Neuilly-sur-Seine, por la noche

Geraldine Hartley no dudó un instante cuando su marido, Marcellus, le pidió que fuera ella quien eligiera el tema sobre el que quería que versara la fiesta de disfraces con la que deseaban celebrar su presencia en París, parte del periplo por Europa que también les llevaría a Berlín y Londres: ‘El Decamerón’, la atrevida obra de Giovani Boccacio, cuyo texto, juzgó emocionada y algo infantil la joven esposa, inspiraría a sus invitados a atreverse no solo a disfrazarse como los personajes descarados, enamorados, vapuleados o desvergonzados de la obra del escritor francoitaliano, sino que además, y así lo juzgaba con su talante más frívolo y divertido, la elección de los personajes mostraría la fantasía más inconfesable de sus invitados.

El Salón de Baile de la mansión en Neuilly-sur-Seine que los Hartley habían alquilado para ser su residencia durante su estancia en París, se había decorado para la ocasión con los frescos habituales de los palacetes venecianos del siglo XIV, con largas telas de seda que colgaban entre las columnas y sobre estas antorchas y lámparas romanas de aceite que iluminaban joviales la gran estancia en la que además se habían instalado siluetas de góndolas y olas de mar que se mecían movidas por un prodigioso mecanismo eléctrico a base de ruedas de piñones y poleas. La música estaba a cargo de un cuarteto italiano contratado para la ocasión que interpretaba obras de la música italiana renacentista de Francesco Landini y Jacopo da Bolgna, aunque pronto se inclinaron por los valses de Strauss y por último por petición mayoritaria de las damas más jóvenes por el tango y otras músicas más mundanas.

Los invitados pasaban del centenar y se dividían entre aquellos que pertenecían a la lista confeccionada por Dillon, en la que destacaban el embajador norteamericano en París, William C. Sharp, el embajador francés en San Petersburgo, Maurice Paléologue, el presidente de la firma alemana de armas Alfred Krupp, Alfred Hugenberg, y el director de ‘Le Figaro’, Alfred Capus. El Jefe del estado Mayor francés, Joseph Joffrey había sido invitado pero no pudo acudir. En la lista de invitados elaborada por Geraldine abundaban los intelectuales y artistas más destacados de París, el poeta italiano Gabriel D’Annunzio, el compositor ruso Igor Stravinsky, el sociólogo y político alemán, Max Weber, entre otros y por supuesto las bailarinas principales de los Ballets Rusos, Anna Pavlova y Tamara Karsávina.

Además de Joffrey, Marcel Moreau tampoco asistiría a la fiesta de los Hartley, pero por un motivo muy distinto. Su muerte aquella misma mañana se había extendido a gran velocidad por los ministerios de París, obligando al ministro del interior, Louis Malvy, a celebrar una reunión urgente con el Prefecto de París, Célestin Hennion, con el objeto de conocer los detalles de su muerte ante la sospecha de que pudiera tratarse de un asesinato. Según refirieron los testigos a los gendarmes, al poco de caer Moreau desde la Torre Eiffel, fue visto un hombre que, inclinado sobre el cuerpo del desafortunado jefe de la Police Spéciale, parecía registrar sus bolsillos.

En efecto, el inspector vasco francés había huido sin detenerse hasta cruzar el rio y adentrarse en el denso tráfico de peatones y vehículos del centro de París, con el corazón aún acelerado y con rastros de sangre de Moreau en sus manos. Recorrió las orillas del Sena, subió por el Barrio Latino y se sentó con los últimos rayos de un sol muy perezoso, en las escalinatas de la Basílica del Sacré Coeur, sin lograr entender en todas las largas horas que deambuló por la ciudad qué era lo que había ocurrido en el primer piso de la Torre Eiffel entre Moreau y el teniente Martin Trezeniel. ¿Qué motivó que Moreau y Trezeniel se reunieran a primera hora de la mañana en un lugar tan público? Lo que fuera les debió de llevar a una fuerte discusión y quizás a que el teniente le empujara desde lo alto o que sencillamente Moreau optara como única salida el suicidio. ¿Dónde encajaba él en su muerte?, se preguntaba Pierre. Alguna responsabilidad le correspondía cuando tan solo el día anterior ambos se habían reunido con él y le habían transmitido mensajes tan opuestos. Pierre sacó del bolsillo el trozo de papel, arrugado y con rastros de sangre, que se llevó del cuerpo de Moreau. Era su invitación a una fiesta que ofrecía esa misma noche el matrimonio Hartley, al inicio de su visita a Europa. Las cuatro esquinas de la invitación aparecían adornadas con banderitas francesas y norteamericanas. Pierre recordó que el teniente bretón le habló sobre las sospechas de la inteligencia militar gala sobre las recientes relaciones entre un norteamericano llamado Dillon y el embajador en París del Imperio Alemán. ¿Estarían relacionados el tal Dillon y Hartley? ‘Se ruega acudir disfrazado, aunque no es requisito imprescindible’, indicaba la tarjeta, y el tema elegido, ‘El Decamerón’. Pierre no sabía de qué se trataba pero tampoco tenía la intención de ocultar su identidad. Quizás aquella podía ser una excelente oportunidad para ser reconocido y detenido y así, pensaba, aclarar lo que estaba sucediendo. Era un riesgo que aceptaba.

Tamara Karsávina se alegró de que ni los Hartley ni Dillon se acordaran de invitar a la fiesta al embajador alemán en París, el barón Wilhelm von Schoen. Su presencia le habría incomodado al sentirse constantemente vigilada, perseguida, monopolizada, por sus ojos de enamorado. Pero la bailarina rusa erró al suponer que se trataba de un olvido de los americanos. Dillon y el embajador del Imperio Alemán habían recibido informaciones sobre el interés de la Segunda Oficina del Ministerio de la Guerra en sus encuentros, por lo que habían decidido, muy a pesar del diplomático, que no acudiera a la fiesta y así evitar mayores sospechas.

La bailarina estaba vestida como Simona. Su modisto, Poiret, diseñó un disfraz de inspiración oriental, un caftán, pantalones bombachos agua marina y un velo de seda blanco que resaltaba aún más el negro de su cabello. Sus labios eran carnosos, había oscurecido su piel con polvos y había sombreado sus ojos con un tono esmeralda, lo que le confería a su rostro una exótica belleza. Y era su belleza lo que la destacaba del corro de mujeres entre las que se encontraba y que en ese momento rodeaban al laureado poeta, Guillaume Apollinaire.

—Ayer vi una dama que llevaba en el sombrero veinte pajarillos, jilgueros, gorriones, petirrojos, que cantaban y aleteaban, y luego vi otra, la mujer de un embajador en una recepción de escaso tono, ¡que iba tocada con un sombrero con treinta culebras! — El poeta italiano disertaba ante un grupito de mujeres jóvenes, esposas de diplomáticos e industriales, que escuchaban absortas sus palabras, aunque sin ser capaces de poder discernir si sus atrevidas historias eran producto de su bizarra y excéntrica imaginación o si se trataba de otra demostración de la extraña realidad en la que se vivía en aquellos tiempos grotescos y de excesos. —¿Saben ustedes, queridas damas, que hay un modisto entre nosotros, mortales, que está pensando en lanzar trajes de sastre con lomos de libros viejos encuadernados en piel de ternero y faldas con granos de café, clavos, cáscaras de ajo y pieles de cebolla? ¡Será para llorar! — dijo el poeta entre las risitas de las damas y agregó, sentenciando muy terminante: — la moda se vuelve práctica y nada se desperdicia.

Las damas se dejaban sorprender por las ideas de hombres como Apollinaire, tan distintos y tan ajenos a los mundos sombríos y aburridos de sus maridos. El poeta se presentó en la fiesta disfrazado de Girolamo, lo más parecido a un Romeo entrado en carnes, feúcho, de ojos profundos, oscuros y rodeados de manchas marrones, incluso más amanerado que el personaje de Boccacio y que no quitaba el ojo, manteniéndose siempre a una distancia discreta, del círculo de damas que rodeaban al otro gran poeta italiano, aunque los dos muy afrancesados.

Porque en la esquina opuesta, el italiano Gabriel D’Annunzio, departía igual de expresivo y tan vehemente como el poeta francés, con un ramillete de jóvenes damas de la sociedad parisina. El italiano había llamado la atención a su llegada a la fiesta arropado en una colorida túnica, con faldas y rematado el atuendo con un turbante alto y luminoso, lo que alguien comparó con la cresta de un pavo real. En realidad el poeta y escritor había tomado prestado de Boccacio el personaje de Saladino, príncipe y sultán de Babilonia, algo que resultada de difícil asunción en cuanto que Saladino había sido un personaje fornido, bravo, de rasgos viriles, atrevidos, de frondosas barbas y cabellera salvaje, siempre a lomos de un corcel y blandiendo su cimitarra allá por donde pasaba, y D’Annunzio había robado la figura del líder musulmán y azote de los cruzados y la había coloreado como si un niño se hubiera entretenido en pintarrajear sobre su héroe favorito, con aquellas túnicas y plumones tan femeninos y tantos coloretes en su cara. Por tanta extravagancia el italiano era un hombre muy solicitado por todas las damas parisinas que se apreciaran de ser un referente en la sociedad. Contar con la presencia del poeta en veladas y celebraciones, era sinónimo de distinción y fuste, además de ser una garantía de que el acto o celebración gozaría de entretenimiento, polémica y diversión. Su renombre de revolucionario e inconformista había superado al de sus obras, motivo por el que las más jóvenes escuchaban fascinadas las arengas políticas de aquel Lord Byron del siglo XX.

—Algún día dirán que he sabido sacar provecho de los bienes materiales de la sociedad burguesa, pero en corazón y alma estoy unido a los más violentos nacionalistas italianos, motivo por el que me encuentro en un doloroso y siempre presente exilio.— Sus formas y su voz eran afligidas y ceñudas, y haciendo gala de su condición de mediterráneo gesticulaba no solo con las manos, también con sus ojos, los pies y las orejas que rebosaban del gran turbante como las asas de un puchero y se movían arriba y abajo al compás de su exagerado acento italiano. Cuando D’Annunzio hablaba con rictus grave, como un predicador iluminado desde su púlpito, las jóvenes rompían su sagrado silencio con un prolongado suspiro. En realidad hubieran suspirado del mismo modo si el poeta les hubiera dicho la verdad, que se encontraba en París huyendo de Italia donde le buscaban por sus abultadas deudas. — ¡La invasión de Trípoli fue un paso ‘gigantísimo’—, prosiguió D’Annunzio—, hacia la regeneración moral a través del heroísmo y el sacrificio!

