Palacio Táuride, Petrogrado, 24 de Abril (c.I.)
Grigory Zinoviev observaba el tablero de ajedrez abandonado desde hacía días cuando decidió junto con Lenin, posponer la partida hasta otro momento. Jugaba con las blancas y a vista de pájaro era evidente que mantenía una posición más débil, aceptó descorazonado. Lenin había arrancado con una agresiva defensa siciliana por lo que no debía esperar a que atacara, sería un suicidio, debía de poner resistencia en el centro del tablero lo antes posible, algo parecido, comparaba Zinoviev, con la situación ideológica de ambos dentro del movimiento bolchevique aquellos días inciertos. A su lado estaba sentado en una cómoda butaca Lev Kamenev. Repasaba las enmiendas del día anterior a la agenda de la Séptima Conferencia del Partido Bolchevique que se inauguraba en apenas una hora y en la que estarían presentes 131 delegados representando a 78 organizaciones del partido, incluidos el Soviet de Moscú, los Urales, Donbas, el área del Volga y el Cáucaso. El moscovita, judío como Zinoviev, limpiaba cada poco sus lentes y se peinaba con esmero su densa perilla. De pronto se inclinaba con frenesí y apuntaba notas al margen de las hojas. Eran los puntos de desacuerdo con Lenin, que habían sido aprobados por éste con pequeñas cruces al margen.
El ideólogo marxista paseaba de un lado a otro del despacho del Soviet de Trabajadores y Soldados de Petrogrado, en el Palacio Táuride. Repasaba una y otra vez su discurso de apertura de la Conferencia en su deseo por mejorar su deficiente oratoria y corregir sus problemas con las erres. Murmuraba cabizbajo y seguía el ritmo de sus palabras con fuertes pasos sobre el suelo de mármol. “El gran honor de comenzar la revolución ha recaído en el proletariado ruso. Pero el proletariado ruso no debe de olvidar que su movimiento y revolución son solo parte del movimiento y revolución del proletario mundial, que en Alemania, por ejemplo, está tomando cuerpo con cada día que pasa. Sólo desde este ángulo podemos definir nuestra tarea.” Y volvía a empezar remarcando las entonaciones con enérgicos movimientos del brazo derecho cerrado en un puño. Aquellas líneas condensaban el mensaje que Lenin quería transmitir a los delegados; había llegado el momento histórico de dar el paso e iniciar el proceso revolucionario socialista, lo que evitaría a su juicio que la revolución quedara anquilosada y reducida a una república de corte burgués. El poder dual era inadmisible y había que pasar cuanto antes todo el poder al Soviet, eliminando cualquier canal de apoyo al Gobierno Provisional.
La principal oposición a los planteamientos de Lenin había llegado de sus colaboradores más cercanos, como ya habían demostrado cuando presentó las Tesis de Abril. No solo Kamenev y el recién llegado de su exilio en Siberia, Alexei Rykov, se oponían a sus novedosos preceptos con el argumento forjado por los mencheviques de que Rusia no estaba preparada para una revolución socialista, también se les unió Karl Radek desde Estocolmo, y Zinoviev. El imprevisible Stalin se movía según soplaban los vientos. Para el judío ucraniano el error de su amigo Lenin era, en su fundamento, querer romper con la Alianza Zimmerwald de 1915 para formar un nuevo Comunismo Internacional. Lenin criticaba a los grupos antimilitaristas pacifistas europeos que habían fundado la alianza durante la primera conferencia internacional socialista celebrada en Suiza, su escaso esfuerzo en romper con los partisanos de la guerra a pesar de su propaganda pacifista. En los últimos días los dos amigos habían discutido con acritud por este motivo hasta que en su momento más encabritado, Lenin se dejó arrastrar por su explosivo temperamento y calificó las tácticas de su fiel amigo de “oportunistas y perniciosas”.
Era en estas circunstancias en las que Zinoviev recordaba de una lectura vieja de Stendhal que “solo los necios se encolerizan con los demás.” Pero esa calma no evitaba que calara a través de su piel la alteración por una incertidumbre aún mayor que la política. Según le contó Felix Dzerzhinski, el falso socialista alemán, Dimitri Këskula, había recibido un tiro y había desaparecido en las aguas heladas del Neva. Pero a pesar de haber enviado a varias patrullas de soldados fieles a rastrear el canal y la desembocadura del río, el cuerpo de Kesküla no había sido encontrado. Zinoviev dudaba del polaco. La versión de lo sucedido en Mariinsky en labios de Ransome era muy distinta a la ofrecida por Dzerzhinski. En algunos aspectos incluso resultaba hasta paradójica. Para empezar Ransome le había dicho que si aquel individuo con el que habló era en realidad un agente alemán, merecía mayor reconocimiento como farsante que los actores del celuloide; también le dijo que cuando huyó del Mariinsky, le pareció que Kesküla no huía sino que perseguía a otro hombre por las calles oscurecidas por la espesa noche. Ransome le dejó entrever dos cosas más. Primero el conocimiento por medio de los servicios secretos británicos, de una extraña e inquietante conversación que Këskula había mantenido con el embajador británico de cuyo fundamento incluso los agentes desconocían. Lo segundo atañía directamente a los bolcheviques, la manera poco sutil y nada eficaz en la que actuó Dzerzhinski. Un hombre de su edad y enfermo, ¿por qué no persiguió al agente alemán en un vehículo? ¿Por qué no ordenó que se quedara un soldado en lo alto del muelle mientras él descendía hasta el atracadero? ¿Por qué estaba tan convencido de la muerte de Kesküla cuando no se había recuperado su cadáver? Dzerzhinski contaba con las simpatías de Lenin y de otros miembros destacados del partido como Kalinin y Stalin, con los que compartía la defensa del uso del terror de masas como medio para aplicar las políticas de choque revolucionarias, y buscaba con acciones como el asesinato del agente alemán, un prestigio de autoridad y mando que le condujera al cargo de jefe de la seguridad interna del partido bolchevique.
—Amigos míos — dijo Kamenev mientras doblaba las páginas con la agenda de la Conferencia y las guardaba en un bolsillo de su chaqueta—, solo con el primer punto de debate, la situación actual, la guerra y las relaciones con el Gobierno provisional, podríamos estar reunidos durante días, ¡durante semanas!
—¿Tan enconada será tu oposición a mis tesis? — preguntó con cinismo Lenin mientras arrojaba sobre la mesa las páginas de su discurso inaugural.
—Y solo tenemos cinco días — apuntó Zinoviev sin escuchar a su amigo.
—¿No os dais cuenta de la importancia de quién es el que controla al Gobierno provisional? — preguntó Lenin en su posición habitual, con los dedos gordos bajo las axilas. — No somos blanquistas, no queremos el poder controlado por una minoría, son los trabajadores y los soldados, el Soviet, el que debe de controlar ese órgano de gestión y no la burguesía-
—Lo entendemos Lenin, lo entendemos — le cortó Kamenev mientras se ponía de pie ayudado por su bastón de caña. — Pero solo los más estúpidos son incapaces de reconocer sus debilidades, y nosotros por el momento somos débiles, nuestro partido no puede ejercer el poder. Dudo que la clase trabajadora apoye una revolución socialista a la que solo se llegará a través de las armas, ni siquiera Europa está preparada para una revolución socialista.
—¡Esta ciudad huele a revolución, camaradas, este país huele a revolución, como olía París en 1871! — gritó Lenin.
Kamenev escuchó triste y compungido a su amigo. No iba a perpetuar aquella discusión, ya habría oportunidad de responder a la pasión de Lenin desde la tribuna de oradores, primero en la Conferencia y en las próximas semanas en el Primer Congreso de Soviets. En silencio, saludó a sus dos amigos y abandonó el despacho. Zinoviev vio que aquel podía ser un buen momento, sin terceros, para expresar a Lenin sus temores.
