Petrogrado, 16 de Abril (3 de Abril calendarium Iulianum)

Pierre Etcheberry regresó a la Estación Finlandia, a orillas del Neva, poco antes de las once de la noche. Por las informaciones que el embajador británico en Petrogrado, sir George Buchanan, y el francés, Maurice Paleologue, habían ofrecido a los parlamentarios laboristas británicos, que junto a los franceses y con éstos Pierre, habían llegado esa misma la mañana a la ciudad como observadores del brote revolucionario en el país, el tren que transportaba a Lenin haría su entrada en la estación en escasos minutos.

Sorprendentemente, la presencia del ideólogo revolucionario en Rusia no parecía preocupar a nadie en la clase política. La delegación aliada entendía, como era lógico, que su regreso fortalecería el Soviet de la capital, el más importante de todos, frente al Gobierno Provisional. Pero ni siquiera en este órgano de gestión liderado por el liberal Giorgi Lvov, y donde el único representante de la izquierda era el socialista revolucionario Alexander Kerenski, daban importancia a la llegada del líder bolchevique, al que consideraban poco más que el representante de otra facción política pequeña, desorganizada y profundamente dividida por los personalismos de sus dirigentes, muchos de ellos desvinculados de la realidad social y política del país por su largo paso por la cárcel o el exilio. El único político que veía a Lenin como un verdadero adversario era Kerenski, el ministro de justicia. Este había admitido unos días antes durante un consejo de ministros que en cuanto Lenin llegara a Petrogrado, daría comienzo la revolución de verdad.

A Pierre no le importaban las implicaciones políticas o internacionales que pudiera conllevar el regreso de Lenin a Rusia. Había recorrido 3.000 kilómetros con un solo propósito, rencontrarse con B-15 y saldar cuentas como única factura pendiente con su pasado. Su propósito era enterrarlo bajo un alud de olvido, recuperando así la calma en su vida, aunque fuera una calma sucia y canalla. No había sido fácil abandonar la bondad de su nueva vida en Bayona para embarcarse en una cacería humana, pero era así de radical y de bárbaro o de lo contrario tendría que vivir con la convicción de que no existía la justicia cosmogónica, mucho menos la divina. Pierre tenía que vengarse por un montón de millones de jóvenes que habían perdido la vida por el acto de aquel hombre.

Intentó explicar a Annais su repentino viaje desde el que consideraba el punto de vista más admisible: le habían encomendado la operación militar más importante desde que comenzara el conflicto, evitar que los alemanes tomaran ventaja en la guerra sellando la paz con Rusia. Si así ocurría, Pierre le explicó a la mujer con enorme gravedad que los alemanes llegarían a París en un solo y fulgurante ataque, que estaba en juego la libertad de Francia y bla, bla, bla... Annais temía perderlo y esta vez para siempre. Era tan constante la presencia de la muerte entre las mujeres que cualquier acto, cualquier movimiento, cualquier ausencia de sus maridos, novios o hijos, era interpretado como un enorme riesgo de no volver a verles con vida. Pierre, en consecuencia, le habló de un amor que si había sido capaz de salvar las barreras del tiempo, no habría otras geográficas, por extensas que fueran, que lograran amainar una pasión tan intensa.

De poco sirvió. El día de su partida a París, de donde viajaría con los parlamentarios socialistas a Londres y de allí, junto a los laboristas, en barco hasta Suecia como parte de su peligroso periplo para llegar a Rusia, Annais esperó a que Pierre, desesperado por su ausencia, subiera al tren para aparecer en ese momento en el andén, rígida, gravemente compungida, con los ojos bañados en lágrimas. Pierre quiso apearse pero ella le pidió con la palma de su mano que no lo hiciera. Annais comprendió que Pierre había antepuesto sus obligaciones con la patria a su amor por ella, decisión que para cualquier mujer era un motivo para ennoblecer el recuerdo de su hombre. Cuando el Jefe de Estación levantó el farolillo para anunciar al maquinista la salida del tren, Annais se aventuró hasta la ventanilla y entregó un papelito a Pierre. No llevaba guantes y Pierre pudo sentir por un instante la suave piel de la mujer. Luego leyó lo que había escrito en el papel: “Regresa lo antes posible mi amor, no habrá alivio suficiente para soportar tu ausencia otra vez. Te amo con pasión.” Cuando Pierre despegó los ojos del papelito perfumado, la mujer se había desvanecido entre las hinchadas nubes de vapor que fluían enfurecidas y apretadas de las tripas de la locomotora. Pierre la buscó entre las sombras turbias y difusas de otros viajeros, acompañantes y porteros de estación, pero no logró recuperar la figura digna y dulce de Annais.