El poeta remataba los puntos y seguido de su discurso levantando la cara hacia los techos y las lámparas de pedrería del salón de baile, sobre cuyo suelo de madera barnizada bailaba una docena de parejas, entre ellas la formada por la bailarina Karsávina y el compositor, Stravinsky. El ruso no pasaba por su mejor momento. Su última obra, ‘La Consagración de la Primavera’, había sido muy criticada, calificada como poco más que una revolución aberrante del ritmo, y en lo privado, su esposa Katrina hacía muy poco que fue ingresada en el sanatorio suizo de Leysin.

—Me ha dicho Sergei que está de camino a nuestra amada Rusia.— La elegancia de Jarsávina al bailar, contrastaba con la mustia torpeza del músico.

—Así es — confirmó Stravinsky, cuyo disfraz de Bocaccio, poco original ya que era uno de varios invitados que apareció en la fiesta con los ropajes del retrato del escritor italiano realizado por Andrea del Castagno, casaba con su rostro tiznado de tristeza y con un peinado lacónico y funerario, con línea en medio, muy dieciochesco. O el músico había adelgazado o aquel disfraz le venía dos tallas más grande. Miraba a la bailarina a través de unos lentes con ojos de infinita melancolía. — Estoy recogiendo material para otra obra—, dijo al fin.

—¡Magnífico!—, exclamó la joven en un intento por animar a su compañero de baile.

—¡Por qué! — reaccionó con sequedad el músico. — Es una aberración, una maldita equivocación. ¿De qué sirve la creación cuando es incomprendida por los demás?

Karsávina se mostró sorprendida por el espíritu trémulo y derrotista del compositor, por lo que prefirió derivar la conversación hacia aspectos más triviales.

—¿Pasará mucho tiempo en nuestra querida patria, maestro?

—No — respondió Stravinsky más calmado—, tal como están las cosas quizás esta visita sea la última en mucho tiempo. Si tiene que estallar una revolución que estalle ya de una vez. Quizás sea esta la única manera en la que progrese la humanidad.

Una figura pequeña y anónima se pegó a la espalda del músico.

—¿Me permite que continúe el baile con esta bella joven?

Joseph Lev, arropado en el disfraz del judío Melquisedec, sonreía a Stravinsky mientras Karsávina contemplaba estupefacta la posibilidad de tener que acercarse físicamente a Lev, por lo que en un doloroso y esforzado silencio rogaba al músico que le negara su petición. No fue así y la bailarina tuvo que reprimir su repulsa cuando tomó de la mano a aquel hombre resbaloso, húmedo y que olía a alcanfor.

—No le haré sufrir por mucho tiempo, querida ‘Petrushka’, pero he pensado que el baile es la manera más privada que tenemos de poder comunicarnos. He de informarla de los últimos sucesos — dijo Lev, que sin esperar respuesta alguna de la bailarina prosiguió dando cuenta de lo sucedido aquella mañana con Moreau en cuya muerte estaba involucrado el terrorista que había regresado a París, así como un agente francés de la Deuxième Bureau. — Pero alégrese porque no proseguiremos con el plan que le propuse ayer por la mañana. No se puede figurar por qué, ¿verdad, madmoiselle? — Karsávina le miró desconfiada. — Es...como poco sorprendente que a las pocas horas de que le participara del estrafalario plan compuesto en San Petersburgo, aunque en realidad lo ideé yo, no me negará mis dotes para la creación — le explicó Lev con un aire de falsa modestia que sonaba a absoluto cinismo—, lo recordará, el plan para asesinar a Lenin y culpar del crimen al general Pilsudski, como le digo, es sorprendente que al poco, esa misma noche, los planes, figúrese, corrían ya por los despachos de la Embajada británica y como le digo es curioso porque mi esperpéntico plan solo lo conocíamos usted y yo. — Karsávina no podía continuar manteniendo la mirada de aquel individuo, sintió un rubor en su cara que iba en aumento. — Sobran las explicaciones — prosiguió el agente ruso—, tan sólo le diré que llevaba ya un tiempo sospechando de sus...buenas relaciones con la Embajada británica y en concreto con Edward Spiers, tan judío como yo, aunque él lo niegue. Si mira hacia la derecha lo podrá ver. — El diplomático británico charlaba con unos caballeros pero sin quitar la vista de la extraña pareja de baile que formaban Karsávina y Lev. — Lleva un disfraz muy apropiado — dijo el agente ruso con mofa—, conde de Angers, no muy distinto al suyo real de oficial de los húsares. — Spiers era un hombre atractivo, resaltado aún más por su uniforme, pero Lev, aunque reconocía su belleza varonil, menospreciaba a los hombres atractivos. — Los británicos han filtrado que la presencia de Spiers en París tiene que ver con el deseo de Londres de contactar con sus agentes en Bélgica. En realidad está aquí para contactar con usted y conocer si es real el compromiso de Francia con Rusia en caso de conflicto, ¿no es así?

Lev no estaba descaminado, pensó Karsávina, pero la razón ofrecida sólo era la mitad, o un tercio del motivo que había llevado a Spiers a París.

—¡No lo sé! — respondió Karsávina con sequedad, incluso molesta por la impertinencia de aquel hombre mucho más inteligente que ella y que había descubierto su juego de espía que ahora se le antojaba pueril, casi ridículo.

—Comprenderá — prosiguió Lev—, que la trampa que le tendí ayer era necesaria para confirmar que estaba ayudando a los británicos, me imagino que a cambio de un cómodo exilio en Inglaterra cuando la revolución triunfe en nuestra patria. — Karsávina hubiera deseado clavar las uñas en aquel individuo repugnante. — Pero no me odie tanto, madmoiselle Tamara. — Era la primera vez que Lev empleaba su nombre de pila y no el apodo con el que la había bautizado. — No niego que nuestra relación ha sido difícil y que usted siempre le he resultado, como poco una persona incómoda, me atrevería a juzgar que hasta desagradable. Permítame decirle que lo lamento y que por el tipo de labor que he ejercido me veía obligado a comportarme un tanto agrio y desconfiado. No por más tiempo. He decidido abandonar mi servicio para la Okhrana y regresar a Rusia. Se avecinan tiempos duros, muy difíciles y en los que nuestra labor será sustituida por las balas y los cañones. No informaré a San Petersburgo de su labor de agente...pluriempleada — se corrigió Lev, cínico y paternalista—, no lo haré a cambio de que usted también renuncie a seguir trabajando para nuestro servicio. Creo que es una oferta justa.

Karsávina se sentía desconcertada. ¿Podía creer en las buenas intenciones de alguien que durante meses se había mostrado carente de todo rastro de humanidad? ¿O se trataba de otra de sus malditas trampas y en la que estaba a punto de caer? Por otro lado, abandonar el espionaje era uno de sus propósitos y deseos más ardientes, una labor para la que no se sentía apta.

—¿Qué sucederá con el terrorista?—, preguntó Karsávina desviando de esta manera el interés de Lev en que abandonara su colaboración con la Okharana cuando la paz internacional se veía amenazada por la presencia del agente alemán en París.

—San Petersburgo ha contravenido las órdenes iniciales. Se abandona el caso.

—¿Por qué?—, preguntó la bailarina sorprendida.

—Lo desconozco, pero qué importa ya.

Finalizaron los músicos y por fin Karsávina pudo despegarse del judío.

—Este será el fin de nuestra relación— dijo Lev mientras aplaudía levemente.

Pero Karsávina estaba más interesada en saber qué ocurriría a partir de ese momento con el terrorista.

—¿Asistirá a esta fiesta? — preguntó la bailarina, recordando que el día anterior Lev le dijo que tendría oportunidad de conocer al terrorista en la fiesta de los Hartley.

—¿Quién? — preguntó Lev a pesar de que sabía de quién estaban hablando.

—‘Fantomas’—, respondió Karsávina arrogante pero a la vez con cierta comicidad en su rostro que recuperaba lentamente su palidez natural.

—Ya está aquí.

—¡Dónde! — exclamó la bailarina.

—Acaba de entrar.

Karsávina miró a lo alto de las escaleras. Un portero con peluca de rizos blancos, calzones dorados y medias rojas, comprobaba la invitación de Pierre, mientras éste echaba un vistazo general al gran salón de baile. La bailarina se preguntó cómo un hombre de aspecto tan normal, incluso atractivo, podía ocultar a un miserable capaz de asesinar a sangre fría.

—¿Cómo sabía que asistiría a la fiesta? — preguntó Karsávina, pero las palabras quedaron suspendidas en el aire ya que Lev había desaparecido. Volvió a ver su escueta figura por última vez, envuelto en los ropajes de Melquisedes justo en el momento en el que se cruzaba con Pierre. Le saludó a éste con una ligera inclinación de cabeza y abandonó el salón de baile.

El inspector vascofrancés se preguntó cuántos en aquel nutrido grupo de personalidades de la vida parisina habían visto las fotos que le identificaban como un peligroso terrorista suelto por la ciudad y a punto de atentar en algún rincón del continente. Quizás la respuesta era nadie. Tenía la sospecha de que su identidad, pero su identidad errónea, sólo era conocida por un pequeño grupo de individuos que trabajaban en los servicios policiales franceses. La otra duda que le rondaba desde hacía horas continuaba siendo la identidad del tal Hartley, alguien sin duda con mucho dinero y por lo tanto con poder. Durante horas había dudado de su instinto policial. Este le decía que era demasiada casualidad, y esta palabra no existía en el vocabulario policial, que la mujer del malogrado Edouard Bertalot, le hablara de una conexión norteamericana, que el teniente le hablara del tal Dillon o que Moreau muriera con una invitación a la fiesta de un súbdito norteamericano en el bolsillo de su chaqueta. Estaba obligado a meter las narices y husmear, por lo que se acercó hasta el primer grupo de caballeros entre los que había alguno que, como él, no estaba disfrazado.

—Le puedo asegurar, señor Duffy, que una Irlanda anexionada al Imperio Alemán como un botín militar tras una victoria bélica sobre el Imperio Británico, sería administrada como una posesión más de los alemanes y no como una provincia prusiana. — El embajador francés Paléologue, imponente con su recio pecho sazonado de medallas y filigranas, de abultado bigote blanco y con un monóculo incrustado en su ojo derecho, no tenía dudas sobre la naturaleza imperialista de la ‘weltpolitik’ del Káiser. — La analogía — continuó—, no la debería de hacer con la relación entre Prusia y sus provincias polacas, sino más bien, mucho me temo señor Duffy, con la existente entre el Imperio Alemán y Alsacia y Lorena.

Junto al embajador francés, se encontraba su homólogo norteamericano en París, el embajador Sharp, y el empresario irlandés, Ronan Duffy. Pierre se presentó con una leve inclinación de cabeza, dio su nombre, sin que nadie reaccionara dando gritos y llamando a la policía, y su cargo, subprefecto de Bayona. Hubo cierta sorpresa entre los contertulios primero por la intromisión de Pierre cuando nadie le conocía y por nadie había sido presentado a los demás, y segundo, por la curiosa procedencia de aquel Subprefecto. Hubiera impresionado menos entre aquellos caballeros si Pierre hubiera dicho que venía de la Martinica.

