La Baskarsija y la calle Ohlej, Sarajevo, 26 de Junio

—¿Por qué está ayudando a un puñado de nacionalistas serbobosnios a cometer un crimen político?

No era la primera vez que el agente alemán, Markus Breslaver, escuchaba esa misma pregunta. El también se lo había preguntado infinidad de veces desde que llegara a esa desapacible, húmeda y enrevesada ciudad perdida en los Balcanes, pero solo tras oírla en la boca del serbio Rade Malobabic, la ausencia de una respuesta sensata le horadó un enorme y profundo hueco en su estómago. Quizás solo fuera la aceptación de una inconfesable verdad: que seguía alimentando a la bestia de la venganza contra el mundo, una cruzada violenta que iniciara con apenas dieciséis años y que día tras día había transformado su interior en un pantanal desolado y pútrido. El agente B-15 podía haber respondido que su inesperado papel de lazarillo de una turba de facinerosos imberbes, tenía como explicación algo tan material como el dinero; también podía haber respondido que todo se debía a la carga de responsabilidad contratada con aquellos que habían confiado desde hacía tiempo en su eficacia en labores de contraespionaje o incluso que en un acto supremo de altruismo revolucionario, había decidido ayudar a las minorías que componían el Imperio austrohúngaro, anacrónico y ya en estado de fermentación, a liberarse de su yugo.

Pero ninguna de estas respuestas portaba la suficiente veracidad como para convencer a un tipo poco dado a la credulidad como Malobabic, por lo que el alemán, dominado por la desgana y el fastidio de viajar a su lado desde que abandonaran Belgrado, prefirió guardar silencio y encoger sus hombros como respuesta a la pregunta del agente serbio. Lo cierto era que aquel sentimiento infecto y deshumanizante de venganza que había arrancado a una edad tan temprana en el corazón de Markus, se había desarrollado hasta convertirse en un modo de vida que poco o nada se diferenciaba del de Malobabic.

El amigo y hombre de confianza de Dragutin Dimitrijevic era evasivo, ligero de cuerpo y escaso de altura, pero mostraba con arrogancia unos hermosos bigotes y perilla negros al estilo de los revolucionarios rusos, bajo una nariz fina y acabada en punta, ojos oscuros, una calvicie pulida y humedecida por el sudor, con unos enormes pies que los separaba mucho al andar enfundados en grandes zapatos y polainas. Los pocos pelos negros mojados por el vapor le conferían un aire irreverente, como si se tratara de un hombre de la iglesia abandonado por la cordura.