Su recuerdo fue una presencia constante para Pierre durante todo el viaje y solo se vio afectado por otros recuerdos, los del suceso que tuvo lugar casi tres años antes en Sarajevo. Cualquier intento por identificar los rasgos del hombre con el que tenía una cita en Petrogrado había sido inútil. También desfilaron por su recuerdo otros personajes que se vieron involucrados en el aberrante crimen contra la humanidad, los jóvenes bosnios, Moreau, el mismo Trezeniel, el millonario norteamericano fabricante de armamento, Marcellus Hartley y su hombre fuerte en París, John Dillon y, como no, la bella e inescrutable Tamara Karsávina. Pero ninguna de aquellas caras del pasado lograba alborotar sus sueños como lo hacía la suya propia, su cara infantil protagonista de una pesadilla que se había recrudecido en los últimos días; él, de niño, hundiéndose en un mar negro, nocturno, con el brazo tendido en busca de ayuda, mientras que él, adulto, era incapaz de hacer nada desde la superficie para salvarlo. En una ocasión despertó sobresaltado y logró recordar un resplandor naranja que se alzaba en el horizonte, danzarín y bochornoso, iluminando la noche. Y gritos, también creyó distinguir gritos de dolor o de terror, aunque bien podía haberse tratado de los bocinazos poderosos y profundos del barco de la Cruz Roja que les llevaba hasta Suecia.

Pierre no se sentía orgulloso de lo que estaba haciendo. Vengar un crimen con otro crimen no era justo ni cristiano. Pero tampoco era muy cristiano que hubiera un Dios capaz de permitir que los hombres desencadenaran los perros de una guerra tan atroz. Si Dios había consentido la muerte de millones de jóvenes, casi niños, en embarrados y ensangrentados campos de batalla, también aprobaría la ejecución del individuo que soltó la jauría. Tras más de cuatro décadas de vida, Pierre había llegado a la conclusión de que le era imposible defender ningún principio o creencia que había considerado en la juventud como intachable o inamovible. En la vida de un hombre nada está escrito sobre piedra, y del mismo modo, nada está al socaire de su transformación o libre del riesgo a decepcionar. Porque dejar de creer en los principios que moldean nuestra juventud era un reconocimiento frustrante y desesperanzador. Quizás se trata de la preparación natural para aceptar nuestras limitaciones y de su mano la muerte, pensaba Pierre mientras observaba melancólico el reflejo de la luna rompiéndose en miles de pedazos sobre el mar.

Todas aquellas reflexiones desaparecieron cuando la partida de políticos franceses y británicos con el que Pierre viajaba como asesor, llegó a Petrogrado. Ninguno de los parlamentarios socialistas le preguntó por su presencia allí. Era suficiente saber que había sido asignado al grupo de viaje por la Deuxième Bureau. Los políticos tenían casi tan poca simpatía por los agentes secretos, aunque vistieran uniforme, como por los periodistas, ya que en ambos casos sentían amenazada su posesión absoluta del poder.

