Berlín, 31 de Agosto, 1939
Igual de breve resultó aquella visita a París. De la Gare de Montparnasse, Pierre se trasladó al Hotel Lutetia, en el Bulevar Raspail, donde pasó la noche. Su vuelo no salía hasta el día siguiente a media mañana. Por lo tanto podría disfrutar de un paseo por la ciudad, visitar las Tuileries, subir al Sacré-Coeur y cenar algo en el Barrio Latino. En aquella disposición elegante y bien vertebrada de su agenda para las siguientes horas, no había considerado — al tratarse de un aspecto escabroso, un volver a viejas lecturas para releer un episodio que aún le causaba emociones enfrentadas—, una visita al Palacio Garnier, la Opera de París. Arrastrado por la melancolía y sin reparar en la razón, Pierre se preguntaba si Tamara Karsávina seguiría bailando con los Ballets Rusos. Buscó en la cartelera de actuaciones sin éxito, los ballets de Serguéi Diáguilev y el nombre de la Karsávina habían quedado tan olvidados como la Gran Guerra. Pierre se preguntó si la bella e inquietante Karsávina aún seguiría deslumbrando al mundo con la elegancia de su baile. Tras un cálculo rápido comprendió que sería imposible, ya que rondaría los cincuenta años. Aun así se aproximó a la taquilla en donde una joven se afilaba las uñas de color bermellón, y le preguntó si aún actuaba la famosa bailarina rusa.
—No lo sé, no sé nada de ópera. Pregunte al señor de la escoba—, respondió sin levantar la vista de su dedicada labor.
Pierre se giró y vio en efecto a un hombre algo más joven que él que barría encorvado, indolente, como si limpiara el suelo salpicado de sus días ya vividos. La pregunta de Pierre le devolvió una emoción desmedida.
—¡Cómo no voy a saber quién es Karsávina, ‘la Karsávina’!—, contestó el hombre acentuando la invocación del nombre de la rusa. —¡La bailarina más bella y sensual que ha pasado por esta Opera, con perdón de la Pávlova! — Por la manera en la que el hombre se apoyó en la escoba mientras rememoraba los días de las prima ballerinas rusas, Pierre dedujo que se trataba de un excombatiente, que con los años había cambiado el fusil por la escoba.
—¿Sabe usted si sigue bailando? — Pierre se dejó contagiar por la sonrisa nostálgica y bonachona de aquel hombre.
—¡Oh, no, no! — respondió éste arqueando mucho las cejas. — Dejó la danza hace unos años. Verá, la Karsávina se casó en 1917 con un diplomático británico y-
—¿Ha dicho en 1917? — preguntó con asombro Pierre. Era el mismo año en el que ambos se despidieron en Petrogrado.
—Sí, así es. Karsávina abandonó Rusia con el triunfo de la revolución bolchevique y ambos se fueron a vivir a Inglaterra, donde estableció una prestigiosa escuela de danza. Siguió bailando durante unos años más. Ultimamente nos ha visitado en alguna ocasión como mera espectadora y permítame que le diga que sigue siendo una mujer exquisita, elegante, con una cara dulce pero a la vez misteriosa, ¿me entiende lo que le quiero decir?
Claro que Pierre le entendía. Por más que él lo intentó en el pasado, tampoco logró descifrar el lenguaje críptico de la bailarina rusa. Casada con un diplomático británico...El comisario vascofrancés pensó que se trataba de un buen epílogo a la vida de una mujer como Karsávina y en su aceptación completaba su vida con orden y hasta con lógica. Agradeció la información y el hombre regresó a su tarea diaria de barrer sus recuerdos.
La noche volvió a ser turbulenta. Pierre se debatió entre pesadillas a las que había perdido el rastro hacía mucho tiempo. La más repetida y por la que se despertó en un par de ocasiones con la garganta resquebrajada, sudado y entre gritos, era, una vez más, aquella en la que se veía a sí mismo hundiéndose en una oscuridad cada vez mayor, con expresión en su cara de incomprensión y por último de conformismo. Y en la superficie él adulto, observaba hierático, paralizado por un terror incomprensible, sin ser capaz de lanzar un brazo y sujetar la mano extendida de aquel niño que desaparecía en una espesa y oscura noche.
Con las primeras luces del día y siendo ya casi la hora de levantarse, Pierre se centró en la difícil tarea de animarse ante el día que le esperaba. Lo intentó burlándose de sí mismo. Se calificaba de estúpido por haber pasado una noche entre pesadillas cuando podía haber soñado con estar plácidamente entre los brazos de Karsávina. De inmediato pidió perdón a Annais por tales pensamientos y abandonó la cama.
El aeropuerto de la localidad de Orly, a unos trece kilómetros del centro, ya era el segundo aeropuerto de París. Allí le esperaba un Douglas DC-2 de la Lufthansa para catorce pasajeros, que le llevaría hasta Berlín. El vuelo duró más de tres horas en unas condiciones atmosféricas óptimas. Durante el ruidoso trayecto, el primero que realizaba Pierre en un avión, pudo ver desde el cielo las tierras europeas en las que años antes habían combatido millones de hombres de numerosas nacionalidades y razas. Cuántos restos permanecerán aún enterrados bajo aquellas tierras, pensó corroído por el dolor. Muchos, entre ellos los restos jóvenes de Marcel, pensó Pierre, los del bilbaíno Inocencio Bengoetxea y los del parisino desvergonzado, Jean-Jacques Chavarria. Jamás entregaron sus cuerpos a sus familiares, terminando en alguna fosa común abierta por los alemanes y arrojados en su interior como restos putrefactos.
Pierre evitaba pensar en lo que le podrían deparar las próximas horas. Lo que menos deseaba era hacerse una idea preconcebida sobre cuál sería su reacción cuando se encontrara por fin, después de tantos años, con B-15.Un sol sin tamizar, diáfano y cálido, se colaba por la ventanilla del avión. Junto al runrún de los motores sumieron a Pierre en un letargo que le llevó en algunos momentos a roncar.
El aeropuerto de Tempelhof era una colosal obra de ingeniería y una demostrativa representación arquitectónica de la ideología del nacional socialismo, la puerta de acceso a un Berlín que solo un megalómano como Hitler, se dijo Pierre, podía planificar, la ‘Welthauptstadt Germania’, la capital del mundo. El vestíbulo principal, aún en construcción, era sin duda el mayor edificio que había visto el comisario, solo comparable con el Palacio de Invierno.
Pierre descendió de la aeronave y nada más poner pie en tierra alemana, un sargento de la Wehrmacht, se cuadró dando un sonoro taconazo.
—¿Herr Etcheberry?
Pierre afirmó con la cabeza pero su mirada era inquisitiva. No podía tratarse de B-15. Aquel hombre rondaría los treinta años, por lo que ni siquiera se trataba de un veterano de la Gran Guerra. En un impecable francés le pidió permiso para llevar su equipaje, una bolsa de viaje medio vacía, y le rogó que le acompañara hasta el vehículo que les estaba esperando a pie de pista.
