28 de Junio, Sarajevo
Markus Breslaver, había pasado la noche sin pegar ojo. Eran las seis de la mañana y la primera claridad del día iluminaba con dulzura su habitación en el Hotel Sarajevo. El alemán pasaba por uno de sus frecuentes momentos de depresión en los que se sentía atrapado por su propio destino, sin la fuerza o la motivación suficientes para romper tales cadenas, liberarse del pasado y reiniciar su vida en el punto en el que la dejó cuando apenas era un veinteañero. Vivir en la clandestinidad, siempre entre las sombras, en todo momento conspirando o desconfiando, remordiéndose las entrañas o asesinando, no era la vida que de joven se imaginó para sus edades adultas. En este fraude existencial tenían mucha culpa los padres adoptivos, que le dotaron de una identidad — pero era más que una identidad, era un modelo de vida por el que luchar y con el que morir — para luego, cuando empezaba a desplegar sus alas, cruelmente arrebatársela. Pero qué lograba lanzando acusaciones a su alrededor, aún más cobardes al hacer blanco de ellas su pasado y en concreto aquellos que de manera consciente nunca le desearon un mal. ¿No se trataba de una burda y desleal, casi pérfida excusa para ocultar o defender sus propios errores de juicio? Tantos reproches a su pasado no iban a restar estupidez y vacío a su presente. Aquel inquietante y desbocado deseo por restarse inculpaciones no lograba su propósito de redención. Por el contrario lo único que hacía era aumentar su sentido de servidumbre, de sumisión, a los actos de un puñado de adolescentes enfebrecidos por ideales patrióticos — “¿pero no estuve yo igual de dogmatizado durante mis años de adolescencia?”, se preguntaba Markus—, de manera que si cometían un error, algo previsible por la escasa experiencia terrorista de todos ellos, él sería el único responsable del desastre, de otro desastre que ninguno de los que le habían encomendado aquel operativo se lo perdonaría. Quizás un desaguisado podía ser la oportunidad para poner fin a su vida presente, a la que había llegado por entre túneles y callejuelas malolientes y desnudadas de luz y calor después de perderse en el laberinto de vivir.
Las noches de insomnio son densas y tienen la fea costumbre de enredarlo todo y así, Markus junto a la dolorosa labor de desmembrar su pasado en busca de inculpados de sus tristezas presentes, repasaba uno tras otro todos los detalles del plan que había trazado tras recorrer de arriba abajo varias veces el trayecto que realizaría en unas horas el Archiduque Francisco Fernando. Había explicado a los jóvenes que tendrían unos veinte minutos para cometer el atentado, el tiempo que tardaría en recorrer el convoy la avenida del muelle. Les aconsejó que no utilizaran las bombas salvo si era necesario, que era más eficaz disparar a quemarropa; les aconsejó que se distribuyeran por parejas y a ambos lados de la avenida, aquello, les dijo, debía parecerse más a una emboscada guerrillera bien planificada y ejecutada con autoridad, que al atentado de un individuo sólo, lo que sería identificado por los austriacos como la labor de un lunático. Además de asentar un golpe a Viena había que dar la imagen de conspiración a gran escala. Les informó que el Archiduque viajaría en el tercer vehículo, vestiría con su casaca azul de húsar y casco con plumaje verde. Por último les aconsejó que se colocaran en la acera sur de la avenida para así evitar el sol de lleno en sus ojos y si por algún motivo la primera pareja fallaba en su intentona, les recomendó a los demás no abandonar sus puestos, que mantuvieran los nervios y si veían la ocasión, en el tumulto que sin duda se formaría, que remataran la labor lanzando ataques sucesivos contra el vehículo, en este caso el lanzamiento de las bombas serviría para causar desconcierto y así poder huir. Pero a pesar de que había repasado una y otra vez los más mínimos detalles, dudaba del éxito del atentado, del mismo modo que dudó con acierto del que organizó en Biarritz y encomendó al anarquista y asesino, Edouard Bertalot, aunque en esta ocasión él no estaría muy lejos por si tuviera que intervenir. Esto no se lo había dicho a los jóvenes activistas. La animosidad de éstos por su presencia en Sarajevo era evidente. Animosidad, precisamente era lo que había cosechado durante toda su vida, se reafirmó Markus mientras cerraba los ojos, ni siquiera odio, una estúpida indiferencia, una mediocre desconfianza.
No podía soportar continuar tumbado en la cama dando vueltas a la cabeza y condenándose por su nimia suerte o condenando a la vida por su desafecto, circunstancias, una u otra o ambas a la vez, que le habían llevado hasta aquel agujero de la Europa oriental tras recorrer una senda durante veinte años, día y noche, ensombrecida, espinosa, abrupta y que apestaba a villanía y soledad. Se vistió y salió a la calle.
