16
Acabo de aparcar en las inmediaciones de la residencia. Morales me envió la dirección vía WhatsApp ayer por la noche. No tuve tiempo de hacerme la maleta así que hoy he salido un poco antes para organizarme. Iba a bajar con Manu pero ha salido todavía con mayor anterioridad que yo.
Por suerte, Sandra no nos ha visto. Hoy tenía dos visitas a las que acudía en solitario. Puede que una de ellas fuera Arcus para despedirse a su manera. Seguro que sigue quemadísima. Espero que el fin de semana le sirva de suficiente distracción como para que el lunes se lo tome con filosofía. Me toca ir a buscarla a primera hora y no quiero empezar la semana con esa cara de dóberman rabioso y babeante.
Espero un rato en el coche tras enviarle mi situación a Morales y entreteniéndome con Twitter. Después de Twitter, me meto en Facebook y veo que Vicky envía unas últimas instrucciones con respecto a la llegada a la casa. No hay ningún comentario fuera de lugar, todo parece seguir tan normal como siempre y no he vuelto a hablar con ella desde ayer por la tarde. Estoy segura de que entretanto ha hablado con Víctor, pero él tampoco se ha puesto en contacto conmigo.
Me siento como si estuviera justo en el ojo del huracán, poco antes de que se desate y todos salgamos por los aires. No sé lo que me espera al llegar a la sierra y muy probablemente Morales tampoco, aunque puede que Víctor sí que lo llamara a él. No he pensado en esa opción. ¿Se lo habrá pensado dos veces? ¿Habrá reculado?
Llevo un buen rato en el coche perdiendo el tiempo, será mejor que lo llame y salga de dudas. No lo coge. Vuelvo a marcar. Tampoco contesta. Nerviosa, me abrigo con mi chaqueta de esquí y salgo en su búsqueda.
Al entrar en el recinto, pregunto en recepción por Cecilia. No sé su apellido. Mi acompañante no tiene padre reconocido así que Morales tendrá que ser el apellido de su madre. Pero desconozco el segundo, por lo tanto, no sé cuál es el de su abuela, solo el de su abuelo. Informo entonces que soy amiga de su nieto, Daniel Morales, y enseguida saben de quién hablo y me indican que está dentro con ella.
Llaman a su habitación para anunciar mi llegada pero la recepcionista dice que comunica. Me pregunta si deseo esperar o ir a la habitación con una enfermera. Escojo lo segundo y mientras recorro los pasillos escoltada por otra mujer, no puedo dejar de preguntarme si Morales aceptará mi intromisión como si cualquier cosa.
Al llegar, la enfermera llama a la puerta con los dedos.
—¿Cecilia?
—¿Quién va? —pregunta una vocecilla femenina.
—Soy Ángeles, ¿puedo pasar?
Responde otra voz, esta vez masculina. Creo que dice «pasa» pero su vocalización me confunde.
Cuando Ángeles abre la puerta, lo que veo es a una anciana sentada con la espalda recta en una silla y justo detrás de ella, a su nieto deshaciéndole un moño y con unas cuantas horquillas entre los dientes.
—Hoy estás de suerte, Cecilia —anuncia la enfermera—, visita doble.
Es entonces cuando Morales levanta la vista y repara en mi presencia. Cierro la boca y me encojo de hombros medio sonriente. Por suerte, parece más desconcertado que enfadado. Ángeles nos deja a solas, escucho cómo cierra la puerta tras de mí.
—Lo siento —me disculpo acercándome a ellos—, no quería interrumpir. Te he llamado un par de veces pero no contestabas.
En ese momento, Morales escupe las horquillas en una mano para seguir trabajando con la otra y sonreírme con prudencia.
—Perdona, tengo el móvil en el bolsillo de la chaqueta. No le hago mucho caso cuando estoy aquí dentro.
De repente, siento unos irracionales celos de la señora que tengo delante y me mira con curiosidad. Pero disipo esos pensamientos agachándome y estrechándole una mano con afecto y presentándome.
