26

A mí me critican, pero Eva y Manu ni se han molestado en bajar a desayunar. Seguro que los demás piensan que están durmiendo la resaca pero Morales y yo bien sabemos que están pegándose su propio atracón posfiesta. Vicky tiene demasiadas esperanzas en que podamos salir a hacer algo teniendo en cuenta la hora que es y que queremos comer aquí antes de volver a Madrid y pillar una caravana mundial.

La idea inicial era otra ruta por el camino contrario que tomamos ayer pero estamos todos bastante agotados tras los descensos de por la mañana y la parranda de por la noche. Ni siquiera hay consenso. Raúl se ha montado sus propios planes, hace rato que se ha largado con el equipo de esquí que traía en el coche. Y lo asombroso es que Carmen no ha ido tras él. Habrán discutido en la intimidad de su cuarto hasta que se han cansado el uno del otro. Pinta sutilmente bien, no como mi empeño en encontrar las dichosas bragas. Estoy tirada en plancha en el suelo de la despensa inspeccionando el lugar con pulcritud y no hay forma de dar con ellas. Me he dado cuenta de que hay un hueco en el que apenas cabe mi mano entre la última de las estanterías y el suelo. Tienen que haberse colado por ahí. Las hemos debido de patear o arrastrar en alguno de esos vaivenes en los que buscábamos la pared. Lo único que me consuela es que si yo no puedo sacarlas, nadie más podrá. Se quedarán ahí hasta que en una mudanza aparezcan y ya nadie se acuerde de mi querido polvo entre estas paredes. O así lo espero.

Sacudiéndome la porquería de los pantalones y rendida a lo que el destino les depare, robo un cigarro del paquete que Manu dejó anoche en el salón y salgo a fumármelo.

Carmen y Vicky están sentadas en el banco del porche. Vuelven a dedicarme las mismas miradas que hace un rato y yo hago caso omiso apoyándome sobre la barandilla y dándoles la espalda.

—Podéis hablar tranquilas. Solo he venido a tomar un poco el aire.

Que bien nos hace falta a las tres.

No oigo que se muevan y huyan de mi intromisión. Solo callan un rato y después retoman lo que conversaban.

—Pues eso —habla Carmen—, que ni siquiera me ha escuchado. Cada vez que intento poner las cartas sobre la mesa, empieza a discutir por encima de mí y ni me da tiempo a explicarme.

—Es un poco imposible…

—Eso es quedarse corta. Tiene una forma de hacer las cosas que me va a volver loca. Le quiero con locura, pero tiene que relajarse y empezar a tenerme en cuenta.

—¿Por qué no quiere que habléis sobre vosotros?

—Porque piensa que no hay nada de qué hablar. Que estamos bien y que siempre y cuando yo haga lo que él diga, las cosas ya son perfectas.

Excepto porque le has puesto los cuernos, claro. Por lo demás va todo como la seda.

—No creo que sea bueno para ti estar todo el rato obedeciendo órdenes, Carmen.

—A ver, no es como un sargento ni nada parecido… Bueno, a veces. Es algo que compensa de muchas otras formas. No sé explicarlo bien.

Porque no hay explicación alguna, Carmen, es así de simple.

—Raúl me mima y me protege siempre que le necesito.

—¿De qué? —espeto sin poder remediarlo.

Se hace el silencio entre las tres y yo me vuelvo pidiéndole con la mirada que se atreva a contestarme.

—Raúl me defiende, tiene un instinto…

—¿De qué? —insisto, pero ella no es capaz ni de mirarme para argumentarlo—. ¿Quién te ha hecho daño para que él salga en tu defensa? ¿Manu?

Carmen niega con la cabeza recordando el malentendido de la fiesta. Aquello estaba completamente fuera de lugar. En su fuero interno tiene que saber que es así. De lo contrario, me decepcionaría muchísimo.

—No te defiende de nada, Carmen. Lo que hace es aislarte del mundo para tenerte entera para él y que nadie te toque.

Carmen endurece su mirada.

—No soporta que pueda pasarme algo.

—Yo tampoco lo soportaría, pero tampoco te trato así.

—Carla, es mucho más…

—Somos nosotras quienes rescatamos los despojos cada vez que él te hace daño —expongo apagando el cigarro de malas formas—. Como cuando fui a buscarte a casa después de que te echara, o cuando Eva te consoló cuando descubrió que saliste de fiesta sin él, cuando lo hizo Vicky al tirarte tus vestidos favoritos, cuando te sacamos por ahí después de que te follara a medias…

—Cállate, Carla —ordena con rudeza.

