Palacio Mariinsky, Petrogrado, 13 de Abril (c.I.)

La mañana incolora, feúcha, encharcada por una persistente llovizna fría y metálica, era la exacta representación de los sentimientos que acosaban a Lenin. La pasión con la que había sido recibido apenas diez días antes en Petrogrado, había dado paso a un aluvión de críticas y sospechas personales e ideológicas procedentes de todos los ámbitos políticos y sociales, incluido el movimiento bolchevique y sectores afines del Ejército. La prensa burguesa como el diario de gran tirada ‘Rech’, ligado al partido liberal de los Cadets, acusaba a Lenin en sus informaciones y columnas de opinión de haber recibido ayuda alemana para llegar a Rusia, un acto de traición que se extendía con acusaciones cada vez menos ambiguas de que el propio Lenin era un agente al servicio de Berlín, cuyo propósito era rendir el país a las tropas enemigas. Las informaciones venían apoyadas por los comentarios del comandante de la formación de honor que dio la bienvenida a Lenin en la Estación Finlandia, un tal Maximov, que no ocultaba su violento furor al saber que habían recibido con honores militares a un hombre que servía a los intereses del Imperio alemán. La desconfianza de los bolcheviques se extendió con rapidez por todos los cuarteles militares, hasta el punto de que en muchos de ellos se prohibió el acceso a aquellos soldados u oficiales a los que se les sospechaba afinidad con los socialistas revolucionarios. Las sospechas sobre Lenin se extendieron incluso a aspectos tan mundanos como la supuesta vida de lujo que llevaba entre las paredes de la Mansión Kschessinska.

El ideólogo marxista no encontraba cobijo ni siquiera en el socialismo ruso. Sus nuevas tesis revolucionarias abrieron una brecha de difícil soldadura entre él y el resto del socialismo revolucionario, no solo con los veteranos de ‘Iskra’, Georgi Plekhanov y Alexander Potresov, también con el núcleo central del nuevo bolchevismo representado por Kamenev y Stalin, que junto al propio Lenin y Zinoviev, compartían la redacción de Pravda en la calle Moika, circunstancia que convertía a este órgano de propaganda en el escaparate en el que se podía contemplar la marcada fractura ideológica del partido. Las críticas a Lenin fueron despiadadas, calificando las nuevas políticas del ideólogo marxista de “imprácticas e inaceptables.” El desprecio de estos hombres a los planteamientos de Lenin — Zinoviev se debatía incómodo entre la fidelidad a un amigo y la fidelidad a su idea de revolución—, respondía en parte a la sospecha de un sector cada vez mayor de los 15.000 miembros del partido, de la relación entre Lenin y el gobierno de Berthmann-Hollweg.

Era cierto que Zinoviev vivía un periodo de enorme agitación interior. No solo porque había llegado el momento de posicionarse en uno de los dos sectores en los que se estaba fracturando el bolchevismo, también por el absorbente y obsesivo deseo por acabar con Dimitri Këskula. Al menos esa mañana había recibido una buena noticia, la promesa de Felix Dzerzhinski de que el ‘caso Këskula’ estaba a punto de llegar a su fin. El íntimo colaborador de Lenin hubiera deseado actuar por su cuenta, sin tener que involucrar a Dzerzhinski. Apenas conocía al polaco, solo sabía de su pasado que había sobrevivido a Orel, donde había sido torturado por la guardia zarista, y de su presente que, como la mayoría de los viejos bolcheviques, aunque solo tenía cuarenta años, se oponía en privado a las tesis de Lenin, lo que le llevaba a decir en sus momentos de furor cosas como “¡nuestro enemigo se haya en el reino de las sombras!”, o, “¡el terror es necesario en los tiempos revolucionarios!” Era evidente que desprendía entre los que le frecuentaban un tufillo a terror para lo que utilizaba los ojos más fríos y desprovistos de vida a los que Zinoviev había mirado en su vida o un temblor histérico de las aletas de su fina y recta nariz o el modo descuidado en el que crecía una densa perilla y bigote. Por lo demás era renombrado por ser disciplinado y contaba con un solo amigo confidente, Stalin. En realidad, reflexionó Zinoviev, quizás sí era el hombre más idóneo para atrapar a Këskula.

Dzerzhinski llevaba la gorra de plato muy levantada, dejando al descubierto una incipiente calvicie, alargando aún más su cara. Miraba fijamente a Zinoviev y el tono de su voz era confidente.

—Ha sido invitado a la recepción que ofrece el príncipe Lvov esta tarde al cuerpo diplomático aliado en el palacio Mariinsky.

—¿Esta tarde? — preguntó desconcertado el judío. — Hay convocada una manifestación de soldados pidiendo la encarcelación de Lenin y tengo entendido que pasará cerca del palacio.

—En efecto—, confirmó Dzerzhinski. — Ha sido organizada por Milyukov. — El polaco quiso mostrar una sonrisa pero solo llegó a ser una extraña y fea mueca en su cara. —Hemos infiltrado en la marcha soldados pertenecientes al Primer Regimiento de Fusileros del cuartel de Oranienbaum, fieles al bolchevismo y que nos deben un par de favores. Redirigirán la marcha hacia el Palacio cuando se encuentre en su interior ese maldito agente alemán.

—¡Excelente! — exclamó Zinoviev.

—Delataremos a Këskula como el verdadero agente alemán infiltrado entre nosotros por orden de los burgueses del Gobierno Provisional confabulados con las cancillerías aliadas e imperialistas. — El polaco hablaba con tanta rabia que parecía morder las palabras, erizaba sus cejas y le temblaban con espasmos, muy agitadas, las aletas de la nariz. — Entonces Këskula desaparecerá para siempre.

—No dudo camarada Dzerzhinski que sabrá hacer su labor. — Por algo le llamaban ‘Félix de Hierro’, pensó Zinoviev. — Hay que limpiar de una vez la imagen del bolchevismo. — El judío se detuvo, reflexionó y continuó hablando. — Y por supuesto de Lenin.