La presencia en el cielo tras varios días de nubes de un sol espléndido, perfumaba la mañana de domingo de un aire estival y relajado. Francisco Fernando había dormido poco y mal, lo que agravó su usual mal carácter cada vez que abandonaba la cama. La velada la noche anterior se había prolongado hasta casi la una de la madrugada y había bebido más vino y coñac del que acostumbraba, por lo que le había sido imposible evitar que en los largos periodos de insomnio durante la noche, la habitación del Hotel Bosna, se revolviera vertiginosa y que en su intoxicado cerebro retumbaran una y otra vez y sin descanso los percutores de cientos de escopetas de caza. Había dado tantas vueltas durante la noche que las mantas estaban caídas en el suelo por su lado de la cama. En aquel estado de debilidad física general, se lamentaba no haber suspendido la visita a Sarajevo y haber iniciado su regreso a casa al lado de sus hijos. Tenía que haber dicho no a Potiorek y Merizzi cuando insistieron en que se debía de cumplir el protocolo sólo para contentar a un puñado de croatas. ¡Menuda turba de vagos y ladronzuelos! Estaba rodeado de malditos estúpidos, se recordó el Archiduque mientras hacía verdaderos esfuerzos para incorporarse en medio de un mundo blando y agriado. A las nueve tenían misa en la capilla del hotel, no debía de olvidarlo. ¿Qué hora era? Miró su reloj de pulsera. Faltaban diez minutos para las siete de la mañana. ¿Estaría lloviendo? ¡Qué pregunta! Era lo más probable, pensó el heredero, qué otra cosa podía hacer en aquel infierno. Recordó las conversaciones de la noche anterior y reconoció con furor que sus ideas no fueran tan claras y convincentes como cuando las expresaba en público. En su interior adoptaban un aire más pusilánime, se debilitaban como una ola que llega mansa a la orilla tras haber rugido mar adentro. Un estado federal o simplemente más autonomía, un ‘status quo’ o la progresiva debilidad del dualismo a cambio de un estado más centralizado...las opciones eran muchas y él tendría en muy poco tiempo la responsabilidad de elegir el modelo correcto para el Imperio que tendría que competir en prestigio con otros como el ruso o el alemán. Sophie le calmaba sus dudas y recelos diciéndole que sería un emperador juicioso y bueno con su pueblo, porque él sería un buen hombre y juicioso mientras ella estuviera a su lado. Y entonces ambos reían y se abrazaban enamorados. Ahora Sophie estaba dormida a su lado, tan vulnerable, tan ausente del mundo, pero tan presente en su corazón. ¿Qué sería de él, se preguntaba el Archiduque, si un día desapareciera de su vida? Se convertiría en un hombre adusto, frío y ausente de toda felicidad, como su tío. ¿Sería tan irresponsable como su padre Karl Ludwig que murió de tifoideas tras beber agua del río Jordán en Tierra Santa? Quizás al igual que su padre, no era el hombre adecuado para soportar el título de Emperador, alguien, se culpaba, que apenas puso resistencia a jurar su renuncia concretamente otro 28 de junio pero de hacía ya catorce años. El amor por una mujer, aunque ésta fuera la dulce e inteligente Sophie, ¿era motivo suficiente para anteponerlo a las obligaciones de ser Emperador? Y una de estas obligaciones era la de dotar de sucesor al Imperio. Eran tantas las dudas y las sospechas, negras y escurridizas, de haberse equivocado, que amenazaban con asfixiarle. El Archiduque hizo un esfuerzo colosal, se sentó n la cama y acercó el orinal, dando así inicio a la última jornada de su visita a Bosnia.
En Sarajevo, Gavrilo Princip se había levantado varias veces durante la noche para acudir precipitado al retrete, un agujero bajo un asiento de madera abierto en los corrales de la casa de Davo Ilic. Tenía el estómago descompuesto por el vino de la noche anterior y por los nervios de estar viviendo la víspera del mayor acto de patriotismo que se podía consumar, sacrificar una vida por el bien de un colectivo, de las futuras generaciones y en su ejecución, entregar la propia vida. Entre vomitonas y cagaleras, a Gavro le fue imposible conciliar el sueño. La duda inconfesable, incluso para sí mismo, sobre su valor para apretar el gatillo llegado el momento, le inquietaba hasta el punto de hacerle temblar. Creía ciegamente en el uso del terror para alcanzar un objetivo político como era la unificación de los eslavos del sur bajo un único estado, libre del yugo austriaco, y tampoco dudaba de la necesidad de destruir uno a uno a todo aquel que se erigía como obstáculo para la unificación, reafirmaciones a las que unía su deseo de venganza contra Viena por todo el sufrimiento impuesto sobre su gente. Pero el odio, la venganza... ¿sería suficiente motivación como para mirar a los ojos del Archiduque y poner fin a su vida? El no era un asesino; era