Los dos hombres se entretenían repasando sus íntimas razones para estar aquella tarde de lluvia y frío en Sarajevo. En el caso del serbio había sido su amigo Apis quien le había conducido hasta convertirse en el jefe del intrincado sistema de espionaje serbio en los territorios del Imperio Austrohúngaro. Pero a diferencia del Mayor Vojin Tankosic, asociado del coronel, o incluso de Djuro Sarac, teólogo y guardaespaldas del Mayor, Malobabic no sentía una incuestionable fidelidad por él. Por encima de la disciplina castrense y la amistad, existía la lealtad suprema a sí mismo y a su patria, ideología que le había guiado a lo largo de 34 años y que le había llevado a sobrevivir conspiraciones y derramamientos de sangre. Pero su vida era una posesión escasa y poco apreciada cuando la comparaba con la hercúlea tarea de defender a su patria de los males que la rodeaban, del enemigo siempre presente y acechante. La semilla a la inadaptación al sistema había florecido en su interior y del mismo modo si hubiera nacido en Rusia, habría sido un revolucionario socialista y en Francia un anarquista. El sistema le había marginado desde muy pronto de cualquier vida apacible. Desde niño vivió rodeado de un ambiente belicoso y hostil en el que no había lugar para el amor. Su padre luchó siendo un adolescente contra la dominación austrohúngara en su Voivodina natal, pasando luego a servir en el Ejército del rey Alejandro I a quien detestaba. Era un hombre fornido, con más músculo que cerebro, temerario e impredecible, amigo de las peleas, del juego y de las mujerzuelas, pero en particular del alcohol. Cuando llegaba al hogar cada noche borracho y descarado, desamarraba su instinto violento, esgrimiendo por cualquier minucia el cinturón de cuero de su uniforme militar con hebilla de hierro y con el que le pegaba al aún adolescente Rade Malobabic, su hermana menor y con especial ensañamiento a su esposa. Con la resaca gimoteaba y aseguraba que les maltrataba porque bebía y bebía porque no soportaba los remordimientos de las palizas que, con el paso de los años, llevaron a la muerte a la madre y esposa, poco antes de que el militar muriera con los sesos reventados durante la Primera Guerra Balcánica. Precisamente el carácter reservado, sombrío y casi antipático de Rade Malobabic fue lo que hizo que Apis se fijara en él y le encomendara al principio pequeñas labores de alcahuetería de cuartel. Su excelente dominio del alemán hizo que el coronel Apis le encomendara la labor de trazar un sistema de espionaje en los lugares claves del Imperio Austrohúngaro para los intereses serbios, como podían ser Viena, Bosnia y Croacia, mientras que las labores de espionaje en la presidencia serbia se lo encomendó a Sarac, quizás por su enorme dosis de cinismo y don de gentes, Sarac. Pero fue él, Rade Malobabic, alias ‘Pies Grandes’, ese tipo huraño que vivía entre las sombras de las calles de Belgrado y Viena y en los túneles fronterizos entre Serbia y el Imperio, quien informó a Apis sobre la visita del heredero austrohúngaro a Sarajevo y la consiguiente oportunidad que suponía eliminarlo si se contaba con el apoyo de los propios austriacos, lo que no era imposible, y por supuesto siempre con la certeza del apoyo militar de San Petersburgo si el asesinato desembocaba en una guerra entre Belgrado y Viena. Además ayudó al general Vojin Tankosic a preparar a los jóvenes terroristas que habían sido captados por el antiguo oficial de los Komites, Milan Ciganovic, un hombre de 28 años que pasaba sus días entre una húmeda e infectada oficina en la compañía de Ferrocarriles Nacionales de Serbia, y los bares donde se reunían los antiguos guerrilleros y los jóvenes estudiantes nacionalistas hambrientos de heroicidades patrióticas e inmensos sacrificios, entre ellos Grabez, Princip y Cabrinovic. Malobabic no soportaba a Ciganovic, lo consideraba un charlatán demente, un embaucador de ingenuos e imberbes a los que engañaba a cambio de una botella de vino para que les contara historias de héroes y villanos, un despreciable miembro de la sociedad que dejaba a su paso como un ómnibus tirado por caballos y cargado con los deshechos de un hospital, un tufo a miseria humana, además de transportar colonias de pulgas y chinches en sus trajes raídos y sucios. Tal lamentable estado motivaba que en muchas ocasiones fuera expulsado de los lugares públicos, como el bar ‘La Guirnalda Verde’, en la zona comercial cercana a los bloques de pisos donde vivían los estudiantes serbobosnios. Malobabic por último había ayudado al transporte del arsenal que sería utilizado por los jóvenes, incluso él mismo había introducido en Bosnia armas. Por lo tanto había demostrado de sobra sus cualidades como organizador y ejecutor de acciones terroristas. ¿Y de esta manera le premiaba Apis? ¿Colocándole una niñera alemana para evitar que se cometiera una torpeza? Cuando se lo echó en cara, el coronel le dijo que había recibido presiones por parte de un miembro destacado de la Mano Negra para que se aceptara la colaboración de aquel individuo, en un deseo por parte de todos en la ejecución correcta y sin errores del atentado. Malobabic sabía lo que iba a ocurrir. El había realizado el trabajo sucio, incluso el de ganarse la colaboración indispensable de elementos cercanos al Archiduque, para que luego aquel alemán se llevara los réditos del asesinato político. Su consuelo era saber que el alemán no disfrutaría por mucho tiempo del éxito.

—¿Está seguro de que aparecerá su hombre?—, preguntó Markus mientras exprimía una esponja de mar con agua caliente sobre su cuerpo desnudo y sudado.

