Bayona, 19 de Junio

El lechero Fabrice Guillon, miraba con desesperación su reloj de cadena. Veinte minutos de retraso y aún no había llegado a la casa de Madame Larronde. Era la primera vez que se demoraba en mucho tiempo. En concreto, Fabrice tenía que remontarse a la muerte de su esposa, de lo que hacía ya veinte años, para encontrar otra mañana en la que sirvió la leche con retraso a sus clientes. Estrecha de caderas, de escasa altura y salud delicada, su esposa Marie-Luise no sobrevivió a las roturas y hemorragias internas durante el nacimiento de su hijo, Jean Baptiste, un pedazo de carne de cinco kilos de peso que se abrió paso a base de patadas y puñetazos, y así, entre chorros de sangre, se filtró la pequeña vida de Marie-Luise, justo cuando despuntaba un amanecer sombrío y silencioso. Cuando el médico le entregó a su hijo entre trapos ensangrentados y a cambio se llevó la vida de su amada esposa, Fabrice miró a ese ser desproporcionado, de enorme cabeza y ridículos miembros, con la incomprensión de no entender por qué la vida se cobraba aquel milagro en vida, sin saber si lloraba de dolor o de felicidad. Pasó el recién nacido a su cuñada, desconsolada por todo el drama de la noche, y se dirigió a la vaquería, donde los animales, ajenos a las emociones humanas, esperaban impacientes el ordeño y su ración de comida. Aquel día Fabrice distribuyó la leche entre su clientela con una hora de retraso.

Veinte años más tarde, otra muerte tenía la culpa de su nuevo retraso. Cuando Fabrice entró en el establo, ‘La Rousse’, su vieja yegua pelirroja, intentó incorporarse pero las piernas ya no soportaban su peso. Alzaba el cuello y miraba a su amo con ternura, rogándole que le diera unos minutos para recuperar las fuerzas y volver, como todas las mañanas, a los caminos. Fabrice llamó al veterinario, pero cuando éste llegó el corazón de ‘La Rousee’ se había roto del todo. Jean Baptiste, convertido en un joven de enormes espaldas y grueso cuello, un volumen que no correspondía con su personalidad vulnerable, incluso infantil, se hizo cargo de la yegua y Fabrice enganchó al carro a un joven potrillo díscolo y poco disciplinado.

Cuando el lechero alcanzó la casa de Agathe Larronde, en las afueras de la ciudad, ésta esperaba en la entrada al acceso de su casa con la tinaja de leche a sus pies, intranquila por el extraño retraso de Monsieur Guillon. Nada más doblar la última curva y desde lo alto de una loma, el lechero extendió la vista buscando emocionado a la bella Agathe. Porque a su manera y a pesar de la edad, la anciana era aún una mujer hermosa, con el pelo blanco recogido en un moño alto dejando entrever, como un escenario magnífico, la blancura de su cuello. Los dos eran viudos, los dos hablaban sólo lo justo y para defender el orden y la costumbre, ambos tenían el derecho de sentir una vez más en sus vidas la pasión antes de que la edad les tachara tales sentimientos de ridículos. Y si ella parecía disimular mejor sus desvaríos o su ansiedad por un roce de Fabrice, sencillamente se trataba de una falsa percepción, producto de que el hombre disimulara aún peor su emoción. Se le humedecían los ojos, se le acartonaban los labios y en general se le descolgaba toda la cara en una estúpida mueca de felicidad. Ninguno de los dos se había atrevido a profundizar aquel sentimiento durante sus breves encuentros matinales más allá del intercambio de palabras que servían para comentar el tiempo o el estado de los cultivos de la temporada.

—Disculpe el retraso, Madame Larronde. Ha sido la vieja ‘La Rousse’ — se excusó el lechero desde lo alto del carro.

—Me preguntaba que le podía haber sucedido. Usted es más puntual que el reloj de la catedral. — Los dos bajaron la vista mientras el hombre procedía a verter leche en la tinaja de Agathe. — Y ¿qué es lo que le ha sucedido a su yegua?

—Ha muerto. — sentenció Fabrice rotundo. Y remató. — De vieja.

—Pobrecito animal—, correspondió la anciana.

—Llevaba tiempo pensando que ya no tiraba con fuerza—, explicó el lechero, y agregó satisfecho — quizás me compre un camión.

—¡Un camión! Es usted muy atrevido y muy valiente—, apuntó pizpireta Madame Larronde.

El hombre puso fin a la brillante y densa catarata de leche. Agathe siempre llevaba el dinero justo que reunía durante el día anterior. Era su manera inconsciente de pensar cada instante en Monsieur Fabrice. Le pagó y se despidieron hasta el día siguiente. La mujer regresó a la casa no sin poder evitar mirar atrás y ver una vez más la figura encorvada del lechero sobre los prados verdes y dirigiendo su carro directamente hacia el sol.