—Tengo el presentimiento de que Dimitri Kesküla sigue vivo.
Lenin, menos tenso, se sentó sobre la mesa de trabajo.
—¿Solo porque no ha aparecido su cuerpo? Cuántos mendigos y suicidas desaparecen en el Neva cada año y sus cuerpos no son recuperados nunca. Docenas.
—Lo sé. Es solo un presentimiento.
—Además — apuntó Lenin con el deseo de poner fin a la estúpida inquietud de su amigo—, ha sido identificado y si ha sobrevivido habrá huido a su casa. — Al lado de Zimmerman, pensó Lenin recordando el encuentro en Berlín al que asistió Dimitri Këskula. — No creo que tenga mucho sentido que continúe en Petrogrado. Su única labor era la de informar de nuestras decisiones a Berlín y en último caso, torpedear el bolchevismo para evitar su entrada en Alemania.
—Cabe la posibilidad de que busque la venganza. — Zinoviev no sabía cómo expresarle a su amigo su temor excepto de la manera más cruda y directa. — Deberías de extremar tu seguridad.
Lenin guardó silencio mientras calibraba su respuesta. Las últimas semanas habían sido muy densas y complejas, la falta de horas de sueño y la acumulación de problemas, había comenzado a mellar su rostro, en el que brotaban unas ojeras pardas y colgantes bajo sus ojos mongoloides; sus pómulos sobresalían y hundían las mejillas sobre las que se dibujaban ya un laberinto de arrugas. Miró al suelo durante unos segundos y al tiempo que, lentamente, alzaba la cabeza, habló pausado y con media sonrisa en sus labios.
—Si crees que significa una amenaza y que su nuevo propósito es asesinarme, debería de ponerse a la cola de todos aquellos que quieren el mismo fin para mí. — Zinoviev sonrió al atrevido comentario de Lenin. — Estoy rodeado de fieles colaboradores y amigos como tú, de la Guardia Roja, viviendo entre cuatro paredes y viajando en vehículos blindados que no me permiten ver las calles y las gentes de la ciudad a la que he regresado tras años de exilio. ¿Necesito de verdad más seguridad? Nadie estaría suficientemente loco como para intentar asesinarme. — Zinoviev comprendió que Lenin no tenía la intención de dedicar ni un segundo más a pensar en su seguridad. — Además, para tu tranquilidad, he ordenado a Felix que organice la seguridad durante la Conferencia.
—No me fio de las habilidades de Dzerzhinski, está enfermo y-
—Si no confías en él—, le interrumpió Lenin con gravedad—, no confías en mí.
Zinoviev concedió que Lenin podía estar en lo cierto y lo suyo solo eran suposiciones y temores infundados por los tiempos tan agitados que vivían. Era cierto que había interés en muchos frentes en que Lenin se convirtiera cuanto antes en un cadáver, en muchos despachos de los países aliados, entre las fuerzas políticas rusas que conformaban el Gobierno Provisional y en las filas del propio partido bolchevique. Pero era cierto que a Berlín no le interesaba, al menos por el momento, reflexionó el ucraniano. Sin embargo, como ocurría en el ajedrez, se mantendría tres jugadas por delante de su amigo y de Dzerzhinski en previsión de un posible magnicidio.
El ‘brush’ de la línea 4 apenas transportaba viajeros en aquella avanzada hora de la mañana. El grueso de trabajadores se había trasladado ya a sus puestos de trabajo y en el vagón rojo burdeos del sistema de tranvía de Petrogrado, apenas viajaban varias mujeres de tez descolorida y un soldado y su novia que, muy juntos, miraban lánguidos los zapatos de un hombre de mediana edad sentado al otro lado. Este se había forrado con un abrigo negro prestado por alguien más corpulento que él, con un sombrero blando de fieltro, anteojos y espesas barbas blancas. Daba un severo repaso a la edición del día del periódico conservador moscovita, ‘Utro Rossii’. Solo apartó sus ojos del periódico cuando el ‘brush’ cruzó el Neva por el puente Liteiny. Giró su cuerpo para observar con aprensión los trozos de hielo arrastrados por la corriente del río como trozos de piel en un proceso de muda. Cerró los ojos y apretó el diario con el que se ocultaba de los pasajeros sentados en la otra bancada de madera.
Markus Breslaver había sentido por un instante el quemazón en su piel por el intenso frío de las aguas. En los últimos días no había sido capaz de borrar de su recuerdo la desesperación por encontrar alguna luz en la superficie tras caer y romper el hielo del Neva. Golpeaba el hielo con el puño mientras era arrastrado río abajo por una suave corriente. Con cada golpe sentía una mayor presión en sus pulmones, una somnolencia que debilitaba sus esfuerzos. Aún sujetaba en la mano la pistola con la que había apuntado a Pierre Etcheberry. Iba a ser su última oportunidad, se recordó pensando. Disparó y la bala logró rajar el hielo con un impacto sordo, suficiente para crear un boquete por el que pudo introducir la mano y sujetarse durante los segundos que le llevó agrandar el hueco por el que por fin sacó la cabeza. Se deshizo del abrigo y se encaramó sobre el hielo con la fortuna de poder atrapar el cabo de un cipote que colgaba de una argolla del muelle. El aire frío que tragaba a puñados le hería las entrañas y un intenso dolor se fue apoderando de sus pies, tobillos, rodillas...Apenas había recorrido cinco metros. Se encontraba al otro lado del puente, donde el hielo volvía a ser más débil. Se arrastró hasta el lugar en el que había caído justo cuando dos individuos se llevaban el cuerpo malherido de Pierre. Le pareció que hablaban en inglés.
El inmueble 53 de la calle Malyy, de cuatro plantas y un bajo, se había pintado en color ocre y mostraba unos descuidados jardines a su derecha. En su primer piso destacaba un balcón cerrado y sobre él, en el segundo piso, uno abierto y rodeado con una bella barandilla de hierro forjado. Salvaguardando estos aderezos, el resto del inmueble no revestía mayores características que lo hiciera destacar del resto de aquella larga avenida. En el primer piso vivía la familia Vorobiov y en el segundo piso, Vasiliy y su esposa Monika, guardaban un radiotelégrafo inalámbrico y todo un estudio de fotografía y de copia de documentos. El nombre natural del marido era Maximilian Oehler, un tirolés de Alpbachtal, su esposa era polaca y los dos servían a la inteligencia alemana en Petrogrado. Vasiliy trabajaba desde hacía tres años como cartero del servicio de correos especial integrado en el Ministerio del Interior. En su zona de distribución, organismos públicos en su mayoría, se incluía el Almirantazgo, uno de los centros militares más importantes para la Wilhelmstrasse en Berlín y en donde Vasiliy había logrado forjar una estrecha amistad con los ujieres del edificio, con los que compartía té o un vasito de kvas todas las mañanas cuando realizaba la distribución del correo. Cuando caía en sus manos algún plano de un nuevo avance tecnológico para los buques militares o la distribución geográfica de alguna flota de la Armada rusa, por la noche Monika copiaba los planos y a la mañana siguiente un hombre de negocios danés que comerciaba con antigüedades religiosas rusas, por lo que realizaba frecuentes viajes a Copenhague, lo transportaba hasta su país y desde allí a Berlín. Markus pasó varios días en compañía del matrimonio Vorobiov. En uno de los comunicados recibidos de Berlín, el coronel Walther Nicolai, jefe del Abteilung IIIb, le ordenó su regreso inmediato tras haber sido identificado. Su presencia en Petrogrado solo podía afectar negativamente los intereses del Reich en Rusia, por lo que su misión quedaba cancelada desde ese momento.