Aquel hombre llevaba varios minutos apostado entre los arbustos de los jardines de la Plaza de San Isaac, justo delante de la puerta principal del Palacio Mariinsky. Observaba cómo llegaban los primeros vehículos, espaciosos y brillantes, de los embajadores y políticos de los países aliados presentes en Petrogrado. Vestía un abrigo pardo de franela deshilachado por el uso y remendado mil veces, y se protegía del frío con una bufanda de tela gruesa y una gorra calada hasta las cejas. Además de diplomáticos y políticos también llegaban al Palacio, los trabajadores rezagados que tenían que preparar y servir las bebidas a los invitados, apenas sombras deformadas por el vaho que se acumulaba en los cristales de sus lentes. Como un impulso, el agente alemán Markus Breslaver, saltó de entre los arbustos y se unió a dos hombres jóvenes que corrían hacia la puerta de servicio del edificio. Los tres entraron en el edificio y pasaron por estrechos pasillos. A medida que avanzaban, crecía la intensidad de la luz y un alboroto de voces de mando. Estaban en las cocinas del edificio.

—¡Rápido, no pierdan más tiempo! ¡Entren a cambiarse!

Un hombre rechoncho, embutido en delantales blancos y de bigotito puntiagudo, les empujó hasta un cuarto en el que colgaban de las paredes uniformes de camareros. Markus esperó a que los otros dos hombres se cambiaran y abandonaran el cuarto. Solo entonces se quitó el abrigo. Por debajo vestía un elegante traje de tweed de tres piezas en verde jaspeado. Abrió la puerta con precaución y se deslizó hasta una elaborada rampa de madera que le condujo al Salón de Recepciones del Palacio, magnífico y suntuoso a pesar de que había sido retirada toda la simbología zarista, esto es, principalmente los enormes cuadros de miembros de la realeza que adornaban las paredes. Desde los ventanales se podía ver la Catedral de San Isaac, el Almirantazgo y el Bolshaya Neva. De los techos colgaban las formidables arañas de cristal colgando de los techos y los elaborados adornos barrocos y clasicistas, revestido todo el conjunto por alfombras con motivos rusos y cortinas bordadas.

Sir George Buchanan estrenaba para la ocasión un traje recién llegado de su modisto preferido, ‘Anderson and Sheppard’, en Savile Row, Londres, de color gris y líneas en azul cobalto. Charlaba con Georgi Lvov, Presidente del Gobierno Provisional, un hombre de un importante volumen, con los ojos santurrones de Rasputín y la larga y entrecana barba de Leo Tolstoy, y que simulaba escuchar atento al embajador británico. A su lado se encontraba el ministro de justicia Alexander Karensky, un hombre de ideales liberales y mirada melancólica que ocultaba sin embargo una poderosa fortaleza de mando.

—Ustedes me entenderán — decía el embajador británico sujetando con dos dedos un vaso de vino blanco de la región sureña de Rostov—, ya que ambos han estudiado leyes y usted, presidente, es además príncipe. — Lvov pertenecía a la casa Rúrikovichi, una de las más antiguas de la aristocracia rusa. — ¡Cómo diablos se puede llegar a ser primer ministro de una nación después de haber defendido ante un tribunal a un escritorzuelo infame y fantasioso como ese Julio Verne! — Buchanan se refería al presidente francés Raymond Poincaré. Lvov aceptó la indiscreción del diplomático británico con una sonrisa mientras oteaba el gran salón para comprobar que no estaban cerca el embajador francés Maurice Paléologue, el ministro Thomas y el grupo de parlamentarios socialistas franceses de visita en la ciudad. Era muy conocida y comentada por los corros políticos rusos la antipatía de Buchanan por los franceses, lo que sin embargo no pasaba de ser una excentricidad más del diplomático británico.

—Así es Francia y así son los franceses — apuntó Kerensky en un esmerado francés. Y agregó, — al menos esta vez no se han unido al Imperio Otomano...con ustedes.

El embajador digirió el intragable recuerdo de Crimea y sonrió al ministro de justicia.

—Si me permite presidente, seguiré rodando pero no me iré muy lejos porque deseo hablar con usted sobre Polonia, y qué diantres vamos a hacer con los polacos cuando termine esta endiablada guerra.

—Estoy seguro que mi ministro de exteriores estará encantado de tratar este asunto con usted. — Lvov dio la bienvenida al grupo al ministro Pavel Milyukov, un hombre de genio, de nariz robusta, mirada tenaz, tras unos quevedos y bigote sólido, lacado y repuntado, tan canoso como su pelo.

Buchanan arqueó una ceja en señal de sorpresa por la delegación de un tema clave para Londres, en la figura de Milyukov, otro miembro de los cadetes de gran poder en el Gobierno pero a diferencia de Lvov, sin título de nobleza, aunque él aseguraba lo contrario. Buchanan, él mismo un noble británico, prefería tratar los temas delicados con alguien de su misma condición social y de sangre, motivos sobrados para que el embajador hiciera enormes esfuerzos diplomáticos para ocultar su antipatía.

—Le transmitía a su presidente la preocupación de mi Gobierno por el futuro-

—Su gobierno, estimado embajador — le cortó enérgico Milyukov mientras le lanzaba una mirada feroz — se preocupa demasiado por nuestro país, por lo que hacemos, lo que pensamos y lo que haremos en el futuro. Y no es que no nos sintamos alagados por el interés del Imperio Británico, todo lo contrario. El problema, si me permite, surge cuando el interés altruista se convierte en intromisión. Ahora mismo el embajador francés recomendaba a mi Gobierno olvidar la revolución y pensar en la guerra.