El sol. El mismo sol, perverso y atronador, que había cegado las pesadillas de Pierre durante toda la noche, pero mucho más grande, mucho más ardiente y pesado que el de aquella mañana. Se había dormido tarde y como siempre después de inyectarse casi veinte miligramos de morfina. Aún estaba con las mangas de la camisa subidas y ni siquiera le había dado tiempo a quitarse los botines. Los cristales blancos le ayudaban a conciliar el sueño pero no eran suficientemente poderosos como para evitar que la procesión de pesadillas recorriera cada noche las calles de sus sueños. En concreto eran dos las pesadillas que se repetían cada noche y desde siempre. Una era de desconocida construcción y se remontaba hasta los primeros recuerdos de su vida. Se componía de escenas poco nítidas, ilógicas, en las que él era el único protagonista y de la que despertaba con un profundo desasosiego, a veces con la lengua reseca y los ojos muy abiertos, pero siempre aterrorizado y con la percepción de culpabilidad; la otra pesadilla tenía su origen en un episodio que Pierre había vivido en Africa durante su destino militar y que le hacía removerse en la cama cada vez que lo revivía, confuso y extremado. Hablaba y gritaba, sudaba con acopio hasta empapar la almohada y despertaba sobresaltado y tirando con furia de las sábanas arrugadas, con una violencia que en alguna ocasión le había arrojado de la cama causándole heridas al golpearse contra la mesilla o el suelo. Un sinfín de guerreros de rostros azules al acecho, océanos de dunas sin fin, caravanas invertebradas de hombres enloquecidos por las fiebres, el sol, la sed, con las lenguas laceradas y ensangrentadas, con los uniformes rasgados y agitados al viento, el maldito viento acuchillando el oído, diseccionando el cerebro, entre bosques de palmeras de las que colgaban guirnaldas de restos humanos, ojos de niños rogando compasión, el grito repetido de “¡ejecute!, ¡ejecute!”, una y otra vez, junto al repicar “¡Tombuctú! ¡Tombuctú!”

Pierre se irguió sobresaltado. Tenía el pelo desordenado y pegado sobre su rostro sudado, su mandíbula estaba casi desencajada por una extraña mueca y los ojos, muy abiertos, buscaban aún ciegos por la luz el origen de aquel ruido. Se recompuso entre dolores, con el cuerpo tumefacto y como le ocurriera cada mañana, sorprendido por la brutalidad de aquellas pesadillas.

—¡Pierre, querido, se te va a hacer tarde!— La anciana Agathe volvió a golpear la puerta: tom-buc-tú, tom-buc-tú. — Te he traído un vaso de leche fresca. Hoy el señor Guillon se ha retrasado veinte minutos. Pobre, se le murió la yegua durante la noche.—, le explicó a Pierre desde el otro lado de la puerta.

Por fin el inspector se incorporó del todo, se colocó los tirantes de los pantalones y abrió la puerta de su dormitorio. Agathe Larronde sonreía con una dulzura muy sincera, sujetando en sus manos un gran vaso de leche y un platito con galletas que ella había cocinado la tarde anterior. Pero su sonrisa se torció hasta resultar en una mueca de enojo, cerraba mucho la mandíbula y arrugaba los labios, ante el estado de abandono y ruina de Pierre. Aquel gesto de Agathe, que Pierre conocía desde que era niño, afeaba el elegante y clásico rostro de la anciana. En su juventud había sido una gran belleza, reconocida en toda la ciudad por sus ojos celestes y su pelo, muy largo y siempre brillante, que ahora había blanqueado con los años, recogido en altos moños durante el día y que cada noche peinaba con una dedicación y esmero casi maternal. Agathe Larronde no era tía de Pierre. Ella y su marido Valerie, un primo lejano del padre del inspector, habían criado a Pierre desde que éste se quedara huérfano a los cuatro años de edad. Sus padres murieron consecuencia de un accidente de ferrocarril ocurrido poco antes de su paso por Presburgo durante el trayecto que les llevaba a París desde Sebastopol, ciudad en la que su padre trabajaba como ingeniero naval para el gobierno ruso. Pierre no guardaba ningún recuerdo de sus padres. Eran seres apostillados en su pasado de los que Agathe y el difunto Valerie apenas nunca le hablaron, no por otro motivo que el puro desconocimiento de sus vidas. Lo único que se conocía del padre de Pierre, Maurice Etcheberry, era escaso y muy general. Un ingeniero naval nacido en Bayona, y que había pasado los últimos trece años de su vida en el extranjero, primero en Alemania, donde conoció a su esposa y los últimos dos años en Rusia, donde trabajó para el departamento naval del Ejército ruso. El rastro de Maurice en Bayona en su juventud era aún más impreciso, ya que abandonó la ciudad vascofrancesa con apenas 17 años para proseguir sus estudios de ingeniería en la Universidad de Burdeos. No quedaba ningún amigo ni familiar que le recordara a él o a su familia. Lo más cercano en sangre era Valerie, capitán de artillería bien considerado en los círculos castrenses de la región del sureste. Agathe y Valerie no habían podido tener hijos, muy a su pesar, por lo que la entrega de aquel niño por parte de las autoridades francesas, al tratarse del pariente más cercano a Maurice Etcheber, y fue una bendición.

—No sé qué necesidad tienes de meterte esas cosas en el cuerpo — le recriminó la anciana porque a pesar de que Pierre tenía ya treinta y ocho años y era inspector de policía, Agathe aún se veía en la obligación de recriminarle sus actos más insensatos. La jeringuilla, el estuche de plata y el algodón ensangrentado continuaban sobre la mesa. — Es una moda bastante tonta. También el hijo de Eméraude, el que trabaja en la fábrica de alpargatas, tiene una jeringuilla, y Madeleine, la hija de la viuda del sombrerero. Son las cosas que llegan de París — continuaba la mujer mientras corría los grandes cortinones de los ventanales—, pero no todo lo que viene de allí es bueno como os creéis los jóvenes. Algún día os dará un mal a la cabeza.