Markus sintió cómo se deslizaba una mano lívida por entre su cuello y el abrigo. Era el viento frío procedente del Golfo de Finlandia, una sensación incómoda muy parecida a la que sentía cuando se planteaba regresar a Alemania. Su país sufría un agudo desmoronamiento económico y social. Desde que en diciembre pasado fracasara el último intento de paz — la paz a cambio de los terrenos conquistados en Francia y Bélgica—, la esperanza entre la población de alcanzar cuanto antes un fin a las hostilidades y a su penuria, había desaparecido. El bloqueo naval británico había llevado hambre a la población. Para alimentarse se recurría a sucedáneos como pasteles de tréboles, harina de castañas, y café de cebada tostada y de higos. El hambre llevó revueltas sociales y las revueltas sociales a la formación de consejos de trabajadores en las factorías, al estilo de los soviets rusos, en donde triunfaron los espartaquistas como Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, y con ellos las convocatorias de masivas huelgas. La oposición a la guerra era cada vez mayor, meditaba Markus, y pronto la rabia del pueblo se dirigiría contra sus gobernantes y militares. No había futuro en su país, no había finalizado la guerra aún y la posguerra ya se había implantado con su carga de venganza y miseria entre la población hambrienta alemana. No quedaba nada en Alemania por lo que luchar, del mismo modo que durante años no hubo nadie en su vida por quien abandonar su odio contra el resto de los humanos.
Porque la irrupción de Pierre en su vida había devuelto aquellos sentimientos de identidad que poseyera de niño en Silesia y que había perdido a lo largo de su oscura y abyecta vida. Podía haber sentido un profundo odio, un intenso deseo de venganza y sin embargo, inexplicablemente, era afecto y atracción lo que de verdad sentía por el capitán vascofrancés. Si hubiera podido hablar con él aquella noche a orillas del Neva, quizá, se emocionaba Markus presintiendo el estruendo de una carga de caballería en su corazón, hubiera podido poner fin a su destierro de entre los humanos. Pero le fue negado ese instante, como le fue negado con anterioridad otros derechos. Por lo tanto seguiría siendo Markus Breslaver, agente de la IIIb, conspirador, apátrida, traidor, sicario y genocida, un ente anónimo carente de sentimientos. El furor de toda una vida había desolado su interior hasta convertirlo en un arenal frío y carente de luz. Abandonó el pozo negro de su interior, encerró entre cadenas y candados los recuerdos luminosos de sus primeros años de vida y regresó decidido — pero con la mirada borrosa por unas lágrimas resecas—, y sin sentir el cansancio por el profundo ascenso, hasta la gruesa y áspera superficie del presente. En sus bolsillos quedaron como granos de arena, los restos de un inconfesable remordimiento.
Por lo tanto Markus se concentró en la operación que había estado planeando desde los últimos días, un crimen que podía responder a los intereses imperialistas y oligárquicos pero del que se eximía de toda responsabilidad moral porque en su particular catecismo criminal no existían las excepciones. Por el hecho de que aquella muerte beneficiara a algunos, no estaba dispuesto a renunciar al placer de ser verdugo. Que el embajador británico pensara que el atentado estaba siendo cometido por un agente francés facilitaba su decisión de seguir adelante. Ya se encargarían los otros agentes alemanes en Petrogrado de difundir que el asesino era un agente al servicio de Francia, un país aliado. La muerte de Lenin fortalecería el bolchevismo, derribaría al Gobierno Provisional y la revolución socialista triunfaría en Rusia, abandonando inmediatamente la guerra. El insensato capricho del embajador británico le costaría caro a su país. En el futuro y una vez infiltrado en el servicio secreto británico, componía Markus, le sería muy fácil convertir en víctimas a todos aquellos que planearon y le pagaron por descuartizar Europa, los mismos que le habían llevado hasta ese tranvía que recorría las calles de Petrogrado y cuyo trayecto pasaba muy cerca del Palacio Táuride.
Si Markus Breslaver no hubiera estado absorto indagando en su interior y rebuscando entre la chatarra de su vida, habría presenciado cómo una figura familiar se apeaba de un taxi a su paso por la avenida Shpalernaya, a unos doscientos metros del palacio. Pierre Etcheberry andaba con dificultad, ciertos movimientos aún le resultaban dolorosos a pesar de que las curaciones con ungüentos a base de hierbas y aceites, y las sopas de la vieja Svetlana Petrova habían obrado una rápida recuperación. Podía haberse aproximado más al palacio, pero el taxista se negó ante la muchedumbre que se agolpaba en los alrededores del antiguo edificio de la Duma. Un gentío compuesto por las esposas de los soldados que se manifestaban en contra de la guerra, de jóvenes estudiantes entusiastas, obreros de mirada hosca y atrevida e intelectuales de aire desmedrado, todos ellos atraídos diariamente hasta aquel magnífico edificio para ser testigos de los históricos acontecimientos que se sucedían desde hacía unas semanas, en resumen, hombres y mujeres de ojos hundidos y huesos recios, angulosos, con el punto de soberbia que aflora en las caras de aquellos que sienten que por fin la historia se está moldeando con sus actos y decisiones. Entre aquel tumulto un soldado mal uniformado repartía desde un furgón con la puerta trasera abierta, copias del ‘Izvestia’, el órgano de prensa del Soviet.
Todo iba sobre ruedas, se tranquilizó satisfecho Pierre, aunque lo más difícil estaba por llegar. Por la mañana los ‘hermanos Karamazov’, como había bautizado a los guardaespaldas de Karsávina, se habían ausentado de la dasha, lo que fue aprovechado por el capitán vascofrancés para abandonar aquel lugar bajo la indiferente e inexpresiva mirada de la vieja Petrova. Se sintió con fuerzas para llegar hasta el apeadero de la línea de tren que le llevaría hasta Petrogrado. Desde la Estación Nikolayevsky tomó un taxi hasta las inmediaciones del palacio, donde, por su modo de vestir occidental, atraía las miradas esquivas y suspicaces de los allí congregados.
Pierre deseaba poner fin a su persecución humana cuanto antes por dos motivos. Por un lado el recuerdo de Annais era cada día más poderoso y su ausencia insufrible. Había puesto su vida en peligro y por lo tanto había traicionado a su amada. Ese verbo no entraba en el léxico del capitán vascofrancés. Por otro lado, desde el encuentro en los bajos del puente del Neva, sentía que su furioso instinto de venganza por el dolor y la muerte vomitada sobre la tierra por aquel monstruo, se estaba erosionando, estaba perdiendo la rudeza de sus formas y se estaba redondeando, paulatinamente desapareciendo. No entendía la génesis de aquella transformación, ni siquiera era aceptada por su razón y sin embargo estaba sucediendo, por lo que tenía que entrar en contacto con él sin demora, antes de que la venganza se convirtiera en perdón, o peor, en indiferencia.
