8

No ha podido resistirse. Se conoce que con la pareja de esta noche poco va a poder hacer porque conmigo lo ha intentado con ahínco. En un principio todo iba bien, ni me ha molestado, ni me ha sorprendido, pero llegado el momento cumbre, no he podido seguir. Igual que el jueves. Puede que el problema sea que me bloqueo cuando se lanza. Si lo hago yo, no me cuesta nada.

No sé qué es lo que pasa conmigo, pero ya le puedo poner remedio pronto o me volveré paranoica. Aunque admito que si todo el esfuerzo es para echar un polvo como el del otro día, tampoco es que me esté perdiendo mucho.

Me levanto del suelo como si los huesos me crujieran por todo el cuerpo y tiro de la cadena. Me enjuago la boca y lavo mis manos bajo el agua fría del grifo. La mujer al otro lado del espejo ha tenido mejor aspecto en el pasado. Le sobran ojeras y le falta color en las mejillas. Restriego mi cara demacrada sobre la toalla y me dirijo a mi cuarto. El cansancio me vence, voy a echarme a dormir.

El sonido de la puerta al cerrarse me despierta. No es difícil, últimamente mi sueño es muy ligero. Observo en el móvil que son las 00:25 horas. He tenido la ventana abierta un buen rato para dejar escapar el olor a pintura, aunque eso hace que toda la estancia siga congelada. Me encojo y me cubro con el nórdico hasta la coronilla.

Escucho pasos por el salón. Se detienen, continúan, se detienen. O Patrick está borracho o no sabe dónde está el interruptor de la luz. Unos segundos más tarde descubro lo que ocurre.

Mi puerta se abre. Lo que está es salido como el pico de una mesa.

La cierra tras él y camina a mi espalda. Le oigo quitarse los zapatos, se está desnudando. Lo voy a matar, de esta no sale vivo.

—Patrick, vete.

Durante un instante no oigo nada más pero siento cómo abre el nórdico tras de mí.

—Patrick, en serio, pírate.

Se tumba a mi lado. No me está haciendo ni caso. Se está pasando muchísimo. Me siento cabreada y aparatosa y clavo mis ojos encendidos en los suyos.

Pero la furia da paso al estupor en un segundo.

Se me acaba de parar el corazón.

¿Estoy soñando otra vez?

Levanto el nórdico de golpe y la luz nocturna me permite verlo en calzoncillos junto a mí. Alelada, hundo mi dedo índice en su muslo. Sí, es carne. Tersa y ardiente carne madrileña.

—¡Qué haces aquí! —chillo como una posesa.

—No podía dormir —contesta Morales.

Su tranquilidad me alucina pero también me irrita hasta hacerme temblar.

—¿Y te has venido desde La Finca hasta aquí para echarte una cabezadita?

Se encoge de hombros sin darle importancia.

—¡Dame mis llaves ahora mismo!

—¿Para quién has abierto el sofá cama?

Para ti desde luego que no.

—¡Para Patrick! ¡Mi ex!

Enarca una ceja que casi me resulta cómica.

—Qué amable eres.

—No te debo ninguna explicación.

—Tienes razón —coincide risueño—. ¿Te lo has tirado?

—¡Sí!

Respondo tan rápida y alocada que ni he tenido tiempo de meditar la respuesta. Morales abre los ojos. Mucho. Sus labios son una fina tangente. Casi me entra la risa. ¿Eso son celos? ¿Qué más le da?

—¿Aquí?

Pestañeo.

—¿Perdona?

—¿En esta cama?

—No. Lárgate.

Nos quedamos retándonos con la mirada durante no sé cuánto tiempo. Finalmente, Morales se cansa y se lleva las manos a la cabeza soltando aire.

—Vete.

Hace oídos sordos a mis órdenes. No pienso suplicarle para que se largue de mi casa. Es absurdo.

—He dicho que te vayas.

—¿Por qué? —inquiere suavemente.

—No quiero que estés aquí.

—Mentira.