El vapor nublaba los rostros de los dos hombres sentados en uno de los nichos del caldarium de los baños de Gazi-Husrev Bey, en la Bascarsija. Era preferible de este modo ya que ninguno de los dos soportaba mirarse a los ojos. El desprecio era mutuo.

—Vendrá — respondió con sequedad Malobabic. Los regatos de sudor se precipitaban por su calva, lo que le producía un inquiero hormigueo, y resbalaban por su rostro reblandecido por el calor hasta caer en gotas gruesas y densas, casi lechosas, desde las puntas de su bigote o por su nariz.

—¿Cómo está tan seguro? — Markus disfrutaba sacando de sus casillas al agente serbio. — ¿Le ha ofrecido suficiente dinero?

Malobabic se volvió hacia Markus y le lanzó una mirada de desprecio. Ese calor asfixiante que reventaba cada poro de la piel, parecía haber desaparecido de repente. Lo cierto es que el serbio no estaba plenamente convencido de que aparecería el militar austriaco.

—¿Usted cree que todos los hombres se mueven sólo por dinero?

—No por supuesto. A los traidores también les mueve el poder—, confirmó el alemán.

—Puede añadir otro motivo en su patética lista de objetivos en la vida: — le dijo Malobabic. — Ideales.

—¿A qué se refiere? ¿A las excusas que dan todos los anarquistas y facinerosos para cometer sus crímenes? — Markus desaparecía desfigurado por entre la bruma del vapor, por lo que Malobabic no pudo ver una mueca de ironía en su rostro mientras se recostaba contra los azulejos ardientes de la pared.

—Me refiero a que un hombre también se puede comprometer con una idea, un deseo inmaterial como puede ser el patriotismo o con una ideología, o sencillamente un proyecto de cambio, de transformación, de revolución en busca del beneficio comunitario.

—O se puede comprometer con la venganza, o con el odio...Por lo que no me dé lecciones de moral—, le recriminó Markus, mientras se retiraba el sudor de los ojos con dos dedos e intentaba despejar el recuerdo de cuando apenas era un joven optimista y comprometido adscrito a la Celtralverein Deutschen. Prosiguió tiñendo sus palabras de cinismo. — Todos esos principios con los que usted defiende el asesinato de un hombre, aunque sea rey, no es otra cosa que la demostración de poder. Dígame qué patriota no ha utilizado su patética ideología para acaparar más poder militar, económico y geográfico.

—¡El nacionalismo es un derecho, la demostración defensiva de una identidad frente a un enemigo externo! — Explotó el serbio. — ¡Sólo la gente como usted ve al nacionalismo como una amenaza y solo la gente como usted echa mano del nacionalismo cuando siente amenazada su propia identidad! — Malobabic apretaba los puños, desquiciado por el cinismo del alemán y por su falta de compromiso con las identidades de los pueblos, algo tan básico y elemental como la libertad o la justicia. ‘Pies Grandes’ continuó su arenga que aumentaba la intensidad de su voz con cada palabra que pronunciaba en un excelente alemán. — ¡Los serbios hemos sido amenazados, pisoteados y asesinados durante siglos! ¡No me hable de demostraciones de poder! ¡El nacionalismo es un instinto!

Markus guardó silencio. Aquellas palabras se le reproducían como ecos de viejas ideologías que durante años llenaron su vida, que la regaron con un caldo de emoción y compromiso del que había bebido y del que, ahora, en sus edades adultas, había renegado.

En ese instante se oyó la puerta del caldarium. A través del espeso vapor avanzaba una sombra blanca, alta pero algo ladeada. Llevaba atado a la cintura el pestemal de vivos colores y calzaba las sonoras takunya, tenía el pelo muy oscuro, lustroso y peinado hacia atrás. En su rostro solo se distinguía un bigote cortado al estilo prusiano y dos perlas negras que rebuscaban inquietas por entre la densa bruma del vapor. Avanzó lentamente y se sentó en un nicho al lado del que ocupaban Markus Breslaver y Rade Malobabic.

El serbio había pagado una buena cantidad de dinero al encargado aquella tarde de los baños para que nadie les molestara durante el tiempo que estuvieran allí dentro. El calor comenzaba a ser insoportable.