Se trataba de un Mercedes-Benz 170V en un estado tan impecable y lustroso como el uniforme del sargento. En su parte delantera ondeaban dos banderines, uno de color verde que anunciaba que el vehículo pertenecía a un oficial de la Wehrmacht, y al otro lado otro con la esvástica sobre un fondo rojo. El chófer cruzó la aduana sin detenerse. No quitaba un ojo del retrovisor, observando con curiosidad a su pasajero en la parte posterior del vehículo.
Nadie habló durante el trayecto, por lo que Pierre se entretuvo observando la ciudad que, a medida que avanzaban, se iba construyendo ante sus ojos. En un principio le pareció una urbe diseñada para, sencillamente, ser visitada como quien acude a la consulta desinfectada de un dentista, nunca como un contexto en el que cobijar seres humanos y en donde éstos pudieran desarrollar sus funciones sociales. Carecía de la frivolidad y vanidad de una ciudad como París; por el contrario el orden era la presencia inmaterial que hacía bombear el corazón de Berlín. Sus amplias avenidas estaban surcadas por varias líneas de tráfico disciplinado que transitaba al lado de tranvías de un blanco sorprendente, autobuses de dos pisos y líneas de ferrocarril que accedían hasta el centro de la ciudad, todo ello en un movimiento continuo, eficaz y prodigioso. La policía de tráfico, vestida con distinguidas chaquetas blancas y pantalones negros, rivalizaba en elegancia en sus movimientos con los directores de las bandas municipales, en una orquestación en la que los peatones, nunca perdiendo la compostura, vestidos con sobria elegancia y cargados de amabilidad, formaban un coro multitudinario. Esa era la impresión que se forjó Pierre en un primer vistazo, porque a medida que avanzaba entre sus calles y bulevares, aquella identidad de civilización se iba descomponiendo, dejando entrever otra que hablaba de imposición, intolerancia, amenaza, hasta de miedo. Tanto las avenidas como los edificios colosales y tan sólidos como el movimiento nacional socialista en el poder — algunos recién inaugurados y otros aún en construcción, lo que llenaba la ciudad de grúas—, estaban adornados por enseñas y banderas rojas con la esvástica, cada farola, cada fachada, cada comercio, incluidos muchos civiles que mostraban brazaletes con la nueva simbología alemana. Pierre pronto empezó a fijarse únicamente en los paramilitares nazis paseando en parejas o en grupos acompañados por perros lobos sujetos por gruesas correas y con bozales, o en los grupos numerosos de niños y adolescentes, todos ellos copias idénticas, no solo en su atuendo, pantalones cortos y camisas pardas, si no también en lo físico, pelo muy corto y peinado con raya a un lado, desfilando con arrogancia y pose marcial por las calles y obligando a apartarse a los viandantes. Eran señales inequívocas de una sociedad militarizada, de una civilización falsa y dogmatizada, lejos de mostrar, aunque fuera feúcho y enojoso, un desorden espontáneo fruto de la libertad. El persistente recuerdo en la sociedad berlinesa de que el régimen nazi disponía sus vidas, en el presente y en el futuro, solo daba dos opciones a sus ciudadanos: o absorbías sus preceptos o te significabas como enemigo del estado.
El vehículo se detuvo ante unos edificios sombríos, de un gris mate, sin mayor identificación que la correspondiente enseña nazi y el número y el nombre de la calle, 76-78 de la Avenida Tirpitz Ufer. Como contraste, en la otra acera se elevaba majestuoso y marcial el edificio que albergaba a la Oberkommando, OKW, el Alto Mando de las Fuerzas Armadas. El sargento se apeó y con presteza abrió la puerta de Pierre.
—Bienvenido a las oficinas del Abwehr. — El sargento volvió a dar otro sonoro taconazo. A Pierre no le sorprendió que se hallaran en las oficinas centrales de la Inteligencia del Ejército Alemán, la que había sido la casa de B-15 durante toda su vida. — Puede dejar su equipaje en el coche. Sígame, Herr Etcheberry.
Entraron en el edificio tras un saludo muy marcial de la guardia y subieron varios pisos, Pierre no reparó en cuántos. Pronto comenzó a quedarse sin aire en los pulmones. Además sentía una enorme carga sobre su pecho causado por las dudas que le nacían sobre su presencia en aquel lugar siniestro. Se preguntaba si tenía que haber rechazado la invitación en una demostración de orgullo. La escurridiza y penumbrosa identidad de B-15 estaba a punto de ser revelada tras décadas de martirizarse con suposiciones levemente fundadas sobre quién podía ser, por entender la manera en la que logró tanta proximidad hasta el punto de suscitar confusiones. Sin duda se trataba de un genio del espionaje pero no podía olvidar, se recriminaba, que al mismo tiempo era un magnicida, un criminal, un terrorista peligroso por cuyas acciones Europa se desmembró sobre un campo de batalla.
Pierre inclinó su cuerpo para recuperar la respiración cuando el sargento le dijo que ya habían llegado a la planta muy iluminada y tan desinfectada como la de un hospital. En efecto se trataba del último piso. Recorrieron un estrecho pasillo y se detuvieron ante una puerta. El sargento golpeó con los nudillos y una voz seca y robusta habló desde el interior.
—Adelante.
A Pierre solo le dio tiempo de leer sobre la puerta el rango de ‘Oberstleutnant‘. B-15, pensó el comisario vascofrancés, era un Teniente Coronel de la Wehrmacht.
El despacho, de unos treinta metros cuadrados, se hallaba sumido en penumbra. La única luz era la que se colaba por el hueco de las cortinas mal cerradas y por donde un hombre de complexión y altura parecida a la de Pierre, observaba el exterior. Entre ellos se interponía una amplia mesa de trabajo sobre la que había un teléfono, un ejemplar del periódico berlinés ‘Der Angriff’, y una bandeja con una jarra de agua y dos vasos. La pared de la derecha estaba dominada por una fotografía de Hitler y por debajo un gran mapa de Europa en el que aparecía marcada la extensión de la Deutsches Reich. El sobrio mobiliario lo componía una mesa baja de café, dos butacas y un pequeño mueble, una caja fuerte posiblemente, sobre la que había una botella de whisky. La sensación general era fría, desarropada, un lugar destinado a la función para la que se construyó: un lugar para la confabulación.
—La vista desde esta altura es muy relajante—, dijo el militar que no varió su postura mientras hablaba. Su alemán era hosco, comprimido, como si pasara a través de angostas tuberías de madera. — Se trata del Landwherkanal. En este canal estuvieron perdidos los restos de Rosa Luxemburgo durante seis meses, después de ser asesinada y arrojado su menudo cuerpo a sus aguas...heladas.
—Quiero pensar que no me ha hecho recorrer 1.000 kilómetros para hablarme de un canal y de la socialista Luxemburgo.