—Verdad —no quiero que esté aquí, me complica demasiado la vida. Otra cosa es que pueda soportar medianamente que no esté—. Vete de una vez.

Morales coge aire y cuando creo que va a echar fuego por la boca, sale de la cama de un salto. Recoge sus cosas y huye dando un sonoro portazo. Poco después, escucho lo mismo en el salón.

Sigo descolocadísima. Morales se equivocaba cuando decía que era difícil sorprenderme. Ahora se le da de lujo. A cada rato que pasa me tiene más obnubilada. Qué pedrada en la cabeza tiene este hombre. No voy a poder dormir tranquila hasta que cambie esa cerradura, y ni con esas las tengo todas conmigo.

Mi puerta vuelve a abrirse con estrépito. Pego un grito y un salto del susto que casi me descompongo.

Morales tira sus cosas al suelo de malas formas y se me planta de brazos en jarras.

—Tenemos que hablar, estoy acojonado.

—¿Que tú estás acojonado? —pregunto sin poder eludir la risa.

—No entiendo nada.

—¿Que tú no entiendes nada?

—¡Carla, hablo muy en serio!

Su berrido me pone en guardia. Me siento muy poca cosa y me tapo con el nórdico como un ser blando y asustadizo.

—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —formulo en un susurro.

Morales vuelve a inspirar, da vueltas junto a mi cama y se frota la cara con las manos. Está desquiciado, pero intuyo que hace un esfuerzo por calmarse y soltar lo que sea que quiera soltarme. Por fin, se para y me señala muy hosco con el dedo.

—Tú… Tú… —le está costando—. Tú estás muy fuera de mi alcance. Todo esto es una locura. Tú y yo somos una locura.

—Lo sé.

Imagino que por eso me dejaste.

—Cuando te vi tocar ahí arriba parecías tan pequeña, tan vulnerable… Me entró el pánico, ¡joder! Me di cuenta de que estaba siendo muy egoísta contigo. No pensaba en lo mal que lo pasarías teniendo cerca a un mierda como yo.

Oh, ya veo. Creo que empiezo a entender ciertas cosas.

—No quiero hacerte sufrir, ¿vale? Eso es lo último que quiero. Pero te voy a decir la verdad, me he ido lejos, muy lejos, para dejar de pensar y no he podido. Es inútil porque siempre tengo que volver y tú sigues aquí. ¿Estás entendiendo algo de lo que te estoy diciendo?

Niego con la cabeza. Me he perdido.

Resopla, casi relincha.

—Cuando me mandaste la foto, flipé en colores. Y anoche, cuando estuvimos hablando, me quedó muy claro que de algún modo, te afectó que cortara la relación.

El rubor se expande por toda mi cara. No puedo ocultarlo.

—Y no lo entiendo porque siempre has sido la primera en querer cortar lazos y mandarme a la mierda. No sabía que te importaría o, al menos, no tanto. ¡Pensaba que lo verías como una liberación! Pero me has echado de menos, ¿verdad?

Atrapo mi labio entre mis dientes. Asiento avergonzada y cabizbaja. Otra vez a merced de un hombre, qué frágil soy.

—Me aparté de ti para no hacerte daño, Carla —reconoce en voz baja.

Le miro procurando estudiar las facciones de su rostro con minuciosidad, buscando algún indicio de la mentira, pero no lo encuentro. Sus ojos verdes solo despiden sinceridad y testimonio. Dice la verdad, él nunca miente.

Nunca pensé que si esto terminaba alguna vez fuera por su parte y por mi propio bien. Eso me descuadra. Y también me conmueve. Días y días buscando razones inverosímiles y resulta que todo esto era para protegerme.

No sé qué decir.

—Pero ahora —continúa—, después de lo que he visto creo que me atrevo a decírtelo.

—¿Decirme el qué? —barboteo.

—Me gustaría que me ayudaras con esto, pero sé que no tengo derecho a pedírtelo, y menos a ti.

Me desinflo como un globo pinchado. No puede estar diciéndome lo que creo que me está diciendo.