Si no hubiera sido por la presencia en las calles de Petrogrado de las novatas patrullas de la Guardia Roja y de los soldados mal pertrechados y desorganizados que se negaban a regresar al frente y acampaban entre fogatas bajo los puentes del Neva o bajo los arcos de los palacetes de la ciudad, nadie podría saber que el país estaba sin una autoridad clara en su gobierno tras haber derrocado solo dos semanas antes un sistema político que se había perpetuado desde 1721. Eran escasos los indicios de la corriente socialista que soplaba por las grandes avenidas de Petrogrado, por ejemplo la pueril banderola roja que ondeaba atada al cetro de la estatua de Catalina la Grande. Por lo demás todos los días a las doce del mediodía repicaban las campañas del Castillo de Pedro-Pablo con la melodía ‘Glinka’ del ‘Dios Salve al Zar’ y aunque se habían transportado las principales colecciones de cuadros del Hermitage a Moscú, seguían celebrándose numerosas y destacadas exposiciones y conferencias; el barítono Fëdor Shalyapin era el ‘Don Carlos’ de Verdi en la Opera de Bolshoi, en el Teatro Alexandrisky se representaba ‘La Muerte de Ivan el Terrible’, de Alexei Tolstoy, el Ejército de Salvación ofrecía reconfortantes recitales de Gospel por las calles y en la ciudad estaban de moda los restaurantes vegetarianos. Para vivir los cambios experimentados en la sociedad rusa en las últimas semanas era necesario confundirse entre sus gentes y escuchar a los conductores de los tranvías dirigirse a los viajeros con el término de reciente acuñación, ‘camarada’, y llegar hasta las entrañas de la Rusia industrial donde los trabajadores habían formado en cada fábrica su soviet, o viajar hasta el campo donde los campesinos se organizaban en comunas, instituciones que por primera vez les representaba como órganos de poder.

Fue por esa normalidad general que se vivía en la capital por lo que Pierre quedó tan sorprendido ante la presencia en las inmediaciones de la Estación Finlandia de vehículos militares y un enorme reflector que debía de iluminar la llegada de los exiliados bolcheviques, y en el interior de la estación y a lo largo de todo el andén, de trabajadores de todas las edades y procedencias, intelectuales de densas barbas y vistas atrofiadas, jóvenes soldados, hombres, mujeres y niños agolpados por centenares. Cada pocos metros se habían levantado arcos rojos y dorados a todo lo largo del andén. Era aún más admirable a ojos de Pierre la excitación y entrega de los que esperaban en la estación cuando la temperatura se había desplomado en aquella fría noche de abril.

De pronto las bandas de música comenzaron a mover y a afinar sus instrumentos; se desplegaron las pancartas y comenzó a crecer un runrún de emoción entre los presentes. El Jefe de Estación había anunciado que el tren acababa de pasar por el cambio de agujas de Udelnaya, en las afueras de la Petrogrado. Los hombres comenzaron a desplegar las pancartas con distintas frases de bienvenida y declaraciones revolucionarias y a encender cientos de antorchas humeantes. Los marinos comenzaron a formar un pasillo para recibir con honores de héroe nacional a Lenin. Los políticos bolcheviques que se habían dado cita competían por un espacio con los músicos y el gentío en general, en el que no faltaban los niños, muy arropados y algunos en brazos de sus padres degustando un paskha, el dulce típico de la Semana Santa.

Pierre no pudo evitar contagiarse por la emoción de los presentes, aunque la causa fuera muy distinta. Estaba a minutos de encontrarse de nuevo, casi tres años después, con aquel criminal del que desconocía cómo era físicamente, un individuo — aún asomaba en su recuerdo la cara de Malobabic—, del que solo conocía su nombre clave en el IIIb. Daría con él, se propuso Pierre, lo delataría como agente alemán y llegado el momento él mismo lo ejecutaría; no tenía duda de que la memoria de Marcel, Emile, el comisario y tantos otros, le conminarían a apretar el gatillo y agujerearle la cabeza.