También había reflexionado una vez más sobre cuál era el papel de Karsávina en los sucesos de los últimos días. No tenía dudas de que seguía sirviendo a los intereses de la Rusia burguesa y zarista, si no como miembro de la Okhrana por la ausencia de los zaristas ante la desaparición de Nicolas II, sí colaborando con el gobierno burgués de Lvov, un mal menor para su país, como así juzgaba la bailarina. Pero también seguía sirviendo a los intereses británicos. Sin duda el estrambótico embajador Buchanan le había prometido a cambio de ciertos favores, un cómodo exilio en Londres en caso de que triunfara la revolución. ¿Qué fue lo que le dijo sobre él a Arthur Ransome? Otro individuo ambiguo e inteligente que del mismo modo trabajaba para los británicos como para los bolcheviques. Pierre quería creer que Karsávina le dijo a Ransome la verdad, que él era un agente francés en busca de un asesino alemán. Pero la verdad era un bien de escasa presencia en aquellos tiempos...extraños, como decía Karsávina. ¿Y si le dijo que él era el agente alemán? Porque la reacción de Ransome en el Palacio Mariinski fue en todo momento muy sospechosa, pensaba Pierre, mirando incómodo por los ventanales del palacio, sin duda buscando a los soldados bolcheviques, los mismos que intentaron acabar con su vida. Y por eso le conminó a que abandonara el Palacio, para ser acusado de agente alemán ante los manifestantes y... ¡Diablos!, exclamó Pierre tras encadenar todas los sucesos ocurridos aquella noche. Si era así, tenía que entregar a B-15 a los bolcheviques antes de que éstos le confundieran con el alemán y le fusilaran sin darle tiempo a explicarse. En el Palacio Táuride encontraría al alemán, preparando el asesinato de Lenin. Le reconocería al instante ya que él mismo se delataría.
Pero no hubiera hecho falta llegar hasta el interior del palacio. Si en ese momento Pierre hubiera mirado a sus espaldas. Habría visto que un individuo de barbas blancas, anteojos y un abrigo grande y raído, caminaba unos metros por detrás de él en dirección al palacio en aquel día en el que se inauguraba la Conferencia bolchevique.
La simple elegancia de la fachada del palacio, en la que únicamente destacaba el atrio de las seis columnas, contrastaba con la elaborada y exquisita decoración de su interior. Su recepción mostraba una cúpula falsa, decorada de tal manera que parecía tratarse de un seno arquitectónico, y sus paredes mostraban unos dibujos que, en otro engaño óptico de enorme oficio, parecían relieves tallados de figuras humanas, como el cuadro ‘Misión de Aquiles’. No era muy distinta la enormidad de la misión que se había trazado Pierre aquella mañana a la que se entregó el héroe de la guerra de Troya.
El ala izquierda del palacio había sido el lugar elegido para establecer el Soviet de Representantes de los Trabajadores y Soldados de Petrogado. El Salón de Recepción y el enorme Salón Catherine, apenas separados por gruesas columnas blancas, era en realidad un único espacio caótico, abarrotado por una muchedumbre ruidosa que fumaba y discutía de manera acalorada en corros de mil tamaños distintos y tan apretados que apenas se podía desplazar entre ellos. Se trataba de una multitud compuesta fundamentalmente por los delegados de todos los Soviets de la Rusia bolchevique, políticos representando a las facciones socialistas que se englobaban en el movimiento revolucionario, militares hambrientos y lisiados por la guerra que representaban a todos los Ejércitos, no solo rusos, sino también de Lituania, Estonia, Letonia, Polonia y Finlandia, así como representantes de los Soviets de las fábricas de la ciudad y del campesinado. El punto central de todas las discusiones era la irrupción de Lenin con sus propuestas y maneras distintas de proceder tras la revolución de febrero. Pero las reverberaciones en los grandes salones aumentaban el tono de las voces, lo que hacía prácticamente imposible que pudieran entenderse unos con otros. En vista de aquel espeso caldo burbujeante parecía imposible pensar que el objetivo de la Conferencia, hallar una única línea política para todo el Partido, una sola voz con la que hablar, fuera a tener éxito.
Pierre se sorprendió por la facilidad con la que había accedido al Palacio. Varios miembros de la Guardia Roja, empleados de la factoría Vulkan armados con fusiles Mosin-Nagant de la Remington Arms, con brazaletes rojos, papakhis y grandes abrigos grises, merodeaban alrededor de la entrada al Palacio, a pie o a caballo, en previsión de que se celebraran manifestaciones de cadetes o zaristas con el propósito de boicotear la Conferencia. Las dotes como inspector de policía ayudaron a Pierre a poder identificar sin miedo a equivocarse y a pesar del hormigueo de presentes, a varios individuos que velaban por la seguridad de los políticos. No eran muchos y resultaban ser muy poco profesionales. Pierre buscaba unos ojos entre aquel enorme garabato de caras. Estaba convencido de que si los volvía a ver los reconocería al instante. Eran tan familiares que Pierre no podía evitar un intenso desasosiego — pero ya no era odio visceral, como unos meses antes—, cada vez que los recordaba. De pronto y mientras el capitán vascofrancés intentaba navegar por aquel oleaje humano, unos jóvenes adolescentes vestidos con pantalones bombachos de satén azul y medias blancas, aparecieron por entre las columnas e hicieron sonar unas campanitas, momento en el que la muchedumbre inició una migración pausada hacia el hemiciclo en el que hasta hacía tan solo unas semanas se habían celebrado las sesiones de la Duma. Los delegados fueron ocupando todos los escaños, hasta llenar los pasillos y corredores del hemiciclo, mientras que el público en general abarrotaba los balcones del primer piso.
Pierre luchaba contracorriente para no ser arrastrado. En ese forcejeo recapacitó sobre su idea inicial de advertir a los bolcheviques sobre la presencia de un agente alemán. Su presencia en aquel lugar, pensó Pierre, era exclusivamente para dar caza a B-15. Si alertaba a los bolcheviques lo único que lograría sería su detención. Los rusos no estaban dispuestos a escucharle, su objetivo revolucionario dominaba su voluntad y sus actos. Alteró su estrategia y a partir de ese momento se dejó arrastrar hacia el interior del hemiciclo, pasando lo más inadvertido posible.
Si B-15 pretendía asesinar a ese tal Lenin, lo haría ante un público tan nutrido y entregado como aquel. Era un exhibicionista y no dejaría pasar la oportunidad de mostrar sus dotes asesinas y criminales ante el mundo. Aquella escenografía, con la tribuna presidencial y de oradores frente al patio semicircular de escaños y los balcones del primer piso rebosante de público, le recordaba al suceso ocurrido tres años antes en la Opera de París, cuando B-15 a punto estuvo de ejecutar sobre el escenario al embajador alemán Wilhelm von Schoen, en presencia del público que había asistido a una representación de ‘Midas’, en la que actuaba Karsávina. Recordaba el informe escueto y poco policial que le entregó Moreau en el que se indicaba que el asesino apareció por un lateral de la tramoya, con la cara tapada, que atrapó al embajador y lo arrastró hasta el centro del escenario donde pretendía ejecutarlo con un tiro en la cabeza. Pero se consideraba un profesional, meditó Pierre, y no repetiría el modus operandi para cometer su nueva obra de arte. Había descartado una bomba, era un tipo de asesinato chapucero y vulgar en el que el autor no podía colocar su firma de artista; un tiro desde la sala en la que se encontraba o desde uno de los balcones sería un suicidio, ya que al instante sería atrapado y ejecutado por una multitud sedienta de actos violentos en nombre de la revolución. ¿Y si había planeado que el autor del crimen fuera otro como ya había ocurrido en Biarritz y en Sarajevo? No contaba con colaboradores en un número suficiente para organizar algo parecido, recapacitó Pierre. No, él sería el autor. Y estaría muy cerca de su víctima, con la arrogancia que le había caracterizado siempre, oculto tras algún disfraz y con el plan de huida trazado y muy seguro. Por lo tanto, pensó Pierre, en estos momentos solo podía estar en un lugar: los corredores por los que desembocaban aquellos que se sentaban en la tribuna presidencial y que exhortarían sus mensajes a los delegados.