—Hola Cecilia, soy…
—Ya sé quién eres, Margarita. ¿Por qué has tardado tanto? Te estábamos esperando.
Sin saber qué contestar, mis ojos acuden a Morales y él, desvergonzado como de costumbre, hace un gesto con la mano señalándose la cabeza haciendo referencia al deterioro de su abuela.
Decido ignorarlo y sonreír a Cecilia. Su rostro me recuerda a la fotografía que hay en la habitación de Morales. Esa donde salen dos mujeres sosteniendo una tarta de cumpleaños en la que aparece el número diecinueve y el nombre de Daniel. La otra mujer que sale junto a ella será sin duda la madre de Morales.
Según observo a Cecilia, puedo apreciar que es una mujer alta y bastante delgada. Tiene el pelo completamente blanco y los ojos azules, grises o casi transparentes, no sabría decirlo. Me devuelve la sonrisa. No me sorprende que sea hermosa, ahora veo de quién ha heredado la belleza su nieto. Esta señora es una de esas mujeres que cuando conoces en la vejez te das cuenta de que en su día fue toda una belleza entre los suyos.
Echo un vistazo rápido a mi alrededor buscando alguna fotografía de su juventud que corrobore mi hipótesis, pero no encuentro ninguna. La habitación consta de lo básico incluyendo un baño integrado y un pequeño vestidor. Hay algo de ropa amontonada sobre un sillón y una bandeja con lo que ha debido de ser la cena. En cuanto encuentro el teléfono, entiendo por qué comunicaba, está descolgado. Me acerco a colocarlo correctamente empapándome del aroma de los lirios blancos que reposan a su lado.
Pero lo que más me llama la atención es la cantidad de libros que colecciona Cecilia. Tiene una pequeña biblioteca aquí dentro que no puedo dejar de mirar embobada.
—Perdona —repite Morales sacando más horquillas—, se me ha hecho tarde. Se ha empeñado en echar una partida al tres en raya y lo que parecía una partida, al final se ha convertido en un campeonato regional.
—Tranquilo, no pasa nada. ¿Has hablado con Víctor? —pregunto retomando mi preocupación.
—No, ¿por qué?, ¿ha pasado algo?
Madre mía, no sabe nada de nada. Puede que sea lo mejor, a veces vivir en la ignorancia no es tan malo.
—No, no, por saber.
—¡Ay!
El gritito de Cecilia nos sobresalta a los dos. Morales le ha dado un tirón de pelo sin querer, pero en cuestión de segundos le besa el pelo con ternura.
—Perdona, abu —se excusa masajeándole la zona con los dedos.
Pestañeo medio atontada. Se podría decir que después de haber visto a este hombre en reuniones de trabajo, dando conferencias abarrotadas, cerrando tratos con guiris por teléfono y evidentemente desnudo en mi cama, esto podría resultarme hilarante.
Pero no, en absoluto. El comportamiento de Morales me funde el corazón. El modo en que suelta la media melena de su abuela, cómo guarda sus horquillas en un frasquito de cristal, la forma en que cepilla su pelo con cariño fraternal… Todo eso hace que me entren ganas de sentarme en el sillón, sacar palomitas y echarme a llorar de afecto a flor de piel.
—Nos vamos enseguida —afirma sacándome de mi ensoñación.
—No, por favor, no te agobies por mí. Podemos salir cuando queramos.
Y si ni siquiera salimos, le hacemos un favor a Vicky así que…
—¿Te gusta mi vestido nuevo? —pregunta Cecilia desatándose su batín—. Me lo ha comprado Daniel.
Contemplo el camisón rosa palo que cubre su desnudez.
—Es precioso —sonrío.
Morales, tras echarme varias miradas de reojo que se pensará que no he notado, aprovecha para dejar el peine y desvestirla. Tras dejarla en camisón, veo que se dirige a acostarla y yo me adelanto para abrirle la cama y ayudarle.