En el interior del tren, sus viajeros sentían la misma emoción contenida que los centenares agolpados en la estación en Petrogrado. La locomotora había reducido la velocidad y los últimos kilómetros parecían interminables. Lenin hablaba con Leo Kamenev, que había viajado hasta Beloostrov junto a María, la hermana del líder bolchevique, para dar la bienvenida a los exiliados. El ideólogo marxista no quería polemizar con Kamenev sobre la estúpida línea editorial que había adoptado Pravda bajo su dirección y la de Joseph Stalin de apoyar la guerra contra los alemanes. Ya habría tiempo para corregir errores e imponer sus doctrinas en el partido. Ahora había otros problemas más inmediatos que preocupaban a Lenin. Por ejemplo saber si a su llegada a Petrogrado les estarían esperando un pelotón militar que detendría a todos sus compañeros de viaje y les ejecutarían en las mismas vías del tren al tratarse de una clara y grave amenaza al orden establecido por el Gobierno Provisional. Kamenev no solo le aseguró que nada de eso ocurriría sino que además le aconsejó que se fuera preparando para un gran recibimiento. Lenin le miró con un fingido desagrado. Era bien conocido su rechazo por los actos de exaltación de su figura y los festejos en general.

Alrededor de Lenin no todo el mundo parecía vivir la emoción ante el fin de viaje y el regreso a casa, ya fuera a través de las lágrimas o de la risa nerviosa y ostensible. Zina Zinoviev, sentada junto a su hijo Stepan de nueve años, observaba con preocupación el rostro de su marido. Este parecía ofuscado en una idea muy compleja, como un ajedrecista que anticipa varias jugadas en su cerebro. Su mujer no entendía qué le sucedía, por qué desde hacía varios días no compartía ese estado de ansiedad emotiva de los demás o por qué no se sentaba al lado de su familia para vivir junto a ellos aquellos momentos históricos para el bolchevismo. Gregory Zinoviev rebuscaba en el pasado reciente detalles que se le hubieran podido pasar por alto y que demostraran quién era en realidad Dimitri Kesküla. Poco antes de aproximarse el tren a la frontera rusa el socialdemócrata alemán había desaparecido para reaparecer unas horas más tarde cuando el tren ya se encontraba en territorio ruso. Zinoviev no entendía cómo había logrado cruzar la frontera sin levantar sospechas tratándose de un alemán, el único que había cruzado la frontera rusa. Pero si el bolchevique judío hubiera seguido los pasos de Markus habría visto lo fácil que le resultó hacerlo. El agente aprovechó que todo el mundo buscaba emocionado un rastro de la vieja madre Rusia para transformarse en una sombra que cruzó hasta la carbonera de la locomotora. Allí permaneció escondido hasta que el tren volvió a ponerse en marcha. No le hubiera hecho falta porque para sorpresa de todos, no había ninguna patrulla militar. En la lista de viajeros aparecía su nombre, como el de Frizt, con la observación: “fin de trayecto, Suecia”. Su reaparición solo fue percibida por Zinoviev. Era tal el grado de excitación de los exiliados por viajar ya por tierra rusa y por la inminente llegada a Petrogrado, que la presencia de un oso pardo en el vagón no hubiera llamado la atención de nadie. Lenin y los revolucionarios buscaban asomados por las ventanas liberadas de las armaduras de hierro y acero, las luces de la estación.

Pierre miraba el reloj del andén con un creciente nerviosismo. Por fin, diez minutos pasadas las once, alguien apuntó hacia la pesada y densa noche por la que se perdían las vías, se hizo un silencio sepulcral y se oyó un leve pitido. Al instante y entre la brumosa oscuridad de la noche, se iluminó lo que en principio fue un débil punto de luz, tan lejano como una estrella, que creció hasta convertirse en el faro de una locomotora.

Cuando los viajeros del tren vieron el recibimiento del que estaban siendo objeto, nadie fue capaz de pronunciar una palabra, atoradas las gargantas por la emoción, con las palabras siendo instrumentos inservibles para explicar lo que sentían en su interior. Por primera vez en muchos meses, Lenin se mostró afectado, entre la admiración y la sorpresa, y sus ojos mongoloides se enrojecieron, húmedos y fatigados. A su lado, Nadya le miraba compungida y feliz.