—Ya nos ha dado ese mal. Además, ya no soy tan joven.

—El mundo va demasiado rápido y me da horror. — La anciana hablaba sin escuchar a Pierre, al tiempo que recogía la habitación — El futuro me da escalofríos, hijo.

—A mí el mundo no me deja de sorprender.

—Porque aún tienes la edad para sorprenderte.

—Es la ciencia al servicio del hombre — dijo Pierre mientras ayudaba a Agathe a recoger sus cachivaches. — Esto — y mostraba la jeringuilla — me ayuda a olvidar muchas cosas y me hace feliz.

—A mí me hace feliz un vaso de leche de Monsieur Guillon — le contestó la mujer.

—Estamos en los tiempos de los descubrimientos — volvió a la carga Pierre y añadió:—, en pleno siglo XX. Estamos camino de un futuro en el que las máquinas y la química nos darán libertad y felicidad.

—Eres como tu padre — dijo Agathe en referencia a su difunto marido. — Para él todo eran máquinas por aquí, armas por allá, tornillos, muelles, qué se yo. Hubiera disfrutado el pobre con tantas cosas nuevas por todas partes que no sé dónde vamos a llegar. ¡A la luna! El fue el que te metió en la cabeza la afición por las armas y lo de ser soldado.

Pierre se bebió el vaso de leche de un trago y con la misma brusquedad lo golpeó contra la mesa. Agathe se dio cuenta al instante que había traspasado a un territorio prohibido en la geografía de Pierre. Pero estaba en su derecho. Ella había sido la única persona que, tras su rápido y lamentable paso por el Ejército, no le hizo preguntas, ni le echó en cara sus largos silencios, ni la tristeza que como una maleta desvencijada, arrastraba allá por donde iba, o la brusca violencia que asomaba cuando menos se esperaba y que le había llevado a buscar una falsa expiación, primero en el alcohol y luego en la morfina; ella era la única persona que durante años había despertado asustada y resignada por los malos sueños de Pierre; ella era la que había sufrido viéndole madurar en soledad y la que había soportado la cruz de la inexplicable ruptura con Annais al poco de regresar de Africa, el continente endemoniado que había embrutecido su corazón. Por todo esto, Agathe se sentía en la obligación de, cada poco, arrear a su querido Pierre con la vara de la verdad.

—No sé por qué te sigue haciendo daño que te recuerde que tú también fuiste un soldado francés. — La señora Larronde hablaba con una emoción que la llevaba a temblar ligeramente sin perder la dignidad. — Ha pasado ya mucho tiempo desde que abandonaste Africa y lo que pasó se quedó allí, en aquellas tierras del infierno. Lo doloroso es que desde entonces has vivido escondido dentro de ti, sin importarte el daño que me causas y que te causas a ti mismo.

Pierre no quería seguir escuchando un sermón que se lo sabía casi palabra por palabra. Se lavó por encima, se cambió de camisa y mientras arrojaba en una esquina de la habitación la camisa sucia del día anterior, pensó que del mismo modo había arrojado a un hueco oscuro y húmedo todo su pasado. Además había algo que rondaba la cabeza del inspector vascofrancés desde hacía horas. No había dejado de dar vueltas al suceso ocurrido en Biarritz. Si había algo que no soportaba eran los casos “oficialmente” cerrados sin que él hubiera metido antes las narices. Eso era precisamente lo que estaba dispuesto a hacer esa mañana.

—Hoy regresaré antes de lo normal. Me han invitado a cenar en el Chateau de los Abeberry y pasaré antes para prepararme. Y te recuerdo que mañana voy de boda ¿Ves como no me escondo de nada ni de nadie?—, le gritó Pierre mientras descendía ligero por la escalera.

—¿Al Chateau du Midi? ¡Qué emoción! — Agathe olvidó en un instante todas sus preocupaciones por Pierre y mientras recogía la camisa sucia, siguió hablando muy agitada. — Te prepararé el mejor traje que tienes. ¡Cuando se lo cuente mañana a Monsieur Guillon! ¿Habrá jóvenes solteras? ¡En la boda del mayor de los Mignon casi seguro! ¡De las bodas salen muchos noviazgos!

Cuando el inspector Pierre Etcheberry llegó a la comisaría de la Rue Victor Hugo, Bernard Bourdieu, profesor de filosofía de L’Ecole de Bayone se paseaba a grandes zancadas por la oficina mientras sacudía furibundo sus brazos y sus ropas, desgastadas por el uso y adornadas con innumerables lamparones, como si fueran las aspas de un molino maltratado por el viento. Bourdieu no prestaba atención a su aspecto, sencillamente porque empleaba todo su tiempo y dedicación en cuidar, como él decía, “los ropajes del pensamiento y el conocimiento”. Por ese motivo recordaba a un personaje extraído de las novelas de Dickens, con el pelo alborotado en los laterales y apenas un vello inmaduro en la coronilla, unos ojos redondos y obligados a adoptar posturas extrañas para poder ver y una barba larga y cuadrada, como la de un persa, todo ello embutido en un cuerpo de peonza que en aquel instante y ante Emile Mignon, se balanceaba sobre sus piernas cortitas y gordas. El agente tecleaba la ‘Underwood’ con dos dedos. Rellenaba un parte de denuncia con dos copias.