Pierre se secó con un pañuelo el sudor en su cara y en sus manos, un efecto combinado del esfuerzo de subir varios pisos por la escalera y los nervios por encontrarse por fin ante B-15. Apenas llegaba a ver un leve perfil del rostro del militar, alborotado además por las sombras que criaba la penumbra.
—No, por supuesto que no, como anticipo que nuestra charla va ser larga, si le parece podemos comenzar tuteándonos.. Tanto usted...tú, como yo, hemos vivido tiempos muy intensos y difíciles. Además, yo soy algo mayor que tú.
—¡Déjese de monsergas y dígame de una vez para qué demonios me ha hecho venir hasta aquí.
Pierre estaba agotando la paciencia ante aquel recibimiento orquestado y premeditado por el hombre al que persiguió por media Europa en dos ocasiones y las dos con intensos deseos por acabar con su vida.
El militar corrió las cortinas hasta abrirlas del todo. Al instante, una luz intensa y cálida se extendió por el despacho y sus objetos, hasta alcanzar los rincones más escondidos. Por fin el Oberstleutnant, Markus Breslaver, se giró y se encontró con los atónitos ojos de Pierre.
—Apenas siete minutos mayor que tú.
Pierre sintió que todo el sistema respiratorio se colapsó, ya que ni una gota de aire llegaba a sus pulmones por más que se esforzaba en tragarlo a puñados. Algo parecido le sucedía a su cerebro, una caldera en ebullición que ante la fulminante impresión de creer encontrarse frente a sí mismo, había dejado de componer pensamientos con lógica. Era...era como si hubieran colocado un espejo delante de él y la imagen que reflejaba era la suya pero disfrazada con un uniforme de la Wehrmacht; era algo tan incomprensible que buscó desesperado la manera de poder canalizar aquella marea de contrasentidos. Pero solo resonaban en su interior las mismas vibraciones de los obuses cuando se abrían como flores de tierra y sangre en el frente de batalla, los latidos de un corazón apresurado por encontrar alguna explicación que resolviera aquel enorme desconcierto. Eran, en efecto, sus mismas facciones, sus mismos ojos, aquellas líneas etéreas que comprimían los labios, la misma prolongación irregular de su nariz, una mandíbula fina pero recia, la frente igualmente surcada por las botas del tiempo, el mismo desplome de los pómulos cuando dejan de ser frescos, todo el conjunto estaba impecablemente calcado al de Pierre.
Markus comprendió el estado de absoluta sorpresa de Pierre, era la misma ofuscación que él sintió cada vez que tuvo oportunidad de observar al comisario vascofrancés en Petrogrado, aunque fuera a lo lejos o a escondidas. Se movió lento por el despacho, sin hablar, sin juzgar con sus gestos el estado de catarsis en el que había caído Pierre. Tomó una butaca y la aproximó al lado de Pierre, que comenzaba a sentir una dolorosa debilidad en sus piernas. Finalizada la maniobra regresó a su posición detrás de la mesa. Con el pulso aún incontrolado y los ojos humedecidos por la emoción, Pierre se sujetó lentamente en un apoyabrazos de la butaca y se desplomó sobre ella.
—Yo nací primero—, habló por fin Markus. Este se sentó en su silla y aproximó un vaso de agua a Pierre. — Es solo agua—, le confirmó con una levísima sonrisa, en un intento por relajar aquel sorprendente rencuentro. — Y a los siete minutos naciste tú. — Pero Pierre miraba aún embobado, absorto, incapaz de digerir el atracón de ideas que se le cruzaban por la mente a velocidad vertiginosa; la mayoría conceptos confusos, nada concretos, mucho menos traducibles a palabras. La garganta le quemaba, tan áspera y reseca como si hubiera tragado un puñado de arena del desierto; intentó tragar saliva pero no había ninguna esquina húmeda en su boca, se había resecado como un tocón, como un amor viejo y olvidado. No fue él — al menos no lo fue de una manera consciente—, quien extendió el brazo tembloroso para alcanzar el agua. — Yo sentí la misma confusión cuando me enteré al poco de regresar de Sarajevo. No podíamos haberlo sabido, Pierre, éramos muy pequeños cuando ocurrió el accidente de tren en Presburgo en el que murieron nuestros padres. Tampoco lo debían de saber los familiares a los que te entregaron para que te criaran. Piensa que nuestro padre se fue muy joven de Francia. Nosotros nacimos en este país, muy lejos de Bayona.
—Valerie, el primo de nuestro padre y su esposa Agatha, nunca me hablaron de un hermano—, apuntó Pierre.
El comisario retomaba el pulso poco a poco. Compartir la pérdida de los mismos padres pacificó, aunque solo fuera una brizna, aquella tormenta que se debatía en su interior, lo suficiente para hacer que el comisario levantara la cabeza y buscara los ojos de Markus. El recelo e incluso el desprecio inicial a mirar unos ojos que se dibujaban como los suyos, desapareció y en su lugar surgió la curiosidad. Repasó con más detenimiento el resto de la cara y se detuvo con interés en los movimientos de su boca, tan parecidos a los suyos, el rápido arqueo de sus cejas, tal como él hacía, o de nuevo en el idéntico perfil de su nariz, tan difícil de imitar por su caprichoso trazo. “¡Por Dios!” exclamaba Pierre en su interior, fascinado por lo que estaba viendo, “¡si incluso los dientes parecen formar el mismo canto irregular que los míos!” Cuando Pierre hablaba, sus dientes quedaban algo ocultos por los carnosos labios, lo que llamaba mucho la atención a Annais.
—Si te parece Pierre, te explicaré brevemente lo que sucedió conmigo. Tu trayectoria hasta el verano de 1914 la estudié con detalle en la documentación que recopiló la ‘Geheirne Nachrichtendienst’, el Servicio de Inteligencia de aquel momento, el antiguo Abwehr. Nosotros lo llamábamos ND, yo pertenecía a su División III. — Pierre ni aceptó la propuesta de Markus, ni la rechazó, sencillamente no le quedaba otra opción; se lo exigía la sangre, el tropel de imágenes y recuerdos arribando en largos convoyes desde su infancia. Markus tomó aire, se frotó los ojos enrojecidos por la emoción de encontrarse por fin frente a Pierre — porque Markus vivía intensamente aquel momento, con una emoción jovial y entrañable como nunca antes había sentido—, y tras unos segundos en los que miró absorto el techo del despacho sobre el que ya se proyectaban las imágenes antiguas de su niñez y juventud, volvió a hablar. — Imagino Pierre que al igual que me pasó a mí, nunca tuviste una conciencia clara de lo que sucedió aquella noche en la que el tren en el que viajábamos como una familia descarriló y se incendió. Nunca sabremos si nuestros padres murieron al instante o si lo hicieron tras una larga agonía, pero lo que parece evidente es que nosotros salimos despedidos del vagón hasta caer en un río que bajaba fuerte y caudaloso. Cuando tuve conocimiento de tu existencia, entendí por qué con mucha frecuencia me despertaba por las noches sudado y entre convulsiones por verme como adulto hundiéndome en el agua, mientras me veía a mi mismo pero de niño en la superficie sin hacer nada por ayudarme. — Pierre sintió un profundo e irrefrenable deseo de llorar. Ahora entendía el sentido de su desconcertante y vieja pesadilla: era él, de niño, observando inmóvil cómo su hermano se batía en un duelo perdido con las aguas. — Llegué a perder el conocimiento — prosiguió Markus—, no recuerdo nada del momento en el que me recogieron a orillas del río, cien metros más abajo del lugar del accidente, muy magullado, en un estado precario, pero aún con vida.