—Le puedo asegurar que la intención de Londres es-

—Lo primero que nos tiene que asegurar Londres —volvió a cortar el ministro mientras se ajustaba los quevedos como si fuera a entrar en combate — es su definitivo rechazo al proceso revolucionario de los bolcheviques, y lo segundo, que una vez finalizada la guerra se nos devuelvan los Estrechos de Dardanelos y el norte de Persia.

—¡Yo pensaba que Rusia luchaba una guerra defensiva! — indicó irónico el embajador, molesto por el tono del ministro ruso. —Mi gobierno — dijo Buchanan endureciendo el tono de su voz — ha dado pruebas suficientes de su apoyo al Gobierno Provisional.

—Si se refiere a-

—Me refiero — ahora era Buchanan quien interrumpía—, a las difíciles y comprometidas medidas adoptadas por mi gobierno para retener en Halifax al revolucionario Leo Trostky, y ponerle en libertad en las próximas 72 horas, en respuesta a sus deseos. El propio Arthur Balfour ordenó personalmente su detención. Me refiero, ministro, a nuestro apoyo ciego y sincero a su causa sin que su Gobierno nos haya informado todavía sobre qué tipo de posición tomarán en la guerra, si será el que comparte los objetivos zaristas, como así deseamos.

Las palabras de Buchanan habían dejado un feo eco de enfrentamiento. Milyukov miró a Lvov y éste hizo una seña de aprobación. El ministro habló en un tono más relajado

—En los próximos días enviaremos un telegrama a su Gobierno y al de Francia, en el que les mostraremos cuál será nuestro compromiso futuro con respecto al conflicto.

—Sir George — intervino Karenski con un tono reconciliador—, todos pertenecemos al mismo bando y todos tenemos como objetivo el fin de esta guerra y la reconstrucción democrática de Rusia. Estamos seguros que estas diferencias en política exterior serán limadas y superadas cuando nos sentemos a negociar los términos de la rendición de Berlín.

Las palabras de Karenski no lograron que Buchanan despegara sus ojos de los de Milyukov. Fue la intervención de Stephen Alley, recién nombrado jefe de la Sección de Control Militar (MCS) de la Embajada y ‘liason’ entre el BIS y la inteligencia rusa, quien relajó la atmósfera. Alley dijo algo al oído del embajador y éste buscó con la vista por entre los invitados hasta que dio con Markus, que a su vez parecía estar buscando a alguien entre el centenar de invitados a la recepción.

—Por supuesto — indicó Buchanan como respuesta a los buenos deseos de Karenski, acompañada con una embaucadora sonrisa, muy diplomática. — Todos somos aliados en la misma causa. Siempre es bueno que países amigos como Rusia o el Imperio Británico, tengan enemigos comunes, ya sean los alemanes o los anarquistas bolcheviques. Y si ahora me disculpan, seguiré rodando por entre los presentes.

Buchanan saludó cortésmente a los políticos rusos y se fue al encuentro de Markus.

—Esta es una época sensacional para pasear por las Tuileries, ¿no le parece señor Peillen? Pero permítame que me presente. Soy el embajador del rey Jorge V en Petrogrado, George Buchanan. — Era sobrecogedora la facilidad con la que había sido confundido de persona, pensó Markus. Buchanan percibió la sorpresa del agente alemán, por lo que decidió ir directamente al grano. — En el mundo de la diplomacia internacional y más cuando se trata de países aliados, es difícil mantener ocultos los movimientos que realizan sus servicios secretos. Las máquinas y la tecnología están reduciendo cada vez más este gran mundo, haciéndolo cada vez más pequeño y peligroso. — Buchanan miró grave a Markus, con su cara afilada, de pómulos sobresalientes y nariz rectilínea. — Sé quién es usted y el motivo por el que está en Petrogrado.

—Entonces sabrá que en nada le incumbe a su país.

—¡Por Dios!—, exclamó Buchanan, alegremente sorprendido por la soberbia de aquel hombre. — ¡Todo lo opuesto! ¡Nos interesa y mucho! — Bajó el tono de su voz y se acercó a Markus. — Como le puede interesar a usted la propuesta que le voy a hacer.

—Lo dudo, pero le escucharé con interés por cortesía...diplomática.

—Entonces acompáñeme mientras charlamos. — Los dos hombres se dirigieron hacia las grandes puertas del salón que permanecían abiertas de par en par y que daban a un recibidor y a las amplias escaleras de mármol. — He recibido informaciones que me han confirmado que usted es uno de los mejores agentes de la Deuxième Bureau pero, digamos que con muy poca fortuna. — Markus imaginó que se refería a su éxito en Sarajevo y el desastroso intento de Pierre por evitar el atentado contra el Archiduque Francisco Fernando. — Desde luego con instinto y agallas, cualidades indispensables para ser un agente secreto. Le voy a decir cuál es su problema: la gente para la que trabaja. Disculpe si le ofendo pero sus políticos y militares no parecen estar a la altura de su valor. — Buchanan miró al interior del Salón, donde el ministro francés departía amistosamente con Karenski. — Su ministro de munición, un socialista cretino, le ha roto su cobertura y lo que tenía que ser una operación encubierta de espionaje para delatar a Lenin como agente al servicio del Kaiser, se ha venido abajo, ¿no es así? — Markus escuchaba al embajador pero estaba más pendiente de que asomara Pierre por la escalera que conducía al salón. — A mi me pasa lo mismo en la cancillería. No puedo confiar en nadie, sobre todo en temas delicados como el que le voy a proponer, por eso le exijo la mayor de las discreciones. En cualquier caso siempre será mi palabra contra la de...usted. Me comprometo a ofrecerle un puesto en nuestros servicios secretos, trabajar para Londres a la vez que lo hace para París. Los tiempos de paz se avecinan con la entrada de Estados Unidos en la guerra y hemos de armar otra vez las defensas nacionales. Además de un nuevo contexto laboral, estoy dispuesto a ofrecerle una gran suma de dinero, mucho, más de lo que ganaría sirviendo toda su vida en el Ejército francés. A cambio —continuó el embajador casi en susurros — debe de poner fin de una vez por todas a esa amenaza bolchevique de sacar a este país del conflicto. Eliminando a Lenin se elimina ese peligro, un peligro presente y como dice Churchill, del futuro de Europa y del mundo.