Sé que le suelto unas cuantas perlas cada vez que sale el tema, pero me siento como la voz de su conciencia. Ella debería tenerme en cuenta a mí también y no lo hace.

—Solo quieres escucharle a él —sentencio con tristeza.

Carmen se levanta medio bufando y huye de mi sermón metiéndose en casa otra vez.

Exhausta de tanta charla tan poco productiva, me dejo caer en el asiento que ha dejado libre. Aborto misión. Cada vez que retomo esto, me odia un poquito más. Me llama la atención que Vicky todavía no me haya vituperado.

—Ya no eres la más indicada para darle consejos a Carmen.

Ahí está. Mi corazón da un saltito de alegría por oír de nuevo su voz dirigiéndose a mí, pero sigue sin tener sentido lo que dice.

—No te atrevas a decirme que Morales se parece a Raúl en algo.

—No, pero estás tan ciega como ella —reprende con repugnancia—. Ese tío es un monstruo.

Mi mandíbula queda colgando como un columpio de mi cara. Me cabrea muchísimo que alguien hable así de Morales y me da igual que haya sido ella.

—Vicky, por favor, ¿qué entiendes tú por un monstruo?

Se cruza de brazos bajando la mirada. Conozco esa expresión. Sabe perfectamente que se le está empezando a ir la olla con el temita.

—¿Por qué te enfadas con él? No me obliga a hacer nada que no quiera.

—También estoy enfadada contigo.

No me importa, la echo mucho de menos.

Saltándome todas las señales que me indican que está que trina desde hace días, aflojo sus brazos y tomo sus manos. Vicky parpadea con incredulidad, pero me permite salirme con la mía.

—Yo odio estar así contigo, Vicky —admito al borde de las lágrimas—. Lo estoy pasando fatal.

Vicky fija sus ojos en nuestras manos entrelazadas y finalmente, hace pucheros sollozando.

—Yo también, pero no quiero que te haga daño, ¿por qué no lo entiendes?

—Entiéndeme tú a mí —ruego lamentándome—. Ponte en mi lugar. No en el de cualquiera, en el mío exacto. Piensa en mi pasado…

Cierro los ojos consternada. No quiero hablar de ello pero es lo que pienso desde que Morales volvió a mí hace una semana. He intentado obviarlo como si no fuera otra de las razones por las que hago esto, pero sigue latente en el rincón de mi cerebro que procuro mantener tapiado. Me da fuerzas para soportarlo.

Respiro con las lágrimas cayendo por mis mejillas. No puedo controlarlo.

—Si mis padres pudieran verme desde donde estén… ¿crees que me permitirían que le negara la ayuda a alguien como él?

Vicky abre mucho los ojos. Empieza a entender por dónde voy.

—¿Y si lo dejo estar? ¿Y si no lo consigue con nadie más? ¿Y si se convierte en un monstruo de verdad, en uno que le destroce la vida a otra cría de diecisiete años? ¿No has pensado en eso?…

—Oh, Carla…

Mi amiga me estrecha entre sus brazos y me mece con cariño.

Ignoro por qué Morales me escogió precisamente a mí para ayudarle a superarlo. Sea como sea, si mis tíos hubieran descubierto que le he dado la espalda a alguien con un problema así, jamás me permitirían volver a colaborar en la asociación, y mucho menos asociarme con ellos. Sería del todo contraproducente. Debo ser la primera predispuesta para solidarizarme con él y caminar de su mano hasta que lo supere. Si no, estaría dando un ejemplo pésimo a todos aquellos que trabajan con nosotros desde hace años.

Si bien la mayoría de los adictos son mucho más jóvenes, este caso para mí es particular y, ante todo, personal. No me veo con la capacidad de abandonarlo a su suerte como si fuera un cualquiera. Además, no es un consumidor habitual, lo que me simplifica mucho la tarea. De no ser así, estaría dando tumbos de dolor y recuerdos por las esquinas.

—Víctor le ha intentado ayudar todos estos años —susurra Vicky con cautela en mi oído—. Es una causa perdida, no le debes nada.

Sí, sí que se lo debo. Y no solo lo digo por los polvos de levantarte del asiento y dar palmas.

—Vicky… Si tuvieras un hijo y se presentara una tarde y te dijera que consume drogas pero que quiere dejarlo por encima de todo, ¿dejarías de quererle?