Avanzó por un pasillo del hemiciclo y justo a la izquierda de la elevada tribuna presidencial vio una puerta, casi oculta por una gruesa cortina bermellón. Estaba abierta y en efecto conducía por una escalera hasta los intestinos del Palacio.
Lenin abandonó el despacho habilitado para él en el Soviet en compañía de Zinoviev. En la puerta se les unió Felix Dzerzhinski, que llevaba horas haciendo guardia en compañía de varios soldados. El polaco había olvidado por completo lo sucedido unos días antes cuando persiguió hasta darle alcance al maldito alemán Dimitri Këskula. Su declaración de que éste había perecido al caer en las aguas heladas del Neva, había puesto según él, punto final a aquel capítulo, un bochornoso suceso que no se repetiría si un día él lograba controlar la seguridad de un futuro estado bolchevique. Bastaba con aplicar una férrea política policial y un estricto control de los individuos basado en el terror.
Zinoviev por el contrario mantenía su presentimiento inicial de que Këskula había sobrevivido, y aunque confiaba que para esas horas habría regresado ya a Berlín, sospechaba que no era de los tipos que se rinden con el primer contratiempo. Recordaba su manera de observar en silencio cuando se trataron en Suiza y posteriormente cuando convivieron en el tren que les condujo a Petrogrado, frío y ajeno a los demás, con la excepción de Alexander Helphand, ‘Parvus’, e Inessa Armand.
Su preocupación por la seguridad de Lenin contrastaba con su deslealtad intelectual, fruto de la diferencia en la percepción del proceso político que debería de adoptar el bolchevismo a partir de ese momento, y que le llevó a tramar junto a Kamenev la más férrea oposición durante el tiempo que durara la Conferencia. Zinoviev temía que el principal objetivo de Lenin era apoderarse del partido una vez elegido para el Comité Central. Poder dentro de un partido político sin poder, pensaba con cinismo el ucraniano. Lenin tenía otro objetivo, anacrónico y desconcertante, convertir a Rusia en la Comuna de París de la que Karl Marx había sido testigo y sobre la que había teorizado. Aquellas dos perspectivas descabelladas, con Lenin como común denominador, habían sumido a Zinoviev en un estado mustio, receloso, desganado, un estado que por otro lado no era nuevo en la vida del judío ucraniano. Había comenzado a sentirse así al poco de llegar a Petrogrado, cuando las manifestaciones en contra de Lenin, al que le acusaban de agente alemán, y por ende a todo el bolchevismo como un instrumento del Káiser Guillermo, se repetían por las calles de la ciudad. Con cada grito, Zinoviev regresaba hasta el día en el que el tren que les transportaba a Rusia se detuvo en Postdam durante todo un día, cuando Lenin y Këskula desaparecieron durante varias horas y a su regreso no dieron explicación alguna de dónde habían estado ni lo que había sucedido.
Por todo aquello le resultaba difícil desligar la sospecha de su criterio. Para colmo, el arrogante Dzerzhinski se pasaba las horas pegado al culo de Lenin, con el gesto autoritario de los que presumen falsamente de una responsabilidad incuestionable. Su presencia era suficiente para sentirse amenazado.
En ese instante, y a pesar de su estado de confusión, Zinoviev vio en el otro extremo del pasillo por el que se dirigían, a un individuo que se aproximaba. No dudó un instante, con la misma precisión y convicción que mostrara unas semanas antes en la Estación Finlandia, Zinoviev identificó a Këskula.
—¡Es Këskula! — gritó Zinoviev y le apuntó con el brazo muy extendido. — ¡Detengan a ese hombre!
—¡Maldita sea! — se quejó entre dientes Dzerzhinski. — ¡Alto!—, gritó. Un combinado de vergüenza y de furor se dio cita en su rostro, encarnando lo que antes era una palidez insana. Ordenó a los dos soldados, que escoltaran a Lenin y a Zinoviev hasta el hemiciclo, desenfundó su Nagant M1895 y se lanzó en persecución de Pierre. Este no se lo pensó dos veces, giró sobre sus talones y regresó por donde había llegado hasta allí, sorteando el gentío y tan rápido como se lo permitió su débil estado físico.
Lenin hubiera querido expresar a Zinoviev su sorpresa y reconocer que se había equivocado, pero su voz no lograba modular la palabra perdón. Zinoviev sabía lo mucho que le costaba a su amigo reconocer sus errores por lo que le ayudó a pasar el mal trago.
—Continuemos Lenin, los delegados del partido te esperan.
Aquejado de dolores por todo el cuerpo y dando trompos en su huida, Pierre se maldecía por lo estúpido que había sido al creer que aquellos revolucionarios dominados por la intransigencia, le hubieran escuchado y aceptado sus garantías de que él no era el espía alemán que buscaban. Huiría de allí, abandonaría su venganza personal, la cacería humana a la que se había dejado arrastrar por su pasión y regresaría junto a Annais. Abrió la puerta que daba al hemiciclo y se dio de narices con dos agentes de la seguridad interna bolchevique, muy jóvenes, parapetando su miedo tras la simbología revolucionaria, una ligera perilla y bigote y tocados con kubankas negros que ensombrecían sus ojos, y correaje de cuero sobre sus recién lavadas casacas blancas. Uno de ellos le apuntaba con mucha discreción con un revolver. Sería fácil deshacerse de los dos muchachos, mucho más asustados que él, pensó el capitán vascofrancés. Sin embargo a su espalda agonizaba Dzerzhinski, sin aire en sus pulmones y gritando con dificultad consignas en ruso. Al instante se personaron varios miembros de la Guardia Roja. Pierre, como si se tratara de un prisionero de guerra se identificó a Dzerzhinski.
—Mi nombre es Pierre Etcheberry, capitán del Ejército de la República de Francia. Persigo a un terrorista alemán que se propone atentar contra la vida de su líder.
—Ahórrate las mentiras Këskula — respondió el polaco en un francés defectuoso. — Tenías que haber muerto hace mucho tiempo, pero esta vez me encargaré yo personalmente de verte bajo tierra.
—¡Se está confundiendo señor! ¡Soy un militar de un país aliado de Rusia y exijo un trato acorde a mi rango militar!—, protestó Pierre.
—¡Usted no es más que un loco y un arrogante al presentarse en el Soviet con el propósito de cometer un asesinato!—, le respondió con desprecio Dzerzhinski. Pierre cambió de táctica.
—No voy armado. — Pierre se tocó los bolsillo y el joven bolchevique le presionó en la espalda con el cañón de su revolver.
Dzerzhinski no se iba a dejar embaucar tan rápido por un maldito espía alemán.
—Ya tendrás oportunidad de responder a todas nuestras preguntas cuando te interroguemos a fondo antes de tu ejecución. — El polaco hablaba con los ojos muy achinado y afilando su nariz recta y puntiaguda con un repetido tic nervioso.
Dzerzhinski no quería llamar la atención de los delegados sobre lo que estaba ocurriendo en un extremo del hemiciclo, por lo que dio unas órdenes a los dos jóvenes bolcheviques para que condujeran a Pierre encañonado fuera del salón de plenos.
Un ujier de aspecto avejentado, de barbas blancas y lentes redondos, había observado con especial interés la persecución y detención de Pierre. Este había pasado a su lado perseguido por el psicópata de Dzerzhinski. ¿Por qué el estúpido de Pierre tenía esa facilidad para meterse en líos y estar siempre en los lugares incorrectos? Nunca hubiera podido huir de aquella ratonera vestido como estaba y controlado por Dzerzhinski y la Guardia Roja. Lenin y Zinoviev continuaron camino del palco de la presidencia y de la tribuna de oradores. Ninguno de los dos se fijó en los ojos del ujier, en aquella mirada inexpresiva, desapasionada, acostumbrada a mirar lo más miserable del ser humano. De haberlo hecho, los dos habrían reconocido a Dimitri Këskula bajo las ropas del ordenanza, al que Markus había roto el cuello unos minutos antes. Ahora esperaba a que Lenin ocupara la tribuna de oradores.