un poeta, un intelectual, un patriota enfermizo y con una precaria experiencia en la vida. Ni siquiera había degustado, a sus 19 años, del placer carnal, aunque sí sabía lo que era amar a una mujer, Vukosava, la hermana de su amigo Nedjo, a la que escribía largas y enrevesadas poesías en las que mezclaba el amor entre hombre y mujer con el amor a la tierra. Pero ni siquiera en el amor había tenido éxito, se recordaba apesadumbrado en esa larga noche en vela. Ella era una joven de ciudad y él un sencillo campesino enfermizo y con la cabeza llena de pájaros; ella era sofisticada y frívola y él pesimista y aburrido, un zampalibros. Aunque rebosante de valor. El asesinato político que estaba a punto de cometer también era un acto cargado de amor, así esperaba que su joven amada de quince años lo viera, un sacrificio por una mujer que no correspondía a sus sentimientos. Moriría por Serbia, moriría por ella, indistintamente motivos sublimes, y lo hacía sin remordimientos de no haber vivido más años porque si no era para vivir en una Gran Serbia libre, ¿qué sentido tenía vivir como un vasallo?; y si no era para compartir el resto de sus días con Vukosava, ¿qué sentido tenía proseguir atormentado? Por eso tenía que aceptar el sacrificio, tanto el propio como el del archiduque, y tenía que superar los miedos, tenía que demostrar a sus amigos y a las futuras generaciones de serbios que las doctrinas resumidas de sus lecturas y reflexiones no iban a quedar en simples conferencias de patrióticos y honorables propósitos. Les demostraría que también contaba con las agallas para dar vida a las ideas políticas empuñando una pistola y apretando el gatillo. Dando bandazos en la cama, Princip representaba en cien escenas distintas el asesinato de aquel hombre de mirada brillante, rostro encuadrado y gesto marcial. Con la pistola empuñada en el bolsillo de su chaqueta, se lanzaría delante del vehículo y dispararía con los ojos abiertos, cargado del brillo de los patriotas, mientras el pelo sorprendentemente largo a pesar de que él lo llevaba muy corto — pero eran cosas de la imaginación entresueños—, se revolvía con el viento, como las estampas de los revolucionarios y poetas mientras miraba a su víctima con un sobrio gesto de firmeza y virilidad. El alemán, recordó, le había dicho que él, ya que era el que mejor puntería había demostrado durante los entrenamientos en Belgrado, tal como le informó Malobabic, sería el compañero de Mehmedbasic, los primeros que se enfrentarían con el Archiduque. Recordó las palabras del alemán: “si Mehmedbasic falla, habrás de mantener los nervios, aprovechar la confusión y ser tú el que dispare a la cabeza del objetivo. Lo más probable — le dijo—, es que seas acribillado a tiros pero se habrá cumplido mi orden y vuestro sueño. Recuerda, en medio de la confusión mantén los nervios y apunta a su cabeza.”
En esa oscuridad de imágenes de caras contraídas, armas humeando, persecuciones, muertos regados en sangre y resucitados con gesto de mártires, abarrotaban su habitación, Gavro también veía a su padre, Petar, larguirucho con una pipa de medio tamaño de cerámica y tapa de metal, plantando árboles sobre el fondo verde de las colinas de Obljaj y el azul de un cielo luminoso, tan azul y luminoso como los ojos de su madre. Se preguntaba por qué se había complicado la vida con libros peligrosos, ideas enrevesadas y amistades extrañas y marginadas en lo que debía de haber sido una juventud normal, hasta conducirle a ese presente en el que, nervioso, sudado y con el corazón machacón y doliente, se preguntaba si contaría con el valor suficiente para asesinar y para soportar el posible castigo físico que le esperaba si era detenido. Ante él se desplegó otro reguero de imágenes en las que se veía golpeado y zarandeado por la policía, torturado, empalado y colgado ante la mirada inquisitiva del archiduque. Ante aquellas imágenes espeluznantes de su rostro congestionado, irreconocible por los golpes, con los ojos hinchados y sellados, y su cuello a punto de quebrarse, Gavro se levantó de la cama jadeante y bañado en sudor. Una lámina de luz tan fina como el papel de liar, se filtraba por las contraventanas. Las abrió y el fuerte resplandor del sol trepanó sus ojos y su cerebro, recordándole como si fuera un rapapolvo, que nunca más volvería a probar el alcohol. Se vistió, se metió en el bolsillo de la chaqueta la ‘browning’ y salió de la casa de Danilo Ilic, sin querer detenerse a pensar en lo que estaba haciendo, en dirección a su extraño futuro, sin la fuerza física para evitarlo. A unos metros por delante iban sus amigos Maxim Svara y Spiric. Se unió a ellos e intentó olvidar que a pesar del humor festivo de sus amigos y del día veraniego, se disponía a asesinar a un hombre.
