París, 23 de Junio

El expreso del sudoeste, una locomotora ennegrecida por el hollín y enganchada a siete vagones, hizo su entrada en la Gare de Montparnasse a primera hora de la mañana, justo cuando un tropel de viajeros transportados en trenes de cercanías, desembocaba en la ciudad en oscuras oleadas. Cada vez que hacía su entrada un tren, el golpeteo de las portezuelas abriéndose y cerrándose recordaba a una lluvia de granizo intensa pero breve. A lo lejos se ahogaban los prolongados sonidos de bocinas de otras máquinas pidiendo entrada en la estación, y en los andenes los viajeros rompían a su paso la neblina de vapor expelida por las locomotoras, formando rizos blancos que se desvanecían en lo alto de la marquesina central. En su mayoría eran oficinistas y funcionarios, ajenos unos a otros y que consultaban sus relojes para adaptar su paso a la urgencia de la hora, capaces a la vez de esquivar con gran maestría las carretillas cargadas con pesados equipajes y a los empleados desganados que empujaban los caloríferos de los coches o que iban apagando una a una las pocas lámparas de gas que aún prendían en la estación y que compartían alumbramiento con las eléctricas.

Pierre Etcheberry descendió del tren cuando la máquina resoplaba los últimos vapores por el esfuerzo acometido durante casi un día de trayecto. El tamaño de cuanto veía le resultó desolador; una multitud desfilando en un cumplido orden, la marquesina y su enorme armazón de hierro, los andenes espaciosos, el sin fin de líneas perdidas en las últimas brumas de la mañana, junto a un mosaico gigante de sonidos y olores humanos y anónimos, a grasas, aceites y breas, como si todo ello formara parte de una maquinaria de medidas colosales recién engrasada y con el único fin de alimentar a la ciudad de hombres, mercancías, ambiciones y sudor. El sol, con la furia de un verano recién inaugurado, se colaba por los ventanales del este y caía en columnas doradas sobre aquel globo de hierros y humos.

—¿Pierre Etcheberry? — Quien le habló había surgido de entre la muchedumbre justo a un palmo de su nariz. Su cara, plana y alargada, era de piel macilenta, escamosa, salpicada de rosetones descarnados, y bajo los ojos destacaban unas pronunciadas ojeras marrones. Toda su figura, espigada y extremadamente delgada, desprendía un tufo a decrepitud. Vestía ropas oscuras y desgastadas, como si se tratara de alguien acostumbrado a tratar con cadáveres, o más preciso, como si un cadáver hubiera despertado de su muerte para darle la bienvenida a la ciudad. — Acompáñeme, se lo ruego. Le esperan en la Sûreté — agregó con una voz seca y un marcado acento del Bulevar Barbés, barrio obrero de París.

Una confusa actividad se desplegaba ante la fachada del inmenso edificio de la estación. Omnibuses quejosos, docenas de taxis Renault AG de color rojo y capota negra, y tranvías pintados de un llamativo color amarillo, traían y llevaban a viajeros en una orquesta ruidosa y descompasada en la que no faltaban carros tirados por yeguas ardenesas transportando toneles de vino, cargas de caucho, carbón, hierro...y jóvenes que arrastraban carrillos colmados con fardos de telas, verduras o pescado, lo que ambientaba la ciudad con una confusa mezcla de olores pero sobre los que siempre se imponía el tufo persistente que procedía, día y noche, del Sena. En las aceras los ex veteranos mutilados de colonias pedían limosna para su propia caridad, los obreros en blusones azules y fumando en pipas se dirigían perezosos a sus puestos de trabajo y entre las piernas de los viajeros recién llegados, algo aturdidos y desconcertados por la algazara de la ciudad, correteaban niños con pañuelos sucios atados al cuello y gestos de hombres al acecho de cualquier descuidado.

Hacía veinte años que Pierre no visitaba París, tiempo en el que su población había aumentado y los vehículos de motor se habían adueñado de las calles. Por lo demás, los edificios seguían mostrando la misma suciedad de los hollines y humedades, los cafés seguían disponiendo sus mesas a lo largo de las aceras de los bulevares, donde los hombres se sentaban a leer el periódico y los bohemios a luchar contra el hambre con aguardiente fiado. La bondad de la temperatura, a pesar de que aún no habían dado las ocho de la mañana, le sorprendió gratamente. La imagen que guardaba de París era la de lluvia torrencial y frío intenso. Entonces disfrutó de un día libre antes de viajar a Marsella y de allí al continente negro. Apenas tenía 18 años y el mundo le parecía un sistema ordenado y bello, él era un soldado de la República con un futuro prometedor que silbaba marchas militares con el pecho hinchado de orgullo y felicidad. Además estaba enamorado de Annais, la mujer más excitante de Francia, dulce y tierna.