A continuación Markus contó a Pierre cómo transcurrieron sus primeros años de vida en la nueva familia, aquellos que le socorrieron y la manera, años más tarde, en la que accedió al impersonal, solitario e ingrato mundo del espionaje, hasta llegar al momento en el que sus dos vidas se volvieron a cruzar.
—A principios de 1914 recibí una notificación de mi superior en la que se me informaba que a partir de ese momento y de manera irrevocable, estaba rebajado de todo servicio en espera de nuevas órdenes. Al poco me notificaron que acudiera a una reunión con varios mandos militares y dos civiles a los que no conocía, políticos alemanes supuse, pero al poco comprobé que eran demasiado inteligentes para ser políticos, por lo que acerté al pensar que se trataba de influyentes financieros alemanes. Se me explicó que Alemania necesitaba con urgencia su lugar en la historia, su lugar en el mundo, recomponer su honor mancillado por las otras potencias-imperios, y la única manera de lograrlo debía de ser a través de un conflicto armado. Para eso era necesario antes encontrar una buena escusa con la que se pudiera “vender”, así lo dijeron, al pueblo y a las Fuerzas Armadas, el derecho de convocar una guerra. Como dijo un político del momento, “la necesidad no tiene ley”. Formar parte de una operación de esa gravedad y poco juicio hubiera sido fácil de rechazar si no hubiera llegado acompañada por una recompensa monetaria colosal y una disposición de recursos sin fin para llevar a cabo la operación. En aquel momento desconocía el poderío financiero de la gente que estaba detrás del compló. — Markus dio otro sorbo a su whisky. — Al mismo tiempo me instruyeron sobre la necesidad de que el atentado fuera un acto sencillo, efectivo, que fuera muy público pero no espectacular, ni costoso, un acto del que fuera fácil acusar su autoría a grupos marginales apoyados por sus gobiernos como anarquistas, socialistas o nacionalistas. Los primeros intentos fueron un fracaso. La inteligencia militar de Gran Bretaña, Francia y sobre todo de Rusia y las policías de esos países, estaban actuando con enorme eficacia. Aún sospecho — Markus dio aún más gravedad a sus palabras levantando un dedo—, que había alguien de mi oficina informando a las inteligencias de estos países sobre mis propósitos.
—Es el momento — habló Pierre con una voz debilitada pero inapelable—, en el que aparezco yo.
—Aún hoy desconozco si fue alguien de nuestras redes en París o en la misma oficina aquí en Berlín el que informó a mis superiores sobre tu existencia, algo que yo mismo desconocí hasta julio de 1914. Les pareció soberbio, era la manera ideal de concentrar la atención de los agentes extranjeros en ti, al tiempo que se me despejaba el camino para poder actuar con efectividad.
—¿Quién conoció mi verdadera identidad?
—Sé por quien lo preguntas. — Markus se levantó y se acercó al mueble donde estaba la botella de whisky. En vez de servirse de nuevo, se llevó la botella. El médico le había recomendado que no volviera a probar el alcohol pero se podía ir al diablo. Mientras regresaba a su silla siguió hablando. — Te puedo dar mi impresión de lo que sucedió en aquel turbulento periodo pero no hay ninguna evidencia en lo que te voy a decir. Marcel Moreau, el jefe de la Sûreté Générale, era nuestro agente mejor posicionado en la seguridad nacional de Francia, era nuestro gran hombre en París. Sabemos que los británicos le ‘pincharon’, es el término que utilizábamos para describir a un hombre que esta siendo tanteado por el enemigo. Desconozco si nuestra operación llegó a oídos de Winston Churchill pero no me hubiera sorprendido, optando por un cómodo ‘laissez faire et laissez passer’. Su espíritu militarista y al tratarse del político más valiente y analista del momento, le había mostrado la necesidad de iniciar cuanto antes un conflicto con Alemania, Imperio que amenazaba su dominio de los mares. Ahora bien, la Okhrana era distinta al resto de las agencias, sin duda la red de espionaje más desarrollada de Europa, mucho más que la nuestra o la británica. Su hombre fuerte en París, Joseph Lev, debía de saberlo. Pero para suerte nuestra hubo dos factores que jugaron a nuestro favor, primero su edad, se sentía mayor, muy desencantado con su trabajo y muy temeroso de lo que estaba sucediendo en su país. Y segundo, sabemos que recibió órdenes desde San Petersburgo de que no hiciera nada. Juzgaron que podían aprovecharse de un suceso bélico en Europa para llevar calma a los brotes revolucionarios dentro de sus fronteras. Desconozco si Lev se lo contó a la bailarina Tamara Karsávina, que tengo entendido que llegaste a conocer muy bien—, Markus pretendió que no lo decía con segundas y Pierre sintió sin embargo que se ruborizaba por lo que apresuró a vaciar su vaso de un trago—. Podía conocer la elaboración de un atentado con fines bélicos, pero creo que en 1914 no sabía que tú estabas siendo utilizado para desviar su atención.
—¿Lo sabía el teniente Martin Trezeniel?
—Lo desconozco — respondió rápido Markus. — Te diré que en Alemania no más de diez personas conocían la naturaleza de la operación. Por supuesto el Kaiser no tenía ni idea. En la lista que compuse aparecen todas las personas que considero que fueron los instigadores y colaboradores de la operación, incluidos, por supuesto, los grandes financieros norteamericanos que apoyaron con dinero no solo a mí, si no también a muchos más militares y políticos europeos, particularmente en Viena y Belgrado, para que triunfara el atentado de Sarajevo tras dos fracasos consecutivos.
—Nunca entendí cuáles fueron tus intenciones al entregarme la libreta con los nombres. Mi primera inclinación fue la de creer que era la escusa perfecta para que me asesinaran. — Pierre recapacitó. — Ahora tiene aún más sentido puesto que, de esa manera, todo el mundo creería que moría el actor principal pero en realidad al que se liquidaba era al doble.
Markus miró con afecto a su hermano. Le maravillaba que aún desconfiara de él, pero por otro lado, era lo más lógico teniendo en cuenta que en los últimos veinte minutos había conocido la existencia de un hermano y los detalles de la rocambolesca situación a la que fue empujado por los intereses de unos cuantos hasta poner en peligro su vida.