—De cualquier modo — prosiguió Duffy—, me sorprende que un país como Estados Unidos haya permitido que el Reino Unido sea la policía de los siete mares sin obtener nada a cambio.

El irlandés, de tez sonrojada, grandes patillas rosas y ojillos azules vivaces y juveniles, aunque casi ocultos por unas cejas rojas y peludas, sudaba copiosamente y cada poco se pasaba un pañuelo por la cara.

—Nuestra política exterior es muy clara — dijo el embajador norteamericano Sharp—, la mínima intervención. Además. Amigo Duffy, me da la impresión que no es la hegemonía británica de los mares lo que le preocupa a usted sino la situación de Irlanda como dominio británico.

—No lo dude — apuntó el empresario de Galway, quien con cada interrupción en su hablar emitía un leve sonido gutural, como un ah mudo de aprobación. Duffy prosiguió con su pésimo acento francés, como si hablara por las narices. — Pero a ustedes también debería de preocuparles. Sólo habrá paz en Europa mientras nadie amenace la hegemonía británica de los mares. Si hay disputa significará la guerra.

—Nada más lejos de la realidad — apuntó el embajador francés en San Petersburgo. — A Londres no le interesa una guerra porque no sería económicamente rentable.

—Permítame que discrepe, embajador — dijo Duffy, dejando en el aire un Ah mucho más fuerte que los anteriores. — Durante los últimos seis meses las exportaciones alemanas casi igualaron a las británicas. Otro año de paz y ciertamente los germanos habrán pasado al Reino Unido por primera vez en la historia. ¡Casus belli!

—¡Atención caballeros, se nos acerca Her ‘Si yo fuera el Káiser’! — De esta manera Paléologue anunció al resto de los reunidos que se les aproximaba el presidente de la Liga Pan Germánica, Heinrich Class. Tal apodo le llegaba al abogado alemán en referencia a un documento que publicó unos años antes en el que describía los sentimientos nacionalistas radicales que deberían de conducir la reforma del Imperio Alemán, entre ellos dar respuesta al “problema judío”, por ejemplo restando sus derechos civiles, y donde se alertaba al Káiser del peligro de una Alsacia y Lorena en la que había aumentado peligrosamente el uso de la lengua francesa entre sus habitantes. Class se aproximó al círculo con una expresión seria en su rostro, en el que destacaba un bigote que comenzaba a mostrar las manchas blancas de la edad. Sus ojos eran pequeños y transparentes, y su nariz generosa, ganchuda, sobre la que se mantenían firmemente clavados unos anteojos redondos muy brillantes. Vestía de manera impecable un traje de tono pardo y una camisa blanca de cuellos muy almidonados.

—Yo no consideraría una estupidez lo que este caballero ha dicho — dijo el alemán a modo de presentación. Duffy se mostró entusiasmado por el apoyo recibido de un ilustre representante de la Alemania Imperial, mientras que Paléologue no entendía por qué los Hartley habían invitado a un individuo, ¡a un alemán!, tan presuntuoso y que representaba a la línea más militarista de la política y de la vida social germana. Tras las presentaciones de rigor, Class continuó. — Mi opinión sobre el estado actual de las relaciones diplomáticas es un secreto a voces. El Segundo Reich debería de investigar la necesidad de un conflicto para así alzar y colocar a Alemania en su posición correcta en el orden mundial.

—El orden internacional se establece en tiempos de paz, lo contrario son imposiciones — dijo el embajador Sharp, que siempre que tomaba la palabra sonreía y doblaba la boca hacia un lado, como si solo hablara por su mitad. — Los tiempos de las guerras no llegan impuestas por un calendario.

—No del todo — objetó el político alemán que se mantenía firme, sin mover ni una uña—, quizás sea cierto en las guerras defensivas, cuando son luchadas por necesidad, pero las guerras ofensivas son luchadas cuando es el momento correcto.

—Y estos arquitectos de la guerra, ¿no consideran la pérdida de miles de vidas humanas como un factor resultante en sus ecuaciones bélicas? — apuntó el inspector que recordó con espanto las advertencias sobre una conflagración europea que le habían expresado tanto Moreau como el teniente Trezeniel.

—Los ciudadanos — respondió Class sereno, clavando su imperturbable mirada en Pierre—, cuando arriesgan sus vidas para defender el estado lo que están haciendo es devolver lo que han recibido del estado.

—Un montón de palabras vacías para ocultar el fracaso de los políticos—, respondió Pierre.

—Lo dijo su omnipresente Russeau, son...sus palabras — apuntó con un tono cínico el presidente de la Liga Pan Germánica al tiempo que lanzaba una mirada larga y anónima por encima de las cabezas de los contertulios reunidos en círculo.

—Por suerte no todos en Alemania opinan como usted—, intervino Paléologue que parecía haber sacado incluso más pecho para la ocasión. — El banquero Max Warburg me contaba hace muy poco que cuando su Káiser le preguntó si era mejor atacar ahora o esperar a que Rusia completara su rearme, le contestó que “Alemania es más fuerte con cada año de paz.” Claro que luego están las patochadas de gente como el general Friedrich von Bernhardi — prosiguió el diplomático—, que en su libro, no recuerdo el título, pedía la destrucción total de Francia.

—Precisamente — apuntó Class sin alterarse lo más mínimo—, Alemania es un país que se debate buscando la manera de sobrevivir en un contexto de opresión. Quizás a usted le pareció que von Bernhardi se excedió en su análisis, pero le recuerdo que todos somos hombres de estado y militares, y que por lo tanto sabemos cuándo nuestro país se encuentra en peligro.

—Si me permiten—, intervino el embajador norteamericano recuperando la sonrisa ladeada—, visto desde la distancia geográfica les diré que da la impresión de que todas las potencias europeas contemplan de manera obsesiva sus propias debilidades. Por algún motivo creen que su estatus de grandes potencias se vendrá abajo si no actúan.

—Cierto, embajador—, afirmó el empresario irlandés. — El año pasado Roosvelt dijo algo parecido cuando afirmó que el fin del problema irlandés sería un importante contribuyente a la paz en el mundo, para lo que Londres debería de romper de inmediato el yugo sobre Irlanda y si fuera necesario mediante la presión diplomática internacional o la amenaza armada de otras grandes potencias europeas, como el Imperio Alemán.

—No dijo eso exactamente — apuntó el embajador Sharp que pasó de su media sonrisa a mostrar en su rostro despejado y bien parecido una mueca de desprecio por el empresario irlandés. — No se olvide caballero que este año celebramos mi país y el Reino Unido el Centenario de la Paz por la firma del Tratado de Ghent.

—Cuidado amigo — dijo el embajador Paléologue a Duffy—, se acerca un representante de su graciosa majestad y exponente perfecto de su política de espléndido aislamiento.

—Lo conozco muy bien — apuntó Duffy con un gesto de malestar en su sonrojado rostro. — No se fíen de él señores. Como dice el proverbio, hay tres cosas que un hombre debe de evitar: las patadas de un caballo, los cuernos de un toro y la sonrisa de un inglés.

Duffy terminó de hablar justo en el momento en el que Edward Spiers se presentaba con una espléndida sonrisa, lo que no pasó desapercibido por los presentes que apenas pudieron ocultar su risa recordando las palabras del comerciante irlandés.

—Caballeros — dijo Spiers sonriente y mostrando dos magníficas filas de dientes en perfecto estado de revista, blancos y brillantes—, ¿me he perdido algún chiste de obligado repertorio?

El embajador Sharp se aproximó al industrial irlandés y le habló al oído pero con la intención de que le oyera todo el mundo, incluido el recién llegado.

—No sé de que se queja usted. Parece que bajo los británicos no le ha ido tan mal.

Duffy dudó por un instante su respuesta. Su rostro estaba sudado y ya comenzaba a empapar el cuello de su camisa. El tono rojo de su cara había aumentado hasta alcanzar un peligroso color bermellón.

—Será porque no mezclo nunca los negocios con los ideales políticos. Es otro proverbio irlandés. — Tras ello Duffy habló al grupo. — Si me permiten iré en busca del señor John Dillon que por si alguien tenía alguna duda — y miró al agregado de la Embajada británica—, a pesar de compartir nombre, no está emparentado con el ideólogo y político nacionalista irlandés.

En ese momento se detuvo la música y tras un instante de silencio, los músicos entonaron las primeras notas del himno de Estados Unidos. Las miradas de los invitados se posaron en lo alto de la escalera que conducía al salón por donde ya asomaba el que Pierre supuso que tenía que ser Marcellus Hartley, acompañado de su jovencísima esposa. Su disfraz, indudablemente era el de rey, y el de ella, era un suponer, el de reina consorte o en el peor de los casos el de concubina real, aunque en realidad parecía un conjunto copiado a la Mistinguett del Folies-Bergère. Calzaba unas babuchas decoradas con pedrería de colores, y vestía con túnica y ‘sobretúnica’ muy larga, tanto que arrastraba por el suelo, con plumas, perlas y ostiones cosidos sobre ella, y por debajo un vestido ajustado y recubierto de cristales de Baccarat, rematando el conjunto una peluca negra y rizada tocada con un turbante sobre el que se balanceaban frutas exóticas como plátanos y piñas y más plumas de múltiples colores y de aves tan exóticas que hubieran hecho las delicias de Apollinaire.

El salón rompió en aplausos mientras la pareja descendía por las escalinatas repartiendo saludos a los invitados. Eran más jóvenes de lo que Pierre había imaginado y así lo compartió con sus contertulios.

—Y muy ricos — apuntó el embajador Sharp con su media sonrisa—, el matrimonio joven más rico de Estados Unidos.

—Y propietario del mayor fabricante de armas del mundo — apoyó Spiers con un gesto de preocupación las palabras del diplomático norteramerciano.

—Si me permite mi colega Sharp, es lo más cercano que tiene Estados Unidos a una pareja real—, remató el embajador Paléologue y mirando a Spiers continuó hablando. — A sus Príncipes de Gales.

El matrimonio se acercó hasta donde estaba el embajador Sharp, a quien saludaron efusivamente.

—Espléndido disfraz, señor Hartley — dijo el embajador zalamero y poniéndose casi de puntillas. — ¿De qué monarca va disfrazado?

—De rey — respondió el empresario—, pero desconozco de cuál de ellos.

—De rey francés, señor, Luis XIV—, apuntó Paléologue, que se recolocaba su monóculo para no perderse ningún detalle de la estrafalaria falta de sentido del ridículo de los norteamericanos.