Un Peugeot 146 impecable, de un color bermellón que resplandecía bajo el sol matinal de París, esperaba a Pierre en las inmediaciones de la estación. Su conductor, un gordo de ojos danzarines, engullía un arenque a dos papos servido por un adolescente de camisa sucia que esperaba firme y concentrado al lado del vehículo a que finalizara para recoger de nuevo su tabla de madera que servía de plato. Al ver llegar a su compañero y a Pierre, el chófer abandonó su comida presuroso, se limpió la boca con una manga de su chaqueta, se ajustó unos guantes de cuero y arrancó el motor. Condujo a gran velocidad por la empedrada Avenue de Maine, dejando a un lado las terrazas de cafeterías como La Rotonde o La Dome, a todas horas frecuentadas por los artistas que se habían desplazado de Montmatre huyendo de su aburguesamiento. El conductor esquivaba con fuertes giros de volante y bocinazos a los paseantes que parecían despreocupados de las velocidades de los vehículos y omnibuses por las calles de París. Pasó por el Boulevar de los Inválidos y se encaminó hacia el puente de mismo nombre. Desde allí pudo ver el agua turbia del Sena, salpicada por embarcaciones de todos los tamaños atracadas a sus orillas, y en la distancia el puente de Alejandro III.

Llevaban más de media hora en el coche y aquellos dos individuos no habían hablado ni una sola vez. El gordinflón movía sus ojos inquietos y su compañero permanecía concentrado en lo que ocurría en la carretera. Dejaron el Grand Palais a la derecha y cruzaron los Campos Elíseos. La amplitud de aquella avenida subyugó a Pierre. Era de tal anchura que la vista no lo abarcaba todo, hubieran sido necesarios varios cientos de pares de ojos, pensó Pierre asombrado e ingenuamente impresionado por la luminosidad y belleza de la ciudad, por la elegancia y coquetería de las mujeres, los lujosos vehículos que circulaban por sus calles y el ritmo ininterrumpido de bullicio. Avanzaron por la Avenue de Manigny, dejaron atrás el Palacio del Elíseo y continuaron por la Rue de Saussies, donde, por fin, a la altura de su número Once, se detuvo el coche.

Pierre siguió al individuo de la piel escamosa hasta el anodino edificio. Su interior era amplio aunque mal iluminado. Desde un hall central se abría una escalera por la que subían y bajaban funcionarios de todo rango, muchos en mangas de camisa y viseritas portando enormes ficheros inflados de papeles o torres de carpetas por las que asomaban más papeles. Subieron hasta el primer piso, recorrieron pasillos salpicados de puertas de despachos, se sumergieron en otros pasillos secundarios, más estrechos y peor ventilados e iluminados, hasta que llegaron a uno con tres puertas iguales y consecutivas. Sobre la madera oscura y brillante una placa de bronce anunciaba que se trataba del despacho 10b. El acompañante de Pierre llamó a la puerta, pero nadie respondió. Sin esperar, abrió la puerta muy prudente y entraron los dos.

Se trataba de una sala pensada para ser un lugar de charla, reunión informal o sencillamente de descanso, con cómodos y mullidos sillones de cuero verde oscuro, y en la que destacaba una gran librería de clásicos franceses, novelistas y pensadores políticos. En frente se abría una ventana con las cortinas echadas por lo que la luz se volvía almidonada, casi aterciopelada. Suspendido en el aire quedaban trazos de olor a tabaco caro, quizás puro. A la izquierda había una chimenea y a su lado otra puerta a través de la que llegaba un ronroneo de voces extranjeras, o quizás un extranjero hablando en francés, dudó Pierre. El tipo con tufo a muerto llamó a esa puerta y la abrió ligeramente, lo suficiente para que Pierre viera en su interior el movimiento fugaz de una silueta grande, algo cargada de espaldas y tocada con un sombrero de copa, que desaparecía por otra puerta. El individuo de la piel escamada abandonó la sala y Pierre se quedó solo, sin saber dónde estaba, ni quién le había ordenado viajar hasta allí ni por qué motivo. En esas situaciones de desconcierto, Pierre solía palparse el bolsillo interior de su chaqueta donde guardaba el pequeño estuche con la jeringuilla y una dosis de morfina; saber que tenía aquel alivio a su alcance le tranquilizaba de manera fugaz. En ese instante se volvió a abrir la puerta; todas sus incertidumbres iban a desaparecer.