—¿Te refieres a salir de la droga?

Asiente lentamente y atravesándome como una pica en llamas.

—Quieres que esté contigo cuando vuelvas a recaer.

Repite el movimiento.

Así que era eso.

—Dani, tienes que salir tú solo. Nadie puede ayudarte, métetelo en la cabeza. Yo no puedo hacer nada.

—Ya lo sé. Lo sé muy bien. Solo quiero tenerte cerca, nada más.

—¿Pero por qué? ¿De qué va a servir?

—Te lo he dicho —reincide paciente—. No quiero hacerte daño. Eres suficiente aliciente para que pueda dejarlo.

¿Este loco me está diciendo que deja esa basura por mí?

—Entre otras cosas —añade nervioso.

—Es una idea estúpida, tienes que dejarlo por ti, no por mí.

Morales se deja caer derrotado sobre la cama. Se sienta con la cabeza gacha dándome la espalda. Una hermosa espalda desnuda que evito rozar a toda costa.

Estoy luchando contra un vago sentimiento que me empuja hacia este demente sin miramientos. Es como un combate interno entre la sensatez y la compasión. Los marcadores están ligeramente igualados. Ambos tienen algo de lógica y algo de imprudencia. No sé qué hacer. Debo pensar en mí pero él me demostró una generosidad imprevista cuando me dejó marchar. Tal vez esta sea la manera de devolvérsela y demostrarle que no soy ni tan bruja ni tan chiflada como probablemente piense que soy.

Es una loca terapia alternativa, pero con él siempre es todo tan loco que no me asombra. Quizá hasta él pueda ayudarme a mí. No, qué ridículo, eso es impensable. Pero soñar es gratis y placentero.

—Te daré una oportunidad —decido. Se gira sobre la cama con cara de incredulidad—. Pero espero que funcione porque si no es así, no pienso volver a verte. No podría soportarlo, recordaría demasiado, me destrozaría…

—Vale, vale, vale —apacigua inclinándose sobre mí—. Es lo único que necesito.

—Empezaremos con unas normas básicas.

—¿Normas? —me sonríe como no lo ha hecho en mucho tiempo—. ¿Qué normas?

Las de manual y básicamente de cajón.

—No volverás a ver a Mario. Ni a João. Ni, por supuesto, a todas esas chicas.

Espero que retome por sí solo el trato al que llegamos y no se le ocurra volver a las andadas. No quiero volver a pasar por ser una más de tantas a la vez.

Morales me muestra de nuevo su lado más serio e implacable.

—Mario y João son amigos míos.

—Me da igual. O dejas de ver a gente que consume o no hay trato.

—¿Qué importa qué consuman y cuándo lo hagan? Sabes que solo lo hago por el trabajo, no me meto nada cuando estoy con ellos.

—Pero ellos sí, ¿o me equivoco?

No dice nada, solo me mira. Sé lo que significa su silencio.

—Olvídate de ellos y de todos los que se metan, estando o no contigo.

—¿Vas a poner mi vida patas arriba? —protesta levantándose.

—Sí, y tú te dejarás sin rechistar.

Morales maldice por lo bajo. Se muestra tan cristalino como siempre sin hacer esfuerzo alguno en ocultar su desagrado.

—¿Va a ser así a partir de ahora?

Me reafirmo con un leve gesto.

—No era lo que tenía en mente…

—¿Y qué esperabas? Esto es serio, no pienso pasarte ni una.

Morales calibra su mirada más incrédula.

—¿Te crees que esto es fácil? ¡Bastante mal lo paso yo solo como para que vengas tú a machacarme más!

—¡Entonces no me pidas que te ayude! ¡Yo no soy ni comprensiva, ni paciente! Como tú dices: ¡atente a las consecuencias!

—¿Como yo digo?

—¡Sí! ¡Como cuando te pedí exclusividad y te presentabas aquí para follarme cuando te daba la gana! —le recuerdo.

—¡Y pienso seguir haciéndolo, no lo dudes!