—¡Voilá!—, exclamó Hartley — que para acompañar el disfraz se había maquillado la cara con vivos colores, los labios muy rojos, la piel muy blanca, los ojos muy azules y una peca negra sobre su labio superior.

—Si me permite, un disfraz muy oportuno — apuntó Spiers, que se presentó como oficial de los húsares del Ejército de Su Majestad. — Y su bella esposa—, añadió muy zalamero el británico—, ¿cuál es el disfraz que ha elegido para la fiesta?

—Oh, supongo que de esposa del rey—, respondió Hartley sin dejar hablar a Geraldine.

—Por supuesto — reconoció Spiers—, igualmente un disfraz muy inspirado.

Los Hartley se desplazaron hasta el centro del Salón y los músicos comenzaron a tocar un vals. Tras unos minutos en los que los anfitriones se movieron con evidente incomodidad por sus recargados disfraces, se fueron formando otras parejas de baile. Pierre buscó entre la zambra de los invitados que se desparejaban y volvían a emparejar para bailar, la cara rechoncha y encendida del irlandés. Una vez diera con él daría con el tal Dillon. En efecto, Pierre vio al tal Duffy en el momento en el que éste subía sofocado las escalinatas en compañía de un individuo disfrazado con una medias negras, un chaquetón de piel de amplio vuelo y un birrete a modo de licenciado. Se excusó y se fue tras ellos. Spiers buscó a Karsávina, quien observaba atenta a los movimientos de Duffy, Dillon y el supuesto terrorista desde el círculo de damas que aún rodeaba a los poetas D’Annunzio y Appolinaire. A un movimiento de Spiers, la bailarina rusa cruzó el Salón de Baile, tras los pasos de Pierre aunque en realidad seguía a una distancia prudente a Duffy y Dillon. Estos subieron escaleras, cruzaron pasillos y entraron en una habitación, cometiendo la imprudencia, por un exceso de confianza, de no cerrar la puerta del todo. Pierre se acercó con sigilo hasta que pudo escuchar las voces en el interior. ¡Maldita sea!, se quejó Pierre, estaban hablando en inglés, lengua de la que el inspector vascofrancés apenas conocía cuatro palabras. Prestó atención y pudo distinguir las palabras ‘arms, boat, Atlantic y money’, suficiente para poder comprender lo que ambos hombres estaban tratando. Karsávina miró desde el extremo del pasillo con precaución. Pierre seguía apostado al lado de una puerta en una evidente postura de estar escuchando la conversación entre Duffy y Dillon, dedujo la bailarina, la conversación que ella tenía que estar escuchando. ¿Pero qué hacía aquel individuo interesándose en la conversación entre el irlandés y Dillon? Y por encima de todo, ¿cómo había tenido la desfachatez por qué se había presentado en la fiesta? Si Lev estaba en lo cierto, acudir a la casa de los Hartley era un suicidio, algo que ni siquiera Spiers creyó que ocurriría. En cualquier caso, el británico le indicó a Karsávina que era más urgente para el Gobierno al que servía seguir los pasos de Duffy y conocer los detalles de lo que trataran con Dillon. Los rumores sobre un terrorista o anarquista que amenazaba la estabilidad de las alianzas en todo el continente era motivo de suspicacias en el número 2 de Whithall Court, donde estaban más preocupados en política doméstica por controlar a los revolucionarios nacionalistas irlandeses y en política internacional por obtener resultados de la densa red de agentes establecida a lo largo de la frontera oeste de Alemania y en concreto en Bélgica, donde trabajaban dos redes de colaboradores. Un atentado terrorista, un asesinato por importante que fuera la víctima, sería visto como uno más en un contexto de periódicos asesinatos y de cualquier forma jamás conllevaría la gravedad como para conducir a toda Europa a una contienda bélica, aunque elementos dentro del propio gobierno de Herbert Asquith, como Churchill, compartían la prudente política de mantener un ojo en la otra orilla del Mar de Irlanda y otro sobre los alemanes. Por lo tanto, Spiers decidió que aunque había que vigilar al tal Etcheberry, su objetivo pasaba por averiguar la trama de Duffy en París,

Karsávina lanzó un grito de dolor y se echó mano a su tobillo derecho. Pierre giró rápido hacia la mujer. Poco más podía hacer allí, salvo recoger palabras sueltas de lo que parecía un acuerdo de compra de armas por parte de Duffy posiblemente con la intención de armar a los activistas nacionalistas irlandeses e iniciar una revolución sangrienta contra el dominio británico. Pierre corrió hacia la mujer y a medida que se acercaba a ella fue descubriendo la gran belleza de su rostro. Pocas mujeres había visto en su vida con unos rasgos tan finos y proporcionados, iluminados por aquellos enigmáticos ojos de un negro brillante, por si solos capaces de subyugar a cualquier hombre.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Creo que me he lastimado el tobillo—, mintió la bailarina, agarrotada por el miedo. — Me había perdido y buscaba el camino de regreso al Salón.

—Si me permite. — Pierre no dudó en clavar su rodilla en el suelo y tomar ente sus manos el pie de la joven bailarina. Esta se sorprendió por las atenciones de aquel terrorista al que ya se lo encontró en el escenario de la Opera cuando atacó a von Schoen. Pierre levantó la vista y la joven se sorprendió aún más de ver la elegancia de los rasgos del inspector vascofrancés. Aquella expresión serena y varonil, nada tenía que ver con la expresión huraña y hasta violenta, tan frecuente entre los anarquistas y socialistas, de la fotografía que le enseñara Lev en el Parc Monceau el día anterior. Las pestañas oscuras eran densas, la nariz levemente pronunciada y su mandíbula autoritaria.

—No parece tener ningún daño por el que preocuparse — indicó Pierre mientras posaba con cuidado el pie en el suelo.— Apóyese sobre él, señorita...

—Karsàvina Tamara—, añadió la bailarina en la manera en la que se presentaban los rusos. Pierre disimuló su sorpresa. Había escuchado aquel nombre. ¿No era el de la joven bailarina de la que le habló el teniente bretón, la misma que estaba liada con el embajador alemán en París? — Esta mucho mejor señor...

—Pierre Etcheberry, Subprefecto de Bayona. — El inspector vascofrancés besó la mano de la joven. Esta aceptó la mentira con una falsa cortesía de admiración por el cargo bajo el que aquel terrorista cargado de desfachatez, se estaba amparando. Aunque su labor no era controlar sus pasos, a Karsávina le pareció que no perdía nada por entrar en contacto con aquel hombre y si era posible sonsacarle información que explicara por qué ni la policía francesa ni en la Okharana ni el BIS británico habían movido un dedo por detenerle y evitar que cometiera otro atentado como el que a punto estuvo de cobrarse la vida del embajador von Schoen en la Opera.

—Le agradezco sus atenciones. Creo que podré regresar al Salón de Baile. — Karsavina quería que aquel encuentro parecía lo más casual posible, deseo que Lev lo habría calificado de ingenuo. Además, pensó la bailarina, tendría otras oportunidades a lo largo de la noche para conocer la naturaleza de la reunión entre el irlandés y Dillon.

—Si me permite le acompañaré, yo también me dirigía al Salón de Baile. Apóyese en mi brazo, se lo ruego.

Hacía mucho tiempo que Pierre no paseaba del brazo de una mujer. Sus acompañantes femeninas en los últimos veinte años, francamente habían mostrado poco interés en tomarle del brazo si no era para conducirle a una habitación sórdida de algún lupanar o para cruzar una calle encharcada.

El Salón bullía entre la música, las luces, las risas y los olores a perfume, alcohol y sudor de los invitados. Aquellos que bailaban habían formado en algún punto una cadeneta en la que los hombres se enganchaban sin pudor de la cintura de las mujeres, otros parecían perseguirse en un extraño baile en el que la desinhibición, ayudada por el alcohol, iba ganando terreno. El lateral en el que se abrían los ventanales del salón seguían en mano de las damas de más edad, que desde sus asientos censuraban los libertinos actos de los nuevos tiempos, mientras que el otro lateral, entre las columnas iluminadas con teas y lámparas romanas de aceite, continuaba en poder de pequeños corros de hombres y mujeres que charlaban, reían o simplemente escuchaban admirados las conversaciones de los invitados más destacados a la fiesta. Las personalidades políticas y militares se mantenían fortificadas en sus pequeños corros de conversación ajenos a la frivolidad de los demás invitados y muy cerca del corredor por el que transitaban los camareros con bandejas de bebidas y canapés fríos.

El embajador Paléologue charlaba con el diplomático británico Spiers. Este no pudo ocultar la sorpresa cuando vio aparecer en lo alto de la escalinata a Karsávina del brazo de aquel individuo al que la inteligencia rusa consideraba un peligroso terrorista internacional y la francesa se dividía entre colgarle la etiqueta de agente alemán y la de un don nadie.

—Veo que usted está bien informado—, dijo el embajador. — Es cierto que mi presencia en París es para presentar personalmente un ultimátum a mi gobierno, o se modifica la política del Elíseo con respecto a San Petersburgo o adoptaré ‘motu proprio’ medidas más radicales, como mi dimisión del cuerpo diplomático. —Paléologue miró a Spiers pero éste estaba absorto siguiendo los movimientos de Karsávina y su acompañante. — ¿Me escucha, señor Spiers?

—¡Sí, por supuesto, perdone!—. El británico mostró su sonrisa más espléndida, enmarcando sus apretadas filas de dientes blanqueados con bicarbonato sódico, limón y sal marina. — Intentaba entender el sentido de lo que me estaba diciendo.

—Oh, es muy sencillo—, dijo Paléologue mientras se ajustaba el monóculo al paso de una joven. — Desde la Guerra de Crimea, los rusos desconfían de Austria, lo que motivó que Viena no les ayudara en las guerras de unificación de Alemania o Italia. En Rusia tienen tanto miedo a Alemania como a Austria-Hungría y creen que a pesar de las promesas de Francia en los últimos dos años de que en caso de guerra atacaríamos con 800.000 hombres a los quince días de movilización, amigo mío, no se lo creen. Y hacen bien.

—Si me permite embajador, en Londres se considera que el objetivo del gobierno de René Viviane es el de pasar de puntillas en política exterior, en dos palabras y sin ánimo de ofender—, apuntó muy falso Spiers—, no alcanzar decisiones.

—No están ustedes descaminados—, apuntó con disgusto el embajador. — Me hace gracia escuchar a los socialistas el grito de ‘¡Poincaré la guerre!’. Nada más lejos. El presidente solo contempla la amenaza de Alemania en lo que se refiere a los territorios de Alsacia y Lorena. Poincaré está falto de una ideología y su primer ministro Viviane es incapaz de mantener una política propia, motivos sobrados por los que los rusos ven con miedo que en caso de conflicto con Austria y Alemania, Francia no mueva un dedo, y a pesar de que les he dado garantías de lo contrario, ahí está la aprobación el mes pasado por el Consejo Superior de la Guerra del Plan militar XVII. Pero amigo mió, los rusos no son tan estúpidos como creemos en Occidente y al mismo tiempo ven el fervor de muchos políticos con el que atacan la ley de los tres años de servicio militar.