Pierre Etcheberry sufrió durante toda la noche súbitos ataques de sofoco consecuencia de la ansiedad por la falta de morfina en sus venas. No se podía haber quedado seco en peor momento. El inspector luchaba por recuperar la calma que le devolviera a su vez la cordura y la claridad de pensamiento, y así poder hacer frente a la dura jornada que le esperaba. Una dosis, por pequeña que fuera, se lamentaba, le ayudaría a analizar la situación, valorando la información que poseía y diseñando las posibles variantes de un asesinato que se estaba a punto de cometer y que se había propuesto evitar. El inspector se debatió de un lado a otro de la cama durante la noche de insomnio. Conocía el nombre en clave del hombre que había buscado por media Europa, Malobabic, conocía su cara, por fin. ¿Dónde estaría esa mañana? No recordaba, necesitaba los cristales clavándose en sus venas, su líquido recorriendo los millones de vericuetos de su cuerpo, destensando músculos, desatascando ideas, devolviendo su cerebro deformado a su forma habitual. Hizo un esfuerzo...¡en el Ayuntamiento!, recordó con satisfacción. Conocía otras caras, como la del individuo enfermizo que le reconoció y se le aproximó en la taberna. ¿Habría corrido su foto también por Sarajevo?, se preguntaba Pierre. Le temblaban las piernas, necesitaba ver el líquido blanco, rosa y luego rojo, inundando la jeringuilla y esta penetrando lentamente en su piel, rompiendo la vena, como un exquisito y deseado acto sexual. Le lloraban los ojos pero era un lagrimeo involuntario. También recordó las caras de los otros tipos que le acompañaban, uno alto y casi calvo y con bigote y otro de rasgos musulmanes. En ese instante el inspector oyó el adhan procedente del minarete de alguna mezquita próxima y se sintió arrumado por una incomprensible tristeza. Pierre se precipitaba ya en un desolado y estéril estado de depresión — qué perra ha sido la vida—, pensó; pero había que luchar, se reafirmó, no había lugar para los reproches, era lo que él había elegido ser libremente. ¿Hubo alguna vez alternativa a sus decisiones? ¿Hay alternativa a un error cometido en el pasado? Solo resta el arrepentimiento y de qué sirve, salvo para infligirse daño. Sufrimiento, como el que mostraba la cara de aquel adolescente berebere rogándole compasión, o la de aquel Pierre niño que le extendía el brazo desesperado, pidiendo ayuda para socorrerle de las profundidades mientras él observaba inmóvil atenazado por el terror. Le moqueaba la nariz; tenía los ojos irritados y la garganta seca, no podía respirar y el corazón se esforzaba por aumentar su ritmo sin ningún motivo, quizás, pensaba Pierre, por el deseo de huir de aquel cuerpo que olía a derrota, el mismo olor agrio y descompuesto de un cuerpo muerto que se resecaba ya destripado bajo el sol africano.
Era una conspiración en la que estaba involucrado el propio ejército austriaco, pensó Pierre, y él ya había sido identificado en Sarajevo, si no cómo explicar las palabras del teniente coronel en Ilidza, la mirada del tal Malobabic o que le hablara aquel joven en la taberna, pensaba Pierre sobresaltado en medio de la galerna en la que se había convertido su cama. ¡Maldita sea!, se quejaba el inspector golpeando con el puño la almohada una, dos, tres y hasta cuatro veces, Necesitaba tener el cerebro despejado y descansado, pero el cuerpo no reaccionaba, no podía detener las convulsiones, por lo que decidió abandonar la cama, aunque solo lograra sentarse en su borde mientras se sujetaba la cabeza con las manos. Con un enorme esfuerzo se aproximó hasta una palangana en la que se refrescó la cara y cuello. Por un instante sintió una ligera mejoría. Quizás podía hacer frente a pesar de su estado a su propósito de evitar un asesinato político. Avanzó por la habitación y abrió las contraventanas. Le golpeó la claridad. Por las calles ya paseaban las familias ataviadas con sus ropas festivas, los niños arrastraban aros y los buhoneros preparaban sus mercancías de remedios y contra el mal de ojo, en un intento por hacer algo de dinero con la visita del heredero austrohúngaro. Pierre se fijó en un individuo que abandonaba el hotel en ese momento. Le vio la noche anterior en la taberna, el único que tenía rasgos musulmanes. Si le seguía le conduciría hasta el agente alemán, ‘Malobabic’. Se vistió a trompicones las ropas sucias y rotas de los últimos días y se precipitó, o rodó por las escaleras, lo que le recriminaron varios huéspedes del hotel, hasta salir a la calle. Buscó la figura rechoncha del musulmán, vestido con un traje desgastado y corto de mangas y piernas. Creyó reconocerle a lo lejos, calle abajo en dirección al río. Se lanzó tras él con la resolución intacta y cada vez más reforzada de evitar el asesinato del Archiduque.
Markus había planeado cada uno de sus movimientos el día previo, cuando paseó de arriba abajo varias veces los alrededores de quinientos metros del recorrido del cortejo real por la avenida del muelle Appel hasta su destino en el Ayuntamiento. En un comercio de óptica había comprado unos prismáticos que llevaba en un bolso de viaje. Una vez confirmada la muerte del Archiduque tomaría un taxi hasta una pequeña localidad llamada Visoko, y desde allí en tren hasta Belgrado. Con el pasaporte alemán no tendría problemas para cruzar la frontera bosnia, incluso si decidían cerrarla tras el asesinato. Markus descendió hasta el río, lo cruzó y se dirigió hacia la mezquita del Emperador. Entró sin ser visto y una vez dentro buscó la subida a lo alto del minarete. No volvería a subir el almuédano hasta media mañana. Ascendió por la escalera de piedra durante largos y asfixiantes minutos. Desde arriba tenía una excelente visión de toda la avenida del muelle Appel por donde pasaría el convoy real, así como de los lugares donde estarían posicionados los jóvenes conjurados. Con los prismáticos era capaz de ver incluso los alrededores del Ayuntamiento. Markus centró su atención en la esquina de la avenida Appel con Cumurija, donde estaba la cafetería y pastelería de Djuro Vlajnic. Vio descender por la calle a Mehmedbasic, que entraba en la cafetería, seguido por Grabez, Nedjo, con una copia del ‘Narod’ bajo el brazo, Princip e Ilic. Al poco vio salir del café a Nedjo. Parecía malhumorado, no le había hecho gracia que Ilic les anunciara a esa altura del atentado que él no tomaría parte activa, pensó Markus. Gravo sin embargo creyó que era mejor así; siempre había dudado de su amigo, un excelente ideólogo pero sin el punto de locura o de absurdez necesaria para apretar un gatillo o lanzar una bomba. Segundos más tarde, Markus vio salir de la cafetería a Ilic y a Grabez. Parecían dirigirse a la casa del primero. ¿Habría vuelto a cambiar de idea el adolescente Grabez y ahora decidía tomar parte?, se preguntó algo tenso Markus. Eran este tipo de situaciones impredecibles las que le sacaban de quicio y le hacían temer que toda la operación finalizara en un sonoro desastre.