—¡Ah, inspector Etcheberry! ¡Es usted la persona que necesito! ¡Deseo...— a Bourdieu aquellos verbos le parecían demasiado blandos para el monumental agravio cometido—, exijo, sí, exijo, que se detenga a ese bandido, ese pirata, ese facineroso de Thierry Davant y se le dé un escarmiento ejemplar, las galeras sería lo apropiado, que sirva de lección a todos los delincuentes y malas gentes de esta ciudad!

—Thierry es el chaval—, Emile se detuvo y se corrigió ante la presencia del profesor de filosofía—, el hijo menor de Jean Jaques Davant, al que apodan ‘el turco’.

—¿Thierry no es alumno suyo? — preguntó Pierre mientras observaba la figura oronda e inestable del profesor Bourdieu.

—¡Ese es el problema! ¡El muy protervo ha aprovechado mi hora lectiva para...para mancillar mi honor!

—¿Y se puede saber cómo ese...‘propervo’ ha...‘mantillado’ su honor, profesor? — preguntó Etcheberry enfatizando las rebuscadas palabras sin afinar en su pronunciación y mientras se despojaba de su sombrero y de la chaqueta. Ese día se prometía caluroso y el sol ya comenzaba a golpear en la ventana justo detrás de su silla en su mesa de trabajo.

—Con un aforismo calumnioso pintado en los muros de mi casa.

—¿Cómo ha dicho usted?—, preguntó con ironía Pierre.

—Con un aforismo calumnioso pintado en los muros de mi casa.

Emile y Marcel escuchaban divertidos. El profesor Bourdieu tenía fama en todo Bayona de pensador excéntrico y de manejar como nadie el diccionario.

—¿Una pintada eh, profesor? — preguntó Pierre divertido y mientras adoptaba un aire inquisidor. —Y dígame, ¿cómo sabe que fue Thierry? ¿Le vio alguien? ¿Se lo dijo él mismo?

—¡Por supuesto que no! ¡Ese joven es un cretino y negaría sus diabluras al propio Belcebú! Pero cuento con la mejor prueba de todas las posibles, algo que le inculpa del delito y por la que espero que la justicia se lo haga pagar muy caro. Como decía Platón, ‘la peor forma de injusticia es la justicia simulada.’

Pierre esperó que el profesor le dijera cuál era la prueba irrefutable que culpaba a Thierry pero se había absorto con sus propias palabras, con una mano en la boca y los ojos entrecerrados como si buscara nuevas ideas o ideas ya perdidas por el suelo.

—¿Y bien? — preguntó el inspector.

—¡Oh sí! Recapacitaba sobre mis propias ideas. ¿Por qué lo sé, pregunta usted inspector? ¡Porque el muy tunante es disléxico!

—¿Y? — exclamó Pierre sin prestarle atención. Se había levantado y escuchaba atento si había algún ruido en el despacho del comisario que lindaba con su oficina.

—¡Cómo que..! — gritó rabioso el profesor. — ¡El muy cretino escribió con brea “Pourbieu, que le ben bor el pato” — Ante la cara de incomprensión del inspector y sus agentes, los dos conteniendo la risa con dificultad, Monsieur Bordieu continuó. — El pillastre Davant confunde, enmaraña y trastoca las palabras, lo que quería decir — el profesor de filosofía cerró los puños y los ojos para contener la indignación en su interior — en fin, ya saben la índole de su mensaje. Es el único alumno con esa disfunción, basta con que le hagan escribir en un papel la misma frase y verán que comete los mismos errores y la misma confusión en las palabras.

—¿Confunde culo con pato?—, preguntó Emile en lo que ya se hizo imposible para los dos agentes mantener las carcajadas.

—Silencio muchachos. — Pierre se hubiera reído de buena gana pero su jerarquía se lo impedía. — Profesor Bourdieu, el agente Mignon continuará tomando nota de todo lo sucedido y no dude que adoptaremos las medidas necesarias. Hablaremos con Thierry y con sus padres para que no se vuelva a repetir un suceso parecido.

—¡A esto nos ha conducido la laicización de la enseñanza!—, se lamentaba el profesor de filosofía agitando al mismo tiempo sus ropas viejas y deterioradas. — ¡A una educación sin valores y por lo tanto a una juventud sin respeto ni disciplina!

Etcheberry escuchó con escasa atención las lamentaciones del profesor. Para ese momento ya había entrado en el despacho de su jefe y revolvía los papeles sobre su mesa, con prudencia de no alterar aquel desorden de cartas, notas, informes y periódicos. Justo al lado del teléfono Pierre encontró un pequeño trozo de papel posiblemente utilizado para apuntar con urgencia alguna información ofrecida durante una llamada. Leyó el nombre del Hotel Du Palais y lo que podía ser una hora 09:30, dos números, ¿treinta y cuarenta?, se preguntó el inspector, imposible de asegurar, y dos nombres prudentemente tachados por el comisario con gruesos trazos de tinta. Solo asomaban los picos superiores. Podía tratarse de nombres extranjeros, rusos quizás.

Etcheberry abandonó el despacho de su jefe justo en el momento en el que el profesor Bourdieu, desinflado de ira y cargado de frustración, les recordaba a Emile Mignon y a Marcel Buteau, cómo Jean de la Bruyère, en su obra ‘Les Caracteres ou les Moeurs de ce Siècle’, recordaba a los hombres que ‘esencial a la justicia es hacerla sin diferirla, hacerla esperar es injusticia.’