—Y tú que decías que tendríamos problemas para encontrar un taxi tan tarde para ir a casa de Ana y Mark—, le recriminó Nadya. Pero Lenin no podía apartar la mirada de aquella masa de rusos, camaradas, compañeros revolucionarios que desde el andén le vitoreaban entre las notas de ‘La Marsellesa’.

—Tendremos que enseñar a los músicos ‘La Internacional’ — gritó emocionado Kamenev desde otra ventana.

El tren se detuvo en el andén pero nadie se movió de sus ventanas.

—Te están esperando — le dijo el barbudo Kamenev. — Quieren escuchar por fin tu voz, verte en carne y hueso por primera vez en sus vidas, el líder que nos ha de conducir a la revolución socialista. — Aquellas palabras dejaban atrás las diferencias entre ambos, a partir de ese momento lucharían por el mismo fin, pensó emocionado Lenin. Ya había logrado el primer objetivo de aquel viaje.

Pierre se abrió paso entre la muchedumbre alborotada hasta quedar a apenas unos metros de la portezuela del quinto vagón por la que apareció Lenin entre los gritos de júbilo de los miles de seguidores. No era un hombre de gran altura ni de gran presencia física y sin embargo dominaba completamente los espacios, concentrando en su cabeza, redonda y pálida, la atención de todos los ojos, toda la luz blanca de las lámparas de la estación. Pierre no conocía nada de la ideología que representaba ni por qué le definían los parlamentarios franceses con los que había convivido durante los últimos cinco días como “el científico socialista, el único hombre capaz de convertir Rusia en el laboratorio del marxismo.”

La perplejidad inicial de Lenin se fue transformando poco a poco en una expresión de poder infinito y de fe en sus actos, en lo que veía, en el proceso revolucionario que nada ni nadie podría detener ya. Una mujer le entregó un enorme ramo de flores y los marinos que formaban la guardia de honor rompieron en voces de bienvenida. Pero el fervor y los gritos fueron amainando porque todo el mundo esperaba ya las palabras del hombre que invocaba rebelión, justicia y libertad. Lenin avanzó entre los marinos, se quitó la gorra, todo ello en un religioso y estremecedor silencio. Y habló. “¡Hemos de luchar por una revolución socialista, luchar hasta que el proletariado obtenga la victoria total! ¡Larga vida a la revolución socialista internacional!”

Los presentes rompieron en hurras y gritos de larga vida a Lenin y a la revolución, mientras el recién llegado saludaba a los representantes bolcheviques del distrito industrial de Vyborg, cuyos trabajadores habían encendido la mecha revolucionaria hacía un mes. Pero Pierre ya no se preocupaba de aquel político socialista, buscaba entre las caras de los recién llegados aquella que le recordara, aunque fuera de manera aproximada, al rostro borroso pero excepcionalmente familiar, del hombre que vio en Sarajevo justo delante de Rade Malobabic.

Markus no había sido testigo del emotivo e histórico regreso de Lenin a Petrogrado. En realidad le importaba un comino, no sentía una particular afinidad o atracción por aquel zampalibros y rata de biblioteca, cuya única ansia y ambición, como la de cualquier político capitalista, banquero, general o reyezuelo, era la de almacenar el mayor poder posible. Su brillante papel ganándose la amistad y confianza de Lenin había sido uno de sus mejores trabajos hasta el momento, a pesar de que en su interior, como le ocurriera en su juventud con los grupos más antisemitas de Prusia, aborreciera a los socialistas, a los políticos y en especial a cuantos utilizan la promesa del bien general como arma para reclutar adeptos.

Markus aprovechó la histeria colectiva por Lenin para apearse del tren por el otro extremo del vagón en el que viajaban los revolucionarios, amparándose en las sombras y en su total anonimato. Se había anudado un pañuelo al cuello y llevaba en la mano un enorme extractor de rótulas, como si se tratara de un trabajador de los ferrocarriles que había finalizado su turno. Miró hacia donde se concentraba la luz blanca, el rostro de Lenin, y buscó a Zinoviev. Su instinto le advertía que el bolchevique de pelo rizado y de expresión dócil, escondía en realidad a un tipo ambicioso, inteligente y desconfiado, que no cejaría hasta demostrar a Lenin y a sí mismo que no estaba equivocado cuando sospechaba que Dimitri Këskula era en realidad un agente alemán injertado a la sombra del gran revolucionario por el gobierno del Emperador Guillermo II.