Pierre siguió a Mehmedbasic a lo largo de varias calles hasta llegar a la altura del río. Entró en la cafetería de Vlajnic. El inspector prosiguió su camino y cruzó el puente Lateiner. Desde la orilla sur del río tendría una mejor visión de quien entraba y salía del local. Al poco vio llegar uno tras otro a los compañeros del joven musulmán, entre ellos el individuo enfermizo que le habló la noche anterior en la taberna. Pero no había rastro de ese tal Malobabic.
A pesar de que aún no eran las diez de la mañana, el sol calentaba ya con fuerza. El inspector vascofrancés apestaba, la barba le había crecido de manera irregular, el dolor del hombro dislocado era cada vez mayor y su pelo estaba alborotado y sucio, cuya suma era un estado general lamentable y que se volvía grotesco cada vez que se retorcía por un convulsivo deseo de vomitar. Aun así encontró la fuerza para vigilar la cafetería. Vio salir a dos de los jóvenes, y al poco lo hizo el resto. Cada uno tomó una dirección distinta. Se habían distribuido, a lo largo del recorrido que efectuaría el Archiduque, pensó Pierre. El musulmán se desplazó hacia el oeste por la avenida. Sería el primero en atentar.
El tren especial que transportaba a Francisco Fernando desde Ilidza hizo su entrada en la estación de Sarajevo entre la fanfarria de una banda militar y la indiferencia de los viajeros bosnios. Faltaban diez minutos para que dieran las diez de la mañana en el reloj de la marquesina de la estación donde las palomas, asustadas por la estridencia a hoja de lata de la banda militar, rompían con sus vuelos las finas planchas de luz matinal que se filtraban por los ventanales más altos. El colorido del uniforme de general húsar del Archiduque, con casaca azul, plumón verde, las franjas rojas en sus pantalones negros y varias filas de condecoraciones junto a tres estrellas en sus hombreras, contrastaba con la luminosa sencillez y elegancia del vestido blanco de la duquesa, ceñido a su cintura con una cinta roja, y complementado con unos guantes blancos de hilo y un sombrero de plumas oscuras de avestruz. En una mano llevaba un abanico oscuro.
—Aún me dura el mal cuerpo y no me tengo en pie, querida—, le confesó el Archiduque a su esposa mientras descendían del tren y el gobernador, Oskar Potiorek, les daba la bienvenida a la ciudad.
—Intenta disfrutar, Archiduque, piensa que estamos de vacaciones—, le recordó su esposa, sonriente y siempre tan juiciosa.
—De vacaciones y rodeados de idiotas—, y agregó Francisco Fernando, — si al menos tuviera conmigo una escopeta para disparar a esas palomas.
Una flota de siete vehículos esperaba a la pareja real en las puertas de la estación. En ese instante resonaron en toda la ciudad veinticuatro salvas disparadas por los cañones de la fortaleza. Markus reaccionó dirigiendo sus prismáticos hacia el oeste, hasta el punto más extremo de la avenida del muelle Appel que se había decorado para el recibimiento real con cientos de banderas bicolores. Princip y el resto de los conjurados sintieron que se les aceleraba el pulso. Pierre se maldijo por no poder pensar con claridad. Tenía que hacer algo. No podía acudir a la policía y prevenir el atentado. Daba la impresión de que todo el mundo en esa ciudad estaba conspirando para asesinar al heredero del trono austrohúngaro, la mayoría, pensó desconsolado, sin conocer las consecuencias de su muerte para toda Europa. Pierre decidió cruzar el puente Lateiner y dirigirse al oeste en busca del joven musulmán. Para ese instante el público ya se había agolpado en la avenida y desde la mitad del puente se acumulaba la muchedumbre. Era domingo, lucía el sol sobre las cúpulas y minaretes de Sarajevo y sus habitantes no tenían nada mejor que hacer.
Markus buscó de nuevo las posiciones de los jóvenes. Mehmedbasic estaba a unos veinte metros al oeste del puente Cumburja, en la acera sur de la avenida; a su lado, a unos tres metros, estaba Nedeljo Cabrinovic y justo en la esquina con el puente, Cubrilovic; frente a éstos, en la esquina con la calle Cumurija se había apostado Popovic.
—¡Malditos estúpidos!—, murmuró abroncado Markus mientras miraba a través de los prismáticos las posiciones de los jóvenes. — ¿No se dan cuenta de que están demasiado cerca uno de otro?