—Así se explica que a primeros de año los rusos desviaran más de 400 millones de rublos a un programa de modernización de su Ejército.

—Precisamente—, confirmó Paléologue—, pero lo que me saca de mis casillas, señor Spiers, es que en el Elíseo no comprendan que la seguridad de Francia pasa por mantener un acuerdo militar con Rusia. Mientras París y San Petersburgo estén en buena armonía, Alemania no actuará.

—Tengo entendido que Jeffrey está haciendo una gran labor en este sentido — apuntó el británico.

—Cierto, su relación, amistosa diría yo, con el gran duque Nikolai Nikolaevich, es importante y las maniobras militares del año pasado fueron un éxito, lo que sin duda no pasó desapercibido para gente como Class. — Paléologue miró a los lados por si el político alemán ultranacionalista reaparecía. — ¿Por qué habrá invitado Mister Hartley a un individuo de tan dudosa reputación a su fiesta y aquí, en Paris?

—No fue Hartley — apuntó el diplomático británico—, fue Dillon.

—Interesante —murmuró Paléologue.—Y dígame—, prosiguió en confianza—, ¿tienen ustedes los británicos algo para mí?

—Si le sirve de interés, le diré que el embajador von Schoen expresaba no hace mucho en un cable enviado a Berlín su impresión de que en París ya no existían deseos revanchistas ni de guerra con Alemania.

—Interesante — juzgó Paléologue. — es precisamente lo que quiere escuchar el Káiser, que hemos bajado los puños, que faltamos al compromiso militar con San Petersburgo. Me pregunto—, agregó con aire distraído—, por qué nuestras agencias de inteligencia no logran la misma información que ustedes.

—Quizás porque las rencillas entre las distintas oficinas lo imposibilita. Lo que dice la Segunda Oficina es presentado como mentira o error por la Sûreté y viceversa. Los enfrentamientos entre la Sûreté, Quai d’Orsay y el Ministerio de la Guerra, impiden que funcione el servicio de inteligencia francés. Y para nosotros, se lo aseguro, sería una gran ayuda poder colaborar con el coronel Dupont en el intercambio de información. Lógicamente se lo digo a título privado.

—Por supuesto, lo comprendo y no le falta razón Spiers. Muchas veces me ha dado la impresión de que a nuestro Alto Mando no le interesa manejar información recopilada por la inteligencia. No sé en qué mundo creen que viven. Vivimos en la revolución de la ciencia, de los avances mecánicos y de la comunicación, y nuestros militares siguen trabajando con métodos del siglo pasado. No sé si a ustedes les pasa lo mismo con su Ejército.

Pero para ese momento el británico centraba todo su interés en obtener algún indicio sobre cuál era el propósito de Karsávina al pasearse del brazo de aquel individuo, posiblemente un intelectual socialista al que las ideas le habían confundido la razón. ¿Habría descubierto algo por lo que merecía la pena dedicarle tiempo a aquel tipo, olvidándose de Duffy y de su sospechosa presencia en la fiesta del mayor vendedor de armas del mundo? Quizás fue fruto de la conversación mantenida con Paléologue pero Spiers se lamentó de no haber prestado más atención a las informaciones que barajaban los rusos y la Deuxième francesa sobre una conspiración para iniciar una conflagración bélica en Europa. Lo cierto es que cuando los rumores llegaron a Londres, la reacción de su superior, fue descorazonadora. “La guerra será motivada por causas naturales, como lo ha sido siempre hasta el momento y no porque se derrame la sangre de un gobernante o la de un rey”, le dijeron. Ahora el diplomático británico miraba con preocupación la presencia de aquel tipo en el corazón de París.

Karsávina le contó a Pierre que era bailarina y le habló de su amor por la danza desde pequeña en su San Petersburgo natal. También le contó lo estricta que era la vida de una profesional. Pierre reaccionó con galantería, interesado en todo lo que aquella bella y desconcertante joven le contaba con un acento tan dulce como infantil.

—Querida, acércate a nosotros. — La mujer que llamaba a Karsávina era su compañera y rival sobre las tablas, Pavlova. — Estamos en compañía de ese italiano tan feo que va disfrazado de rey moro.

—¿D’Annunzio?

—Sí, ven y preséntame a tu amigo. — Pavlova tenía unos ojos tan grandes que daban miedo, tan misericordiosos que inspiraban pena, tan seductores que empequeñecían a todos los hombres en la fiesta, ensanchados aquella noche por el maquillaje excesivo y unas enormes pestañas postizas de pelo natural, otra extravagancia más procedente del cine y que aún nadie conocía en Europa.

Pierre y Karsávina se unieron al grupo de mujeres y hombres que rodeaban al poeta, entre ellos el político y sociólogo alemán Max Weber. En ese preciso momento el poeta italiano arengaba tan expresivo que resultaba amanerado, tan vanidoso sabiéndose observado, tan exhibicionista dejándose observar, que uno de los presentes, un hombre de edad, le comparó con Oscar Wilde. Otro le corrigió apuntando que a quien de verdad se parecía era a un Robespierre...algo desviado.

—¡Si es un crimen incitar a los ciudadanos a la violencia, entonces soy un criminal! ¡Formemos pelotones y patrullas!

Weber le escuchaba inexpresivo, como el que ve llover. Su pelo pegado y con raya a la derecha y su barba cana y puntiaguda, le asemejaba a los retratos de Rasputín,

—George Sorel — intervino el alemán—, dice que todos los logros de la historia son atribuidos a la violencia y ataca a los intelectuales y políticos que pretenden arrastrar a la civilización hacia objetivos materiales y hacia la resolución racional de las disputas.

—No podía estar más de acuerdo con las palabras del filósofo — dijo el poeta italiano en absoluto inmutado por la intervención de Weber, bien estructurada y cabal, como correspondía a un sociólogo alemán. —Pero mi país y que me perdone Bocaccio, es un país de políticos cobardes. El mismo rey, Vittorio Emmanuel III, es un cantamañanas — el adjetivo de D’Annunzio fue recibido por risitas y un murmullo jocoso por parte de las damas y los caballeros que escuchaban a los ilustres invitados. Es cínico y sarcástico con sus soldados y diplomáticos, — prosiguió D’Annunzio—, y odia a la Iglesia Católica hasta el punto de que come carne los viernes y nunca asiste a misa. Para colmo es un holgazán, delega todo el poder en sus ministros.

—Entonces es como nuestro Viviane—, apuntó un hombre del corro, intervención que fue recibida con risas.

—¿Saben una cosa? — preguntó D’Annunzio con mucha conspiración en su tono y en sus ademanes. — ¡El poeta Marinetti dice que la aventura de Trípoli había demostrado que el gobierno italiano se había vuelto futurista! — Alguno rio las palabras del poeta pero sin entender muy bien cuál era su significado. El de Pescara prosiguió. — El maldito Marinetti es un cobarde. ¡Les digo que la conquista de Trípoli fue un paso importante y decisivo hacia la regeneración moral a través del heroísmo y el sacrificio!

—Lo que tenemos a nuestro alrededor — volvió a hablar Weber—, es un mundo satisfactorio en lo material, ¿cuándo hemos vivido mejor?, pero árido en el aspecto moral. William Jones dice que la humanidad necesita hallar un equivalente moral a la guerra, pero mientras no exista, esta nos vale para desarrollar aspectos tan humanos y ya olvidados como los que habla Her D’Annunzio, de heroísmo y sacrificio. — El italiano recibió como un cumplido las palabras del alemán. — Pero hasta aquí llegan nuestras semejanzas—, agregó Weber para sorpresa del público y del propio poeta italiano que abrió mucho los ojos y arqueó sus cuidadas cejas. — Usted es un devoto católico y yo me confieso un crítico del catolicismo y un ferviente admirador del protestantismo, y esto es, en fin, como si usted fuera negro y yo blanco.

—Usted Maximiliano, no me ha sabido leer — le respondió D’Annunzio—. Sufrimiento y martirio, eso es lo que admiro del catolicismo y solo eso. — La respuesta del poeta fue recibida con tímidos aplausos de alguna de las damas presentes. Y agregó: — ¡Mi religión es una sola, magnífica e inmensa, la grandísima de devolver la fe a mis compatriotas, la mismísima fe que se perdió y que condujo a la caída del Imperio Romano!

—El católico es un conformista y prefiere la seguridad, mientras que el protestante se atreve con el riesgo—, respondió Weber.

—¡Ustedes los alemanes siempre tan calvinistas...tan duros de mollera! — D’Annunzio había levantado el tono de su voz agitando al mismo tiempo sus blusones, capas y túnicas sedosas y coloristas ante lo que consideraba una injuria y un insulto a su pueblo italiano. — ¡Y además socialista!

—Le recomiendo que lea mi libro ‘La Etica Protestante y el Espíritu del Capitalismo’.

—¡Y yo a usted que asista a la representación de ‘Le Martyre de Saint Sebastien’, obra que el Arzobispo de París ha pedido a los católicos que no asistan porque a San Sebastián lo presento como una mujer y una mujer judía!

—Quizás vea al santo como mujer porque usted es un afeminado—, sentenció el sociólogo y político alemán que aún miraba inexpresivo cómo iba enrojeciendo de cólera el poeta italiano.

—¡Es usted un cretino y le ordeno que retire de inmediato esas palabras! ¡De lo contrario tendré que exigirle un desagravio!

Pierre buscó la mirada conspiratoria de Karsávina ante aquel altercado de egos que no pasaría de un rifirrafe, pero la bailarina había desaparecido. En concreto se había desplazado unos metros y hablaba con un hombre calvo, de baja estatura y fornido, pero más que fornido, de amplias espaldas, aunque, más que de amplias espaldas, cheposo, de semblante grave, aunque más que grave aterrorizante, con su nariz afilada y ganchuda, sus ojos desorbitados, su barbilla terminada en dos bultitos, sus orejas despegadas y vestido de negro, lo que le confería ese aspecto espectral que adoptan los funcionarios de Hacienda. Este habló durante unos segundos y desapareció. Cuando la bailarina vio que Pierre les estaba mirando, le pidió con un leve gesto de la mano que se acercara. Karsávina se encontraba próxima al círculo de damas que rodeaban a Apollinaire.

—En mi último viaje a Brooklyn — contaba una mujer joven pero opulenta, que, con enorme barullo de ropajes y adornos femeninos, se había disfrazado de marquesa de Monferrato—, vi una joven dama con un pajarito pintado en su cara, con los tobillos desnudos y adornados con pulseritas de gemas. ¿No le da la impresión, querido Guillaume, que las mujeres estamos retrocediendo en el tiempo y si seguimos así llegaremos al desnudo primitivo?