Pero Emile no le escuchaba. Tirado sobre su silla se golpeaba los dientes con el lapicero mientras se regocijaba en su inminente noche de boda con Michelle Larroque, una buena chica aunque de escasa presencia, más bien tirando a fea, hija de un trabajador de las ferrerías del Adour, y Marcel se repetía muerto de la risa: “¡pato culo, pato culo!” Etcheberry cruzó rápido, recogió su sombrero y su chaqueta sin prestar atención a nadie, absorto como estaba en sus pensamientos, y abandonó la oficina.

Los cinco vagones que componían el tranvía que unía Bayona y Biarritz hicieron su entrada en la Gare de Biarritz que se levantaba frente a los Jardines Moliere, en la margen izquierda del río. La mañana prometía un día cálido y placentero. En el andén las mujeres llamaban nerviosas a sus hijos que, en pantalones cortos, calcetines blancos y gorritos de marinero, correteaban entre los trabajadores de blusón y los oficinistas almidonados que ya plegaban sus periódicos bajo el brazo en espera de que el jefe de estación les diera permiso en cualquier momento para poder subir a los coches.

Desde la Gare de Midi, en Biarritz, Pierre se dirigió en taxi hasta el Hotel Du Palais, cuya fachada resplandecía bajo la luz estrenada de la mañana. Docenas de trabajadores sacaban brillo al edificio ante el inminente inicio de la temporada de baños en la ciudad, lo que significaba el arranque de una trashumancia de destacadas figuras de la realeza europea y de la política del momento. Altos funcionarios de algún ministerio o miembros alejados de alguna casa real acompañados por sus esposas o amantes, componían esos días el grueso principal de la clientela del Palais. Pierre se acercó hasta el mostrador de la conserjería y preguntó por el director. Se presentó como Bernard Bourdieu — no se le ocurrió otro nombre y aquel bien podía servir para sus propósitos—, periodista de ‘Le Petit Journal’ de París. El motivo de su visita, explicó, era la elaboración de un reportaje sobre la belleza y el renombre mundial del hotel. El conserje, delgado y de piel cetrina, miraba a Pierre desde una altura ficticia, apuntalado por un bigotito que terminaba en dos puntas afiladas. Desapareció por una puerta y casi al instante reapareció aún más presuntuoso que antes, y con el ánimo de despacharse al inspector como quien espanta una mosca pesada.

—El señor director está ocupado en este momento, si desea alguna información para su reportaje yo se la puedo dar.

Pierre supuso que el director del hotel había recibido una notificación parecida a la que recibiera el comisario Abeberry y en la que se le exigiría completo mutismo sobre el intento de asesinato del príncipe ruso. El inspector vascofrancés tenía la certeza de que, poco o nada, podría extraer de un personaje mediocre al que le vestía su personalidad un uniforme y que para mirarse las uñas pulidas y almendradas, levantaba la cabeza como si en realidad escrutara el cielo ante la amenaza de lluvia. Probó suerte creándole una cierta intranquilidad.

—Tenemos entendido que el hotel ya ha contado con la distinguida presencia del Gran Duque Miguel de Rusia.

El conserje miró con fijeza a Pierre. Eran unos ojos oscurecidos por unas protuberantes ojeras marrones y con los que indagaba a manotazos en el interior del inspector.

—Así es—, contestó muy escueto el conserje y sin mayor atención, regresó a sus quehaceres bajo el mostrador.

—Excelente — apuntó Pierre que comenzaba a dar muestras de impacientarse. — El príncipe Miguel que viajaba junto a su encantadora esposa y familia. Y dígame, ¿la estancia fue de su agrado?

El conserje reapareció entrecerrando los ojos, como si intentara vislumbrar el camino por el que le estaba siendo conducido. Le costaba creer que aquel gacetillero engreído se atreviera a sonsacarle información sobre el deplorable incidente en las puertas de su hotel.

—Por supuesto—, murmuró el conserje. — Como es habitual.

—Por supuesto — confirmó Pierre. — Verá—, continuó tras un breve silencio en el que sopesó si engancharle de las solapas de su chalequillo negro y obligarle a hablar con suaves pero repetidos puñetazos en su jorobada nariz, o ir directamente al grano—, nos han llegado informaciones que apuntan a que durante la estancia del príncipe tuvo lugar un grave incidente.

—No sé a qué se está refiriendo, ‘sir’. Le aseguro que aquí no ha tenido lugar ningún suceso o incidente que merezca ser destacado por su periódico. — Su actitud autoritaria se había derretido hasta convertirse en movimientos torpes y en una actitud provocadora. Volvió a hablar pero el tono de su voz esta vez era distinta: camorrista, callejera. — Lárguese y cruce esa puerta antes de que lo tenga que hacer con un brazo roto y los dientes en la mano.

El furor de Pierre no sólo era consecuencia de la nula cooperación del conserje, también de su torpeza policial ya que si se hubiera dirigido en un principio a los trabajadores del hotel, aquellos que lo ven todo y lo cuentan todo a cambio de una cerveza templada, habría obtenido la confirmación que andaba buscando y algún indicio desde el que tirar para desentrañar lo ocurrido en aquel hotel hacía unos días. Machacar la estúpida cara del conserje sólo le hubiera valido para terminar en el despacho de Abeberry dando explicaciones por su presencia en el Hotel du Palais.