—¿Me está pidiendo que mate a Lenin?

—Es usted muy sagaz, señor Peillen.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Well...digamos que 200.000 libras esterlinas, la mitad depositadas en el banco que usted me indique a partir de mañana si acepta aquí mismo mi propuesta y la otra mitad al finalizar la operación. Y no se olvide, deberá de trabajar como agente doble para el BIS.

Aquella generosa oferta trastocaba los planes de Markus, por otro lado poco sólidos, y le abría en el futuro las puertas a poder acceder a los servicios secretos británicos y franceses siempre con el objetivo de obtener información necesaria para el futuro de su patria, por supuesto. Alemania estaba arruinada, había más hambre que orgullo en las calles, la derrota era cuestión de meses y el Ejército alemán, como una condición de los vencedores, sería desmembrando y disuelto. Por lo tanto, a corto plazo, sus perspectivas laborales eran desesperanzadoras.

—Lo haré. Pero no aceptaré que se interfiera en mi manera de trabajo, ni a ustedes ni a los rusos.

—¡Excelente! No se preocupe, estará usted solo, de hecho solo conoceremos la operación usted y yo. — Buchanan estaba deseando llegar a su despacho para enviar un par de cables privados a Londres con la noticia. — Antes de que nos separemos dígame una cosa, ¿Lenin es agente alemán?

Markus no le iba a decir a ese político presuntuoso lo que quería escuchar. Se limitó a decirle la verdad.

—Por supuesto que no.

—Me lo temía — apuntó decepcionado el diplomático. Lo contrario le hubiera parecido fascinante. —Y ahora, si me permite, regresemos al salón.

Markus estaba a punto de acompañar al embajador cuando vio entrar en la amplia recepción del Palacio a alguien ya familiar en su vida. Había acertado al suponer que llevaría el mismo traje que el día anterior y aunque no podía distinguir su cara desde aquella altura, sabía que se trataba de Pierre Etcheberry, ya que había algo íntimo, premonitorio, que así se lo dictaba.

El capitán vascofrancés subió las escaleras del Mariinski enfrascado en pensamientos confusos y desvertebrados, ajeno al enorme lujo del edifico y su abundante decoración, sin advertir siquiera los grandes huecos que habían dejado en las paredes los retratos de la familia real retirados cuatro semanas antes. Pierre no comprendía por qué alguien — ¿sería el periodista inglés del que le había hablado Tamara Karsávina?—, le había invitado a la recepción del Gobierno Provisional con la esperanza de encontrar allí al agente alemán infiltrado entre los bolcheviques. En otras circunstancias habría pensado que se trataba de una trampa y no habría aparecido, pero dadas las circunstancias, sus actos estaban siendo presa de la desesperación. Llevaba varios días en Petrogrado y seguía sin tener la más mínima indicación del paradero de B-15. No recurrió a los agregados militares de la Embajada francesa porque la respuesta, se temía, iba a ser negativa. Sencillamente, pensaba Pierre, aplicarían la política de “problemas los mínimos.” Había confiado en poder acceder a los bolcheviques a través del contacto de la bailarina y había resultado en otra esperanza frustrada. Para colmo el estado de acoso y difamación que vivían los bolcheviques en las calles de Petrogrado, complicaba la labor de encontrar un hilo del que tirar para desmadejar tanta maraña. Por lo tanto Pierre llegó al Palacio confundido pero a la vez animado por la posibilidad de obtener en aquella visita algún indicio sobre el hombre al que había perseguido por toda Europa.

El Salón de Recepciones olía a tabaco y a la mezcolanza de distintas fragancias de perfumes sobre un mismo aroma: maderas nobles. El humo de cigarros, puros y pipas había creado una densa neblina azulona que flotaba entre los diplomáticos y políticos invitados. Pierre reconoció entre los presentes al grupo de parlamentarios franceses y británicos con los que había llegado a Petrogrado, siempre en piña, siempre muy comprometidos con las políticas socialistas moderadas de los representantes del Gobierno Provisional. También vio al embajador francés en Petrogrado, Maurice Paleologue, con el que ya coincidió en París en 1914 durante la fiesta de los Hartley y al que solo le quedaba un mes más de estancia en la capital rusa. Por lo tanto, Pierre decidió dirigirse al lado opuesto de donde se encontraba la representación francesa.

La tarde casi había completado su metamorfosis en noche, una acto, entre velos violetas y grises, que no por repetirse cada día dejaba de sorprender por su admirable belleza. Era un crepúsculo pintado al carboncillo, pensó Pierre, que observaba de pie junto a los ventanales del Salón la gran escultura ecuestre que se erigía en la amplia Plaza de San Isaac, justo delante del Palacio y muy cerca del Puente Azul, y con la catedral de San Isaac al fondo, ya solo un borrón verduzco, aunque majestuoso.