—Es muy comprensible que así lo vieras, pero te aseguro que nunca fue mi intención. Verás, cuando conocí tu verdadera identidad, algo que yo había considerado extinguido en mi vida, germinó inesperadamente, se rompió el dique que contenía todos los sentimientos que un hombre experimenta en su vida, el afecto de unos padres, la conspiración con un hermano, el amor por una esposa, la entrega por unos hijos. Tú eras la persona que ponía fin a mi soledad, a la desesperada sensación siempre constante de haber venido a este mundo como un fardo tirado desde un avión y sin ninguna relación con el resto de los humanos. Desde que descubrí siendo joven que mis padres en realidad no eran mis padres, que la religión con la que yo me identifiqué y abracé con fervor no me correspondía por derecho, por una cuestión de sangre, renuncié a seguir creyendo que estaría esperándome la felicidad en algún punto del recorrido de mi vida. Pensé que mi papel de asesino, espía, criminal, genocida, terrorista, pon todos los adjetivos que te puedas imaginar, era el que me correspondía por nacimiento. Hasta que apareciste tú, alguien con quien relacionarme en sangre y en nacimiento, alguien que me estaba llamando a la puerta del sótano en el que había arrinconado mis sentimientos. — Markus notó cómo una lágrima quisquillosa resbalaba por su piel y se estampaba contra su guerrera militar. — Por eso, maldita sea, cómo iba a tener la intención de dispararte o de hacerte algún daño cuando nos encontramos en Petrogrado. Yo continué sencillamente con mi trabajo, lo único que me mantuvo vivo durante años. Siempre puse el trabajo como excusa para no contactarte a mi regreso de Sarajevo, mi trabajo y la guerra. Pero no fue cierto, no lo hice por miedo, no, por vergüenza a que me juzgaras tras ver el resultado atroz y sangriento de mis actos. — Markus se recompuso torpe y con el pulso perdido borrando todo rastro de lágrimas, y continuó. — Mi...amor — fue un ‘amor’ que sonó raro por la novedad en su vocabulario—, o lo que fuera por ti, fue lo que me hizo no contactarte hasta ahora. Para ti yo había muerto en 1917 y conmigo había muerto ese pasado. Tu presente era demasiado hermoso para echarlo por tierra con mi inesperada irrupción. Pero yo seguí fiel desde aquí tu trayectoria; tu matrimonio con...¿Annais?, su fallecimiento...— Pierre afirmó con un leve movimiento de cabeza, sonreía, hasta que no pudo más y ocultó el rostro entre sus manos, un rostro congestionado por el sollozo y las lagrimas. —¡Qué estúpido! — exclamó Markus con su voz atrapada por la emoción. — Como dirían los ingleses, es patético...dos hombres ya casi ancianos sentado uno frente al otro y ambos llorando. Pero yo creo que es hermoso.
Los dos hermanos intentaron recomponerse, habían sido muchas emociones, profundas y tiernas, las que habían vivido en unos pocos minutos. Los dos sacaron sus pañuelos y se secaron la cara, los dos pudorosos por no ser capaces de soportar las lágrimas. Markus fue el primero en volver a hablar.
—Al...comprobar las consecuencias de mis actos no hubo consuelo posible. Porque créeme Pierre, nadie, yo el que menos, pensaba que una guerra localizada en los Balcanes, en los confines de Europa, se extendería por toda Europa. Nadie previó el poder de las armas automáticas con conceptos militares de otros tiempos, nadie advirtió de los avances tecnológicos aplicados a la guerra, nadie nos previno de lo nefasto y disparatados que iban a ser los mandos militares de todos los Ejércitos europeos, ¡señores feudales enviando a sus siervos a gigantescos y eficaces mataderos! Cuando...cuando viví la realidad en el frente de lo que había provocado el asesinato que yo planifiqué, ¡Dios mío, deseé destruirme, sufrir las torturas más dolorosas y crueles que un hombre pudiera imaginar, créeme! Me despreciaba y despreciaba la vida, por lo que me lancé en busca de sufrimiento para compensar el causado. Acepté las acciones más arriesgadas del Ejército, las que nadie se atrevía aceptar. Puse en juego mi vida en innumerables ocasiones, cada día durante los siguientes cuatro años y lo único que recibí fueron medallas y ascensos. Ni la muerte me quería, ni la muerte quería escuchar mis remordimientos, un prófugo de la vida a quien no le quería dar cobijo ni la muerte.
Pierre no sabía qué pensar. Se sentía descompuesto por las palabras de aquel hombre que era su copia exacta, tanto en lo físico como en las contradicciones espirituales. Su sentido de culpabilidad ante la mayor guerra que la humanidad había sufrido, no era un tormento suficiente para el daño cometido, se reafirmaba Pierre. Pero también era verdad que él no fue el único culpable. La maldad es un acto que nunca se vive en soledad. De hecho, al cabo de los años, Pierre llegó a una conclusión: culpables del conflicto lo fueron todos, no solo un puñado de políticos orgullosos y militares infectados de grandeza o empresarios sin escrúpulos. El hombre que estaba sentado frente a él y del que aún desconocía su nombre, solo había sido una pequeña pieza utilizada por el grueso de la sociedad para recurrir a una de las herramientas a disposición de la diplomacia desde los tiempos remotos, como lo fue él mismo. Por lo tanto él no era el único culpable de lo sucedido; como el resto, como todos, fue víctima y verdugo. Su parte de responsabilidad la pagó odiándose durante años, exiliado de la humanidad, en un sufrimiento parecido al que los religiosos amenazan a los pecadores, la antesala al infierno.
—Te agradezco que me llamaras. Tenía derecho a saber que tenía un hermano.
—No ha sido el único motivo por el que te he hecho venir—, apuntó Markus endureciendo sus facciones, regresando desde el mundo de los sentimientos, en el que se movía patoso y sin soltura, a la sombría y familiar realidad. — Hay algo más e igual de grave.
El teniente coronel, Markus Breslaver, rellenó los vasos.