Pero si todas las respuestas a sus dudas debían de proceder de aquel tipo, Pierre temió con certeza que sus problemas sólo acababan de comenzar. Porque la persona que asomó tenía la desgracia de parecerse a aquellos que portan únicamente malas noticias. Mostraba una estatura media pero era ancho de espaldas y de pequeña cabeza, lo que unido a un enorme estómago, muy a menudo se veía obligado a dar pequeños traspiés para mantener el equilibrio. Su cara parecía estar hinchada, en la que apenas sobresalía una nariz irregular y dos labios muy gruesos por los que resoplaba cada poco. Sus ojos se movían con rapidez y su pelo de un negro opaco — se lo teñía cada poco con pésimos resultados—, lo peinaba sin raya y con un flequillo muy recto a lo largo de su frente. El conjunto lo remataba un bigote estrecho y corto, sin puntas y su voz...

—¡Ah, señor Etcheberry! Gracias por responder a nuestra llamada —... su voz era blanda, invertebrada, poco recomendable para dar las buenas noches a un niño. Incluso su manera de dar la mano...— Permítame que me presente —...era ingrávida y apresurada, como el que toca un cuerpo infectado, desvelaba a un individuo acostumbrado a la desconfianza. — Mi nombre es Marcel Moreau. Mi cargo...qué complicado, cómo le explicaría. Pero sentémonos primero. ¿Le apetece un whisky?— El recién llegado se aproximó a una mesa sobre la que había una botella de cristal y varios vasos. Llenó dos con un dedo de whisky y regresó resoplando. Pierre rechazó la bebida. — Es mi desayuno —se excusó Moreau. Se bebió de un trago el contenido del vaso y se sirvió otro. — Soy el Jefe de Operaciones de un grupo de policías muy particular dentro de la Sûreté Générale, por eso habrá podido ver que estamos muy pegaditos al Ministerio del Interior. Nos llaman Police Spéciale. Para que se haga una idea señor Etcheberry, le explicaré que hace tres años, tras el fiasco de la Segunda Oficina del Ministerio de la Guerra por el caso Dreyfus, usted habrá oído hablar de este departamento solo como la Deuxième Bureau, se decidió formar este grupo especial para una labor igualmente especial, el contraespionaje, la lucha contra el terrorismo anarquista y revolucionario.

Pierre afirmaba con la cabeza pero siempre había pensado que la existencia de esa supuesta oficina de espionaje en el Ejército no era más que un bulo.

—¿Ha oído hablar de nosotros, inspector? — preguntó Moreau.

—No — respondió tajante Pierre.

—Es comprensible — aceptó Moreau—, cuando ni siquiera ahí — y señaló a su derecha en dirección al Elíseo—, conocen nuestra existencia y trabajamos para ellos. Por un instante Moreau guardó silencio, ensimismado en sus pensamientos, con su pequeña cabeza ladeada y resoplando como si con cada inspiración solo entrara en sus pulmones un dedal de oxígeno. Pierre no acertó a ver si tenía los ojos abiertos o cerrados, se mordió el labio inferior pero no era por furor, parecía que quisiera evitar proseguir hablando, y de pronto regresó al presente. — Bien señor Etcheberry, no se puede perder el tiempo ni hacerlo perder. Ya le he explicado quiénes somos, y ahora le explicaré de la manera más clara posible por qué le hemos hecho llamar y qué es lo que queremos de usted. — Moreau apuró el vaso, y a continuación se sacó un enorme puro de un bolsillo de la chaqueta. — Mi médico me lo ha prohibido, pero además de médico es mi cuñado por lo que no tengo remordimientos en no hacerle ni caso. Como le decía — habló entrecortado y mirando la lumbre del puro—, usted mismo se habrá percatado con tan sólo leer los periódicos, que vivimos tiempos turbulentos en política internacional. Europa está dividida en dos bloques, separados y enfrentados por más motivos de los que usted se podría imaginar o cualquier otro ciudadano de cualquier país europeo que, como es lógico, vive ajeno a las tiranteces diplomáticas. Hegemonía militar, significa hegemonía colonial, económica y moral en definitiva, y eso es lo que pretende hacer el Káiser Guillermo II. Sus militares le han convencido de que la única manera de romper el actual status quo en Europa, que él considera negativo para Alemania, es a través de un conflicto. La única salvedad que ha pedido el Káiser a su estado mayor es la de ofrecerle una buena excusa con la que ganarse el apoyo incondicional de las masas si ha de conducir al pueblo alemán a una guerra con el resto de Europa. Imagínese, señor Etcheberry, si mañana hubiera un atentado, digamos contra intereses alemanes o austriacos, Helmut von Moltke y Franz Conrad von Hötzendorf, los jefes del Estado Mayor alemán y austriaco, tendrían la excusa que desean sus Emperadores para movilizar a los Ejércitos.