—Mi querida Delphine, no le quito razón a sus temores—, apuntó el poeta que no había despegado sus ojos de Pierre desde que éste se uniera junto a Karsávina a su grupito de damas y caballeros admiradores de sus extravagantes ideas, y prosiguió. — Como en algo habrá que diferenciarse de las hembras salvajes que todos conocemos de las fotografías procedentes del Africa profunda y misteriosa, las mujeres futuras es fácil pensar que prescindirán de las plumas impuestas por el pudor para conservar únicamente las de la coquetería.

Las damas, alguna turbadas por las palabras del poeta, rompieron en risitas y comentarios de aprobación, un piopio que quedaba ahogado por las carcajadas de aquellos que rodeaban a D’Annunzio y a Weber, y que seguían con alboroto el intercambio de insultos entre tan distinguidas personalidades. Tal era el acaloramiento del italiano y la frialdad del alemán, que su combinación amenazaba con explotar por alguna grieta y convertirse en un combate pugilístico, liándose ambos a mamporros en cualquier momento.

La bailarina rusa era incapaz de gobernar sus nervios y sudaba por las axilas como sucedía cuando actuaba sobre un escenario. Tal estado llegaba motivado por la incertidumbre o incluso por el simple miedo a un individuo tan desconcertante y descabellado y arrogante como aquel tal Pierre Etcheberry, que, por otro lado, mostraba unas maneras que hablaban de un hombre galante, refinado y hasta cierto punto sincero, en definitiva alguien de quien en otras circunstancias sería fácil confiar. Pero si había aprendido algo en el tiempo que llevaba colaborando con la Okhrana y con los británicos, era que la honradez no se trasluce por los modales suaves ni la cortesía, la vileza tenía muchas caras y todas eran tan falsas como aquel disfraz que la vestía. Había un algo de placer en el riesgo en el que se colocaba, se acusaba Karsávina, de lo contrario habría pretextado su compañía con alguna obligación social, e indudablemente por qué no confesarlo, había otro algo de atracción hacia aquel hombre varonil, desconcertante, peligroso y con la arrogancia suficiente como para presentarse en la mansión de los Hartley en una velada en la que, sabía, habría alguien que le reconocería. La atracción física, se decía Karsávina, como la vileza, se puede mostrar de muchas maneras y dejarse conducir por muy distintos guiños.

—¿Le parece que abandonemos el Salón por un instante? — La bailarina recorrió rápida con sus ojos el rostro de Pierre. — Necesito algo de aire.

—Por supuesto.

En el preciso instante en el que se encaminaban hacia las puertas que conducían a una amplia terraza, una voz sonó a sus espaldas.

—Querida Tamara. — Era el director de ‘Le Figaro’. — No estarías pensando en abandonar la fiesta sin haber bailado una sola pieza conmigo. — Se trataba de un hombre bajo, cargado de espaldas, sin cuello y de grandes bigotes, y que al igual que Stravinsky, había acudido a la fiesta disfrazado de Bocaccio. Esperaba muy firme la respuesta de Karsávina. No podía haber sido más inoportuno Capus. Balbuceó algo pero la bailarina aceptó. Los Ballets Rusos y su prestigio personal de ‘prima ballerina’ dependían de las críticas de periódicos como ‘Le Figaro’.

—Por supuesto Alfred — le dijo Karsávina y antes de desaparecer de la mano de aquel hombre, se volvió a Pierre y le dijo: — Regresaré, no se vaya.

Mientras se alejaban, Pierre pudo contemplar la armoniosa y deslumbrante figura de la bailarina que se insinuaba a través de sus sedosas ropas. El encuentro con la excusa de haberse doblado un tobillo respondía a un plan premeditado. Ahora entendía por qué el teniente Trezeniel le contó que había algo desconcertante, incluso intrigante y en buen modo sospechoso, en el comportamiento de aquella mujer a la que rendía pleitesía tanto un poeta de prestigio internacional, como un aristócrata del cuerpo diplomático o un director de periódico.

Karsávina y Capus iniciaron el baile y Pierre aprovechó que Dillon hablaba con el alemán Class, para escabullirse entre los invitados y regresar al despacho en el que se reunieron el irlandés Duffy y el americano. No fue complicado encontrar el camino y esta vez se cercioró de que nadie le seguía. La puerta estaba cerrada, giró el pomo y sencillamente se abrió. El interior estaba iluminado por una lamparita colocada sobre la amplia mesa del despacho. Rebuscó entre carpetas y otros papeles que estaban en la mesa. La mayoría eran cartas, correspondencia con el Estado Mayor francés y belga, relacionado con el suministro de armas y munición. Nada que pudiera estar vinculado con la conspiración de la que él, sin proponérselo, formaba parte. Rebuscó en cajones, buscó cajas fuertes detrás de cuadros, de libros en sus estanterías y debajo de alfombras. Sin éxito. Estaba a punto de abandonar el despacho cuando reparó en un cubo de basura. Había varios papeles arrugados en su interior. La mayoría se trataba de borradores de cartas, pero entre ellos el inspector encontró dos trozos de papel muy significativos. Uno mostraba lo que parecía una lista de nombres con una cifra a su derecha. Repasó la lista y allí vio entre otros el nombre del embajador alemán, el de Roger, el agente de la Sûreté que le recogió en la estación de Montparnasse, y ante su sorpresa, el de Moreau y el del teniente Trezeniel, aunque estos dos nombres en vez de verse acompañados con una cifra, estaban separados por una flecha de dos direcciones. El otro papel era un cablegrama en inglés pero perfectamente legible enviado por un tal Bert. Era corto y Pierre pudo traducirlo sin problemas, decía algo así como “Ave rapaz en camino — deshacerse del Ave Fénix.” Volvió a arrugar ambos papeles y los arrojó de nuevo al cubo de la basura. Con la misma prudencia con la que entró, Pierre abandonó el despacho y regresó al Salón de Baile, justo en el momento en el que finalizaba la pieza musical.

Karsávina y Capus regresaron al lado de Pierre. El hombre sonreía satisfecho por haber disfrutado durante unos minutos de un cuerpo femenino tan bello y agraciado por la naturaleza.

—Permítame presentarme, soy Alfred Capus, director de ‘Le Figaro’—. El periodista extendió la mano al inspector.

—Pierre Etcheberry — y dudó un segundo, tras lo cual continuó—, Subprefecto de Bayona.

—¿Subprefecto de Bayona? — El periodista pareció desconcertado. — Pensaba que el Subprefecto era Bernard Mendiboure. Coincidí con él y su esposa un verano en Niza. Sorprendente orador y excelente catador de vinos.

Pierre reaccionó con presteza.

—He sido recién nombrado en el cargo. Bernard, el señor Mendiboure, se retiró por problemas de salud. Nada grave, consecuencias de la buena vida.

—Oh, comprendo, cuanto lo lamento. — Capus se quedó satisfecho y Pierre pudo respirar aliviado. — Este ha sido un buen año para mucha gente. A usted le han nombrado Subprefecto de los Bajos Pirineos, y a mi director del ‘Le Figaro’ y miembro de la Academia Francesa. — Hubo un instante de silencio, como si el periodista aún conmocionado por el golpe de suerte que vivía. — Sabe—, le dijo a Pierre sonriente y muy complaciente—, me gusta estar en compañía de la señorita Tamara, primero por su belleza y segundo porque no me pregunta por el caso Caillaux ni por Henriette o por el maldito juicio del desgraciado asesinato del malogrado Gaston. He pasado toda la noche hablando de ese caso, como si no hubiera otros problemas en el país.— Karsávina y Pierre sonrieron, y Capus, gran conocedor del alma humana, con olfato para detectar cuándo su presencia sobraba, se disculpó con el pretexto de buscar a su esposa.

—¿Aún le apetece salir a tomar un poco de aire? — preguntó la joven.

—Es una idea espléndida — afirmó Pierre, y los dos se dirigieron hacia las terrazas desde las que se contemplaba una noche muy estrellada y los jardines y terrenos de la mansión bajo un baño de plata.

—Dígame una cosa subprefecto, ¿qué le ha traído hasta París?

—Una equivocación, quizás un engaño, o en el peor de los casos, una conspiración de la que formo parte sin proponérmelo. — La bailarina se detuvo por un instante, no pudo evitar mostrarse sorprendida por la respuesta de aquel hombre. Pierre continuó sin perder la calma. — Si alguno de los dos conoce el motivo de mi presencia aquí, es usted.

—No le entiendo — respondió azorada la joven que para ese momento contemplaba en su plenitud nocturna los jardines de la residencia de los Hartley, coronados por una luminosa luna.

—Vamos, señorita Karsávina, no se haga la inocente. Usted sabe que yo no soy el Subprefecto de Bayona. Pero me da la impresión que tampoco conoce mi auténtica identidad.

—No sé a lo que se refiere señor Etcheberry. — Karsávina sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, quizás por el contraste de temperatura, quizás porque, pecando una vez más de la ingenuidad que tanto le recriminaba Lev, aquel individuo había descubierto su peligroso juego.

Pierre comprendió que la mujer estaba asustada.

—No tiene que temer nada de mí — le tranquilizó el inspector—, pero quiero que me diga para quién trabaja. ¿Es la Okhrana?

Karsávina se sintió desamparada, de pronto había subido el telón y aquel hombre le exigía la verdad.

—No trabajo para nadie, sólo intento ayudar a mi sagrada patria, Rusia, y a mi Zar, Nicolas II. — No estaba dispuesta a decirle que acababa de ser cesada como colaborada de la Okhrana y que también ayudaba a los británicos desde hacía meses.

—¿También Rusia está...? — Pierre no terminó la pregunta porque por momentos sentía que el peso sobre sus espaldas era mayor. — ¿Por qué...por qué todos creen que soy un terrorista o un asesino? ¿Se ha vuelto loco todo el mundo?

—No se las dé de listo conmigo—, exclamó Karsávina pero con una voz que apenas expresaba confianza en lo que decía. — Está identificado. He visto su fotografía y su nombre Pierre Etcheberry.

—Usted habrá visto mi retrato, pero no significa que yo sea un terrorista. Además, ¿por qué no me detienen o me pegan un tiro si tan peligroso soy?

Karsávina no tenía respuesta. También ella se lo había preguntado a lo largo de la noche. Ni en San Petersburgo, ni los británicos, ni la Sûreté estaban interesados en detener o eliminar a este hombre, parecía...parecía como si actuara todo el mundo con apatía. Hasta donde ella sabía, ni siquiera la Deuxième Bureau había intervenido, la agencia más activa hasta el momento en abortar los planes criminales de ese hombre. Su presencia en la fiesta había desbaratado la certeza sobre su culpabilidad ya que evidenciaba que, o bien decía la verdad o era más cínico de lo que ella pensaba. Apostó por lo segundo y lanzó un órdago.

