11

Despierto sobresaltada. No recuerdo qué estaba soñando pero no debía ser agradable para agitarme de este modo. Estoy a solas, en mitad de mi cama y con la luz blanquecina de las farolas de la calle colándose entre los recovecos de mi nórdico. Veo que son las 3:14 de la madrugada. Tengo curiosidad por saber si Morales sigue trabajando en mi salón o se ha largado para no aguantar mis imposiciones.

Salgo de mi cuarto para averiguar la verdad, pero no descubro ni lo uno ni lo otro. Derrumbado sobre la mesa del comedor, con la cabeza gacha sobre un brazo y el otro medio caído, Morales sería la viva imagen del Ángel de la pena de Wetmore de no ser por la evidente ausencia de alas. No sé si está dormido, no puedo apreciarlo desde mi puerta, así que me aproximo en silencio y con tiento. Me gustaría poder rodearme los hombros con su brazo y arrastrarlo hasta la cama para que descansara de verdad en condiciones. Y eso es justo lo que me dispongo a hacer cuando alza su rostro y me descubre prácticamente encima suyo.

Su mirada denota sorpresa pero en un segundo se relaja y me observa con calma. Es un escaneo en profundidad. Se toma su tiempo, deteniéndose en puntos exactos, algunos que resultan obvios y otros que no. Graba cada pedacito minúsculo de mi imagen al detalle. De la cabeza a los pies y vuelta arriba otra vez. Estoy tan inmóvil como cualquier mueble del salón. No comprendo su actitud, pero auguro fácilmente lo que quiere con esa mirada, y es esa misma la que me agarrota por fuera y me agita como una licuadora por dentro.

Cuando sus ojos vuelven a los míos, respira hondo y los cierra. Al abrirlos de nuevo, hay algo en ellos a lo que no sé ponerle un adjetivo preciso. Sin saber por qué, tal vez correspondiendo al deseo que intuyo, extiendo una mano y la poso sobre su mejilla. Sigue sin decir nada pero tampoco leo el rechazo en su cuerpo así que atrapo su cara entre mis manos y colándome entre sus piernas, me acerco para besarle. Y lo hago como no lo he hecho nunca. Con suavidad, tatuándome la marca de sus labios sobre los míos. Sin lengua, sin mordiscos desaprensivos, sin humedad. Un beso simple pero profundo, correspondido y calmo, pero sin ser casto ni inocente. Algo que me aletea en la boca del estómago y me precipita sin quererlo el bombeo del corazón.

Al retirarme, no encuentro las palabras que puedan dar sentido a este beso. Me limito a mirarle, no sé si curiosa, abochornada o desesperada. Puede que una mezcla de las tres cosas pero ante todo, callada como una tumba. Morales parpadea un par de veces, traga saliva. Sus manos recogen las mías y con el verde bruno en sus iris, abre la boca para decirme:

—Quiero follarte la boca.

Ahora la que parpadea una docena de veces seguidas soy yo.

Hago todo lo que puedo por aparentar normalidad y no dar paso a la estupefacción en mi rostro. Me trago amargamente la tontería de golpe. Asiento idiotizada y tal y como le prometí, me dispongo a estar ahí cuando él me necesita. Aunque sea de rodillas en el suelo de mi salón, bajándole los pantalones junto con los calzoncillos y estimulando su miembro con mis manos para hacerle una mamada intempestiva.

Lo cierto es que podría negarme. No soy una especie de esclava sexual, no es eso lo que hemos acordado, pero dar placer a este hombre como él me lo da a mí es un verdadero gusto. No me importa despertarme de madrugada y que me pida comerle la polla si eso le alivia lo que sea que tenga dentro. Si la situación fuera a la inversa, sé que él no solo lo haría sin rechistar sino que además estaría encantado de hacerlo. Pues bien, en mi caso no es muy distinto y reconozco que me sorprende tanto como me deleita.

Lamo la punta de un miembro erecto. Como si de un Chupa Chups se tratara, mi lengua acaricia su piel mientras sujeto el resto de su robustez con una mano y masajeo sus testículos con la otra. Comienzo a descender por su tranca. Así hasta que el fondo de mi garganta rebosa carne tirante, ardiente y palpitante. Succiono echándome hacia atrás y levanto la vista en cuanto me libero un poco. Morales me contempla con ojos turbios y respirando pesadamente tras su boca entreabierta. Un chorretón de mi saliva cae pringando su polla y sus dedos surcan mi cuero cabelludo obligándome a cerrar los ojos placentera. Relajo la mandíbula de nuevo y me la meto arrastrando la calidez de mi boca hasta donde puedo. Una y otra vez. Dentro, fuera. Con una mano afincada en mi cabeza, enredada en mi pelo y que empieza a frenar mis entradas y salidas cada vez más impulsivas.

—No te muevas —alcanzo a oírle en un susurro.