Pierre escuchaba a Moreau sorprendido y hasta cierto punto angustiado por lo que estaba escuchando. Aquella no era la conservación recurrente y socorrida de una sobremesa entre caballeros con mayor o menor grado de conocimiento de la política internacional del momento. Se lo estaba contando un alto cargo de la Policía francesa a las puertas del Palacio del Elíseo.

—Hace mes y medio— continuó Moreau con voz blanda e invertebrada—, nos llegó una información preocupante. La Sección IIIb, el Departamento de Inteligencia del Estado Mayor alemán, había trazado un plan para desestabilizar la balanza entre los bloques. El plan era tan sencillo como peligroso. Identificaron a su mejor agente y le asignaron el cometido de planear y ejecutar un atentado terrorista que afectara a los intereses del Deutsches Reich y cuya autoría apuntara a alguna de las potencias de la Triple Entente o aliados. Uno de esos atentados ocurrió en su zona de actuación, en Biarritz y contra el Reichstatthalter, Johann von Dallwitz, no el Gran Duque Romanov como se pensó en un principio. Sabemos que usted se interesó en el caso. — Pierre sospechó cómo había llegado hasta París su interés en el caso del Hotel du Palais: a través del periodista de ‘Le Figaro’, Armand Peres, que, por supuesto, no sería periodista si no otro agente de la Police Spéciale. — Hasta ahora hemos neutralizado todos sus intentos — prosiguió Moreau—, hace unas semanas su objetivo fue Theobald von Bethmann Hollweg, el canciller alemán, durante una visita secreta a San Petersburgo. Su asesinato fue evitado por la rápida actuación de su cochero. Y esta misma semana el objetivo fue el embajador alemán en París, von Schoen, que resultó ileso de otro intento de asesinato, nada menos que en la Opera. Como ve se trata de alguien escurridizo, imprevisible y a pesar de sus fracasos o de nuestros éxitos, no nos cabe la menor duda de que se trata de alguien muy peligroso. Sabemos que volverá a actuar y en esa o en otra ocasión, nos tememos que logrará su objetivo, condenando a Europa a una confrontación inevitable. Antes de que me lo pregunte, señor Etcheberry, le diré que no sabemos nada de la identidad de esta persona, salvo que es alemán, posiblemente militar, habla varios idiomas y cuenta con carta blanca para actuar en Europa.

—¿Dónde entro yo, señor Moreau?

Pierre inyectó exigencia en el tono de sus palabras mientras valoraba los gestos de su superior. Este se puso de pie con una agilidad inesperada para un hombre de ese volumen; se arregló su chalequillo a punto de reventar y se acercó hasta la ventana. La claridad de la mañana recortaba su oronda figura en una gran sombra que guardaba un sospechoso parecido al de un gigante de los cuentos infantiles.

—Queremos que usted nos ayude a poner fin a esta presencia molesta en nuestro país y en Europa. No me hace falta que le explique que en esta operación cualquier medio justifica el fin de este individuo. — Moreau esperó unos segundos a que sus palabras calaran en el inspector. — Nos han llegado informes de su magnífico trabajo en Bayona y hemos pensado que usted es el candidato ideal para nuestro propósito.

—No lo soy—, respondió muy resoluto Pierre. — Se han equivocado de candidato. No entiendo de política y mucho menos de espionaje.