—A menos que sea, como sospecha alguno, un vulgar asesino pagado por alguien, listo, pero por lo que he visto esta noche, con escaso juicio. Sólo de esa manera — prosiguió sin mirar a Pierre—, se entiende que no le haya pasado nada todavía. Dillon trabaja con todo el mundo.

—A todo el mundo vende armas — apuntó Pierre mientras encajaba ciertas piezas que habían rondado diseminadas por su cerebro durante los dos últimos días. — Por eso usted intimó con el embajador alemán, para saber qué se traía entre manos Dillón y por eso hoy acudió al despacho de Dillon, para saber qué hablaba con el irlandés.

—¿Es usted de esos hombres que se creen los chismes que oyen? — preguntó molesta Karsávina.

—¿Es usted de esas mujeres que nunca dudan de lo que ven?

Pierre mantuvo inmóvil sus ojos clavados en los de la bailarina. Un trozo de luna se reflejaba en sus ojos negros y entre los dos pasó un soplo dulzón de dama de noche.

—Nunca me equivoco en lo que veo.

Karsávina se acercó unos centímetros al inspector. Su boca quedó levemente abierta y desde allí emanaba una fuerza de atracción imposible de repeler, incluso para Pierre, acostumbrado a rechazar cualquier sentimiento relacionado con el deseo. Pero tampoco había conocido hasta el momento una mujer tan excitante y sensual como aquella. Sin voluntad de resistencia, se acercó aún más a la mujer, hasta que las pupilas negras de ésta aumentaron reflejando por completo la luna, que se movía, con ojos criminales. Porque no era la luna, era el reflejo de la cabeza del hombre que unos minutos antes habló con Karsávina. Pierre oyó un ruido a sus espaldas, se giró pero no pudo evitar que aquel tipo descargara un golpe seco y certero en su cabeza, lo que le hizo perder el conocimiento y caer redondo en el suelo sobre las desgastadas losas.

Pierre no llegó a oír el ruido de los cristalitos rotos en el interior del estuche de cuero en el que guardaba la morfina, ni fue consciente de lo que ocurrió a continuación. Karsávina regresó al Salón de Baile, aún afectada por la escena de violencia vivida en la terraza, mientras el agresor levantaba el cuerpo de Pierre y lo trasladaba hasta la capilla anexa a la mansión, un pequeño edificio redondo y de gruesos muros de piedra en cuyo interior solo había un altar con una gran cruz de madera, la apartó y depositó el cuerpo del inspector sobre la piedra. La luz de la luna que se colaba por un tragaluz en forma de cruz sólo lograba sombrear el recinto y el cuerpo de Pierre. Sus ojos se movían intranquilos bajo los párpados y su cuerpo dio ligeras sacudidas, incómodo por el intenso calor del desierto africano, arrastrándose exhausto por las dunas rojas, bajo un sol que apenas le permitía entreabrir los ojos, pero era un dolor nada comparable al del arrepentimiento que le encogía el corazón. Las arenas discurrían como corrientes de agua hasta convertirse en un líquido en el que se hundía, pero era un Pierre de apenas tres o cuatro años de edad, que desde la profundidad le tendía una mano, desamparado porque se hundía en un fondo oscuro, muy rojo, lentamente, hasta solo ver ya la mano crispada del niño, y sin ser capaz de mover un músculo, presa del miedo y la indecisión infantil, mientras era testigo de cómo desaparecía todo rastro de sí mismo. Sobre la arena Pierre lloraba y maldecía al cielo con el alma desgarrada de dolor, y abrió los ojos al cegador sol, justo en el momento en el que Dillon daba al interruptor y se iluminaba la lámpara que colgaba del techo de la capilla.

—Me ha de perdonar, señor Etcheberry, por la manera poco educada en la que le he sacado de la fiesta para decirle que su presencia en la fiesta me incomodaba. — Dillon hablaba un francés exquisito, posiblemente aprendido en algún colegio caro de Nueva Jersey. Pierre luchaba por devolver la claridad a su vista y poder observar al individuo que aún disfrazado del corsario Landolfo Rufolo se acercaba hasta su lado y le ofrecía un vaso de agua. — Tenga, y le ruego me perdone por la brusquedad de mi guardaespaldas.

—¿Qué es? — preguntó Pierre apenas incorporado y con la cabeza dolorida.

Dillon sonrió mientras Pierre bebía.

—Le mantendrá despierto el tiempo suficiente para que le explique por qué está aquí. Pierre dejó caer el vaso y se incorporó hasta sentarse sobre la piedra. Tenía la camisa húmeda a la altura del pecho.

—Su dosis de morfina se rompió al caer al suelo — dijo Dillon. —Espero que no le cause ningún contratiempo. Por suerte le queda otra.

—Déjese de cumplidos y dígame de una vez por qué estoy en París y por qué estoy hablando con usted.

—Le confieso que no estaba en mis planes tener que hablar con usted, pero la única manera que se me ocurrió de sacarle de la fiesta sin levantar sospechas era así.

—¿Levantándome la tapa de los sesos? — preguntó Pierre con burla y mientras se refregaba el lugar donde le golpeó el esbirro de Dillon.

—No podía mostrarme en público, ante rusos y británicos, hablando con usted.

—¿Con un terrorista?

—Creo que en otras circunstancias nos hubiéramos entendido — apuntó Dillon y agregó. — Tenga en cuenta inspector, que sólo usted y yo sabemos que no es un terrorista. ¡Y Moreau! — apuntó levantando un dedo—, aunque fue trágicamente asesinado esta mañana.

—¿Asesinado? No me lo diga, ordenado por los rusos.

—No me defraude señor Etcheberry. El viejo Lev actúa por amor a su patria y para matar a sangre fría hay que estar motivado por una ideología, por el dinero o por un impulso de venganza que domine la razón. Como es el caso de su amigo el teniente Trezeniel.

—¿Esta insinuando que él lo mató?

—¿No fue testigo usted?

—¿Hay algo de mi que no sepa? — preguntó Pierre. Pudo ver la piel clínicamente rasurada en el redondeado rostro de Dillon. No era alto pero sus espaldas y brazos eran anchos, el cuerpo de alguien acostumbrado a hacer deporte, quizás boxeo.

—Francamente no—, respondió el norteamericano. — Le conozco tan bien inspector, que incluso sabía que intentaría entrar en el despacho privado del señor Hartley durante esta noche.

—¿Por eso no cerró la puerta con llave y se llevó toda la información que pudiera implicar al señor Hartley o a usted en la conspiración?

—Marcellus no sabe nada, no lo entendería, es demasiado complejo. Y sí, efectivamente me llevé todo...excepto la basura que usted como buen sabueso fue lo primero que miró.

Pierre se sintió un estúpido. Su instinto policiaco se había quedado reducido a una ramplona curiosidad de alcahuete provinciano.

—Dígame si estoy equivocado Dillon — dijo Pierre tras un breve momento de reflexión para valorar si su deducción podía ser correcta. — Ha manejado a Moreau y a Trezeniel para sus propósitos, ambos movidos por intereses distintos, uno...dinero o traición a su país, y el otro por venganza, usted mismo lo ha dicho. Conocía la rivalidad entre ambos y se aprovechó de ello para...hacer desaparecer poco a poco a todos aquellos colaboradores que conocían la naturaleza de la conspiración y que ya habían jugado su papel. Por ejemplo el embajador alemán. Con su asesinato hubiera matado dos pájaros de un tiro.

—¡Bravo! — gritó Dillon. — No esperaba menos de usted. Pero si quiere saber algo más de por qué está usted hoy en París, dejemos de hablar de nosotros y hablemos de Europa.

—¿La Europa que se ha propuesto armar con sus armas?

—¿Yo? ¡No sea ingenuo inspector! Digamos que yo sólo soy un distribuidor de servicios, la persona a cargo de poner los medios para que ustedes mismos se asesinen y descuarticen. ¿Usted sabe cuánto dinero se gastó Alemania el año pasado en defensa? Ciento dieciocho millones de libras esterlina, el Reino Unido setenta y seis millones, Francia cincuenta y Rusia, escuche bien, ochenta y nueve millones de libras. Nunca antes la humanidad había gastado tanto en defensa. En caso de conflicto Alemania tiene previsto movilizar a corto plazo a ocho millones y medio de hombres, Rusia cuatro y medio, Francia tres y medio, Austria tres millones y Reino Unido unos setecientos mil, sin contar los reservistas. ¿Sabe de qué proporciones de armamento y munición estamos hablando? Como le digo, algo jamás visto por la humanidad, una cifra que ni Vick, Krupp, Skoda, Schneider Creusot, Vitkovice, ninguna empresa de armamento podrá abastecer a estos ejércitos. Nosotros sí, señor Etcheberry, y en el proceso lograremos unos beneficios tan colosales que sin duda revertirán en el futuro de nuestro país, en la construcción de una gran potencia mundial, sobre todo, si como tenemos previsto, entramos en guerra en apoyo de ustedes, los franceses.

—Sigo sin entender qué tengo que ver yo con sus planes apocalípticos y criminales.

—¿Usted? ¡Amigo mío, usted es la pieza fundamental! ¡Sin usted no estaríamos a punto de lograr nuestro objetivo!

Pierre comenzó a notar cansancio, la sensación de que todas sus articulaciones comenzaban a despegarse. Aun así logró entender de lo que estaba hablando el norteamericano.

—He sido un imbécil — dijo Pierre con dificultad. — Me han utilizado como un señuelo.

—¡Bravísimo! — gritó Dillon mientras daba palmadas y giraba sobre sí mismo. Por fin lo ha comprendido todo — agregó el vendedor de armas. — Mientras las policías y los servicios de inteligencia de toda Europa le controlan o le siguen sus pasos por París, nuestro hombre está a punto de asestar, libre de presiones, el golpe definitivo. Los alemanes idearon el plan para lograr la excusa que les sirva para poder litigar mediante el medio moral y honroso de las armas sus diferencias históricas que se han amontonado como cuerpos enfermos durante los últimos cuarenta años de paz. Nosotros solo teníamos que poner los medios, inyectar el dinero y asegurarnos de que todo saliera bien.

—Es usted un insensato — logró decir Pierre a pesar de que ya no podía mantenerse sentado sobre el altar. La vista volvió a nublarse y el cerebro comenzaba a funcionar con una dolorosa lentitud.