—Les agradezco su puntualidad. Este lugar será un infierno en pocos minutos — dijo el recién llegado con un marcado acento vienés. — ¿Todo sigue en pie para mañana?

—Necesitamos garantías sobre la seguridad — apuntó Malobabic.

—No las necesitarán, sencillamente no habrá.

—¿A qué se refiere?—, preguntó Markus. — Tengo entendido que la ciudad está rodeada por 20.000 soldados y existe un cuerpo de policía que habrá sido reforzado con agentes de otros lugares.

—Les doy garantías de que los soldados no abandonarán Filippovic. — La voz del recién llegado era algo aflautada pero incluso así, fina y melodiosa, dejaba a su paso, disperso en los silencios, un rescoldo de autoridad y confianza. — La presencia policial será escasa. Nuestro objetivo detesta estar rodeado de agentes secretos y de policías. No sería extraño que la única escolta seamos sus invitados — apuntó irónico.

—¿Se cacheará a la gente por la calle?

—Tengo entendido que la policía tiene la consigna de respetar la sensibilidad musulmana, por lo que en ningún momento se cacheará a las mujeres musulmanas, por lo que les resultará fácil introducir las armas entre sus ropas hasta el lugar del atentado.

—No habrá mujeres—, exclamó tajante Markus y sin dudarlo un instante.

—Los horarios del recorrido de la comitiva del Archiduque son los que se han publicado, teniente coronel?—, preguntó el espía serbio.

—¡Ni graduaciones ni nombres! ¡Era lo acordado! ¡Podemos acabar todos ante un pelotón de fusilamiento! — El austriaco escupía sudor mientras recalcaba sus palabras con bruscos y enfurecidos movimientos de la cabeza y el eco en la sala circular parecía ensanchar y recrudecer aún más sus gritos, como si se tratara del enojo de un gigante. — ¡Estamos aquí sufriendo este maldito calor para que nadie nos vea juntos! ¡Nadie debe de conocer nuestras identidades! — El militar austriaco guardó silencio y más calmado volvió a hablar. — El horario del recorrido será el que ya se ha publicado. Llegaremos a la estación a las 9:50 y nos dirigiremos al Ayuntamiento por el Muelle Appel, por lo tanto por la cara norte del río Miljacka. A las 10:10 llegaremos al Ayuntamiento, cuando descenderá... el blanco del vehículo y subirá las escalinatas. A las 10:30 está prevista su salida del edificio. No creo que necesiten más información. Si cumplen con su labor, no habrá más itinerario.

—¿En qué vehículo viajará? — preguntó Markus.

—El convoy estará compuesto por siete vehículos. El viajará en el tercero. En el primero irán varios agentes de policía y en los demás los invitados. De cualquier manera imagino que su acción se llevará a cabo cuando esté en el Ayuntamiento y se encuentre fuera del vehículo.

—Por supuesto—, dijo Malobabic.

—Lo haremos durante los seis kilómetros que separan la estación del Ayuntamiento, tal como se había planeado originalmente — apuntó Markus.

—¡Es una locura! — exclamó el militar austriaco. — ¡Subiendo o bajando las escalinatas del Ayuntamiento será un blanco fácil e imposible de fallar!

—El convoy no viajará a más de veinte kilómetros por hora y los asientos del Gräf und Stift son altos, lo que facilitará poder disparar desde la acera. La avenida es estrecha y la gente se agolpará a escasa distancia del paso de los vehículos. Además corremos el riesgo de que en el Ayuntamiento se concentren políticos y policías a su alrededor.

Malobabic sintió su pecho hinchado de furor. Aquella intromisión del alemán rebatiendo sus palabras y su proyecto era inaceptable, en especial delante del militar austriaco. Pero no podía rebatir a Markus diciendo que sería más fácil para sus inexperimentados activistas disparar contra un objetivo parado que uno en movimiento, como había demostrado su pésima puntería durante las prácticas que habían realizado en el bosque de Topcider, cerca de Belgrado. Reconocer que los activistas bosnios no estaban lo suficientemente preparados para poder cumplir su objetivo acertando en sus disparos incluso a quemarropa, hubiera enfurecido aún más al militar austriaco.