—Comenzaré por lo último que tú sabes: — Markus saboreó un ligero trago de whisky — mi supuesta muerte a manos de los bolcheviques. Me detuvieron, es cierto, pero no me enviaron ante un escuadrón de fusilamiento. Pensaron que un hombre que había pasado tanto tiempo al lado de Lenin sin levantar sospechas hasta el final, poseía un valor que podía servir para los intereses del nuevo estado resultante de la unión de los soviets. Me instalaron en un lujoso edificio confiscado tras la revolución de febrero. Allí pasé la segunda fase de la revolución y la llegada al poder de Lenin, la paz de Brest-Litovsk, los primeros pasos de la Unión Soviética... Felix Dzerzhinski, el mismo que te disparó en el Neva, ya como jefe de la Cheka, se hizo cargo personal de mí. Pensaba que con sesiones diarias de adiestramiento en la doctrina marxista, mostrándome las ventajas del sistema socialista frente al capitalismo decadente y ya en vías de extinción, lograría convertirme en un defensor de los principios comunistas. Su propósito era utilizarme como un topo ruso en Alemania. Les convencí de que gracias a su caritativa labor había visto por fin la luz y que abrazaba desde ese mismo instante y sin reservas el marxismo y a Lenin como guía ideológico. Había una gran carga emotiva en mi comportamiento, en mis palabras, en la manera en la que fruncía el ceño como ellos y levantaba el puño golpeando el aire frío ruso. El comunismo, como el capitalismo, no dejaba de ser si no otra religión. Persuadidos de que serviría a sus propósitos, me devolvieron a Alemania. Por supuesto le di cuenta detallada de mi suerte al coronel Nicolai, abrigado en el convencimiento de que sabría cómo utilizarme. En efecto, me ordenó que estableciera una red de espías rusos en Alemania a los que se suministraría la información que nosotros queríamos que se supiera en Rusia. Nada más sencillo. Si las labores de la ND durante la República de Weimar fueron las de contrarrestar las infiltraciones del espionaje británico y francés y controlar el rearme de Polonia, mi labor en la División III fue fácil y sin presiones de ningún tipo, sencillamente controlar ‘mi’ red rusa de espías en Berlín. A Nicolai le sucedió en 1920 el comandante Friedrich Gempp, un periodo de continuidad, ya que Gempp había trabajado para Nicolai desde los años de la guerra. Para 1933, momento en el que fue sustituido por el capitán Conrad Patzig, la situación había variado de forma dramática. Hitler quería que la Abwehr fuera una copia del celebrado Servicio Secreto Británico, pero en vez de otorgarle mayor independencia de la política y de las fuerzas paramilitares nazis, hizo lo contrario, ofreció enormes poderes a los servicios secretos y policiales del partido y aplicó las mismas reglas que en los demás órdenes del entramado político. Verás, Hitler, digamos que lanzó la idea del nacismo de una manera vaga, permitiendo que presionaran las distintas facciones de un mismo ente hasta proclamarse los estandartes de esta nueva fe. Fue lo que hizo cuando aceptó que compitieran todos los cuerpos de seguridad y de inteligencia en aquel momento en Alemania: las SS, la SA, la Abwehr...Hitler impone su poder mediante la táctica de divide y enfrenta, pero no es más que su imposibilidad para tomar decisiones. — Markus miró el retrato del Führer durante unos segundos. De nuevo regresó para retomar la palabra. — No te voy a aburrir, pero quiero que sepas lo siguiente: tras la fusión de las SS y la SA, en 1936, Heinrich Himmler, como Reichführer de las SS — tras unificar la KRIPO y la Gestapo en la SIPO—, y su fiel perro Reinhard Heydrich, jefe de la SD y de la nueva SIPO, lograron el poder absoluto, no solo en el partido nazi, también en toda la inteligencia y seguridad nacional alemana. Los militares de verdad, los que estamos de pie para defender el derecho y la justicia, no podíamos dar crédito ante lo que estábamos siendo testigos, sencillamente la absoluta interferencia nazi en nuestra labor militar. A Himmler le fue fácil deshacerse el año pasado de Patzig, y colocó en su lugar a nuestro actual jefe, Wilhelm Canaris, un hombre apreciado en las oficinas de la Oberkommando y en esta casa, un militar que ha sabido dejarse llevar por la corriente nazi pero guardando su uniforme de la Kriegsmarine siempre en un lugar seco y seguro. No sé si me explico, que les sabe hacer el juego, en una palabra. Heydrich es el peor de todos los nazis, se trata de un psicópata, un judío que aborrece a los de su raza y que en un acto de venganza se ha propuesto su exterminio. — Markus no pudo evitar recordar con amargura el intenso dolor cuando en su juventud se enteró que él no era judío, lo que le llevó en un arrebato de escaso juicio, a renegar de su familia y en general del mundo en el que había vivido hasta ese momento. Regresó al presente. — Es un individuo peligroso, muy peligroso. Odia a los militares veteranos de la Gran Guerra porque nos considera culpables de la humillante derrota de Alemania. Tiene a miembros de la Gestapo, la policía política, infiltrados en el Ejército y para colmo controla todas las comunicaciones. Hace un par de años cuando Hitler apoyó las purgas de Stalin en su Ejército, un grupo de la SS y de ladronzuelos de poca monta robaron toda la información que poseíamos en estas oficinas sobre la actuación del líder ruso. Hitler no quería que la Wehrmacht se enterara. Por lo tanto y como puedes ver, desde estas oficinas no solo tenemos que luchar para evitar o manipular el espionaje extranjero, sino también para mantener independiente nuestra labor de los criminales nazis surgidos a la sombra de Hitler.
—Pero sois los militares los que habéis jurado lealtad a su persona—, apuntó Pierre intrigado. — Me sorprende que hables en estos términos de Hitler y del partido al que han votado la mayoría de los alemanes.
—Tienes razón. En 1934, cuando Hitler fue elegido presidente, nos obligó a todos los militares a jurarle lealtad. Pero en aquel momento era impensable que solo cuatro años más tarde se hiciera con el mando supremo de las Fuerzas Armadas. — Markus parecía hilvanar sus pensamientos sorprendido por la pregunta de Pierre. — Mi caso es muy particular porque siempre he estado arropado por los nazis. Me he ganado su respeto por mi supuesta posición privilegiada de doble agente y mi también supuesta lucha contra el comunismo. — Markus se removió en su sillón de cuero ajado por el tiempo mientras sonreía conspirador, como hacía Pierre. — Si me prometes no enfadarte te diré mi nombre clave para la Cheka.
—Déjame adivinarlo — dijo el comisario vascofrancés con ironía, y preguntó afectuosamente resignado: — ¿Pierre Etcheberry?
—¡Era lógico! ¿No te parece? — prorrumpió Markus en un acceso de hilaridad. —¡Fue...fue formidable poder utilizar el nombre de alguien que físicamente era igual que yo. — Pierre negó con la cabeza, y sonrió atrapado entre la hilaridad y la admiración por lo que estaba contando Markus Breslaver. Este continuó. — En respuesta a la intromisión política, Canaris dividió la Abwehr. Al Fürher le dijo que era la manera para que compitieran los distintos departamentos entre sí, en realidad lo hizo para dotarla de mayor independencia y así dificultar que los nazis obtuvieran, digamos que...la idea completa de lo que se fraguaba en estas oficinas. Se me ascendió y me gratificaron además con la dirección de la Abwehr IIIF, infiltración en redes extranjeras, fundamentalmente en la rusa. Pero los nazis hacen de la desconfianza su principal credo. Me comenzaron a ver como un posible problema; era demasiado bueno en lo que hacía, contaba con el respecto de mis superiores y me mostraba todo lo alejado que se podía estar al nacionalsocialismo. Así que presionaron a Canaris y a éste no le quedó más remedio que trasladarme. Pero son tan estúpidos y mediocres que no fueron conscientes de que mi nuevo cargo, jefe de la Sección Z de la Abwher, me colocaba a cargo de toda la administración del servicio secreto. — Markus redujo el volumen de su voz, se inclinó sobre la mesa y siguió hablando. — Desde principios de este año suministro información a los rusos y no solo a los rusos, a los británicos y a los franceses también, fundamentalmente sobre los movimientos de ‘Emil’, en fin, de Hitler. A los rusos les suministré las claves para decodificar nuestros mensajes encriptados. Pero esto es lo mejor de todo. Desde el año pasado un nutrido grupo de militares del OKW y del Abwher, entre ellos Canaris y yo, por supuesto, buscamos apoyo para derrocar a Hitler. La Gestapo conoce la existencia de los complós contra el Fürher, pero les faltan los nombres, por lo que nos apodan ‘la Orquesta Negra’. Por el momento no hemos tenido éxito, estos malditos nazis aún son demasiado populares. Pero estamos formando otro grupo que-
—Me estás contando más de lo que debería y de lo que quiero saber — le interrumpió Pierre. — ¿Por qué lo haces? — preguntó intrigado ante la detallada explicación de una información altamente confidencial y peligrosa en un estado como la Alemania nazi.