—Pero de qué se preocupa usted — le recriminó Dillon con arrogancia. — Usted sigue con vida y se lo debería de agradecer a la falta de visión de sus políticos y militares. En Francia nadie valora ni respeta la labor de sus agencias de inteligencia y sus políticos están más preocupados por lo que le ocurra a la señora Caillaux que a un posible conflicto en Europa; en Londres viven más preocupados por las implicaciones que la acción de unos descamisados irlandeses pueda causar al resto de su imperio, un excelente negocio para nosotros por otra parte, que lo que ocurre en la otra orilla del Canal de La Mancha, y en Rusia tienen suficiente con el incompetente de su Zar y las revueltas de sus plebeyos. Por desgracia para nosotros siempre hay gente como Lev o como Trezeniel, o incluso el propio Spiers, capaces de pensar y de adoptar iniciativas propias, lo que podía complicarnos la operación. En Biarritz fueron ustedes, y en la Opera los rusos quienes nos estropearon los planes. Por eso había que tomar todas las medidas posibles, incluido el soborno. Cuando los alemanes nos hablaron de usted y su, llamémosla, peculiaridad, nos pareció fascinante. El resto ya lo conoce.

El inspector vascofrancés no lograba traducir en palabras sus pensamientos, le costaba incluso seguir el monólogo de aquel individuo del que solo distinguía ya su sombra girando a su alrededor. Este prosiguió hablando.

—Ustedes los europeos son unos estúpidos. — Dillon daba pasos abriendo mucho las piernas, y con los brazos a la espalda, como un profesor impartiendo una lección de ética. — Les ciega la arrogancia de poseer una civilización superior a las demás, de creer que profesan la religión verdadera, de sentirse moralmente superiores, y no se dan cuenta de que estos sentimientos lo único que animan es el afán de dominar y colonizar otros territorios, ya sea comercialmente o mediante las armas. Nosotros los americanos somos más prácticos, sólo pretendemos facilitarles lo que ustedes necesitan para dirimir sus miserias diplomáticas, para establecer el orden hegemónico en su continente. Los malos no somos nosotros, señor Etcheberry, los malos son ustedes.

Pero para ese momento el inspector yacía profundamente dormido sobre la piedra del altar. Apenas quedaban ya media docena de invitados, borrachos y pesados y varias parejas que, desnudas, se perseguían entre risas y grititos por los jardines de la mansión de los Hartley en Neuilly-sur-Seine.

Al cabo de unas horas Pierre despertó entre violentas sacudidas de su cuerpo. Su estómago expulsó un líquido denso y apestoso y su cerebro parecía estar aprisionado por poderosas planchas de hierro. No lograba hilvanar un solo pensamiento coherente o distribuir por su cuerpo una sola orden. Su malestar era tan general que no podía identificar un dolor en particular, sencillamente nada funcionaba por su voluntad y mando. El caos había colonizado su cuerpo y mente. Tendría que pasar una larga media hora para que del mismo modo que la niebla se rasga en girones y permite distinguir sombras y vagos contornos cuando comienza a dispersarse, Pierre comenzara a distinguir lo que le rodeaba, ayudado por las primeras luces del alba que se colaban por la ventana de su habitación en el hotel de Montparnasse.

Con dolor en cada esquina de su cerebro fue desglosando los recuerdos de la noche anterior. Primero y más doloroso de todos fue descubrir que se había perdido una dosis de morfina. Igual de preocupante fue recordar las últimas palabras que escuchó a Dillon, cuando le anunció que el atentado terrorista continuaba en marcha, un crimen que desembocaría en un conflicto en Europa. La confesión significaba que ya no quedaba la más mínima esperanza de evitarlo.

Pierre se incorporó entre quejidos. Sus articulaciones agarrotadas comenzaban a encajar. Poco a poco fue recobrando la vitalidad y el intenso dolor que inundaba su cerebro, con el paso de los minutos comenzó a diluirse y a reducirse el zumbido en sus oídos, lo que le ayudó a pensar con claridad. Si Dillon estaba en lo cierto Europa estaba a las puertas de un conflicto y la única manera de evitarlo era detener el atentado terrorista que lo desencadenaría. Recordó las palabras de Moreau, que se preparara para viajar a Alemania donde evitar la destrucción del recién inaugurado Canal de Kiev, obstaculizando de esta manera el paso de los buques ‘dreadnought’ alemanes al Báltico y desde allí al Mar del Norte. ¿Podía creer en sus palabras? Era un hombre a sueldo de Dillon pero, ¿podía ser esta la única verdad que le dijo en su reunión de hacía un par de días? Decidió seguir su instinto de policía. Era la única vía de investigación que contaba con algo de sensatez. Recordó que Moreau le dijo que su tren partiría a primera hora de la mañana del día anterior. Posiblemente se trataba de un servicio diario, pensó Pierre, por lo que se levantó de la cama entre quejidos y sin más demora se lanzó todo lo rápido que se lo permitía su descompuesto cuerpo, en dirección a la Estación de L’Est, desde donde tomar el primer tren a Berlín.

Veinte minutos más tarde el taxi que transportaba a Pierre se detenía ante el imponente edificio de la estación de L’Est. Durante el trayecto Pierre intentó entender cuál era el papel en aquella historia de la bailarina rusa, bella y deliciosamente canalla. Fue ella la que le condujo hasta la terraza de la mansión de los Hartley por orden de Dillon, y dónde le esperaba su tétrico y truculento guardaespaldas. Qué estúpido, se acusó el inspector, por haberse dejado engañar por aquella maldita seductora hasta caer en su trampa tan previsible. No dudaba que servía a los intereses de su patria, pero a juzgar por su comportamiento también a los de Dillon. Le pareció incongruente y sin duda tendría una explicación.

De las puertas de la estación y a través de sus columnas corintias, fluía un chorro de viajeros procedentes de dos trenes que acababan de hacer su entrada, uno de Reims y el otro un cercanías procedente de Meaux. Pierre se sentía frustrado luchando contra aquella marea humana, hombres en su mayoría, que llegaban a la ciudad para iniciar su jornada laboral, cuando, de entre el barullo general, distinguió una voz que le llamaba.

—¡Señor Etcheberry!

Pierre rebuscó entre aquella confusión de caras anónimas, inexpresivas, tan ajenas a él, hasta que entre todas vio un rostro atractivo, con su distintivo y denso flequillo en diferentes tonos rubios que formaba ondas sobre su frente. Era el teniente Trezeniel que le saludaba efusivo con un brazo desde unos metros de distancia, elevándose de puntillas entre el gentío. Gritó algo más pero el inspector no pudo entender. Vio como avanzaba con dificultad hasta llegar a su lado.

—Ha sido una gran suerte que le encontrara, tengo algo muy importante que contarle — dijo el agente francés, que por su aspecto descuidado, su rostro afilado sin afeitar, los labios resecos y la corbata y cuellos de su camisa descompuestos. Pierre dedujo que llevaría muchas horas sin comer ni dormir.

Justo en ese momento algo inexplicable sucedió. Trezeniel se echó la mano a su nuca, al tiempo que Pierre, aunque solo fuera durante un instante y de perfil, vio cruzar por detrás del teniente al tipo alto, desgarbado, oscuro y con la piel de la cara escamada que le fue a recibir a su llegada a París y que le condujo hasta Moreau, Roger, ese era el nombre que le dio el teniente. En una fracción de segundo volvió a desaparecer confundido entre la oscura masa de viajeros. Primero la cara de Trezeniel adoptó una mueca extraña, su piel palidecía, sus ojos se quedaron en blanco y cayó al suelo como un fardo. El inspector se puso de cuclillas y pudo ver una pequeña gota de sangre en el cuello del teniente, justo por debajo de la oreja izquierda. Aún tenía vida pero su cuerpo se iba agarrotando como si sufriera el efecto de una rápida congelación. Quería hablar, por lo que Pierre le sujetó la cabeza colocando una mano en la nuca. El teniente desgajó algunas palabras entrecortadas y con apenas un hilo de voz.

—No maté a Moreau — dijo el bretón tras realizar un enorme esfuerzo. — Le amenacé con contar a sus superiores que le sobornaba Dillon. Y Moreau se tiró. Fue Dillon quien me lo contó. — Tragó saliva y continuó. — Dillon me utilizó...para que Moreau se suicidara.

—Le creo — dijo Pierre mientras le mantenía sujeta la cabeza. A su alrededor comenzaba a congregarse la gente. El cuerpo del teniente estaba frío y duro, y sus pupilas empequeñecieron, incapaces de enfocar. El individuo de la cara sin piel le había inyectado algún veneno, pero debía de tratarse de uno muy poderoso ya que jamás había visto un efecto tal rápido y mortal.

—He descubierto algo.

—Qué es, teniente.

A pesar de la rigidez de sus miembros, el agente de la Deuxième Bureau encontró fuerzas para poder extraer un trozo de papel de un bolsillo. Se trataba de un recorte de periódico.

—Ya sé dónde será el próximo atentado. — El teniente se agarró con la mano crispada a la chaqueta de Pierre. — ¡Evítelo, evite la catástrofe!

El inspector tuvo que tirar con fuerza del trozo de papel atrapado entre unos dedos endurecidos, como zarpas. Tenía los ojos abiertos y los labios de un color azulado, sus pulmones se habían paralizado y sus ojos estaban inmóviles. Si no había muerto lo haría en pocos segundos. Pierre nada podía hacer ya, excepto desaparecer lo más rápido posible pues le quedaba la duda si el veneno era para él o para el teniente bretón.

Se abrió paso a empujones entre la gente que miraba en silencio el cuerpo rígido y frío de Trezeniel y entró en el enorme recibidor de la estación. El recorte pertenecía al periódico alemán ‘Allgemeine Zeitung’, con fecha de finales de marzo, y hacía referencia a la visita que cursaría el heredero de la monarquía dual, Francisco Fernando, a las tropas austriacas desplegadas en los alrededores de Sarajevo, en Bosnia, a finales de junio, en concreto el domingo 28.

Pierre se acercó al Jefe de Estación que, firme y concentrado, levantaba la linterna para que un maquinista pidiera vía. Le preguntó si partía algún tren que le llevara a Sarajevo. Le respondió que había tenido suerte ya que en quince minutos partía uno del Andén Tres que le dejaría en Budapest. Desde allí debía de tomar otro tren que le llevaría a Belgrado y por último a Sarajevo. Pierre oyó un alboroto procedente de la entrada de la estación donde varios gendarmes irrumpieron nerviosos. Le estaban buscando, pensó. Pierre sacó el billete para el expreso del Andén Tres y se dirigió con calma al Andén Dos. Temía que además de la policía estuviera siendo seguido por el tipo de la cara sin piel. Se subió en un vagón, lo cruzó, saltó por el otro lado a las vías y se subió al expreso del Andén Tres, cuyo maquinista pitaba por segunda vez y abría ya el regulador de vapor en espera de recibir la orden de salida.

Pierre no supo hasta que cruzó por los prados y las casas diseminadas del departamento de Seine Saint Denis, a las afueras de París, que viajaba en el Orient Express camino de Constantinopla.