Y no estaban por parejas, pensó el agente alemán, tal como les aconsejó. Más alejado a la altura del puente Lateiner, Markus vio a Gavrilo Princip, paseando y fumando intranquilo, y casi a la altura del puente del Emperador, esperaba el más joven de los conspiradores, Trifko Grabez. ¿Dónde estaba Danilo Ilic? Buscó entre la gente una y otra vez hasta que por fin le encontró paseando por una zona en la que había menos gente, entre Princip y Grabez, en la acera sur de la avenida. Qué estúpido, pensó Markus, si quería adoptar un papel de jefe del comando, su lugar era la orilla sur del río, desde donde tendría una visión más general de lo que sucedía y sería más fácil improvisar una ruta de huida si se complicaba la situación. En ese instante el alemán oyó el ruido de los motores de los vehículos que formaban la comitiva real. Dirigió los prismáticos a su izquierda y vio que el primer vehículo avanzaba lentamente, tal como supuso, por la avenida del muelle Appel, con una distancia entre cada uno de veinte metros.
Pierre se abrió paso entre los vecinos de Sarajevo, la mayoría curiosos que querían ver en persona al Archiduque y a su esposa. El inspector buscaba entre la gente las caras de los jóvenes. A lo lejos asomaba el primer vehículo de la comitiva.
Markus buscó con los prismáticos a Mehmedbasic y a Princip. Vio al primero y a su lado a Nedjo. No le habían hecho caso. A Princip le habría entrado el miedo, pensó Markus.
—Recordar que es el tercer vehículo — murmuró — el que tiene las banderas a los lados amarillas y negras. — Miró alrededor de los jóvenes, todo parecía en calma. Markus no se percató que a unos metros de distancia un individuo se abría paso a manotazos en dirección a donde estaban los jóvenes. El convoy estaba a punto de alcanzar el lugar donde se encontraba Mehmedbasic. La gente comenzó a gritar “¡Zivio, Zivio, larga vida!” Pasó el primer coche y el segundo. De pronto Markus vio a través de los prismáticos cómo saltaba un objeto desde la posición que ocupaba Nedjo, caía sobre el ‘Graf und Stift’ del Archiduque, rebotaba en su capota plegada y caía en el suelo produciéndose una fuerte explosión.
—¡Disparad!—, gritó Markus — ¡Se ha detenido el vehículo y sigue vivo! ¡Malditos idiotas!
Para ese momento, Nedjo, que había lanzado la bomba, se había tragado la cápsula con el veneno y había saltado al río. “¡El muy estúpido!”, maldijo Markus, “¿no se ha dado cuenta de que el rio no lleva agua?” Tras comprobar que la pareja real estaba ilesa, los tres primeros vehículos se pusieron en movimiento a gran velocidad en dirección al Ayuntamiento. ¿Dónde diablos estaban los demás?, se preguntó Markus, mientras los buscaba en sus posiciones anteriores. Pero allí no estaban. Habrían huido atemorizados tras escuchar la explosión, pensó el agente alemán con un doloroso presentimiento de fracaso y claudicación.
El mismo sentimiento que tuvo Pierre cuando escuchó la explosión, vio la nube de humo y oyó los gritos de terror de la gente. Mehmedbasic estaba a apenas cinco metros. Vio como desaparecía y cómo un joven bien vestido, delgado y casi calvo saltaba al rio. Princip escuchó la explosión y sin pensárselo dos veces abandonó su posición en la avenida. Se había logrado el propósito de la conjura, asesinar al archiduque y sin que él tuviera que ponerse a prueba obligándose a tener que sacar la pistola.
Pero Francisco Fernando no había sufrido ni un rasguño. Sophie se quejaba de una leve molestia en el cuello, quizás alguna esquirla que había saltado. Había sido herido sin embargo el teniente coronel Erich von Merizzi.
—¡Estúpidos bárbaros! — gritaba malhumorado el Archiduque sin importarle que delante de sus narices estuviera sentado el gobernador civil. —Espero que no sea nada lo de Merizzi, de lo contrario tomaré represalias.
—Apenas era un rasguño, alteza — le intentó calmar Potiorek con el rostro descolorido y temblándole las manos. — Ha sido llevado a un excelente hospital.
—Estaba usted equivocado Potiorek—, le dijo Francisco Fernando. — No nos quieren en su ciudad.
Markus descendió del minarete a la carrera, no podía fracasar una vez más. Acudiría al Ayuntamiento donde podría acercarse al Archiduque. La seguridad se reforzaría, pensó el alemán, quizás con las tropas estacionadas en las afueras de la ciudad. El cretino de Malobabic se jactaría ante él de que tenía razón al plantearse el asesinato como una emboscada guerrillera lanzada contra el Archiduque y el general Apis utilizaría el fracasado atentado para restregarlo ante los que le habían contratado para la misión. Tendría que asesinar él mismo al Archiduque.
Pierre se recompuso tras haber caído al suelo empujado por la multitud que huía del lugar de la explosión y que había causado varios heridos entre el público. El Archiduque parecía haber salido ileso, buscó a los otros terroristas pero era imposible encontrar a alguien en aquel pandemonio. El vehículo del heredero austrohúngaro se puso en marcha y cuando pasó al lado de Pierre éste gritó en alemán que había más pistoleros apostados al paso del cortejo real, pero nadie logró oír su advertencia. Salió como pudo de entre la muchedumbre y corrió detrás del vehículo.