Cecilia se recuesta y mientras yo la arropo, Morales ahueca un par de almohadones tras su espalda. No creo que la pobre mujer duerma sentada así que me extraña esta postura. Pero en un momento advierto cómo su nieto se hace con un bote de crema y se la extiende por un brazo. Comienza a frotar su piel con suavidad, desde el hombro hasta los dedos de la mano.
—Es que mi Daniel tiene muy buen gusto —prosigue Cecilia—. Algún día será un buen marido, no como el mío que en paz descanse. Lo más bonito que llegó a regalarme fue un delantal con volantes.
Río al otro lado de la cama.
—¿Eso te lo regaló el abuelo? —cuestiona Morales sin dejar de masajear su piel—. Si es una de las cosas que tiramos en la mudanza.
—Nunca he dicho que me gustara.
Morales suelta una risilla mientras cambia de brazo y vuelve a extender la crema.
No entiendo cómo un hombre puede tener tan pocas luces para algunas cosas y luego ser tan encantador en otras. Aunque creo que yo ya he catado retazos de ese encanto suyo particular. ¿Le gustará tener a alguien a quien cuidar? Varias veces me ha dicho ya que cree que le escondo mucho pero cuando veo cosas así, opino lo mismo de él. Afortunadamente, lo que esconde es algo aún más bonito que su exterior.
Al terminar, Morales se dispone a quitarle los anillos y los pendientes. Me pide que los guarde en el pequeño joyero que hay a mi lado.
—Qué pendientes tan bonitos —murmuro sin dejar de observar las pequeñas flores de pétalos dorados con circonitas en el centro.
—También son de Daniel.
Vuelvo a Morales, pero me percato de que la respuesta no es la que esperaba.
—No, abu —amonesta suavemente—, son de mamá, ¿no te acuerdas?
—Pues claro que no —contesta Cecilia encogiéndose de hombros—. ¿Cómo me voy a acordar si ya nunca viene a verme? ¿Hace cuánto que no aparece por aquí?
Morales, con gesto de resignación, besa sus dedos con cariño y le regala una sonrisa cargada de afecto.
—¿Tú sueles verla? ¿Le dirás que venga a verme algún día?
Morales asiente como si eso fuera posible.
—Vamos, es hora de dormir —apremia retirando un almohadón.
Cecilia se tumba sobre el colchón pero resopla.
—Tengo calor.
—¿Quieres que te quite una manta?
La mujer asiente y Morales accede a sus deseos con obediencia.
—Tiene un montón de libros, Cecilia —comento señalándolos—. ¿Se los ha leído todos?
—Sí, son mis favoritos —asegura entusiasmada—. ¿Quieres que te preste alguno?
Voy pasando el índice por todos y cada uno de los títulos que hay junto a su cama mientras leo mentalmente: «La isla del tesoro» de Stevenson, «El perro de los Baskerville» de Arthur Conan Doyle, «Robinson Crusoe» de Defoe, «Vingt mille lieues sous les mers» de Jules Verne, «Aurélia ou le rêve et la vie» de Gérard Nerval y muchos más.
—Los conozco casi todos.
—A Daniel no le gusta leer, prefiere jugar a las maquinitas.
Busco sonriente a Morales con la mirada pero él ignora las palabras de su abuela recogiendo la manta y la ropa que hay por la habitación.
—Aunque le gusta que le lean. Elisa le lee todas las noches.
Su nieto vuelve junto a nosotras y Cecilia saca sus brazos como proyectiles para revolverle el pelo sin piedad.
—Péinate un poco que ha venido Margarita a vernos —acto seguido le coge de los carrillos en mi dirección—. ¿Has visto que sonrisa más bonita tiene? ¿A que es igualito a Robert Redford?
—¡Abuela! —protesta Morales deshaciéndose en aspavientos.
Oh, ni Robert Redford ni nadie, señora. Su nieto es único, pero mejor no lo digo en voz alta o el susodicho se lo creerá.
—¿Ya has escogido libro? —me pregunta sonriente.
—¿De verdad no le importa que me lleve alguno?
Ella niega con la cabeza al tiempo que Morales vuelve a arroparla con mimo. Echo un ojo a los volúmenes que se acumulan a mi alrededor y saco el elegido, «El perro de los Baskerville». El papel que lo forra está desgastado y roto por las esquinas.