—Es el Zar Nicolas I. — Pierre miró sorprendido. Un individuo de escasa presencia física, medio calvo, con bigote y gafas redondas de montura negra y que expulsaba el humo de su pipa con frenesí, como si se estuviera asfixiado por sus propios gases, observaba pegado a su lado la escultura ecuestre del exterior. Sus ojos se movían inquietos, magnificados por los anteojos de cristal grueso. — Este palacio — prosiguió en un cuidadoso francés—, se construyó para su hija, la Gran Duquesa María Nikolaevna. Pero la muy perra no quería vivir en esta maravilla. ¿Sabe por qué? Decía que cada vez que salía del palacio lo primero que veía del día era la espalda de su padre y las grupas de su caballo. Naturalmente, Nicolás I había mandado colocar la estatua mirando hacia la Catedral. Cuando te enteras de estas cosas, ¿cómo puede sorprender lo que está sucediendo en este maravilloso país? — Pierre miraba sorprendido a aquel hombre vestido con una chaqueta de tweed salpicada de caspa y ceniza, y con una corbata de lana mal anudada de la que colgaban los restos de varias comidas. Pero la sorpresa no era tanto producto de la historia que le había contado como de su aspecto, entre lo excéntrico y lo desaseado. — Oh, perdone mi descuido. Permítame que me presente. Soy Arthur Ransome, corresponsal en Petrogrado del diario británico ‘Daily News’. — Pierre escuchó con alivio el nombre del contacto del que le había hablado Karsávina y sin duda, pensó Pierre emocionado, la persona que escribió a mano sobre la invitación a la recepción.— Corríjame si me equivoco — continuó el periodista inglés—, pero creo que compartimos una amistad. Bien, siempre es bueno tener amigos comunes en una ciudad como Petrogrado. Dígame, ¿qué le ha traído por aquí? Porque usted político no es. Se les huele de lejos.

—¿No se lo dijo nuestra amistad común?

—No—, respondió el periodista. Este miraba inmóvil a Pierre, con sus grandes pupilas negras clavadas en los ojos del capitán vascofrancés. — Parece que estos días se da cita todo el mundo en Petrogrado. ¡Incluso está la sufragista Emmeline Pankhurst!

—Soy escritor. Estoy recogiendo información para escribir un libro sobre...sobre los movimientos socialistas en Europa y...su impacto en las democracias parlamentarias.

—¡Un escritor! ¡Y un escritor interesado en el socialismo! — Ransome daba cortas e impetuosas chupadas a su pipa, y con la misma rapidez que movía sus pupilas de un lado a otro, encadenaba palabras e ideas. — Yo también escribo cosas, para niños, pero de momento me las guardo en un cajón ¡Amigo mío! ¡No podía estar en mejor lugar y en el mejor momento para escribir sobre la transferencia del mundo hacia el socialismo! Créame, en los cuatro años que llevo en Rusia, llegué huyendo de una mujer y de un matrimonio, pero esa es una corta y aburrida historia, nunca se ha vivido tan intensamente el germen del socialismo como en las últimas semanas. ¡Qué digo semanas! ¡En las últimas horas! ¿Ha leído la edición de hoy del ‘Rech’? Las cosas se le ponen cuesta arriba a Lenin. Todo porque este gobierno — y bajo el tono de su voz hasta ser confidente—, este gobierno está dispuesto a continuar en una guerra imperialista, como han dicho desde este mismo edificio hasta ahora, hasta la llegada de Lenin, con el objeto de ganarse el apoyo de los Soviets y de los bolcheviques más veteranos. Pero quizás esté hablando demasiado, quizás usted no sabe lo que se dice de Lenin.

—Estoy seguro de que usted me lo contará — indicó Pierre.

—Con mucho gusto. El ministro de asuntos exteriores, Pavel Milyukov, ahí lo tiene—, y señaló a un grupo en el que se encontraban el ministro, el embajador francés, el ministro ruso de finanzas, terrateniente y millonario ucraniano, Mikhail Tereshchenko, el representante del City Bank en Petrogrado, Frederick M. Corse y el cónsul de Estados Unidos en Petrogrado, North Winship—, ha ideado un plan muy sutil para desprestigiar el bolchevismo y evitar así que su revolución, la de los mencheviques, revolucionarios socialistas y cadetes, la de los burgueses y de la aristocracia reformada, la menos comprometida con los últimos años de zarismo, sea sustituida por la verdadera revolución, la del pueblo, la del obrero, el campesino, el soldado...¿Cómo? Muy fácil, utilizando los deslices, intencionados o no, de su ministro Albert Thomas, y permítame que le apode ‘the gossip’, quien ha llegado a Petrogrado diciendo que en París tienen pruebas de que Lenin es un agente del Imperio alemán. ¡Nada menos que de los cochinos alemanes! Si a esta acusación se une la manera poco ortodoxa en la que Lenin llegó a Rusia, there you are, ¡dos y dos igual a cuatro! Solo hace falta movilizar a las masas primero en contra de Lenin y luego, en una segunda fase que llegará en las próximas semanas, a los fieles al bolchevismo, para, a continuación, acusarles de violencia callejera y enterrar para siempre el bolchevismo.

Si Ransome decía la verdad, pensaba Pierre, ¿para qué demonios había sido enviado por la Deuxième Bureau si lo que debía de ser una operación secreta, era desvelado por un ministro de la República? ¿Había vuelto a ser utilizado? A menos que, recapacitó, el propósito por el que había sido enviado hasta allí no fuera únicamente el de desprestigiar a Lenin, sino también el de eliminar a B-15.