—No queremos que usted entienda nada — dijo Moreau con sequedad y mientras se giraba. Su cara quedó tiznada de sombras y de aquel manchón solo procedían los soplidos angustiosos de sus pulmones. Más relajado prosiguió. — No queremos que sepa de política internacional ni de espionaje. Queremos sencillamente que utilice su olfato de policía para encontrar a este individuo y eliminarlo antes de que nos mande a todos al infierno. No podemos abandonar la paz de Europa al puro azar. ¿Entiende esto, inspector Etcheberry? Sabemos cuál será su próxima acción y queremos que usted le dé caza antes. — Pierre no se dejó impresionar por las palabras de Moreau. No era más que una copia mejorada, urbana, del comisario Abeberry o del Subprefecto Mendiboure. Sabía que Moreau no iba a ceder tan pronto en su propósito de asignarle el papel de salvador de Europa. El jefe del grupo especial de la Sûreté se giró con tal rapidez que perdió el equilibrio y se tuvo que sujetar en las orejeras del sillón de Pierre para no caer sobre él. Tras la hazaña se desplomó con fuerza en su asiento y lanzó una densa torre de humo. Volvió a hablar. — Los alemanes están a punto de inaugurar la ampliación del Canal de Kiel, en el estado de Schlesmig-Holstein. Significará que los buques Dreadnought de la Flota Imperial podrán cruzar desde el Mar Báltico al Mar del Norte sin necesidad de bordear Dinamarca. ¿Entiende lo que esto significa? Pondría en peligro la hegemonía de la Royal Navy y las rutas comerciales de todo el mundo. Muchos militares alemanes han pronosticado en el pasado que una vez se permita el paso a estos acorazados por el Canal de Kiel, estarán listos para entrar en guerra. Pues bien, ciertos individuos del Reichsheer están dispuestos a destruir parte del canal haciendo creer a todo el mundo que ha sido obra de agentes extranjeros. Es la excusa perfecta para iniciar un conflicto con sus vecinos. Tenemos informaciones que apuntan a que el próximo golpe de nuestro terrorista será allí, en territorio alemán, donde nada quedará a la improvisación. — Pierre escuchaba con la vista perdida en la floreada alfombra. Entendía la gravedad de la situación y la pesada carga de responsabilidad que ya comenzaba a acumularse sobre sus espaldas. Moreau sentía que las defensas de su inspector comenzaban a desbaratarse. Unas palabras más y habría triunfado en su propósito, por lo que las eligió con precaución y utilizó su tono de voz más convincente. — Su labor — dijo — será evitar que se lleve a cabo el atentado y de paso eliminar a este molesto personaje..— Y prosiguió en un tono aún más reconciliador, casi paternal. — Es lógica su incertidumbre Etcheberry. Lo que le estamos pidiendo es que se una a nosotros, a la Police Spéciale de la Sûreté, un prestigioso grupo de policías cuyo servicio va más allá de establecer el orden y la seguridad en las calles de nuestra patria.

—¿Por qué yo? — preguntó con brusquedad Pierre,

—No se crea que ha sido un capricho nuestro. Si me permite decirlo de este modo...le hemos estudiado y creo que lo sabemos todo de usted. Su padre era francés, ingeniero naval, y su madre alemana, ambos fallecieron como consecuencia de un accidente de tren en Presburgo. Pasó de las autoridades húngaras a las austriacas y de éstas a las francesas que se hicieron cargo de usted y lo entregaron a unos familiares lejanos de Bayona, con los que vivió hasta los 18 años, cuando se alista al Ejército de la República y al poco es destinado a la expedición a Tombuctú con la Columna del entonces Mayor Joseph Jacques Joffre, destacando por su valentía en la batalla de Niafounké. Hasta que ocurrió el lamentable episodio de-

—No siga — cortó tajante Pierre—, ya veo que han metido las narices en mi vida.

—Cierto — confirmó con enorme tranquilidad Moreau. — Su carrera policial en los Pirineos Atlánticos es brillante Etcheberry, y sus dotes de deducción son destacados en todos los informes policiales que hemos recibido, no sólo de su comisario. Además domina el alemán, de hecho es su lengua materna, lo cual es poco menos que fundamental para nuestro propósito. — Moreau dejó que sus palabras formaran un sedimento de confianza en Pierre. Al poco prosiguió.— No le estamos pidiendo que detenga a un simple delincuente, queremos que nos ayude a evitar una guerra larga y sangrienta y con ella la muerte de miles de inocentes.