—Me llevaré este, nunca he leído nada de Sherlock Holmes.
—Seguro que te gusta.
—Tenemos que irnos —anuncia Morales—. ¿Necesitas…?
—No, todavía no Daniel —ruega ella volviendo a sacar los brazos y tirando de él—. Léeme algo antes de irte.
Mi acompañante duda un segundo pero insiste apaciguándola.
—Ya es muy tarde, abu.
—Tenemos tiempo —intervengo conmovida por la expresión de Cecilia—, no pasa nada.
Morales me estudia un momento dubitativo. No tarda mucho en comprender mi complicidad, así que con brazos en jarras, se dirige al resto de libros que hay a su lado.
—Vamos a ver, ¿qué te apetece escuchar hoy?
Yo ya me voy quitando la chaqueta y acercándome la silla para asistir a la sesión de lectura de Daniel Morales de esta noche. Esto no me lo pierdo por nada.
—Las leyendas de mi querido Bécquer.
Morales coge el libro con decisión y se medio tumba en la cama ojeándolo.
—¿Alguna en concreto?
Cecilia sacude los hombros. Su nieto pasa páginas de forma aleatoria hasta que se detiene y señala una con el dedo.
—Esta misma: «Los ojos verdes».
Qué apropiado. Ni hecho a propósito.
Morales comienza a leer. Me apoyo en la cama sobre los codos escuchándole con atención. Su voz entona palabras como si no fuera la primera vez que las lee. Llega un punto en que está tan metido en la historia que ni creo que sea consciente de que hay alguien más en la habitación. Es un buen narrador, es una pena que no le guste esto, yo también quiero que me lean cada noche como lo hace él.
Examino a Morales con devoción. Ladeado sobre el colchón, vestido en vaqueros, con jersey gris oscuro remangado por los codos y cabello revuelto. Quedo tan hipnotizada por todo su físico que me pierdo un poco en el hilo argumental. La leyenda cuenta algo así como la historia de un cazador que persiguió a un ciervo hasta perderse en un manantial. Una vez allí, descubrió unos ojos verdes inolvidables que lo hechizaron y al hablarle de ellos a su señor, este le recomendó no volver jamás. Al parecer, se trataba de un demonio, un espíritu del agua del que había que huir si no quería ir derecho a su perdición.
Pero el cazador fue incapaz de obedecer a su señor y continuamente visitó al espíritu. Una mujer hermosa de ojos verdes que le prometió que le colmaría de amor y afecto como no haría ninguna, pues según decía ella, él era un ser superior al resto de los hombres y como tal, se merecía un trato diferencial y solo ella se lo podía dar. Juró amarle por encima de todas las cosas y darle, por supuesto, felicidad.
Cuando lo llamó para que se introdujera en el lago con ella, el cazador dio un paso y luego otro… Y Morales cierra el libro.
Doy un respingo ofuscada.
—¿Y ya está? ¿Qué pasa luego?
Morales abre el libro de nuevo y relee:
—«Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose, hasta expirar en las orillas». Fin. Termina así.
—¿Y qué significa ese final?
—Que la palma.
No me gusta esa leyenda.
—¿No crees que…?
—Chisssst.
Morales señala a Cecilia, quien veo que duerme plácidamente entre los dos.
—No me extraña que se haya quedado frita tan pronto —susurra su nieto al levantarnos—. Este truño dormiría a cualquiera.
Meneo la cabeza. Un truño no es pero sí que me ha dejado algo fría.
Devuelvo la silla a su sitio y me pongo la chaqueta. Morales termina de recoger las pertenencias de su abuela por la habitación y baja un poco las persianas. Después, se acerca hasta su cama y le da un beso en la frente.
—Buenas noches, abu. Hasta la semana que viene.
Enternecida, le tiendo su chaqueta y la maleta que estaban junto a la puerta. Morales las acepta sonriente y los dos salimos del cuarto casi de puntillas y cerrando con cuidado.