Aturdida, me detengo a medio camino de sacármela y siento cómo me sujeta tirando de un mechón de pelo sin delicadeza alguna. Morales sale del todo para volver a entrar casi entero abriéndome los ojos del esfuerzo como si su carne fuera a presionar por mis cuencas. Me ahogo y él lo sabe porque vuelve a salir entero. Pero tras dejarme soltar aire un segundo, repite el movimiento. Así varias veces, llenándome y vaciándome cada vez más rápido, escuchando sus jadeos y calentándome como un horno industrial.

Morales ya no puede sacármela entera. Araña mi cráneo con los dedos de dos manos firmes y fuertes que terminan sosteniéndome del nacimiento del cabello con aspereza. Tengo los músculos laxos, anestesiados y preparados para todas sus ofensivas. Cada vez logra entrar un poco más, colmándome en mi paladar y empapándome en mi sexo. Porque sí. Porque me está poniendo al rojo vivo. Sentirlo así, tan desatado y tan eufórico, sin dejarme moverme ni lo más mínimo, hace que me entren unas ganas tremendas de correrme con él.

Su resuello y su rígida epidermis me indican que está cada vez más cerca. Me preparo mentalmente para anticiparme y no atragantarme por accidente. No obstante, no quiero que termine todo tan pronto. Cada vez que retrocede un segundo, quiero que vuelva, porque quiero chupar, quiero morderle la boca, que me meta el puño entre los muslos, que tire de mi trenza, que me sodomice, quiero tantas cosas a la vez que me asombra mi propia perversión respecto a este hombre.

Imaginármelo me excita sin escrúpulo alguno. Mi pulso cobra vida en mi sexo, puedo sentir cada latido entre mis labios poniéndome a punto y en el borde de un abismo.

—Voy a correrme en tu cara.

La voz entre dientes de Morales me incita a levantar la vista pero es él quien con una mano alza mi cabeza y con la otra se ayuda para explotar su erección en mi dulcemente desgastada boca abierta. Pestañeo con el primer disparo. Morales se corre en un gruñido ronco y yo saco la lengua para saborear su resultado. Su lefa ametralla mi cara sin compasión. Mis papilas gustativas se hacen con un poco de su acidez, pero no es suficiente, sobre todo en el estado en el que me encuentro.

Mi lengua se pasea por el glande lamiendo unas gotas retraídas que disfruto como una adolescente. Cuando me aseguro de barrerlas con pulcritud, recojo un poco más de mi mejilla con la mano y me la llevo a la boca. Sin embargo, en ese momento, Morales se arrodilla frente a mí y me la saca con decisión.

—No —me niega con la vista fija en mis labios—, deja que te limpie yo.

Son sus dedos entonces los que se pringan y me alimentan con minuciosidad. Mientras me sostiene de la nuca, yo rebaño todo lo que me entrega con verdadera pasión. Enrosco mi lengua primero en un dedo y después en otro, así hasta que ya no queda nada y yo continúo desesperada por explotar, por soltar el deseo anudado en mi bajo vientre y calmarme por fin.

Lo más gracioso de todo es que Morales parece advertirlo. Su mirada se agudiza perspicaz y yo no sé ni cómo esconder la mía. Los mismos dedos que acabo de cubrir con mi saliva se cuelan por el elástico de mis pantalones y descienden buscando lo que hay bajo mis bragas. Al anegarse por completo, Morales suelta una breve risilla. Enarco una ceja y él no tarda en hacerse con mi clítoris y masajearlo en círculos que me erizan todo el vello de la piel.

Boqueo incapaz de controlar el contoneo de mi cadera sobre su magreo constante. En un momento en que creo perder definitivamente las fuerzas, su frente se posa sobre la mía y yo apoyo mis manos sobre sus hombros desnudos. No abro los ojos, no quiero verlo, tan solo sentirlo y regocijarme con su contacto. En menos de un minuto, el hormigueo se convierte en estallido eléctrico desde mi entrepierna hasta el hipotálamo. Grito arqueándome de placer, restregando mi cara contra la suya y envolviéndola con un aliento que escapa despavorido de mi interior.

Su mano se mantiene pegada a mi húmeda vagina durante un rato en el que tanto ella como yo procuramos volver a la quietud. Me relamo unos labios secos y descubro la rigidez de mi cutis. Cabeceo volviendo a la tierra y me separo de Morales. El elástico de mi ropa azota mi vientre cuando me alejo de su mano y me levanto a trompicones ridículos.

Me encierro en el baño. Lo primero que hago es lavarme la cara. Pienso en lo que acaba de ocurrir y no sé qué sentido buscarle. Si cada vez que este demente entre en estado depresivo va a querer sexo, voy a tener que detenerlo. No creo que esto sea algún tipo de terapia reconocida por un colegio de médicos medianamente serios.

Lo estoy haciendo mal. No puedo dejar que vaya por ese camino, no creo estar ayudándole en nada. Un poco de sexo de vez en cuando no me parece que pueda acabar con el síndrome de abstinencia. Al menos, no es algo que haya leído antes en un manual. Lo que necesita es mano dura. Alguien que le diga la verdad a la cara y que no tenga reparos en ser duro con él en los momentos en que haga falta. Tiene que entender el verdadero lugar que ocupo en su vida.