Pierre pensaba en lo irónico de la situación, y se hubiera desternillado de risa si no fueran tan dramáticas las consecuencias. Irónico porque casi veinte años antes, a su regreso de Africa, se refugió en Bayona en un intento por huir de la primera línea de fuego en la vida, de una ciudad como París, de una responsabilidad como la que le estaban proponiendo en ese momento, convertirse en el centro del mundo, en una pieza vital de la que dependía que siguiera `prevaleciendo la razón sobre la locura, la civilización sobre la barbarie. Comenzó a sudar pero su piel se mantenía fría; necesitaba una dosis de cristales. Logró recomponerse y habló entrecortado, con una voz carraspera.

—Necesitaré tiempo para pensar en su propuesto, señor Moreau. Es una enorme responsabilidad y no sé si estoy a la altura para responder a sus expectativas.

—¡Tiempo es lo que no nos queda! — Moreau cerró el puño como si intentara estrangular sus propias palabras. Se inclinó hacia Pierre y éste le pudo ver los ojos que por fin se habían atrevido a asomarse bajo los párpados flácidos y rendidos por la edad. Eran ojos fríos y autoritarios. — Le vuelvo a repetir que si no actuamos ya, la suerte de Europa está echada. Permítame. — Moreau sacó un sobre blanco de uno de sus bolsillos. — Partirá el jueves con el primer tren a Berlín. Sabemos que nuestro blanco abandonó París hace unos días y que ya se encuentra en Alemania. En este sobre encontrará el billete de tren, alguna información sobre el individuo en cuestión, informes sobre sus últimas operaciones y 1.000 francos para sus gastos.

—Con todos mis respetos, señor Moreau, le he dicho que necesito un tiempo para pensar.

El inspector no se movió de su butaca. Necesitaba abandonar aquel cuarto, pasear por las calles, zambullirse en el frescor del aire matinal, regresar a su anonimato. Tras unos segundos, largos y tensos, Moreau se acercó aún más a Pierre, tanto que el inspector pudo notar su aliento perfumado a madera seca y escasamente dulce del tabaco. Abrió la chaqueta de Pierre con un dedo e introdujo el sobre en su bolsillo interior.

—Tómese todo el tiempo que quiera hasta el jueves a las 8,45 de la mañana, cuando sale el tren que le llevará a Berlín. — Moreau giró y se dirigió hacia la puerta por la que Pierre había entrado en la sala. — Una vez allí — prosiguió—, le contactará un compañero quien le dará nuevas instrucciones, quizás para ese momento sepamos más de nuestra pieza de caza. — Y abriendo la puerta le ofreció a Pierre una sonrisa postiza y poco franca. — Bienvenido a la Police Spéciale, inspector Etcheberry. No se preocupe por contactarnos, nosotros lo haremos cuando sea necesario. — Pierre se levantó de la butaca y se acercó hasta su superior. No dijo nada, ambos hombres se miraron con fijación a los ojos. — Deshágase de ese individuo inspector y recuerde que esta operación solo la conoce el Presidente de la República, el Ministro del Interior y yo. De su éxito dependerá la paz en Europa.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Pierre presintió que había caído en una ratonera. Al otro lado Moreau permaneció inmóvil, cavilando si el inspector aceptaría o no su propuesta. Reconoció con rabia que aquel tipo había sido más duro de convencer de lo que había previsto y tal como le habían advertido, era un vasco cabezota. Cruzó la sala y entró en su despacho. Pidió una conferencia a la operadora y mientras esperaba despejó sus dudas recordándose que si había llegado hasta donde estaba era debido a sus dotes de análisis, lo que le permitía adelantarse a las decisiones de los demás. Al otro lado de la línea alguien respondió con una voz cruda, desprovista de color. En ese instante se abrió otra puerta en su despacho.

—Todo prosigue según lo establecido. Ya sólo nos resta hacer evidente a todo el mundo dónde se encuentra nuestro hombre y cuáles son sus intenciones—, explicó Moreau tanto a la persona que había contestado a su llamada como a la figura grande y oscura que en ese momento abandonaba las sombras y regresaba al despacho del jefe de la Police Spéciale, con un fino bastoncito en una mano y un enorme puro en la otra.