Al escuchar la detonación, a Malobabic le subió hasta la boca un cierto regusto agrio. Durante meses había pensado que aquellos jóvenes bosnios serían unos inútiles, incapaces de llevar a cabo incluso el asesinato de un hombre indefenso y traicionado por sus propios militares. Debía de confirmar la muerte del Archiduque. Se disponía a abandonar su lugar cerca del Ayuntamiento cuando a lo lejos vio que se aproximaba veloz el vehículo en el que viajaba la pareja real. La suerte estaba de su lado, aún podría ser él quien pusiera fin a la vida del heredero austrohúngaro.
Francisco Fernando no estaba como para discursos de bienvenida en el Ayuntamiento ni para aguantar las zalamerías de Potiorek, por lo que decidió saltarse el protocolo y suspendió el resto de los actos programados para la jornada. Aprovechó su estancia en aquel edificio de estilo mozárabe para enviar un cablegrama al emperador y comunicarle que tanto él como su esposa habían salido ilesos del atentado.
—¡Qué desfachatez la de este Potiorek! — se quejó Francisco Fernando a su esposa mientras descendían del primer piso. — ¡Atreverse a darnos la bienvenida después de lo sucedido!
—Deberíamos regresar a la estación, Archiduque.
—Lo haremos, pero primero quiero visitar a von Merizzi— En cuanto me asegure que está bien nos vamos de este infierno. Te lo prometo, querida.
Mientras tanto, Markus había llegado al Ayuntamiento. Las escalinatas que conducían al interior del edificio estaban tomadas por representantes políticos de la ciudad y varios agentes de policía que intercambiaban información sobre lo sucedido. En aquel ambiente de confusión también estaba Malobabic, que observaba desde la esquina de la avenida con el puente Šeher-Ćehajina. El espía serbio se había despojado de sus ropas y se había vestido con una chilaba de color verde oliva y un fez. Vio a Markus. “¡Excelente!”, murmuró satisfecho, mataría dos pájaros de un tiro cumpliendo las órdenes recibidas por Apis para deshacerse del agente alemán. El general serbio no quería testigos molestos. Un caso distinto eran los jóvenes bosnios. Tenían que ser detenidos vivos — el veneno que les había suministrado eran dosis inferiores a las que podían causar la muerte—, para que pudieran ser enjuiciados, petición expresada por el sector militar austriaco comprometido con el atentado. Debería de ser rápido, un disparo a quemarropa en la cabeza de Markus y en la confusión, otro disparo certero, este al corazón del Archiduque.
Pierre llegó sin apenas aire en sus pulmones. Buscó a Malobabic, no aparecía por ningún sitio. Ya comenzaban a asomar por la puerta del Ayuntamiento las primeras personalidades que formaban el cortejo del Archiduque. Markus se había colocado en una buena posición cerca de las escalinatas y Malobabic estaba justo detrás, listo para dispararle y seguido hacer lo mismo con al Archiduque. El agente serbio casi podía tocar al alemán si extendía el brazo. De pronto Pierre vio a un musulmán realizar un extraño gesto, se levantó la chilaba y asomó un revolver. A pesar del ropaje le reconoció, era Malobabic.
—¡Aquel hombre!—, gritó Pierre — ¡Tiene un arma!
Inmediatamente Markus miró durante un instante a Pierre y luego se volvió hacia donde apuntaba su brazo, justo a su espalda, donde Malobabic daba media vuelta y huía del lugar perseguido por varias personas. Francisco Fernando y su esposa asomaron en lo alto de la escalinata, pero para ese momento ya se había congregado un cinturón de personalidades y agentes de policía a lo largo de las escaleras, formando un pasillo que llegaba hasta el vehículo. Las posibilidades de asesinar al Archiduque y salir con vida eran remotas, pensó el alemán, por lo que decidió abandonar el lugar. Cruzó el puente, sin poder evitar volver la vista hacia el Ayuntamiento de donde ya partía el vehículo real. Aquel individuo en el que creyó ver algo extrañamente familiar, le había salvado la vida.
Pierre sopesó la posibilidad de salir en busca de Malobabic, pero un presentimiento logró imponerse sobre la confusión que reinaba en su cabeza: era posible que los jóvenes volvieran a atentar contra el heredero austriaco. Por lo que dio media vuelta y se lanzó de nuevo a la carrera detrás del vehículo real. Tenía que advertir personalmente al Archiduque del peligro en el que se encontraba.
Saber que no se había cumplido el objetivo de la conspiración, la muerte de ‘Verdinanda’ y que sin embargo Nedjo había sido detenido, no fue suficiente motivo para quitarle el apetito a Princip. Tras haber deambulado por los alrededores del puente Lateiner, y sin haberse topado con ningún otro miembro de la conjura, decidió entrar en la confitería y cafetería Moritz Schiller, en la calle Francisco José. ¿Qué era lo que había salido mal?, se preguntaba el joven bosnio, mientras fumaba convulsivo y saboreaba un café negro y espeso. Recordó las palabras del alemán, “el primer intento será crucial, quizás no haya un segundo por eso hay que disparar o lanzar la bomba si se tienen plenas garantías de éxito.” El alemán había tenido razón, quizás le tenían que haber hecho más caso a él y menos a Dani, se lamentó Princip.