Pierre se alejó del mostrador como el boxeador que escucha la campana y centró sus fuerzas en desentrañar cómo podía haber sucedido el intento de asesinato del príncipe. Su instinto le decía que si alguien había querido llevar a cabo un crimen a sangre fría y quemarropa el mejor lugar eran las puertas del hotel, cuando el príncipe entrara o saliera. Buscó en los alrededores de la gran puerta de doble hoja y repasó la fachada del hotel por si hubiera rastro de disparos. En ese momento el inspector escuchó una voz a sus espaldas.

—No va a encontrar impactos de bala. El pistolero sólo disparó una, la que mató a la única víctima.

Pierre no había notado la presencia de aquel individuo hasta que casi pudo sentir la humedad de su aliento en el cogote.

—¿Y quién lo asegura así? — preguntó Pierre.

—Permítame que me presente. Soy Armand Peres, periodista de ‘Le Figaro’. — El extraño levantó ligeramente su sombrero ‘pork pie’ de Stetson. — No he podido evitar escuchar su conversación con Cassard, el conserje. — Era más joven que Pierre, de maneras refinadas y modales cosmopolitas. Tenía la piel transparente y las patillas recortadas por encima de las orejas, su cara afilada como la proa de un barco y cuando levantaba ligeramente el sombrero al paso de alguna mujer, mostraba un denso flequillo en diferentes tonos rubios que formaba ondas sobre su frente. — Le aseguro que no logrará ninguna información de ese hombre, es lo que llamamos en París, un collante. — A pesar de que sus ademanes eran tan delicados como una vajilla cara, pensó Pierre, el tal Peres no tenía acento parisino. Se parecía más a un zarrapastroso y feo acento marsellés.

—¿Cómo sabe que se le encasquilló el arma? — preguntó Pierre guardando una prudente distancia con el periodista. Dudaba de sus intenciones.

—En París podemos obtener más información sobre lo que ocurre en la esquina más alejada de la república, como Biarritz, que ustedes viviendo aquí. — El periodista Peres acompañaba sus palabras con una constante sonrisa en su cara, gesto que desde luego no respondía a un carácter amable y espontáneo, pensó Pierre, era su manera de amortiguar y lubricar sus propósitos. — ¿Es usted policía? — preguntó con absoluta naturalidad y sin aparcar la sonrisa de su cara.

—¿Tanto se me nota?

—Un olfato especial que solo se consigue tras años de escribir sobre crímenes. — Años de estar olfateando las entrepiernas de los policías, pensó Pierre. — Es broma. Escuché sin querer su conversación con el conserje. — El periodista parisino miró con franqueza al inspector pero sin borrar la sonrisa irónica de su cara muy afeitada y sin manchas.

—Inspector Pierre Etcheberry, de la comisaría de Bayona—, Pierre se presentó estrechando la mano de aquel hombre algo más alto que él y enjuto de hombros.

—Perdone mi intromisión—, se excusó el periodista. Pierre desconfiaba de sus formas tan amables. — En París nos conocemos todos los periodistas — prosiguió Peres enderezando el cuerpo como si se levantara de un sueño de modestia—, y a usted, que es más o menos de mi edad, nunca le había visto antes.

—Ya, y dígame una cosa, ¿qué más sabe sobre lo sucedido aquí hace unos días?

—En realidad, casi nada — ambos hombres prosiguieron su andar pausado por el paseo. — Otro intento terrorista a cargo de un socialista o un anarquista de unos treinta años de edad y que se hizo pasar por reportero gráfico, un fotógrafo de sociedad. Alguien que no era ajeno al asesinato. Nada más.

—¿Puede haber algún motivo en concreto por el que eligió como objetivo terrorista al príncipe Miguel de Rusia? ¿Por las revueltas que vive Rusia desde hace unos años?

—No lo creo inspector. En todo caso y si fuera como protesta por sucesos recientes, tendría más sentido que fuera por el fracasado intento de revolución en Italia hace un par de semanas. Pero un asesinato no haría ningún bien a las pretensiones pacifistas del socialismo—, dijo el periodista, y prosiguió mientras ambos caminaban lentamente por el paseo. — Mi jefe cree que detrás de este intento de asesinato como de los otros dos sucedidos en las últimas semanas, se esconde el deseo de los anarquistas internacionalistas de desestabilizar la República. Yo me inclino por una razón más sencilla, es el acto que hermana a un hombre con su locura. ¡Por cierto, en efecto sabemos algo más! El terrorista era de París. ¿Ve aquel mendigo de la esquina? — Se trataba de un viejo con la cabeza calva y cubierta de escamas y postillas, con una barba alborotada como un garabato y que se entretenía en repasar su colección de parásitos que daba abrigo entre en sus ropas y su piel. — Este escuchó cómo el terrorista en el momento de disparar contra el Gran Duque gritó varias consignas revolucionarias con un marcado acento parisino.

A continuación, Armand Peres detalló a Pierre la secuencia del suceso en las puertas del hotel, incluida la persecución hasta la playa y la desaparición del terrorista engullido por las olas. El periodista de ‘Le Figaro’ preguntó al detective si había aparecido el cuerpo sin vida del terrorista en algún punto de la costa, a lo que Pierre le explicó que por el sistema de corrientes marinas de la zona podía pasar días sin que el cuerpo fuera devuelto a las playas. Habían caminado siguiendo el mismo recorrido que hizo el pistolero. Estaban a escasos metros del agua y ambos miraban el horizonte como si esperaran que en cualquier momento apareciera el cuerpo del terrorista descompuesto y medio comido por los peces. Cada pequeño repunte blanco de espuma era una duda que asomaba en la composición del suceso que se hacía Pierre. El gacetillero de la capital no le estaba contando todo lo que sabía, eso era evidente, y si se había molestado encarecidamente en ganarse su confianza era para sonsacarle la información que él pudiera tener. Para los periodistas no existía ninguna diferencia entre un mendigo y un inspector de policía, pensó Pierre, ambos valían lo mismo para sus propósitos.