Mientras escampaban los aplausos Lenin aprovechó para lanzar una mirada autoritaria a los delegados y al público presente en el hemiciclo. Zinoviev le había aconsejado que jugara con los tiempos, que hiciera esperar a su público por sus palabras. Lenin no necesitaba notas, su prodigiosa memoria le ayudaba a poder hablar en público por horas sin mirar ningún papel. Su figura, de escaso volumen y oscura, se recortaba sobre el marco vacío de un cuadro de enormes proporciones. Sólo unas semanas antes había sido retirado el retrato de cuerpo entero del depuesto Zar Nicolas II y ahora, ese hueco, como el que queda cuando se extirpa una muela podrida, Lenin pretendía rellenarlo con su pensamiento revolucionario, en otras palabras, arrebatar la autocracia de la memoria colectiva con su autoridad. “Camaradas, nos hemos reunido en la Primera Conferencia del partido proletario en medio de una revolución en Rusia y una revolución mundial en desarrollo.” Lenin mascullaba en su interior las primeras líneas de su discurso. En ese instante se le aproximó el ujier, andando con pasos lentos, y algo encorvado. En sus manos llevaba una pequeña bandeja de plata con un vaso de agua.
—Camarada Lenin—, le dijo mientras depositaba el agua en el estrado.
—Gracias—, respondió el político sin mirar al ordenanza.
Pierre estaba siendo escoltado fuera del edificio cuando, por un segundo, alzó lo ojos y se encontró con los del ujier. Sintió lo más parecido a una leve descarga eléctrica en su cerebro. Aquellos ojos eran inconfundibles, los reconoció a pesar de las barbas y de las lentes. Eran los del agente B-15.
—¡Es él!—, gritó Pierre. —¡Es el agente que buscan!
Dzerzhinski se dio la vuelta pero no iba a caer en la trampa de apartar los ojos del detenido. Se trataría de alguna trama para huir. Pero Zinoviev que estaba siendo testigo silencioso de la detención de Këskula, observó por un instante al ordenanza. Efectivamente aquel no era el habitual en las sesiones del Soviet, era más joven, menos corpulento, más alto que ‘el moscovita’, apodo con el que conocían al viejo ujier. Aquel era un impostor, que proseguía su paso haciendo oídos sordos a los gritos de Pierre.
Pierre lo comprendió al instante. B-15 regresaba de estar al lado de Lenin...acababa de representar su gran acto ante un nutrido público.
—¡El agua! — gritó.
Zinoviev presintió lo que estaba ocurriendo.
—¡Alto! — le gritó al ujier. Este continuó hacia los pasillos interiores del palacio. — ¡Dzerzhinski, detenga al ujier, es un impostor!
Para ese momento la alarma se extendió entre las primeras filas del salón de plenos. Zinoviev se aproximó a Lenin que miraba confundido y le habló al oído.
—El agua, Lenin. — Este tomó el vaso y se lo acercó a la nariz. Olía a almendras amargas. Era cianuro. El ideólogo marxista le entregó el vaso a su amigo y éste lo arrojó sobre las maderas de la tarima. — Ahora comienza tu discurso sin más demora.
Dzerzhinski no perdió un segundo. No llegaba a entender qué diablos estaba sucediendo pero el comportamiento del ordenanza era en efecto sospechoso. Por otro lado no iba a dejar ningún cabo suelto en aquel enredo.
—Conduzcan a este hombre fuera del edificio y ejecútenlo.
Los dos muchachos se mostraron sorprendidos por la orden. Nunca habían fusilado a nadie y su única aproximación a la violencia habían sido varias semanas de inactividad en una trinchera sucia y embarrada, hasta casi enloquecer de hambre. Pero no podían vacilar en cumplir sus órdenes, ambos sabían lo que Dzerzhinski hacía con los que se negaban a obedecer, a ellos y a sus familiares. Apretarían el gatillo aunque les temblara el pulso de miedo.
Mientras tanto, varios soldados sentados en la parte más extrema del hemiciclo, alertados por los gritos de Zinoviev, saltaron de sus asientos y retuvieron a Markus. Este no opuso resistencia. Comprendió al instante que jamás habría logrado escabullirse del palacio.
Lenin comenzó a hablar y los delegados volvieron a prestar atención a su figura y a sus palabras. Se trataría, pensó la mayoría de los delegados que se percataron de lo sucedido, de otro incidente inexplicable de los muchos que tenían lugar aquellos días en Petrogrado.
Pierre volvió a girarse y pudo ver a B-15 cómo estaba iendo arrastrado por tres soldados delegados.
—¡Alto camaradas! — Arthur Ransome, acompañado por dos miembros de la Guardia Roja, había aparecido de sopetón y de una manera inexplicable había logrado un tono de voz y una presencia tan autoritaria que los dos jóvenes se pusieron firmes. — Contraorden de Dzerzhinski. Me tienen que entregar a este individuo ya que se trata de un espía al que hay que interrogar inmediatamente. — Los muchachos, fieles al polaco pero también a la disciplina del movimiento, conocían al periodista británico, siempre acompañado por cargos destacados del bolchevismo. Aun así, el miedo a Dzerzhinski era mayor que cualquier obediencia al protocolo o a la jerarquía.
—El camarada Dzerzhinski nos ha ordenado que escoltemos a este detenido hasta el bosque y le ejecutemos — apuntó uno de los jóvenes. A pesar de las protestas de Pierre, siguió hablando. — Deberá mostrarnos la contraorden que anule nuestra orden.
Ransome no quería perder los nervios pero sabía que sería una labor tenaz la de convencer a esos hombres y el tiempo jugaba en su contra.
—Joven camarada — le dijo—, creo que no sabe aún con quién está hablando. ¿Prefiere contradecir la contraorden en presencia del mismo Dzerzhinski para que sea él el que les meta un tiro por el culo? Su manera de actuar es antirrevolucionaria y burguesa.
—¿Qué sucede, camarada Ransome? — Un hombre joven de cara alargada, pálida, salpicada de protuberancias, de pelo muy negro y abundante, de nariz ancha y bigote caído en dos puntas muy simétricas, escrutaba la escena con autoridad.
—¡Ah, Koba! — Ransome se vio sorprendido por la presencia de Stalin, vestido con una casaca verde oliva de cuellos muy altos, pantalones bombachos negros y botas relucientes de media caña. — Hace unos minutos hemos detenido a Këskula y Dzerzhinski me ha dado la contraorden de conducir a este individuo a un lugar en el que interrogarle. El propósito de estos jóvenes es el de ejecutarle sin más. Se trata de un claro desacato a la autoridad de un superior.
—He oído la historia del tal Këskula, Zinoviev me lo contó—, confirmó Stalin en un precario francés y mientras clavaba sus minúsculos pero intensos ojos negros sobre Pierre, — pero siempre creía que se trataba de otra de las patochadas de ese judío. ¿Este hombre es un colaborador suyo, otro perro alemán?
—¡Yo no soy alemán! — protestó Pierre.
—¡Cállese! — le ordenó Stalin con un crujiente y feo acento georgiano. — ¡Ya tendrá oportunidad de hablar cuando sea interrogado!
Stalin conocía la ambición desmesurada de Dzerzhinski, por el que sentía una cierta simpatía, posiblemente, se decía Stalin, porque como él, sabía que era necesaria la coacción y el terror si se quería trasladar a la política el marxismo internacionalista.