—No se preocupen—, apuntó el agente serbio. — De una manera o de otra no saldrá con vida de Sarajevo.

—Una última pregunta. — Markus hablaba mientras se frotaba con fuerza los ojos irritados por el sudor. — Yo estoy aquí por orden de mis superiores — la enorme suma de dinero que iba a recibir por su actuación quedaba fuera de aquel aforismo—, Malobabic por Serbia. ¿Y usted?

El militar austriaco miró un instante a Markus, a quien no pudo definir con precisión sus rasgos por culpa del denso vapor. Rápido apartó la vista. No iba a perder el tiempo con un insolente asesino alemán de la IIIb ni con un nacionalista serbio a los que les quedaban los días contados.

—No lo entendería. Limítese a cumplir con la labor por la que se le ha ordenado estar aquí. — Se puso de pie y abandonó la sala, que de inmediato se inundó de un arisco y tórrido silencio.

Gavro Princip necesitaba sentir en su mano el metal pulido y frío de la pistola; necesitaba cerciorarse de que, llegado el momento, sería capaz de empuñarla sin que le temblara el pulso, apuntar y apretar el gatillo. Cerró la puerta del cuarto de Danilo, donde se estaba alojando desde hacía días y sacó de debajo de su cama la bolsa de cuero guardada allí desde su llegada de Belgrado. En su interior había un pequeño arsenal, seis pistolas y seis bombas, suficiente delito para ser ejecutado si le echaban el guante. Princip sopesó una Browning en su mano. Le pareció pesada, aunque era consecuencia de su debilidad general. La levantó y apuntó con ella cerrando un ojo, al tiempo que se imaginaba que era otro mártir de la causa eslava, o uno más de los héroes anarquistas de sus lecturas, o tan anónimo como eran los partisanos con los que había coincidido en los cafés de Belgrado y a los que escuchaba con el corazón abierto sus historias heroicas contra los numerosos enemigos de la patria; incluso una de las ingenuas representaciones infantiles que Pincip se había hecho de su vida adulta como mártir de la Gran Serbia cuando deambulaba, siempre ensimismado en sus pensamientos, por el pueblo de Obljaj, en una región aislada y montañosa que separa Bosnia de la costa dálmata.

Gavro seguía apuntando con la Browning a la puerta del dormitorio cuando se abrió súbitamente. Un hombre joven, de veintitantos años, de intensos ojos azules y piel del color del cuero, miraba asustado y sorprendido a Gavro.

—¡Baja la pistola! — gritó sin voz Danilo Ilic. Gavro obedeció y bajo el arma. —¡Qué diablos estás haciendo!

—La estaba probando.

—¡En casa de mi madre no! — Ilic cerró la puerta. — Pensaba que yo era el insensato en esta locura.

—Perdona amigo.

—¡Vuelve a guardarla!—, ordenó Ilic. Ya más calmado prosiguió. — Por Dios, estamos todos muy alterados.

—Es lógico—, respondió Pincip mientras introducía el arma en la bolsa y esta debajo de la cama.

Ilic se acercó a la ventana y miró la calle. La noche caía con rapidez sobre las mezquitas, iglesias y sinagogas de Sarajevo y la lluvia, presencia constante durante todo el día, había levantado pequeñas ampollas al cristal, reproduciendo cientos de veces una tristeza urbana silenciosa y fría.

—¿Qué hacías? — preguntó Ilic, que vio los libros de texto abiertos sobre la mesa.

—Estudiaba.

—¿Estudiabas? — preguntó Ilic con sorpresa. — ¿Para qué?

—No lo sé — respondió Princip. — Me sentía culpable. — Ilic observaba con atención el rostro de Gavro que le pareció más pálido y enfermizo que de costumbre, con sus ojos enmarcados con ojeras pintadas a brochazos verduzcos, su cabeza desproporcionadamente más grande que su enjuto cuerpo, con orejas de soplillo, un ridículo bigote y siempre patinando a su alrededor una tibia tristeza.

—Culpable de qué.