—¡Pues prepárate porque te espera una buena conmigo! ¡No sabes dónde te has metido!

—¿Por qué estamos gritando?

—¡No lo sé!

Justo cuando le voy a dar un puñetazo en el pecho de frustración, sus reflejos se disparan y me agarra del brazo. Me saca de la cama de un impulso. En un abrir y cerrar de ojos, me empotra cara a la pared y antes de que pueda liberarme, su cuerpo se aplasta contra el mío. Su fuerza aplaca todas mis ansias de escape.

Siento cómo sus manos acarician mi cintura y mi abdomen por debajo de mi ropa. Las mías salen al encuentro de su cabello enmarañado. Morales me despoja de la camiseta y el sujetador para tener acceso a mis tetas. Las manosea endureciendo mis pezones y revolviendo la acuosidad entre mis muslos. Noto su respiración junto a mi cuello. Su roce, unido a nuestra intimidad, me eriza la piel.

—Te dije que no llevaras nunca sujetador —murmura.

Tiro de su pelo arrancándole no un grito de impresión sino un gemido placentero.

—¿Desde cuándo te debo sumisión?

—Desde nunca, era solo un consejo —responde pellizcándome los pezones—. No me digas que no te molesta dormir con eso puesto.

Jadeante, balanceo mi trasero sobre su polla. Morales se pega más a mí.

—Me molesta mucho más que no me hayas dirigido la palabra en dos semanas.

Sin abandonar mis pechos, su lengua enrosca mi lóbulo poniéndome en punto de ebullición.

Se aparta para bajarme los pantalones y las bragas. Me muerde una nalga sobresaltándome e intento moverme, pero vuelve a juntarnos. Esta vez, piel con piel. También se ha quitado los calzoncillos.

—Pensaba que era lo mejor.

Unos dedos regresan a mi pecho y otros se pierden en mi sexo sin dilación.

—Pero este… —continúa masajeando mi clítoris humedecido— es el mejor de los postres que he probado.

Rodea mi cuello con su brazo para meterse dos dedos en la boca y relamerlos. Vuelve a hacer ese gesto cerrando los ojos de gusto que tanto me maravilla.

—Y ahora mismo —dice cuando concluye—, tengo mono de ti, Carla.

Febril, beso sus labios con entusiasmo.

Nuestras lenguas se pierden la una en la otra sin complicaciones, como si nunca se hubiesen separado. Mi sexo se contrae cuando un dedo se cuela en su interior. Me folla mientras ataco una boca que se aleja jadeante.

—¿Te gusta?

Sonrío. Qué preguntas me hace.

Escurro una mano entre nosotros como puedo. Posando mi cabeza sobre su pecho y cerrando los ojos al placer, encuentro su miembro y lo masturbo. A su ritmo, a la vez, lento, catándolo y preparándolo. No es necesario un gran esfuerzo, responde a mi tacto con premura.

—¿Te gusta esto a ti? —pregunto yo.

—Sí… —resuella en mi oído—. Sí…

Me pregunto si siente lo mismo que yo. Si su deseo vibra hasta creer licuarse y si su corazón le atosiga como un ejército en marcha hasta perder la cabeza.

—Pero hay algo que me gusta más.

Morales saca su dedo y, en su lugar, acerca la punta de su miembro a mi entrada. Aparto mi mano y me apoyo con las dos en la pared en cuanto echa mi culo hacia atrás para ponérselo fácil. Con un par de fricciones, me tiene total y completamente entregada a lo que tenga que ser.

Y una vez que se abre paso entre mis músculos anegados y me llena entera, me tiene en la gloria.

Sale. Despacio, suave. Intento evitarlo, pero me sujeta con decisión de la cadera. Se da un breve impulso y me atraviesa con todas sus fuerzas.

El baile comienza a golpes secos e intensos. Grito. Un rugido cruje mi garganta.

—Eso es —azuza Morales a mi espalda—. Quiero oírte.