Markus se retrajo en su silla. Expiró con fuerza, recompuso su guerrera y retomó la palabra sonriendo.
—Me tienes que perdonar. Me pasa siempre que me encuentro por primera vez con un hermano. — Markus juntó las palmas de sus manos como si fuera a rezar y con los dedos se tocó la punta de la nariz. Reflexionaba sobre cómo continuar. — Te lo voy a explicar y entenderás por qué quiero que lo sepas todo, absolutamente todo, sobre lo que pasa estos días en Berlín. Desde hace meses — continuó el alemán—, el Ejército está recibiendo órdenes contradictorias sobre los planes militares de Hitler con miras a iniciar un conflicto en Europa. El 3 de abril nos dijo que nos preparáramos para atacar Polonia en septiembre; el 23 de agosto Hitler dijo en público que no había posibilidad alguna de guerra con Inglaterra, al menos hasta dentro de seis años. Hace tan solo unos días nos llegó la primera orden de guerra, en la que se anunciaba la invasión de Polonia por la Wehrmacht para mañana a las 16:45 horas de la tarde.
No era posible, no podía ser verdad lo que acababa de escuchar, se decía Pierre, furioso por la perspectiva de otro conflicto en Europa. Se agarró con fuerza a los apoyabrazos de la silla y se inclinó atrevido sobre la mesa.
—¡Es una locura!—, exclamó. — ¡No puede ser cierto! ¡Inglaterra ha firmado un acuerdo militar con Polonia en caso de que fuera atacada! ¡Sería otra guerra como la del catorce!
Markus confirmó el augurio de Pierre guardando un lúgubre silencio. Recomponía las ideas que quería expresar a su hermano de la manera más clara posible y antes de comunicarle el otro motivo por el que le había hecho viajar hasta Berlín.
—Aquel acuerdo fue el resultado de un grave error de los americanos. El resultado de una intoxicación de los nazis.
—No te entiendo.
—El pacto firmado entre Londres y Varsovia fue una trampa trazada desde aquí. — Markus hablaba sin entonación alguna, sin trazar del todo las palabras, sin voz, sin apenas despegar sus labios. — Agentes próximos a Himmler lograron acceder al embajador americano en Londres, William Averell Harriman, al que suministraron una información falsa relacionada con la situación militar de Polonia. Les hicieron creer que sus niveles de rearme y preparación militar eran excelentes, superiores incluso a los alemanes. Imagino que en parte fue la venganza nazi contra Harriman por dejar de financiar el partido un año antes con dinero procedente de Wall Street y a través de Fritz Thyssen. El 24 de marzo, Harriman comunicó a Lord Halifax, el ministro de exteriores británico, que en efecto Polonia era militarmente más poderosa incluso que Rusia, por lo que sería conveniente contar con Varsovia como un aliado militar. Le faltó tiempo a Chamberlain. Cinco días más tarde sellaba un pacto con los polacos, gente por otra parte muy dudosa y de inestable juicio. ¿Cuál fue la reacción de ‘Emil’? Forjar un pacto de papel cartón con Rusia. — Markus volvió a apurar su whisky mientras una cándida tristeza, tan frecuente entre los más ancianos y enfermos, se fue extendiendo por su rostro, enflaqueciendo sus músculos, desengrasando su piel, enmoheciéndola con una pelusa verduzca. — Debes de conocer la realidad de nuestra situación militar. Sencillamente no estamos preparados para soportar una guerra en Europa. De las 89 divisiones, 36 están formadas por excombatientes de nuestra guerra con más de cuarenta años de edad. Ni siquiera contamos con tanques, aunque a los británicos desde estas oficinas les hemos hecho creer que tenemos mil. Este Ejército de hoy solo supera al británico o al francés en una sola cosa: entusiasmo.
—¿Y el acuerdo de Munich?
—Olvídate — indicó Markus con un ligero pero enérgico movimiento de brazo, como si arrojara a sus espaldas un trasto inservible. — El mismo Churchill, con enorme astucia, lo ha calificado de “una derrota sin guerra”. No vale ni el papel sobre el que se firmó.
Pierre se negaba a aceptar la aberrante proyección de otra conflagración en Europa. Dos guerras en una sola vida...no podía haber argumento más poderoso para aborrecer la civilización. Hubo algo en la explicación de Markus que a Pierre no se le pasó por alto.
—Has dicho en varias ocasiones que necesito — y recalcó cada sílaba del verbo—, saber todo esto.
—Porque somos muchos los que estamos trabajando y arriesgando nuestras vidas para deshacernos de Hitler y de los nazis y yo...me estoy quedando sin tiempo. — Markus volvió a servirse un whisky, este el doble que el anterior. Quiso rellenar el vaso de Pierre pero se adelantó e interpuso su mano entre el vaso y la botella. El comisario observó cómo el rostro de su hermano enrojecía y la vida se esfumaba en un instante, como si hubiera cruzado por delante un fantasma arrastrando una funesta premonición. Esperó expectante las palabras de su hermano. — A mi regreso a Berlín una vez consumado el asesinato de Sarajevo, recibí una colosal recompensa. Jamás toqué un solo dólar de ese dinero. Hasta hace diez años. En este tiempo he empleado hasta el último centavo en luchar contra los nazis. Pero como ya te he dicho no soy el único comprometido con la causa. Somos muchos los oficiales de la Wehrmacht, destacados abogados y jueces, incluso potentes empresarios, los que nos hemos unido para minar desde su interior el nacionalsocialismo. Hemos formado el grupo Schulze-Boysen-Harnack. Desde principios de este año colaboramos a través de un agente ruso destacado en Bruselas, Leopold Trepper, en la formación de una red de agentes soviéticos en toda Europa, incluido Berlín. — Markus se lanzó sobre la mesa y descargó un fuerte puñetazo. — ¡No podemos permitir que el mundo se desgarre en otra guerra atroz por culpa de unos ridículos mequetrefes! ¡No podemos permitir su propósito de aniquilar a todos los judíos, gitanos, comunistas! ¡Tenemos que evitar que Hitler sea el Führer del mundo! ¡Aunque signifique aliarnos con el diablo! ¡Créeme Pierre, no son las chifladuras de un viejo agente!