—De estar a punto de entregar mi vida en sacrificio sin haber sido capaz de graduarme.

—Es demasiado tarde para hincar los codos, pero cada uno pierde el tiempo como quiere — apuntó Ilic con indiferencia por las cosas de su amigo.

—Me ayuda a olvidar que en unas horas habremos asesinado a ‘Verdinanda’ y que pasaremos a ser los nuevos mártires de nuestra patria.. La voz de Princip agitaba un tufillo mesiánico a su alrededor.

Un miedo disfrazado de osadía y predestinación se extendió entre los dos jóvenes que, en silencio, vagaban sus miradas por la habitación repleta de libros y panfletos.

Ilic había sido durante años un ferviente lector de ideólogos revolucionarios rusos y parte de sus doctrinas las había digerido y traspasado a sus amigos durante sus reuniones en los cafés de Belgrado. En las estanterías de la habitación y por las esquinas en grandes pilas, había libros, revistas y pasquines con textos de Piotr Kropotkin, Vissarion Belinsky, Nikolay Ogarev y Dimitri Pisarev, las ‘Cartas sobre el Estudio de la Naturaleza’ de Alexander Herzen, textos de Nikolay Chernyshevsky en ‘La Campana’ y ‘La Estrella Polar’, disertaciones sobre el socialismo y el campesinado eslavo de Svetozar Marcovich, así como numerosas copias del periódico de ‘La Mano Negra’, ‘Pijemont’, y de un panfleto con una escasa calidad de impresión y originalidad, también titulado ‘La Campana’, del que eran sus autores Ilic y su amigo Jovan Smitran.

—No tenemos por qué hacerlo — dijo Ilic. — Quizás no es el momento de llevar a cabo un asesinato político, ni Sarajevo sea el lugar correcto. Es posible.

—En lo último tienes razón, esta ciudad está condenada. — Gavro recapacitó y miró a su amigo con crudeza, aunque solo se tratara de una mirada de un azul herrumbroso, apenas perceptible bajo los párpados desfallecidos por la carga de una tristeza romántica. — No estarás pensando en echarte atrás.

—Este ajusticiamiento era nuestro, nosotros lo planeamos y así nos lo dijo incluso Apis. — En efecto, Ilic siempre había visto el asesinato del Archiduque como la culminación de un largo proceso de elaboración ideológica, llevar los ideales, la poesía, aquello que se sueña despierto, con los ojos muy abiertos, a la acción. — Ahora tenemos en Sarajevo a Malobabic y a un alemán del que no sabemos nada para controlarnos y llevarnos de la mano. Mi instinto me dice que se está tramando algo muy feo.

—Tú no eres hombre de instintos, Dani — le respondió Gavro. — Pero te confieso que yo también me he preguntado qué mierda hace este alemán entre nosotros. O el cretino de ‘Pies Grandes’. No sé que ve Apis en este tipo.

—Nos están utilizando, Gavro. — Ilic permaneció inmóvil, observando a su amigo hasta ver cuál era su respuesta ante tal dramática conclusión.

—¿Tú crees que Malobabic trabaja para Viena y todo esto no es más que un pretexto para invadir Serbia?

—No, ‘Pies Grandes’ es un perro fiel de Apis—, respondió Ilic. — Creo que es mucho peor, Gavro. Los alemanes tienen la vista puesta en Rusia y si San Petersburgo nos ayuda ante un ataque del Imperio, Rusia y Alemania entran en guerra.

Princip sintió las pulsaciones de su corazón en la yema de los dedos. No podía ser cierto lo que decía su amigo.

—Es imposible — logró decir. — Si la muerte de ‘Verdinanda’ tuviera como objeto para Viena iniciar una Tercera Guerra Balcánica o para Berlín atacar Rusia, me lo habría dicho Djuro Sarac cuando me reuní con él y con Trifko el mes pasado en Belgrado.

—Sarac ha pedido que se aborte el atentado — volvió a proclamar Ilic, escrutando con atención médica las reacciones de su amigo.

—Imposible — repitió Gavro con una voz aflojada. — Sarac es un hombre del círculo de Apis y Tankosic, y que yo sepa ellos no han dicho nada. Además Apis no habría enviado a Malobabic.