Mi amiga me obliga a incorporarme con cierta delicadeza. Una sorpresa desagradable crispa su rostro mientras me sostiene de los hombros con cierta tensión.

—¿Has dicho que le quieres?

¿Qué? ¡No!

—Ayudarle —corrijo—. ¿Dejarías de ayudarle, de apoyarle? ¿Podrías?

—No es tu hijo.

—¡Pero se merece una oportunidad! —imploro—. No ha matado a nadie, es a sí mismo a quien hace daño. Pero, ¿y si…? —no puedo ni imaginármelo—. ¿Y si algún día…?

—Ya, cielo, no lo digas —aconseja volviéndome a abrazar—. Ya lo entiendo.

No. Nadie puede. El dolor de experimentar algo así en tus propias carnes no es comparable a nada. Puede que por eso le cueste tanto empatizar conmigo en este aspecto.

—Carla, sé que no quieres oírlo, pero te lo tengo que decir.

La miro sorbiéndome los mocos y limpiándome la cara con las manos.

—No creo que esto vaya a salir bien.

Eso es algo que ya se me ha pasado por la cabeza, pero soy muy orgullosa y también muy cabezota. Voy a probarme a mí misma con esto y a hacer lo que haga falta por ayudar a Morales. Es como un proyecto propio a través de alguien que me importa y por el que de verdad voy a luchar para que se cure de una vez. Un hombre tan brillante se merece segundas oportunidades.

—Voy a apoyarle al máximo para que lo supere, Vicky.

—No me refería a… Oh, déjalo.

Mi amiga me da un beso en la sien y sacude la cabeza con la bandera blanca tatuada en la frente.

—El viernes tengo la cena de Navidad. Había pensado en ir mañana a comprarme algo bonito. ¿Quieres venir conmigo?

Asiento como por inercia. Ya no quiero seguir aquí. Ni hablar, ni recordar, ni mucho menos respirar.

—Voy a entrar —anuncio separándome de su regazo—, tengo frío.

Como un espíritu, abro la puerta y camino por la casa guiada por una tortura perpetua. No hay barreras para mí, paso por encima de todo con el único objetivo de vaciarme entera y atormentarme por los que ya no están y nunca regresarán.

Cierro con pestillo, abro la taza, me sujeto el pelo y me meto dos dedos. Me convulsiono una vez, después otra y a la tercera, vomito el desayuno del tirón. Los trocitos de fruta, los pedacitos de pan, todo lo picoteado como un mísero canario se derrama en el agua.

Toso con un picor desagradable en la garganta. Me siento culpable. Mucho. No sé por qué sigo aquí. Debería haber sido yo.

—¿Carla?

Me atraganto. Escupo saliva. Toso con violencia.

—¿Carla, estás bien?

—¡Sí! —contesto con voz cascada—. ¡Sí! ¡Ahora salgo!

Me levanto tambaleándome como una loca. Bajo la tapa, presiono el botón de la cisterna y me lavo la boca en el lavabo. No había otro momento para que Morales quisiera usar el baño. Me miro en el espejo. Tan desaliñada como siempre. Termino de asearme un poco y tras echar un ojo a la rojez de mis dedos con desagrado, quito el pestillo y abro la puerta.

Morales me examina arrugando el ceño.

—¿Qué te pasa?

—Creo que algo me ha sentado mal —miento pasando a su lado.

Él me retiene con una mano en el brazo y me hace volverme. No quiero, o más bien, no puedo sostener el peso de su curiosidad.

—¿Quieres tumbarte un rato?

Me encojo de hombros y dejo que me lleve hasta la cama. Una vez allí, me recuesto en posición fetal. No quiero abrir la boca. Estoy descubriendo que no me satisface nada mentirle. Aunque está claro que con respecto a esto, no puedo decirle la verdad.

Lo distingo por el rabillo del ojo. Su inquisitiva mirada no se aparta de mí.

—¿Qué?

—¿Qué es lo que te ha podido sentar mal? Has desayunado lo mismo que ayer y estaba todo en buen estado.

No, no, no. Déjame tranquila, no entres en esto. No vas a querer hacerlo.

—No estoy acostumbrada a comer tanto. Me siento un poco empachada —me justifico poniéndome en pie—. Voy al salón a hacerme una manzanilla.

Cojo ritmo y me alejo de la cama y del repentino interés de Morales.

—¿Quieres que se la pida a Vicky y te la traiga aquí?

—No.

Y no oigo ninguna propuesta más porque acabo de cerrar la puerta para salir pitando a donde sea.