Encontró a Zinoviev al lado de su esposa, muy cerca de la crédula Inessa, levantando la cabeza entre la multitud, buscándole sin duda, dedujo Markus. Pero el gentío era abrumador y la luz escasa en algunas zonas. Fue por esto precisamente, huir de la multitud y buscar las sombras, por lo que Pierre se alejó hasta la pared del andén. Fue en ese momento cuando dos individuos enormes, de amplios abrigos y gorros de piel, se le acercaron hasta cubrirle por completo.

—Señor Etcheberry. Hay alguien que desea reunirse con usted. — El que habló, un hombrón de abultado bigotes rojos y de profundos y pequeños ojos azules, lo hizo en un francés correcto, a pesar de su acento precario y de la ausencia de su dulzura natural.

—Quién me quiere ver—, preguntó Pierre tensando el cuerpo y buscando rutas de fuga.

Ninguno de los dos hombres respondió a su pregunta y las posibilidades de esquivarles y salir pintado entre aquella multitud apretada y jovial, eran mínimas. No iba a pedir explicaciones a dos armarios con pelo que le sacaban por lo menos veinte centímetros y unos cuarenta kilos. Todas las opciones excepto la de inclinar el cogote y obedecerles, eran un puro acto de suicidio, por lo que, incrustado entre ambos hombres, uno por delante, abriendo paso entre la gente como una locomotora, y el otro guardando la retaguardia, Pierre abandonó la estación.

Su visita a la Estación Finlandia había sido un fracaso, pensó con resignación Pierre. No vio a nadie que, aunque fuera de manera aproximada, le recordara al agente B-15, a pesar de que éste se encontrara a escasamente diez metros de él, pero eran diez metros de una multitud ruidosa y agitada y encima había sido, de algún modo, secuestrado por dos cosacos gigantes.

Markus sin embargo sí vio a alguien dolorosamente familiar. El agente alemán observaba sin lograr traducir en ideas coherentes lo que sus ojos veían, tan sorprendido que no daba crédito, dudando si se trataba de una malversa equivocación. No, era Pierre Etcheberry, estaba allí, en Petrogrado, abandonando en ese preciso instante la estación. A pesar de que le había visto en fotografía y durante una fracción de segundo en Sarajevo hacía ya tres años, no tenía dudas de que era él, y el reencuentro era un sentimiento cercano al que se debe de experimentar al ser testigo de un milagro. Se habían enterado de que poseía un listado con los nombres de todos los comprometidos en el atentado de Sarajevo y se habían propuesto eliminarle, para lo que utilizarían a alguien envenenado con venganza, alguien que no hiciera preguntas, que solo con su presencia creara un estado de confusión.

Gregory Zinoviev dio por fin con Dimitri Këskula, justo cuando éste pasaba por debajo de la luz de una lámpara y cuando parecía abandonar la estación. No se lo pensó dos veces, se despidió de su esposa y se abrió paso a manotazos entre los fieles proletarios y soldados bolcheviques, en persecución del socialdemócrata. Tenía que averiguar dónde iba, quién era en realidad, y demostrar a Lenin su equivocación por confiar en un alemán. Zinoviev no tenía la menor duda de que el objetivo de Këskula era controlar el bolchevismo y en especial a su líder, para que, una vez alcanzado el poder y sellada la paz con Berlín, le fuera fácil deshacerse del gobierno bolchevique y de Lenin, imposibilitando que se exportara la revolución socialista a Alemania.

Sobre el andén, mareado por una enfebrecida multitud que le aclamaba y jaleaba, el ideólogo marxista continuaba arengando, con mensajes de exaltación y sobrecogimiento, sobre la verdadera revolución proletaria y socialista.