—Por eso me parece que alguien nos está utilizando.

En ese instante se abrió la puerta de la habitación y asomó la cara redonda y sonrojada como una manzana croata de Stoja, la madre de Ilic.

—¡Cuántas veces tengo que decirte que no entres en mi habitación!—, gritó Ilic fuera de sí, como si su rabia hubiera encontrado una grieta y por ella aflojara toda su presión interna.

—Perdona hijo. — La mujer cubría su pelo grasiento con un pañuelo estampado en flores descoloridas, su cara estaba iluminada por dos rosetones varicosos y sus ojos se hundían y se cruzaban con un mirar retorcido. Cerró la puerta y desde fuera volvió a hablar. — Tienes visita hijo. Es el hombre de los zapatones. — Malobabic, pensaron los dos amigos a la vez. Abandonaron la habitación, recorrieron un estrecho pasillo de paredes de madera que desembocaba en una pequeña cocina, más que estrecha mínima, ya que el hueco estaba dominado por una estufa de leña que Stoja había encendido para caldear la casa. Danilo le dijo a su madre que bajo ningún concepto abandonara su cuartucho.

El gabán de cuero negro de Malobabic estaba salpicado de pequeñas gotas de lluvia. Mostraba un rostro saludable, fornido y sonrojado. Su paso por los baños turcos parece que le habían sentado bien.

—Será una visita muy corta. Mañana ultimaremos con el alemán los detalles sobre la operación que llevaremos a cabo el domingo por la mañana. Mi presencia aquí es para haceros entrega de algo que me dio personalmente Apis para vosotros. — Malobabic sacó de un bolsillo una cajita metálica con rastros de oxidación. Lo abrió y esparció sobre la palma de su mano varias cápsulas. — Es cianuro — dijo. Nadie se atrevió a hablar. El serbio prosiguió. — La Gran Serbia necesita mártires, héroes como vosotros a los que se recordará durante generaciones. Pero ese honor sólo llega con la muerte, lejos del vergonzoso espectáculo de ser detenido y procesado. Fue idea de Apis para que, una vez cometido el atentado, tengáis la opción de morir.

—¿Y si no queremos?—, preguntó Ilic.

—Nadie os obliga — dijo Malobabic mientras contaba las ocho cápsulas. — Pero llevar una cada uno y si veis que vais a caer en manos de la policía o si sois heridos, ingiriendo estas cápsulas tendréis el honor de entrar en el santoral de los mártires serbios.

Ilic, el maestro y editor de panfletos, y algo mayor edad que Gravo, se hizo cargo de las cápsulas que uniría más tarde al arsenal. Si era detenido le esperaba la horca por lo que antes que agonizar con el cuello roto, le parecía una mejor opción el suicidio.

Unos golpes en la puerta de la casa encogieron el corazón de los tres conspiradores. La madre de Ilic hizo amago de abandonar su dormitorio pero un gesto brusco de su hijo la desistió de su propósito.

—¿Le ha seguido alguien?—, preguntó Gavro al recién llegado.

—¡Por supuesto que no! — protestó molesto el agente serbio. — ¿Por quién me juzgas, muchacho?

Ilic se levantó de entre los almohadones y se dirigió sin hacer ruido hasta la entrada de la casa. Abrió la puerta con cuidado, lo justo para ver el rostro ocre y grave de Mehmed Mehmedbasic. Era el único musulmán de una conjura interreligiosa, con cristianos y ortodoxos entre sus miembros. Mehmedbasic había nacido en Stolac, en Herzegovina y había sido uno de los tres hombres que Ilic había reclutado, junto a los adolescentes de dieciséis años Vaso Cubrilovic y Cvjetko Popovic. Ilic había confiado especialmente en el musulmán. Durante los últimos meses éste había tramado el asesinato del general Oskar Potiorek. Pero sólo en los últimos días, cuando se acercaba la fecha para ajusticiar al Archiduque, Ilic había comenzado a dudar si aquel hombre, impulsivo y poco cauteloso, era el correcto para formar parte del grupo de terroristas.