—Camarada Ransome, —dictó con autoridad Stalin—, llévese a este hombre para que sea interrogado. Una vez se obtenga la información que buscamos que sea ejecutado.
Los dos soldados de la Guardia Roja que le acompañaba, grandes como dos osos, se hicieron cargo de Pierre y cruzaron los salones.
—Excelente trabajo muchachos — dijo Ransome en francés y sin volverse.
Ninguno respondió. Fue en ese instante cuando Pierre reconoció a los soldados. Se trataba de los ‘Hermanos Karamazov’, Sergey y Mijaíl.
—¡Pero qué diablos es todo esto!—, protestó Pierre. — ¿Qué se proponen todos ustedes?
—No haga preguntas y se lo intentaré explicar de la manera más resumida posible. — Ransome hablaba sin mirar a Pierre, caminando con pasos cortos pero rápidos. — Cuando le conocí, hubo algo en usted que me hizo recapacitar sobre su verdadera identidad. No le puedo decir lo que fue, digamos que un sentido desarrollado tras un largo tiempo viviendo entre identidades falsas, identidades dobles, identidades mezquinas y traidoras, y de formar parte yo mismo de este enjambre de mentiras. En una primera impresión usted me pareció un inmenso actor y luego comprendí que se trataba de un estúpido inocente, alguien que había sido sacrificado en una lamentable y bien orquestada confusión. Mi suposición se vio reforzada con aquella extraña comparecencia de nuestro embajador y por último comprendí que estaba en lo cierto cuando le vi huyendo de Mariisnky y de la trampa que le habíamos tendido. Usted en realidad no huía, perseguía lo que solo era una sombra que, si me permite el lirismo, se deslizaba ligera sobre la nieve entre las calles de la ciudad.
—Entonces me cree cuando digo que no soy el agente alemán.
—Por supuesto.
Pierre respiró aliviado. Pero ante él se desplegó un ejército de preguntas, entre ellas, la que le podía dar la respuesta a la implicación de Karsávina en todo aquel asunto.
—¿Cómo sabía que hoy estaría aquí?
—Desde hacía semanas el BIS sospechaba que el embajador se traía algo entre manos, algo urdido por él solo, sin la aprobación oficial de Londres ni la participación del resto del cuerpo diplomático, ya me entiende usted. Sospechábamos que se trataba de un golpe de gracia contra los bolcheviques y que de paso fortaleciera al Gobierno Provisional y su decisión de mantenerse en la guerra. Cuando Tamara me dijo que usted había nombrado al pope Gapon tras preguntarle por su conversación con el embajador comprendí que lo que el embajador había hablado con el agente alemán era de Lenin, otro padre de la revolución y como el pope, acusado de conspirar con el enemigo.
—Es mucho suponer — dijo Pierre, sospechando que el británico le ocultaba algo más.
—Por eso soy un buen escritor y un mediocre periodista.
La multitud de trabajadores y soldados continuaban deambulando por los alrededores del Palacio en espera de las noticias procedentes de su interior. Cruzaron la explanada en silencio. Pierre se dio cuenta de que ninguna explicación de aquel hombre llegaría a convencerle del todo. La desconfianza no es la garantía para ser más precavido, nos desnuda ante los prejuicios y nos resta libertad, pensó Pierre.
En la avenida Shpalernaya estaba aparcado un vehículo de alta capota negra. En su interior les esperaba Karsávina. Antes de entrar en el vehículo, Pierre se volvió hacia Ransome y le habló.
—¿Cómo va a explicar a esos animales que me ha perdido?
Ransome se ajustó las lentes, gruesas y pesadas, sin prisa, al tiempo que se magnificaban sus ojos en una expresión que rayaba la locura.
—Esos ‘animales’ — recalcó la palabra con rabia contenida—, son hombres y mujeres enfurecidos por siglos de injusticia que luchan y dan la vida por defender sus derechos como seres humanos. No son más animales que nuestros políticos y militares, amigo mío, que nos han conducido a una guerra cruel y salvaje. — Ransome se calmó. — No se preocupe por mi, pero quiero que sepa una cosa. Todo esto no lo he hecho ni por usted, ni por Tamara, ni mucho menos por mi gobierno o el suyo. Usted sin proponérselo nos puso sobre aviso de lo que podía ocurrir hoy aquí y así reforzamos a tiempo la seguridad en el palacio. A usted le tuvimos controlado desde el momento que abandonó la casa de la madre de Sergey y Mijaíl, no así al agente alemán, mucho más experto que usted y que nosotros en el camuflaje y la infiltración. — Ransome se acercó un paso hasta quedar muy cerca de la cara de Pierre. — Lo último que deseamos los que apoyamos la revolución proletaria y aborrecemos esta injusta, esta inhumana e imperialista guerra, es que Lenin desaparezca. Este país y esta gente ya ha sufrido suficiente, ha llegado el momento de reconstruirlo, de reconstruir sus vidas una por una y Lenin será el magnífico arquitecto.
—Daros prisa — pidió Karsávina desde el interior del vehículo.
—Gracias por salvar la vida de Lenin — apuntó por último Ransome.
—Gracias por salvar la mía—, confirmó Pierre.
El capitán vascofrancés le tendió la mano y Ransome se la estrechó. Pero a pesar de aquel apretón enérgico, casi con la intención de dañar la mano contraria, no fue suficiente para cubrir la enorme separación entre ambos, tan enorme que nunca les permitiría volverse a encontrar.
El vehículo arrancó y ni Karsávina ni Pierre abrieron la boca. En silencio, el hombre recomponía los retales de todo lo ocurrido hasta ese momento. En especial cómo una vez más había sido presa de una terrible confusión con el agente alemán, y lo que era aún peor, el haber desaprovechado aquella oportunidad, quizás la última, para vengarse de él con su muerte.
—Sé lo que piensas — dijo por fin la bailarina—, no te lamentes. Para este momento estará delante de un escuadrón de fusilamiento, o de rodillas, para ser ejecutado de un tiro en la cabeza.
Aquella mujer, pensó Pierre, tenía la fea costumbre de saber en todo momento cuáles eran sus pensamientos.
—Permíteme a mí también hacer de vidente: sabías que hoy me acercaría hasta Táuride, despejasteis el terreno por la mañana y me estuvisteis vigilando en todo momento por si las cosas se ponían feas, incluso en el interior del Palacio. Necesitabais que os condujera hasta el auténtico agente alemán para darle caza pero por desgracia se metió por medio un loco bolchevique con deseos de pegarme un tiro en la nuca.
—Más o menos, pero eso ya te lo habrá dicho Arthur. Karsávina miraba las calles transitadas por peatones por las que discurría el vehículo.
—¿Por qué lo has hecho? B-15 habría terminado con Lenin, tu gran enemigo.
—Le debía un gran favor a Arthur. — La bailarina no quería explicar la naturaleza de la deuda. — Además estoy convencida de que la suerte de mi país no comienza o termina con la muerte de un solo hombre. Ya no hay vuelta atrás, querido, algún día regresaran los Romanov a San Petersburgo, pero no será hasta dentro de muchas generaciones.
—¿Qué te propones Tamara?—, preguntó Pierre. — Por un lado me...vendes a los bolcheviques y por otro te presentas como mi protectora, mi ángel de la guarda.
La mujer no contestó al instante, aún se ahogaba en la melancolía de su última profecía. Valoró su respuesta y concluyó que quizás había llegado el momento de sincerar sus sentimientos, compartirlos con Pierre.