—Estoy seguro de que le he sorprendido — Ransome miraba a Pierre con unas enormes pupilas negras magnificadas por las lentes y una estúpida sonrisa. — Déjeme que le sorprenda aún más. Espero amigo mio que esté tomando nota mental de todo lo que le estoy diciendo para ser utilizando en su libro—, agregó el periodista con cierta sorna. — Me han llegado rumores, solo rumores claro, de que el Gobierno Provisional está a apunto de hacer pública otra mezquindad más para dañar el prestigio de Lenin, según la cual el revolucionario habría recibido una colosal cifra de dinero de los alemanes para sufragar la costosa propaganda del partido con el objeto de alcanzar el poder en Rusia y sacar este país de la guerra. ¿Qué le parece? ¿Usted no cree que yo me habría enterado de algo así si fuera cierto? Pero le diré más — prosiguió el inglés quitándose la pipa de la boca con brusquedad—, aunque fuera cierto, ¿esta maldita guerra no fue consecuencia de alianzas y tratados de salón entre países que veían peligrar sus dominios en ultramar, sus hegemonías política y financiera en Europa y en el mundo, así como su concepto de civilización? ¿No se trata de un infierno al que nos ha conducido el imperialismo y el capitalismo? — Pierre no lograba adivinar si aquel hombre favorecía una revolución marxista, si estaba al lado de los países aliados o por el contrario no comulgaba con ningún credo ni gobierno. — Si Lenin utiliza el dinero alemán para su revolución no hace otra cosa que ponerse a la misma altura que este gobierno. ¿Ve a aquel individuo de bigote canoso y de grandes orejas que habla con el cónsul americano y con Karenski? Es el enviado privado de Elighu Root, el ex secretario de estado de Theodore Roosevelt. Su tarea es allanar el terreno para la llegada de Root en las próximas semanas, enviado personalmente por el presidente Woodrow Wilson. Su cometido es convencer al Gobierno Provisional para que siga colaborando con los aliados y adquiriera productos norteamericanos, armas principalmente. A cambio Washington prepara un paquete de ayudas económicas y financieras a Rusia entre las que se recoge un préstamo de 100 millones de dólares. Y mi gobierno, por presiones de Wilson y de Milyukov, tiene retenido a Leo Trostky en Canadá para evitar su regreso a Rusia. Esta fue una revolución espontánea del pueblo contra la tiranía y el despotismo de la autocracia, y en apenas unas semanas se ha descompuesto por los intereses militares y sobre todo comerciales del capitalismo occidental. ¿Sabe dónde se va a hospedar Root? En el Palacio de Invierno. ¡No puede haber mayor ironía! La revolución necesita el ajusticiamiento de los traidores, como en la guerra, cuando se lucha contra un enemigo como Alemania.

El periodista miró a la calle, a la derecha, a la izquierda, se volvió hacia Pierre y le preguntó si quería una bebida.

Markus, alejado del resto de los invitados, observaba a los dos hombres desde una esquina del salón. Se preguntaba qué le estaría contando a Pierre aquel periodista inglés al que había visto rondando la élite política bolchevique de Petrogrado y que frecuentaba con la misma facilidad los círculos británicos de la ciudad. Markus había supuesto que se trataba de un agente británico de segundo rango y por lo tanto inofensivo. Vio cómo se dirigió hacia un camarero, al que le habló al oído, y cómo éste le pasaba un papel por debajo de la bandeja justo en el momento en el que tomaba un vaso de vino. Pero algo más grave llamó la atención del agente alemán. El petulante embajador británico se acercaba a Pierre. ¡Maldita sea! ¡Ese estúpido vanidoso iba a meter la pata!, temió Markus.

Buchanan merodeó a Pierre mientras, estirado como una exclamación, mantenía sujeta su copa de champagne con dos dedos.

—Recuerde que lo que hemos hablado debe de quedar entre usted y yo. — El embajador se golpeó ligeramente dos veces su nariz rectilínea. Quién diablos era aquel tipo, se preguntaba Pierre, sin entender una sola palabra de lo que le había dicho. — ¡Muerte al nuevo Gapón!

—Perdone, pero no sé de qué me habla ni sé quien es usted.

—¡Excelente!—, prorrumpió el embajador británico. — ¡Ese es precisamente el espíritu! — Y con el mismo mariposeo se alejó en busca de otros invitados, justo cuando regresó Ransome con la bebida.

Alley charlaba con dos funcionarios rusos del Ministerio de la Guerra cuya función era recopilar información sobre los alemanes, pero sin dejar de prestar atención al mismo tiempo a lo que sucedía en la otra punta de la sala, por donde se paseaba su embajador y el corresponsal del ‘Daily News’. Ransome era el enlace ideal con los bolcheviques y en ciertos momentos había servido información muy valiosa, juzgaba el agente británico, aunque de obligada contrastación, ya que la desconfianza sobre las verdaderas afinidades ideológicas del periodista eran mayores en Petrogrado que en Londres.

—¿Qué le ha dicho el embajador de mi graciosa majestad?

—¿Embajador? — preguntó Pierre sorprendido. — Lo desconocía y si le digo la verdad no le he entendido nada de lo que me ha dicho.

—Es algo que por desgracia le ocurre a todo el mundo — apuntó Ransome descorazonado y mientras se asomaba una vez más a la ventana para otear los alrededores del Palacio. — Lleva en esta plaza diplomática desde 1910 y en todo este tiempo no se ha interesado en aprender una sola palabra de ruso. La considera una civilización inferior a la nuestra. En una ocasión tardó cinco horas en aprenderse la palabra ‘spasibo’, gracias, con motivo de la entrega de las Llaves de la Ciudad de Moscú, con tan escaso interés y poco acierto que sólo logró decir ‘pivo’, que como usted bien sabrá, en ruso significa cerveza. “¡Pathetic!”, murmuró el periodista inglés.

Ransome volvió a mirar nervioso por las ventanas. Esta vez algo llamó la atención del periodista inglés. Era un murmullo de voces masculinas que gritaban consignas y que por el momento apenas era el runrún lejano de una muchedumbre. Procedía de la ancha avenida Voznessenskiy que desembocaba en la Plaza de San Isaac.

—Hay...hay algo que me tiene desconcertado. — Una falsa inocencia empapó su voz. — Verá, además de escritor, que no lo pongo en duda, me han dicho que usted también es agente de la Deuxième Bureau. Otras voces a las que suelo escuchar con respeto y atención me han dicho algo que no me atrevo a creer, silly of me, fíjese que tontería, que usted podría ser un miserable y repugnante agente alemán. — Los dos hombres se mantuvieron la tensa mirada, la del periodista cargada de desprecio, magnificado por sus gruesas lentes. El silencio entre ambos solo se vio intoxicado por las voces de los invitados a la recepción y un concierto de gritos que iba en aumento en la calle. Ransome hablaba de B-15, pensó Pierre. Tenía que obtener más información de aquel individuo.