Mehmedbasic excusó su presencia en el número 3 de Oprkanj por un acto de pura cortesía y poder saludar a su amigo. Ilic le hizo pasar a la cocina y le presentó a Malobabic. Se sentó con el resto alrededor de la estufa y sobre grandes y coloreados almohadones.

—Me he encontrado con Nedjo Cabrinovic en la librería de Basagic. No parecía muy feliz con la idea de aceptar órdenes de un alemán para cometer un atentado que es nuestro, de los Jóvenes Bosnios y de La Mano Negra. Yo tampoco y quisiera una explicación. — Tanto Danilo como Gavro miraron a Malobabic. Este se sintió sorprendido por las exigencias de aquellos imberbes a los que dios sabía por qué Apis había decidido colocar un arma en sus manos y la responsabilidad de llevar a cabo un atentado político.

—Ha de quedar clara una cosa, muchachos—, dijo Malobabic recorriendo los ojos de los tres jóvenes. — Ni Apis, ni yo os tenemos que dar ninguna explicación de nuestros actos. Esta operación puede que sea vuestra, pero sin nuestro apoyo no pasaríais del calificativo de pandilla de conspiradores nacionalistas. Os hemos entregado las armas y os hemos enseñado cómo utilizarlas y os tendríamos que ayudar a limpiaros los mocos porque por sí solos estoy seguro de que no sois capaces todavía. Por lo tanto deberíais mostraros más agradecidos y no tan estúpidamente arrogantes exigiéndome que os explique, en representación del coronel, por qué está el alemán y por qué estoy yo en esta mierda de sitio. Cumplir con vuestra labor, que además ha sido vuestro deseo durante meses y pasaréis a la historia de la futura Gran Serbia.

—Yo no soy ningún principiante — protestó Mehmedbasic. — Tengo las agallas suficientes para matar a un tirano sin necesidad de que nadie me lleve de la mano.

—No me hagas reír — dijo Malobabic mientras el desprecio sonreía en su rostro y con rudeza introducía la colilla del cigarro en el fuego de la estufa. — ¿No fue a ti a quien le fallaron los nervios en el último minuto, cuando cruzabas la frontera austriaca, y tiraste por la ventanilla del tren el veneno y la daga con los que pretendías asesinar a Potiorek?

—¡Es mentira! — replicó el musulmán. — ¡Había policías en el tren, me estaban buscando!

—Estaban buscando a un ladronzuelo.

—¡Luego regresé a casa y me hice con un revolver! ¡Iba a acabar con el general! — se excusó el terrorista musulmán.

—Es cierto — apunto Ilic y prosiguió. — Fue cuando le conté nuestra idea de asesinar a ‘Verdinanda’ y le pedí que se uniera a nosotros.

—Ideada por vosotros, organizada por nosotros, ejecutada por vosotros. Ese es el orden que debemos respetar. — Malobabic se puso en pie. Más calmado siguió hablando.— El alemán posee la experiencia que necesitáis, con él a vuestro lado el Archiduque está acabado. Y eso es lo que todos queremos, ¿no es así?

Los tres jóvenes guardaron silencio. Malobabic se movió entre sus piernas y abandonó la casa. Los tres conspiradores guardaron silencio sin atreverse a hablar, como si temieran el regreso de ‘Pies Grandes’. Por fin aflojaron los tres sus pulmones y respiraron con alivio, como si les hubieran liberado de gruesas escafandras de goma alrededor de sus cabezas y pechos.

—Prometerme una cosa. — La voz de Gavro sonó meliflua, aún agarrotada por el temor, sacudida por la presencia del agente Malobabic. — Si somos detenidos, nadie, absolutamente nadie debe de hablar de Malobabic ni del alemán. El asesinato del Archiduque debe de ser nuestro para la historia y las futuras generaciones de serbios y bosnios. Nadie debe reconocer la implicación de terceros en nuestra hazaña. Es nuestro asesinato y de nadie más, ¿entendido?

Ilic, como Mehmedbasic, confirmó con un liviano movimiento de cabeza, pero en su interior danzaba la enorme duda sobre el valor póstumo de la autoría de un magnicidio.