—Respóndame una cosa Peres, y no me salga con escusas ni más mentiras, ¿cómo se enteró su periódico del intento de asesinato del príncipe ruso?

Peres sonreía cerrando mucho sus ojos por el escozor que le producía la brisa salina procedente de un mar aún soliviantado. Se quitó el sombrero y dejó que el aire revolviera su pelo que brillaba en diferentes matices rojos y dorados bajo el sol.

—Me sorprende que usted me haga esta pregunta—, dijo por fin el informador, dando media vuelta y regresando al hotel. — Sabe mejor que nadie que jamás le daría mis fuentes de información. — El periodista recapacitó, dudaba si continuar hablando y por un instante Pierre vio que perdía su sonrisa. — Le puedo decir que llevo tiempo trabajando en...esta conspiración terrorista y que me ha sorprendido enormemente que se desplazara de París a esta pequeña localidad costera. No sé el motivo, pero sin duda responde a algún plan preconcebido.

—¿Sabe por qué se ha ordenado el cierre de la investigación cuando ni siquiera se ha dado inicio?

—No, es algo que ni mis directores ni yo hemos logrado esclarecer. Quien tomara la decisión de echar tierra sobre el caso lo hizo para evitar que la investigación o bien no llegara a la opinión pública o a las altas instancias políticas y militares del Elíseo.

Los dos hombres regresaron hasta las inmediaciones del Hotel Du Palais. El periodista entregó una tarjeta a Pierre en la que se leía: ‘Le Figaro’ y su nombre, Armand Peres, bajo el título de ‘Redactor Especial’. Peres dio la vuelta a la tarjeta y en el anverso escribió un número de teléfono.

—Llame a este número y pregunte por mí si tiene algo nuevo sobre el caso. Le aseguro que lo trataré con la más rigurosa de las discreciones.

Pierre le vio alejarse con alivio. No le gustaban los entrometidos y mucho menos si derrochaban pedantería y cinismo. Rompió la tarjeta en cuatro pedazos y los arrojó al viento.

Aún no había terminado su visita a Biarritz. Si era cierto que el pistolero tenía acento parisino tenía que haber pernoctado en la ciudad la noche anterior al intento de asesinato del príncipe Miguel, ya que el exprés de París llega a Bayona a las 14:30 de la tarde y desde allí a Biarritz hay una hora larga, calculó Pierre. Habría elegido algún lugar barato, donde alojarse, u lugar en el que quedar oculto por el bullicioso anonimato del casco urbano y no muy alejado del lugar de su crimen.

El rojo y el blanco, colores característico de las casas de Biarritz, componían desde lejos un deslavado manchón grisáceo que se oscurecía hasta el negro en las zonas donde el sol no callejeaba y las sombras deambulaban a sus anchas. Los hombres miraban desde el oscuro interior de los portales, escupían en la acera y volvían a encender sus pipas; las mujeres, con los delantales raidos y deslavados de diario, andaban ligeras cargadas con cestas en las que siempre era insuficiente lo que llevaban. De pronto las calles se llenaban de bullicio cuando algún grupo de trabajadores o de pescadores salía de las tabernas camino de sus talleres o del puerto, o cuando un vehículo traqueteaba sobre los adoquines. Las ropas maltratadas por los años y que colgaban como los restos andrajosos de un ahorcado, regaban las aceras y obligaban a los peatones a saltar a las carreteras y jugarse la vida entre los carros cargados con barriles de la cerveza y los omnibuses de la línea que unía el casino y la estación. Pierre llegó a la Place de la Liberté y preguntó en la pensión ‘Xiberoa’ si en los últimos días habían dado alojamiento a un huésped de París, un hombre, posiblemente con escaso equipaje, posiblemente solo. La respuesta fue negativa. Probó en el albergue ‘La Beau Maison’ de la Avenue Victor Hugo, con el mismo resultado. La calle, sin aceras y con el pavimento mal empedrado, se extendía hasta la zona alta del pueblo y en ella se daban cita lavanderas, toneleros y un depósito de comestibles, así como dos o tres tabernas lúgubres y con olor a vino barato. Preguntó a un carbonero con la cara ennegrecida y la cabeza cubierta con un saco de esparto a modo de capote, si había por la zona algún otro albergue barato. Le dio dos nombres, ‘La Veuf’ y ‘Le Poisson Basque’, en la Rue de Mazagran. Este quedaba a solo dos manzanas por lo que decidió acudir allí primero.

La recepción de ‘Le Poisson Basque’ podía haber pasado por otra taberna, por su precariedad en luz, los olores rancios y las humedades trepando por sus paredes. Pierre tocó una campanita y al rato asomó por unas cortinas mugrientas una mujer con un puñado de trapos sucios entre sus brazos. Envuelto en los trapos parecía asomar un bebé que aún se relamía la leche con placer.

—Perdone que le moleste señora.

—Señorita—, respondió la joven con brusquedad.