—¿Quién le ha engañado con semejante embuste?

Pierre presentía que Ransome, por algún motivo inexplicable, tenía el total convencimiento de estar en presencia del agente alemán que él buscaba.

—¿Se da cuenta de que si quisiera podría delatarle aquí mismo y en cuestión de horas sería fusilado por espía?

—Sería un asesinato, Mister Ransome. No soy un espía alemán. ¿Usted cree que si estuviera en lo cierto nuestra...amiga en común me hubiera hablado de usted? ¿Realmente lo cree?

Markus, desde la esquina en la que se había parapetado, percibió que algo no iba bien entre los dos hombres. Sin embargo el creciente griterío que procedía de la calle captó toda su atención. Se acercó hasta las ventanas.

La manifestación de soldados en contra de Lenin y a favor de la guerra comenzaba a desembocar en ese momento en la Plaza de Isaac, coincidiendo, tal como habían previsto los organizadores, con la presencia de diplomáticos y políticos aliados en el Palacio Mariinsky. Se trataba de varios centenares de soldados, muchos de ellos lisiados, todos vestidos con sus uniformes de batalla, portando antorchas y desplegando docenas de pancartas en las que se pedía la detención de Lenin y el aplastamiento del Ejército alemán. Markus rebuscó en los alrededores de la Plaza y el Puente Azul. A unos cincuenta metros de distancia, aparcado entre las sombras de la noche y la humareda de las teas, Markus logró ver una camioneta militar que transportaba a media docena de soldados con brazaletes rojos en sus guerreras. Eran soldados de la Guardia Roja. Markus comprendió al instante que aquella era la trampa que los bolcheviques habían tendido a Pierre.

Markus retrocedió lentamente y abandonó el salón y regresó a las cocinas del Palacio. Se puso el abrigo raído y parduzco, la gorra, la bufanda y abandonó el edificio justo en el momento en el que llegaban los primeros manifestantes, ruidosos y enfurecidos, hasta la puerta principal del edificio rojizo.

En el Salón de recepciones los políticos rusos y aliados se agolpaban a lo largo de las ventanas para presenciar satisfechos cómo se aproximaba la manifestación antibolchevique organizada por Milyukov, compuesta por soldados que portaban antorchas encendidas. El periodista inglés, al igual que Markus, vio la presencia de la unidad de la Guardia Roja bajo el mando de Félix Dzerzhinski, que, en ese momento ordenaba a su soldados que se mantuvieran en alerta atentos a sus órdenes.

—¡Rápido, lárguese cuanto antes! ¡Vienen a por usted! — Ransome apremió a Pierre.

—¿A por mi? ¿Por qué motivo? — pregunto confundido el capitán vascofrancés.

—¡No es el momento de hacerse el estúpido! ¡Váyase cuanto antes!

Pierre sabía que aquel hombre hablaba en serio. Giró y cruzó el salón ligero. Bajó la escalera mientras el periodista inglés le seguía con su mirada de miope y sus ojos negros magnificados como dos bolas negras de billar. Hasta que le perdió de vista. Con el rostro desencajado y la pipa calada en su boca, murmuró “pathetic.”

En cuanto Pierre asomó por la puerta del palacio escoltada por gruesas columnas corintias, Dzerzhinski dio orden al conductor para que arrancara y se dirigiera hacia el la puerta del palacio. La cabeza de la manifestación aún estaba a uno veinte metros de distancia. Miró a su alrededor, el agente alemán tenía que estar muy cerca, lo presentía, era algo inexplicable.

Apostado en la esquina de un edificio cercano y amparado por las sombras Markus observaba cómo se acercaba la camioneta con la Guardia Roja. También vio a Pierre, apostado en la entrada. No podría hacer nada para evitar que cayera en la trampa de los bolcheviques. Por Dios, se recordó, no se trata de un hombre más, de otro enemigo común y corriente. Markus abandonó su escondite, salió a un cuadrado de luz y encendió un cigarrillo. Solo fueron unos segundos el tiempo que permaneció encendida la llama de su cerilla, pero fue suficiente para que se desfiguraran las sombras de su cara. Pierre reconoció al instante esa extraña familiaridad en el rostro del agente B-15, justo en el momento en el que la camioneta frenaba con gran estruendo de hierros y Dzerzhinski se apeaba con la misma brusquedad.

—¡Detengan a ese hombre! ¡Es un agente alemán al servicio de este Gobierno burgués! — gritó el aristócrata polaco mientras apuntaba con un dedo muy estirado a Pierre.

Pierre no lo dudó y se lanzó en persecución de Markus, que ya corría en dirección a la catedral de San Isaac, dejando a su derecha la escultura ecuestre de Nicolás I, levemente cubierta con los restos de la última nevada. Su primer objetivo, llamar la atención de Pierre, se había cumplido, el segundo sería conducirle hasta un lugar apartado en el que explicarle quién era en realidad y cómo había sido manipulado su deseo de venganza una vez más por los intereses de los mismos que le pusieron tras su pista en 1914 y que le llevó hasta Sarajevo.

Markus corría por las calles de Petrogrado zarandeando su abrigo y mirando de vez en cuando hacia atrás para ver si aún estaba siendo seguido. Si Pierre hubiera hecho lo mismo habría visto que él también estaba siendo perseguido por varios soldados de la Guardia Roja.