Es imposible no hacerlo. El ajuste es tan profundo que el grito es la prueba viviente de lo que estoy disfrutando. Se me nota. Se puede palpar. En mi voz, en mi sudor y en cómo me tiemblan las piernas con cada envite.

Sofocada, bajo la cabeza pero Morales tira de mi cabello obligándome a levantarla y a girarla a su antojo. Me besa empujándome una y otra vez. Más rápido y más vehemente. La potencia puede conmigo, me marea.

No sé por qué no puedo sentirlo así con Patrick. Con Morales es tan sencillo como respirar. Me dejo llevar de una forma tan tranquila que asusta. Mi cuerpo reacciona como un caldero al fuego con su tacto. Su aliento en mi cuello es un ingrediente suficiente para ponderarme. Me encanta cómo se aproxima felino a mí, cómo me tantea anhelante y cómo me devora después. Furioso, sublime y pletórico.

Le muerdo un labio desatada y él me gira la cara.

—Me vas a destrozar la boca.

Es verdad, estoy en el punto de no retorno y ya no tengo cabida para la docilidad. Solo quiero arrasar con todo lo que tengo por delante.

La raíz de lo inevitable crece, se retuerce profunda y rabiosa por todo mi organismo. Abro unos ojos tensos, crispados y enajenados. Me voy a correr.

—Da igual, ¡destrózamela!

No necesito que me lo repita. Me lanzo a su boca y muerdo para saciarme. Pero no pasan ni unos segundos cuando pierdo el norte. El orgasmo transpira a través de todos mis poros hasta estallar en mi cabeza. Morales se deja ir y me rocía con su lefa huidiza como un pulverizador. La sensación me hace creer que levito por un momento. Estiro tanto las piernas que me da un tirón. Me apoyo en la pared como puedo.

Morales deja de arremeterme y se apoya en mí a su vez, aunque debe advertir la facilidad con la que me voy a derrumbar ya que nos tira a ambos sobre la cama. El golpe me la clava más y chillo con el corazón aún en la garganta.

Asustado, Morales me aprieta fuerte contra su cuerpo, pero me río de su reacción y eso parece sosegarle. Sale de mí y los dos quedamos tumbados relajando nuestro esfuerzo.

—¿Te ha puesto cachondo que fuera a pegarte? —pregunto pensando en su impulso.

—No —ríe tras de mí—, no me gusta que hagas eso. Aunque recuerdo que una vez te salió del alma.

Eso me ha dolido.

—Porque te comportaste como un imbécil —me defiendo—. Seguro que si yo te provoco lo suficiente, a ti también te sale solo.

—No —se carcajea—. No lo creo.

Algo entrelaza mi pelo. Juega con varios mechones que caen por la curvatura de mi cintura. Su caricia me hace cosquillas.

—Deberías devolvérmela.

—¿Qué?

—Que me tienes que dar tú a mí para estar en paz.

—Estás loca, Carla. No puedo tocarte de esa forma, es imposible.

Le arrebato mi cabello de un manotazo pero le importa poco. Se hace con otro mechón.

—No es justo para ti. Lo entendería.

—Que no, no insistas —niega cansado—. Jamás me perdonaría hacerte daño y más en esa cara tan preciosa que tienes.

Me daría la vuelta para descubrir la guasa en sus ojos pero prefiero no hacerlo.

—A mí también me dolió darte —admito.

Morales suspira y su aliento se dispersa por mi hombro desnudo.

—Pues no lo vuelvas a intentar.

—¿Me perdonas?

Su proximidad culmina cuando me rodea con su pierna y me estrecha entre sus brazos. Su calor, unido al agotamiento, me adormecen.

—Claro que sí —afirma muy bajito—. ¿Me perdonas tú a mí?

—¿El qué?

—Todo.

Su registro de voz es dulce, mucho más suave y menos bromista que el habitual. Otra cara, en este caso melosa y tierna que me atonta y me invita al sueño.

—No tienes por qué contestar ahora. Duérmete.

Siento el beso de las buenas noches en mi pelo y acudo ágil a la llamada de Morfeo.