—Debería de haberte olvidado hace mucho tiempo, deberías ser para mí poco más que un recuerdo casi inexistente de mi pasado. — Karsávina se giró hacia Pierre y le miró con una expresión más dulce y cándida. — Debería de haber olvidado que te llegué a amar. Aquella noche en el Orient Express no era la agente de la Okhrana. Fui Tamara, escondida bajo la fachada de una mujer sin escrúpulos pero que nunca dejó de ser una tímida bailarina de San Petersburgo, impresionada por la belleza del arte y de la poesía y cuando, al mismo tiempo la gente se moría de hambre a mi alrededor. — A Pierre le sonaba todo aquello a una falsedad tan pegajosa como un caramelo entre los dedos de un niño. — En parte fue por la crueldad a la que te estaba sometiendo todo el mundo a tu alrededor por lo que aquello que comenzó siendo simpatía, terminó convirtiéndose en...amor. — Karsávina giró su largo y delgado cuello con brusquedad hacia el otro lado. — No lo sé, amor es una palabra muy extraña, es fácil de pronunciar, pero en mis labios resulta falsa, hueca...Esta guerra nos ha cambiado, Pierre. A ti te ha criado la venganza en la sangre y a mí...me ha vaciado.
Pierre no había escuchado las últimas palabras de la mujer.
—A qué te refieres...quiero decir, ¿a qué tipo de crueldad te refieres?
—Eres muy ingenuo, Pierre, más de lo que tu valentía y cinismo ante la vida te deja ver. — Karsávina le miró como hacen las mujeres con sus amantes o esposos para los que han agotado la paciencia.
Volvió a girarse para observar el tránsito de las calles. Pierre la sujetó de la mandíbula sin fuerza y la obligó a mirarle.
—¡No te voy a contestar, Pierre, aunque me obligues! ¡Ya no merece la pena! — Karsávina continuó con rabia. — ¡B-15 habrá muerto para este momento, tú habrás saciado tu deseo de venganza y ahora regresarás a los brazos de la mujer que amas para vivir a su lado el resto de tu vida! ¡Te olvidarás de todo lo sucedido estos años y a mí me enterrarás entre los desperdicios de unos recuerdos agrios y repugnantes! ¡Para qué hacer más daño! ¡Ya ha habido suficiente sufrimiento! — Los dos guardaron silencio. Pierre hubiera querido sujetarla por le cuello y apretar con fuerza. Pero volvió a hablar. — Nos ha tocado conocernos en un mundo feo en el que saber demasiado te hace peligroso. Yo añadiría que te hace infeliz.
El vehículo había recorrido las islas hasta llegar a una zona portuaria de Petrovsky Ostrov. Avanzaban ya por entre caminos abiertos en tierra, rodeados de arbustos y vegetación crecida de manera desordenada hasta alcanzar varios edificios, almacenes construidos de madera, ennegrecida por barnices y el salitre del mar. Se detuvieron en las puertas de una casucha destartalada y con las ventanas rotas.
—Tienes que abandonar Rusia cuanto antes. — Tamara Karsávina volvía a ser la mujer inescrutable e inalterable de siempre. — Tu presencia en San Petersburgo sigue siendo muy peligrosa, por lo que esperarás hasta mañana al amanecer junto a Sergey. Con las primeras luces del día éste te acompañará hasta un pequeño barco de pesca que te llevará a Finlandia.
Sus ojos se habían magnificado y enrojecido por las lágrimas, y la nariz se le había ensanchado, le brillaban las dos fosas oscuras. Se humedeció los labios resecos, también enrojecidos, pero en esta ocasión por una sangre que se precipitaba en oleajes por todo su cuerpo. Si Karsávina era una de las mujeres más bellas del mundo, en aquel momento, por natural y sincera, superaba su propia hermosura.
—Quizás algún día — continuó entrecortada—, cuando pase esta guerra, vendrás a verme bailar en París.
Pierre sabía que aquella despedida era para siempre. La negativa le hubiera causado un hondo pesar a la mujer y cualquier confirmación hubiera sido sencillamente una innecesaria mentira. Pierre le devolvió una sonrisa.
Las lágrimas ya rodaban, rápidas y traviesas, por la pulida piel de la mujer. Se aproximó aún más a Pierre y de puntillas le besó pulcramente en la mejilla. Rápida se separó pero Pierre la sujetó del brazo y en un arrebato la atrajo hasta su boca. La besó con furia, entremezclando sus aromas de deseo y degustando el sabor salado de sus lágrimas, convencido de que aquella sería la última vez que besaría a la bella Tamara Karsávina.
La noche cayó sigilosa y sin fanfarria, como un secreto ya desvelado, y la primera claridad del día, como un leve velo morado, llegó tras horas infructuosas de Pierre por conciliar el sueño y de combatir el inmenso frío. El mismo vehículo en el que se había marchado Karsávina unas horas antes, apareció de nuevo. Mijaíl abrió la puerta del almacén y anunció a su hermano y a Pierre que había llegado el momento de aproximarse al muelle. Entregó a Pierre unas ropas bastas y descoloridas con las que el capitán vascofrancés se vistió y mientras le hablaba a Pierre en un francés magullado por los golpes de voz.
—Mademoiselle Karsávina me ha pedido que le informe que, al poco de ser detenido, B-15 fue fusilado en el pequeño bosque en la parte posterior del Palacio Táuride.
Pierre no sabía muy bien cómo aceptar aquella noticia. No había júbilo, ni siquiera satisfacción; pero sí sintió el vértigo de estar de pie en el borde de un enorme agujero, mirando hipnotizado su oscuridad y profundidad. Había materializado su venganza pero, sorprendentemente, le resultaba un logro incómodo. El agente alemán, como él, había sido otro alfil movido por individuos poderosos, militares y políticos, para unos fines difíciles de vislumbrar. Su proximidad a ese individuo había sido tan estrecha, después de tanto tiempo de estudiar su personalidad, de odiarlo, de representar su asesinato de mil maneras distintas e incluso de comprenderlo, que ahora, con su muerte, Pierre experimentaba la sensación de sentirse desmembrado, como si le hubieran amputado una pierna gangrenada. La venganza es manipuladora, convence al hombre de que, de su mano, puede recuperar valores como el honor, la justicia, incluso el placer. Pero no es así, meditaba Pierre camino de la embarcación, utiliza tales recompensas para enredarnos y alejarnos de su verdadero propósito: igualarnos en la mezquindad.
—Mademoiselle Karsávina me dio esto para usted—, le dijo Mijaíl una vez se detuvieron delante de un barquichuelo de pesca de escasa consistencia. En su mano Mijaíl sostenía la llave que el agente alemán le entregara y que había olvidado en la cabaña de la vieja Svetlana Petrova—, y por último me pidió que le dijera que utilice lo que allí encuentre como su póliza de vida.
El pequeño pesquero discurría lento entre los gruesos témpanos de hielo rosa y azul celeste que salpicaban la Bahía del Neva; en cuanto alcanzaran el mar abierto se harían menos frecuentes y la navegación más relajada. Desde la popa Pierre observaba cómo se encendían y se iban iluminando las cúpulas y torretas de la ciudad bajo un cielo amarillo y naranja por el que la luz cruzaba como flechas que rasgaban las últimas neblinas rezagadas de la noche. Sobre el mar se hacían juguetones los colores del amanecer. Era la imagen más bella de aquella ciudad tan enigmática como sus mujeres, de la que se alejaba para siempre y por la que ya comenzaba a herirse con la nostalgia de su ausencia. Fuera lo que fuese, quedaba ya como parte de su pasado. Giró y el viento húmedo del oeste le golpeó la cara y le recordó que allí, hacia el horizonte al que se dirigía, le esperaba Annais, la mujer más dulce y sincera que jamás había conocido. Y sin embargo...