Pierre se volvía a sentir alterado y confuso por la exaltación de Markus. Recordó la mirada de aquel niño que le pedía ayuda mientras se iba hundiendo en lo más profundo de la noche.
—¡Pero qué tengo yo que ver en todo esto! ¡Por qué me cuentas todo esto!
—Porque me estoy muriendo. — Markus recobró la dignidad castrense que solo asoma cuando ronda la muerte y se irguió en su silla. Pierre se quedó sin palabras. — Los médicos me han dado a lo sumo dos o tres semanas más de vida, pero los dolores comenzarán a ser tan terribles que ni la morfina podrá paliarlos. Por eso me estoy quedando sin tiempo y por eso te he llamado, Pierre. ¡Tú tienes que continuar mi labor! ¡Debes de ayudar a terminar con esa plaga de ratas nazis y detener otra guerra en Europa, como apunto estuviste en el catorce!
—Me...me estas pidiendo que abandone mi vida, que vuelva a poner en riesgo mi vida por...por...— Pierre balbucía porque le resultaba difícil poner palabras a los sentimientos tan enfrentados que experimentaba en ese momento. — ¡Qué se yo de nazis! ¡Qué se yo de espionaje! No...no puedes pretender...hacerme venir hasta aquí, hasta Berlín, para...para lanzarme de cabeza en una guerra contra el nazismo.
Markus se levantó lentamente y se aproximó a la ventana desde donde, una vez más, disfrutó del luminoso exterior en aquel bello día de verano.
—Hace 9.185 días, dos horas y veinte minutos, cometí una acción, un error, del que no he logrado eludir mi responsabilidad sobre sus consecuencias en todo este tiempo. Lo he recordado cada día, cada hora de mi vida. Ahora tengo una posibilidad de morir sabiendo que no solo he vivido hasta el último minuto luchando por evitar otra guerra, sino que además he dejado en el mundo al mejor hombre que puede continuar con mi trabajo. — En ese instante Markus sacó del bolsillo de su guerrera una cápsula gris. Y añadió solemne: — Con mi noble lucha.
Pierre gritó un no furioso, cargado de autoridad y dolor, pero que no evitó que Markus se tragara la cápsula de cianuro y la acompañara de un buen trago de whisky.
—Me quedan menos de cinco minutos de vida, Pierre, por lo que te ruego que me escuches. Tú tendrás que tomar la decisión de o bien ayudar a un grupo de valientes a evitar otra guerra o bien regresar a Francia y ser testigo en los próximos meses y años de cómo la guerra regresa a la geografía de estas tierras para despedazar a sus hombres, mujeres y niños. — Mientras hablaba, Markus se iba despojando de su uniforme que plegaba con mimo sobre la mesa. — El sargento Müller que te ha recogido en el aeropuerto será tu hombre de confianza. El resolverá tus dudas, te informará de todo aquello que desconozcas, te dirigirá entre nombres y caras. Además te he preparado un extenso dosier que deberás estudiar y aprender de memoria. Ahora te vestirás con mis ropas para poder abandonar el despacho sin levantar sospechas. El sargento Müller te conducirá por un pasillo secreto que une la Abwher con la OKW y que utilizamos para evitar a los espías que frecuentan estos alrededores. El te conducirá a mi casa en donde permanecerás varios días. Allí te contactarán las personas apropiadas. Aquellos que conozcan la verdad te lo harán saber, para el resto serás el teniente coronel de la Abwher de siempre. — En ese instante Markus se dobló por un intenso dolor en el estómago. Se recompuso como pudo y siguió hablando.— No...no te preocupes por mi cuerpo. El sargento Müller se deshará de él.
Pero un nuevo dolor, esta vez inaguantable y poderoso, le contrajo el cuerpo con tanta violencia que le obligó a caer de rodillas. Pierre seguía sentado en su silla, atenazado por un terror inexplicable y que se enraizaba en lo más arcaico de su ser. Era testigo con los ojos desorbitados de cómo aquel hombre se debatía en contorsiones salvajes con la muerte, a la que se precipitaba con cada segundo que pasaba. Su hermano estaba alejándose de su vida otra vez, como ya ocurriera en la más temprana infancia y como en aquella ocasión, él era incapaz de sobreponerse y actuar en su socorro, permitiendo que la muerte los arrastrara hacia sus profundidades. No podía volver a ocurrir, ¡no iba a ocurrir! Bien merecía la pena una vida de experiencia para saber que los remordimientos se hacen pesadillas que te acompañan día y noche hasta la muerte. Pierre se lanzó activado por un resorte del que desconocía su existencia y se apresuró a sujetar la cabeza de su hermano, que en ropa interior y babeando, yacía en el suelo.
—Esta vez...-Markus hablaba con enorme dificultad, apenas en un hilo de voz. Su rostro había adquirido un tono azulón y sus facciones ya se habían paralizado. — Esta vez...vamos a luchar juntos, ¿verdad? Como hermanos, por una buena causa.
Pierre no dijo nada pero afirmaba con la cabeza como un muñeco con el cuello roto. Las lágrimas en sus ojos le nublaron la cara de su hermano. Era como mirar a través de una ventana impregnada de llovizna. De pronto se dio cuenta de que, como si fuera una tontería de marcado significado, casi trascendental, desconocía el nombre de aquel hombre que agonizaba.
—Dime cómo te llamas. — Pierre solo logró proyectar una voz meliflua, atrapada entre las zarpas de la congoja.
—Markus...— contestó casi ininteligible—, Markus Etcheberry.
Y expiró en los brazos de Pierre.
A los pocos minutos, el teniente coronel de la Abwher, abandonaba su despacho. El sargento Müller se le adelantó y le fue abriendo paso, decidido y firme. Descendieron a la planta baja, entraron por un pasillo angosto, de hormigón desnudo e iluminado con varias luces de escasa potencia, que desembocaba en un pequeño cuarto con una puerta de hierro gris que daba al patio interior del Bendlerstraße, el edificio de la OKW. Allí les esperaba el vehículo que había recogido a Pierre unas horas antes en el aeropuerto. Durante el trayecto nadie habló. Cruzaron por calles en las que el teniente coronel pudo leer con horror pintadas antijudías en escaparates de comercios y en las puertas de viviendas privadas, calles por las que los civiles bajaban las miradas al paso de las cuadrillas paramilitares nazis que enarbolaban estandartes y teas humeantes y que, como el miedo, ensombrecían y deslavaban aquel glorioso anochecer en el verano berlinés. La humanidad, una vez más, había olvidado sus miles de años de civilización y el hombre volvía a perder su dignidad. Eran muchos los horrores a los que haría frente Europa. Sería una lucha larga, obstinada y cruel, muy cruel.