Al poco, el capitán vascofrancés comenzó a sentir cansancio, fruto de la larga convalecencia de la herida sufrida en Verdún. Primero fueron tirones en los gemelos de las piernas y luego pinchazos en la espalda y la cadera. El oxígeno además parecía que se fugaba por distintos puntos de sus pulmones por lo que nunca llegaban a llenarse, y el frío resecaba la garganta hasta el punto que el aire, a su paso, parecía arañarla con alambres de espinos. Habían dejado la Catedral de San Isaac a la derecha, cruzaron por la arboleda del Almirantazgo, subieron por la orilla del Bolshaya Neva y alcanzaron el puente del palacio que cruzaba a la Isla de Krestoyskij. Las aguas del río aún estaban heladas, con una fina placa de hielo que comenzaba a quebrarse y dejaba escapar por entre las grietas una neblina lechosa. El aire salado y el picante tufo a pescado podrido procedentes del mar espabiló a Pierre que, sujetado a la barandilla del puente, tomó aire y prosiguió su persecución. Markus había cruzado el puente pero en vez de introducirse por los edificios de las Universidades prefirió girar a la izquierda y proseguir por el muelle, despoblado de trabajadores y paseantes. El agente alemán también comenzaba a sentir el cansancio y cada vez eran más intensos los dolorosos pinchazos en los pulmones por efecto del aire frío. Llegó hasta la altura del puente Nikolaevsky, pero en vez de continuar o cruzarlo, Markus descendió unas escaleras de piedra desgastada y musgosa hasta un estrecho atracadero para pequeñas embarcaciones de pesca. Estaba seguro que Pierre le había seguido. Allí, entre aparejos y paredes formadas por las cajas de pescado abandonadas desde el otoño, cruzó hasta esconderse tras un grueso pilar de granito que sujetaba el puente, en espera del militar vascofrancés.

Pierre se detuvo en lo alto de la escalera; tomó aire, recuperó el pulso y descendió por las escaleras. La niebla era cada vez más densa, diluyendo la escasa luz que llegaba hasta el estrecho atracadero. Pierre avanzó con prudencia. Aquel lugar olía a podredumbre. No tenía nada con lo que atacar al alemán y éste, lo más probable es que estuviera armado. Buscó algún objeto a su alrededor y el reflejo metálico de un eslabón roto de una cadena de ancla llamó su atención. Se la puso alrededor de sus nudillos y cerró el puño. Desde el río le llegaban los crujidos del hielo que se quebraba lentamente, como una hoja de barquillo. Avanzó hasta el final de atracadero, la zona más sombría y húmeda. Se aproximó hasta el grueso pilar y se giró al oír pisadas en lo alto del muelle. Fue al volver la cara cuando oyó su voz por primera vez. Apenas fue un susurro, frío y desgarrado.

—No te muevas. Ni digas nada. Los bolcheviques te están siguiendo.

Pierre notó que algo le presionaba el costado. Era el cañón de la Luger empuñada por el agente alemán. Tensó el cuerpo y contrajo los puños. Miró hacia donde procedía la voz pero la noche y la niebla ocultaban la cara con un barniz negro y brillante. En ese momento se oyó una voz que susurraba jadeante órdenes en lo alto del muelle.

—Recógelo, esto es por lo que te han enviado hasta aquí. — Markus lanzó a los pies de Pierre una pequeña llave con una chapita metálica en la que se podía leer ‘Schweizerische Nationalbank’, y debajo ‘A232Z’. — Entrégales lo que quieren y te dejarán en paz.

—Lo que otros quieran no es por lo que estoy aquí—, dijo Pierre.

—Has venido a asesinarme, ¿no es así, Pierre? — El capitán vascofrancés sintió cómo el desprecio asomaba en su cara tras escuchar en boca de aquel individuo su nombre y el deseo de venganza que había anidado en su interior, tan íntimo que se había enquistado por no ser compartido con nadie. — Se han aprovechado de tu ciego deseo de venganza para limpiar sus actos, para borrar todo rastro de su culpabilidad en lo que sucedió hace tres años.

Pierre pensó en las posibles opciones de desarmar al alemán cuando éste volvió a hablar.

—Yo tampoco he finalizo mi misión aquí. Pero hay algo muy importante que debo decirte porque no creo que nos volvamos a ver en esta vida.

Al llegar a la altura del puente, Dzerzhinski dedujo tres posibles trayectos que podía haber seguido el traidor alemán Këskula. Ordenó a los soldados que habían logrado aguantar el ritmo de la carrera, doblados por el esfuerzo y exhalando fuertes bocanadas de vaho, que continuaran, unos a lo largo de la avenida de las Universidades y otros cruzando a la otra orilla por el puente Nikolaevsky. A sus cuarenta años, y con el cuerpo deteriorado por soportar durante once años la tortura zarista, Dzerzhinski decidió que ya había corrido lo suficiente. Bajó al atracadero por unas escaleras de piedra de escalones desiguales y desgastados. Al poco creyó oír voces que procedían de entre las sombras. Su olfato no le había abandonado a pesar de los años. Avanzó con la pistola desenfundada hasta que pudo distinguir a Pierre, de pie, inmóvil, apoyado contra un grueso pilar del puente. La cara del polaco quedó detenida durante un instante en un haz de luz blanca, dibujándose su afilada nariz, las puntiagudas formas óseas de su rostro y unos achinados ojos negros, el tiempo justo para que Markus le identificara como el tipo que comandaba a la Guardia Roja.

—¡Cuidado! — gritó el alemán.

Este agarró a Pierre del brazo y lo arrojó al suelo, justo en el momento en el que Dzerzhinski disparaba. El movimiento de tirar del brazo de Pierre desequilibró a Markus que resbaló sobre la piedra y cayó sobre en el hielo, rompiéndolo y abriendo un boquete tan negro como un sueño por el que se hundió. Aquel cuerpo desfigurado por el agua lanzaba sus brazos para que le socorrieran, pero Pierre poco podía hacer. La sangre ya empapaba su ropa y una debilidad cada vez mayor se adueñaba de su cuerpo y de su mente. Logró ver sin embargo cómo el alemán desaparecía bajo el hielo. En ese momento desde lo alto del muelle frenó un vehículo. Dzerzhinski subio rápido las escaleras, sonó un disparo, luego otro. El eco de unas pisadas se fue perdiendo en la noche, como el cuerpo de Markus bajo el hielo del Neva, como la vida de Pierre.