—Mi nombre — prosiguió Pierre—, es Etcheverry, inspector Pierre Etcheverry, de la comisaría de Bayona. Estamos buscando a un hombre que se hospedó hace unos días en Biarritz. Lo más probable es que procediera de París, de entre veinticinco y treinta años, de profesión fotógrafo.

La joven pareció dudar durante unos instantes, mientras introducía el dedo menique en la boca del bebé.

—No sé, qué quiere que le diga, no recuerdo.

—Quizás recuerde a alguien que parecía nervioso, intranquilo.

—¡Está preguntando por el tipejo parisino que se hospedó en la Tres! ¡La habitación de la gotera!

La voz, gruñona y estropajosa era de una mujer que corrió de un manotazo las cortinas mientras mordisqueaba con dientes negros y desiguales una loncha gruesa de tocino en el que aún asomaban los pelos rubios del animal. Sus ojos redondos y desorbitados navegaban entre un mar de arrugas, medio ocultos por unas greñas grasientas que se asemejaban a una vieja escoba de mijo.

—¿Tomaron nota de sus datos personales?

La más joven guardó silencio y miró hacia aquel manojo de trapos.

—No—, respondió mandona la más vieja. — Pagó por adelantado y se fue.

Pierre se imaginó que las mujeres llevaban una doble contabilidad y que ante la sospecha de que la razón de que la policía llegara haciendo preguntas fuera la de destapar su fraude, preferían no mostrar sus registros de entradas reales.

—¿Notaron algo raro en su comportamiento?

—Parecía asustado por algo—, dijo la mujer mientras tiraba con fuerza del tocino. — Pensé que era un pazguato.

Pierre miraba cada vez más impaciente cómo la mujer mordía con tesón la carne cruda.

—¿Podría ver la habitación en la que se hospedó?—, preguntó el inspector al tiempo que miraba con desconfianza la escalera angosta y empinada que se perdía en una tétrica oscuridad.

La mujer más joven miró alarmada a la de más edad y ésta habló mientras se hurgaba en los dientes con los dedos.

—Esta alquilada al viejo Poullenot, que duerme la mona.

—Comprendo—, abdicó Pierre en su intento por encontrar algún indicio del parisino.

—Pero la habitación no se ha limpiado—, dijo la joven, y prosiguió a pesar de que la vieja le advirtiera entre dientes que Pierre era un poli que estaba allí con otra intención o peor, un recaudador de impuestos. — Quiero decir que no nos ha dado tiempo y que...todo está como lo dejo ese hombre.

Pierre no pidió permiso para ver la habitación y se lanzó escaleras arriba, penetrando en el denso olor a amoniaco y devuelto del pasillo. Con la ayuda de una cerilla encontró un tres pintado sobre una puerta. En su interior el tufo, una mezcla de sudor y alcohol, aún era más denso y nauseabundo que en el pasillo. Sobre la cama estaba tirado un cuerpo, vestido de pies a cabeza, el viejo Poullenot, pensó Pierre. Bostezaba de una manera poco armónica, lo que presagiaba extraños sueños de escaso fundamento. Pierre se tapó nariz y boca con la mano ante aquel olor insoportable y avanzó con precaución hacia la ventana justo en frente de la puerta y por la que se colaba un hambriento hilo de luz. Abrió las contraventanas y el resplandor, tan osco y deslenguado como la voz de la matrona, atravesó la habitación, obligando al borracho a revolverse sobre sí mismo y sus vómitos cuajados. El inspector abrió los cajones de una cómoda carcomida y coja, echó un vistazo en el interior vacío de un armario con olor a traje de difunto y miró debajo de la cama. Sólo había polvo y cuerpos medio comidos de cucarachas. No había mesillas, ni perchero, sólo había una silla desfondada como mobiliario. Entre sus patas, Pierre vio un papel en el suelo. Era el billete de tren entre la Gare de Montparnasse en París, y Bayona. Pierre miró la fecha y correspondía al 14 de junio, el día previo al intento de asesinato del Romanov. Era del anarquista pero no aportaba nada nuevo, excepto la confirmación de que el periodista de ‘Le Figaro’ tenía razón, y el tipo había llegado de París con el único objetivo de asesinar al príncipe ruso.

El inspector salió de la habitación, pero antes de abandonar el hostal volvió a llamar a las mujeres. La mayor corrió la cortina con otro manotazo. En el interior se oía el gimoteo del bebé.

—Qué quiere ahora.

—Que me enseñe su libro de entradas en el que apunta los pagos que no declara.

La mujer miró a Pierre con las pupilas empequeñecidas en la redondez abultada de sus ojos, con la cabeza agachada, abultando su papada y el labio inferior montado sobre el superior, maldiciendo su maldita suerte aquella mañana. Metió la mano por debajo del mostrador y extrajo un libro deslomado y viejo. Lo abrió y con una uña sucia apuntó a un nombre: Monsieur Edouard Bertalot. Pierre lo leyó dos veces porque sin duda se debía de haber equivocado. Era el nombre que había leído, pero debía de tratarse de un pseudónimo utilizado por el terrorista ya que Edouard Bertalot había sido un conocido anarquista ilegalista de la banda de Jules Bonnot, que fue acribillado por la policía en la misma operación en la que otros miembros de la banda, Octave Garnier y René Valet, volaron en pedazos por la explosión de kilo y medio de melanita, de lo que hacía ya dos años.