¿No te parece, Miguel, que resistirá?

—Creo que el estarosta de la Podolia no ha abastecido el castillo lo suficiente y que los habitantes, creyéndose seguros, no han tomado las medidas que hacen al caso. Kettlin me ha dicho que los regimientos del obispo de Trebitski vinieron con contingentes escasísimos; pero, con la ayuda de Dios, que nos asistió en Zbaraj, protegidos por mezquinas trincheras contra numerosas fuerzas, resistiremos también ahora, porque Kamieniec es un nido de águilas.

Tanto el pequeño caballero como Zagloba estaban, empero, muy preocupados por la suerte futura de Kamieniec; para ellos era una cuestión personal que tenía íntima relación con Basia, pues en caso de una rendición tendría ésta que participar de la suerte de los demás habitantes.

De pronto Zagloba se dio una palmada en la frente y exclamó:

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué nos preocupamos tanto? ¿Por qué hemos de ir a Kamieniec? ¿No es mejor para ti estar al lado del capitán general y combatir con el enemigo en campo abierto? En tal caso Basia no podrá seguirte y se verá obligada a buscar un refugio en cualquier parte, y mejor que en ninguna otra en casa de Juan. Miguel, Dios sabe cuánto deseo combatir contra los infieles; pero por tu amor y el de Basia renunciaré a todo para llevarla lejos de aquí.

—Te agradezco la intención —contestó Miguel—, pero es el caso que si yo tengo que ir a Kamieniec, Basia no cederá; mas si el capitán general me manda allá, ¿qué hemos de hacer?

—¿Qué hemos de hacer? Espera, déjame pensar un momento… ¡Ya está! Debemos adelantarnos a la orden.

—¿De qué modo?

—Escribe enseguida a Sobieski como si quisieras darle alguna noticia, y al final le dices que en vista de la próxima guerra, deseas combatir en campo raso a su lado, por el amor que le tienes. ¡Por las llagas de Cristo, es una idea sublime! Ante todo, es imposible que quieran encerrar a un hombre como tú entre las murallas de una fortaleza en vez de utilizarle en el campo de batalla; además, el capitán general agradecerá el afecto que le demuestras y querrá tenerte a su lado. Escribe, pues, Miguel: pero antes bebamos algo que nos haga entrar en calor… No, no, escribe primero la carta.

Aquel mismo día el pequeño caballero envió un mensaje al capitán general y proclamó una amnistía general en favor de los ladrones y salteadores de caminos que se alistasen en sus compañías.

Todos aceptaron entusiasmados y prometieron atraer a los que todavía infectaban el país.

Basia estaba contentísima, porque esta idea había sido suya.

Sin pérdida de tiempo se hicieron venir sastres de Ushytsa y de Kamieniec para confeccionar los uniformes, y en pocos días los bandidos, transformados en soldados, pasaron su primera revista en la explanada del fortín.

Miguel estaba también satisfecho, porque creía que el capitán general le llamaría a su lado y así su mujer no estaría expuesta a los peligros de un asedio, sin dejar por eso de prestar un gran servicio a Kamenyest y al país.

Los preparativos seguían febrilmente desde hacía algunas semanas, cuando llegó una tarde un mensajero con una carta de Sobieski, que escribía lo siguiente:

«Querido Volodiovski: Como me mandáis todas las noticias importantes con tanta diligencia, no podéis imaginaros cuán agradecidos estamos la patria y yo a vuestro celo.

»La guerra es segura. Me consta que en Kunchunkaury se concentrarán trescientos mil hombres, comprendidas las hordas. El sultán concede gran importancia a Kamieniec. Los tártaros traidores indicarán a los turcos todos los caminos y les informarán con exactitud sobre el plano de la fortaleza.

»Espero que Dios pondrá en vuestras manos a esa serpiente que es hijo de Tugay-Bey, o en las de Novoveski, a cuyo dolor me asocio de todo corazón.

»En lo concerniente a vuestro deseo de combatir a mi lado. Dios sabe que os lo concedería de muy buena gana, pero me es imposible.

»El estarosta de la Podolia me ha prestado grandes servicios en la época de la elección, y deseo mandarle mis mejores soldados, porque la fortaleza de Kamieniec me interesa sobre manera. Por este motivo quiero mandaros allá.

»Kettlin es un valiente guerrero, pero no tan conocido como vos. Los habitantes sólo confiarán en vos, y aunque el mando lo tenga otro, los soldados os obedecerán ciegamente.

»El servicio de Kamieniec es peligroso, pero estamos acostumbrados a que nos mojen esos chaparrones de los que tanto huyen los demás.

»Para nosotros, la gloria y el renombre entre nuestros compatriotas agradecidos es una recompensa suficiente: lo principal es la patria, a cuya salvación no tengo necesidad de excitaros».

Esta carta, que fue leída en una reunión de oficiales, produjo enorme impresión, porque todos preferían combatir en el campo de batalla a defender un castillo.

—¿Qué te parece, Miguel? —le preguntó Zagloba.

Volodiovski, que no tardó en reponerse de tan desagradable sorpresa, le respondió con voz tranquila, como si no hubiese sido sacrificado en sus esperanzas:

—¡Qué me han de parecer! Iremos a Kamieniec.

Y después de un instante de silencio añadió:

—Sí, queridos camaradas, iremos a Kamieniec, pero no nos rendiremos.

—Antes que rendirnos moriremos todos —respondieron en coro los oficiales.

Zagloba callaba; pero, echando una mirada a los circunstantes y viendo que esperaban que él hablase, resopló dos o tres veces y al fin exclamó:

—¡Que el diablo cargue conmigo! ¡Me voy con vosotros!