Me aseo un poco y cuando salgo del baño, ya no está en el salón. Al entrar en mi cuarto, la tenue oscuridad me permite ver cómo me abre el nórdico desde el interior de mi cama para que me acueste con él. En cuanto lo hago, Morales me pasa un brazo por la cintura pero ahora quien da las órdenes soy yo.

—Túmbate boca abajo.

Claramente sorprendido, retira el brazo. Tras dudar un segundo, hace lo que le pido. Bajo un poco el nórdico y juego con su espalda como lo hice una única vez. Las cosquillitas se reparten sobre sus músculos y atisbo a ver el agradecimiento en sus ojos verdes.

Pasados unos cuantos minutos su mirada sigue enroscada en la mía.

—¿En qué piensas? —pregunto en voz baja.

—En nada bueno.

Arrugo el ceño y no es por confusión sino por preocupación.

—No entiendo por qué te cuesta tanto dejarlo si no eres un consumidor constante —confieso.

Morales respira profundamente, los músculos de su espalda se ensanchan bajo mis dedos.

—No creo que esto tenga nada que ver con el mono.

—¿Entonces qué es?

—¿Sabes esas veces en las que te digo que dejes de comerte la cabeza y te diviertas?

Asiento.

—Pues es algo que a mí también me pasa. Y mucho más a menudo de lo que crees —contesta medio sonriendo—. Cuando anoche, o más bien hace unas horas, cambiaste el texto de la película y me soltaste esas perlas antes de quedarte dormida, volví a darle mil vueltas a las cosas.

—¿Qué cosas?

—Mi vida —responde en un tono que denota que debería haberlo pillado antes—. Ser el dueño de tu propia empresa puede ser algo alucinante, pero para mantenerla en lo más alto, si quieres hacerlo bien, exige muchos sacrificios. No me entiendas mal, puede regalarte momentos increíbles, pero a veces creo que no son suficiente, que me estoy perdiendo muchas cosas.

Mis dedos dejan de circular. No tenía ni idea de que cuando Morales se metía cada noche en su cama diera rienda suelta a sus carencias afectivas como si dejaras soltar una serpentina. Eso me da qué pensar. ¿Se sentirá tan solo como yo?

—Al principio, desarrollar todo el equipo de IA me parecía divertido. Era como un crío con un juguete nuevo que explorar —continúa silenciándose unos segundos—. De hecho, es que era un crío. Por eso también cometí errores. Muchos. Me metí en un círculo del que no sabía salir. Y lo peor de todo es que todavía no he conseguido hacerlo.

—¿Hablas de la droga? —inquiero medio perdida.

—Para mí va todo en el mismo paquete. Es como un maldito bundle.

—¿Me estás diciendo que ya no disfrutas de lo que haces?

Asiente.

—Al menos no como antes —aclara muy serio—. A veces pienso que me hubiera gustado no haber llegado a crear el programa.

—No digas eso.

Morales se encoge de hombros.

Entiendo lo que quiere decirme pero no puede arrepentirse de algo así. Soy consciente de la presión que conlleva un trabajo como el suyo pero no tiene por qué ir ligado a una vida personal nula. Si tan solo me hiciera caso y aprendiera a delegar como es debido, todo sería distinto.

—¿Nunca has llegado a un punto de inflexión en tu vida? —pregunto interesada—. ¿Un punto en el que te obligaras a pensar detenidamente lo que estabas haciendo y reconsiderarlo?

Durante un rato que no puedo posicionar en el tiempo, no pasa nada. Nadie dice nada, no se oye nada y yo llego a preguntarme si me habrá oído.

Pero después abro la boca incrédula y avergonzada como una pánfila. No me lo puedo creer. Lo que asoman a los ojos de Morales son unas lágrimas tan cristalinas como el horror que desprende mi rostro. En mi garganta se forma un nudo marinero y mi respiración se acelera. Me está afectando sobremanera verle así. Es una imagen demasiado vulnerable. Un niño triste y asustado. No tengo ni idea de qué habrá recordado pero estoy empatizando muy fácilmente. Siento cómo se me humedece la vista.

Respiro hondo y lo abrazo pegándome a su piel, dándonos el poco calor que emana de mi cuerpo. De repente me siento responsable de esta reacción y no puedo evitar sentirme culpable.

—Olvídalo —imploro junto a su hombro—, olvida lo que he dicho. Duérmete, deja de pensar Dani. Duérmete.

Morales cierra los ojos sin que las lágrimas lleguen a rodar por sus mejillas pero aún así, me siento como el peor de los tiranos. Saber que su incapacidad para dormir por las noches tiene que ver con su mala conciencia sobre cómo encauza su vida, me deja fría, triste y, por supuesto, sorprendida. Por un lado me consuela que sepa que no lo está haciendo bien pero no le sirve de nada si lleva así tantos años y aún no le ha puesto remedio.

Oh, Morales, si estos arrebatos tuyos no tienen nada que ver con tu adicción, me da a mí que vas a requerir mi presencia para mucho más de lo que crees.