También Potiorek, sentado en la parte posterior del vehículo y justo enfrente de Francisco Fernando y su esposa, el primero enfurecido y la segunda preocupada, se lamentaba de no haber hecho caso a su jefe de policía cuando le advirtió que existían rumores de un atentado contra el Archiduque en la ciudad. El había dado garantías personales al heredero de que nada le sucedería en su visita a Sarajevo y ahora los exitosos días de maniobras se habían aguado con cuatro gamberros armados, cancelándose el resto de las visitas, se lamentaba Potiorek. Al mismo tiempo se había alterado la ruta para que el Archiduque pudiera visitar en el hospital al teniente coronel von Merizzi, el hombre a cargo, pensó el gobernador civil dándole un vuelco el corazón, de establecer los itinerarios del Archiduque, lo que significaba, dedujo con desconcierto, que nadie le habría dado instrucciones al chófer para que variara su ruta original. En ese instante el ‘Graf und Stift’, aún descubierto y sin protección alguna, doblaba por la calle Francisco José.
Pierre Etcheberry llegó sofocado hasta la altura del vehículo real. Princip miró a través de los ventanales de la cafetería cómo de nuevo se había congregado gente en la acera. Intrigado, salió a la calle, justo en el momento en el que pasaba lentamente el vehículo con el Archiduque en su interior. De pronto el coche se detuvo por orden de Potiorek. Este explicó al chófer que diera marcha atrás para regresar a la avenida del muelle Appel ya que se había alterado el itinerario y se dirigían al hospital.
—¡Pandilla de inútiles! — rugió el Archiduque. Sophie le tomó de la mano para tranquilizarle. La mujer miró su vientre y se reconfortó con su próxima maternidad. Desde la acera la gente les observaba con creciente firaldad.
Princip sabía que aquella era una ocasión única, se recordó que no estaba ante un hombre, que se trataba de la representación del concepto que había odiado en los últimos años, la dominación austriaca de su tierra. Había llegado la hora de citarse con el destino. Tiró el cigarrillo y buscó la browning en su bolsillo. El miedo, como una planta trepadora y venenosa, se apoderó de su cuerpo y le recorrió una flojera desde las piernas hasta las manos.
Pierre observó confuso lo que estaba sucediendo; miró al gentío, buscó caras y de pronto reconoció la del joven de mirada melancólica, ojeroso y con un ridículo bigotito, que le habló la noche anterior en la taberna. En ese momento Princip sacó el arma y con el brazo temblando por el miedo apuntó al Archiduque. Pierre gritó “¡No!”, y se lanzó hacia donde estaba Princip; el heredero austrohúngaro miró ofuscado, alertado por el grito y vio a un niño o quizás era un hombre raquítico con una mirada triste y febril, que le apuntaba con lo que parecía una pistola, que cerraba los ojos y apretaba el gatillo una vez, otra. Pierre cayó sobre Princip justo cuando éste se apuntaba ya a la cabeza. Pero su asesinato ya se había consumado.
Francisco Fernando sintió un ligero escozor en el cuello y al instante notó que Sophie, sentada a su derecha, entre el asesino y él, se inclinaba sobre su regazo. En su vestido blanco comenzó a aflorar un rastro de sangre, como un racimo de uvas rojas.
—¡Sopherl, Sopherl, no te mueras!—, gritó el Archiduque mientras buscaba un signo de vida en su esposa. — ¡Vive por nuestros hijos!
La duquesa de Hohenberg ya había fallecido. Del cuello de la casaca azul de Francisco Fernando comenzó a fluir un reguero de sangre. El conde von Harrach que viajaba de copiloto, se abalanzó sobre el heredero y le preguntó si se encontraba bien.
—¡No es nada, no es nada, no es nada...!—, respondió el Archiduque mientras su voz, y con su voz él, se ahogaba en su propia sangre.
Markus escuchó los disparos desde la otra orilla del río cuando huía ya de la ciudad en un taxi. Al instante le pidió al conductor que detuviera el vehículo. Un silencio atroz cayó sobre la ciudad. Al cabo de un minuto un niño gritó desde el puente Latenier: “¡Han disparado a ‘Verdinanda’, han matado al heredero!” El alemán no se inmutó. Hacía mucho tiempo que ya no celebraba la muerte de un hombre. Su trabajo había finalizado.
Pierre se recompuso como pudo. Princip fue golpeado y detenido mientras el Archiduque y su esposa eran trasladados a Konak, la residencia oficial de Potiorek, donde se certificó la muerte de ambos. Dos segundos, con que hubiera llegado dos segundos antes al lugar del crimen, habría evitado que el joven de mirada asustada y enfermiza, apretara el gatillo de su pistola, se recriminaba el inspector. En efecto habría evitado un magnicidio que prendió la chispa del inicio de una guerra brutal y deshumanizante como nunca había vivido la civilización hasta ese momento, y cuya conclusión debía de ser el fin de las guerras entre los hombres.