25
Despierto restregando mi cara contra la almohada. Me duele muchísimo la cabeza. Es como si tuviera un clavo recién taladrado entre ceja y ceja. Para colmo, las contraventanas no están cerradas y la luz del sol entra potente y molesta. Me levantaría para solucionarlo y volverme a echar un rato más, pero al encontrarme sola en la cama, no me apetece tanto como en otras ocasiones. Quiero calor y ya no lo tengo.
El móvil de Morales está sobre la mesita de noche. No puede andar muy lejos, nunca sale sin él. Si se hubiera traído el portátil, ya estaría trabajando sin descanso en algún punto de la casa, pero al no ser así, no sé qué puede estar haciendo.
Decido darme una ducha rápida para ver si se me pasa el malestar posalcohólico, pero no lo consigo. Me adecento vistiéndome con un jersey de ochos de lana blanca, y pantalones negros de esquí, y me pinto. Me maquillo ante todo, procurando ocultar las ojeras y la patética cara larga de domingo resacoso por la mañana.
Cuando me percato de que ya no puedo hacer nada más para mejorarlo, salgo en busca de Morales. Recuerdo vagamente lo que hablamos anoche en la habitación. Sé que me desmaquilló, me lavó los dientes y me metió en la cama con él. Algunas palabras, frases y reflexiones revolotean en mi cerebro intentando casar unas con otras para encontrar una concordancia perdida, pero algunas son tan inverosímiles que las habré tenido que soñar. Me moriría de la vergüenza si alguna de ellas hubiera salido de mi boca de verdad.
Al llegar al salón, contemplo un cuerpo semidesnudo sentado en un sillón. Tiene los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas y la cabeza baja. Me acerco en silencio para no perturbar su soledad asustándolo de buena mañana. Prefiero optar por un toque más sutil. Unos simples dedos que son incapaces de mantenerse demasiado lejos de su pelo y que por eso mismo, lo arrastran desde su nacimiento en la frente hasta la nuca. Percibo cierta agitación en su epidermis, pero no el rechazo. Un sonido, similar al de un gato ronroneando de gusto, me dice que no debo dejar de hacerlo. Tampoco quiero.
Como una estrella fugaz, la imagen de unos mechones salpicados de nieve, se cuelan en mi mente. ¿Ayer nevó? Revuelvo un poco su pelo buscando su atención. Me preocupa que se deje hacer tan fácilmente sin levantar la vista de la alfombra.
—Dime que sabes que soy yo.
Morales alza su cabeza haciendo un esfuerzo por parecer libre de toda aflicción.
—Tus dedos son inconfundibles —asevera tomándome de las manos y sentándome en su regazo—. Claro que lo sé.
Eso me gusta más, pero cualquiera que nos vea pensará que es todo un exhibicionista. Comprendo que en su casa y en la mía, después de todo, se pasee en calzoncillos si le da la gana, pero en la de otros, puede ser un problema. Aunque no para el sexo femenino desde luego.
Morales posa su cabeza en el respaldo del sillón observándome pensativo. Una mano se cuela por mi cintura con unos dedos que juguetean a sus anchas y la otra queda sobre mi rodilla, con un pulgar oscilante. Yo también le observo. Si la memoria no me falla, de todas las veces que se encuentra en este estado, creo que esta es la primera que acepta mi presencia con cierta gratitud.
—¿En qué piensas?
—No quiero decírtelo.
Levanto una ceja incrédula. Siempre se sincera conmigo, no sé a qué viene este cambio. No puede ser un vacile. Su tono no es burlón ni tampoco propiamente seco como para estar enfadado. Simplemente tiene aspecto cansado.
—¿Por qué?
—No me siento con fuerzas.
¿Y eso qué quiere decir?
—¿Es algo que le podrías contar a alguien que no fuera yo?
—Por poder, puedo —dice encogiéndose de hombros—. Pero tampoco quiero.
Este hombre a veces es todo un enigma. No voy a insistir, todos tenemos secretos. Soy la menos indicada para exigirle que me cuente los suyos, yo nunca le daría otro a cambio.
Una punzada de dolor me lleva los dedos a las sienes como por instinto. Voy a tener que tomarme algo para solucionar esta tortura. Morales presiona un dedo entre mis cejas.
—¿Te duele aquí?
Se lo aparto de un manotazo. Él se echa a reír. Un sonido celestial en el pasado y que en este momento me resulta demasiado estruendoso.
—No te rías tan alto.
—No haber bebido tanto.
—¡Ostras! ¡Perdón!
Levantamos la cabeza a la vez. Manu se encuentra a la altura de la cocina, vestido en pantalones de pijama, el pecho al descubierto y los ojos espantados. Tiene un bonito torso, algo más delgado que el de Morales, y me fijo en que está depilado.
Rápidamente, se tapa la vista con una mano y camina a tientas alrededor de la isla. Tiene que haberse llevado una buena sorpresa, a saber en qué está pensando. Morales y yo ocultamos la sonrisa sin quitarle el ojo de encima.
—Manu, no estamos haciendo nada —le tranquilizo.
—Da igual, da igual…
Se tropieza con un taburete, está a un paso de comerse el suelo.
—Manu, abre los ojos.
—¡No! ¡Ah!
Mi compañero aúlla de dolor al torcerse un dedo del pie. Se quita la mano cojeando, pero sigue con los ojos cerrados en un gesto de dolor.
—¡Ábrelos!
Finalmente me hace caso y aprovecha para apoyar la espalda en la puerta de la nevera y mirarnos de reojo. Su expresión es sutilmente incómoda.
—¿Algún problema? —inquiere Morales levantando una ceja.
Manu se endereza y levanta las manos en señal de disculpa.
—Lo siento, tío. No sé cómo llevar esto. Es la primera vez que veo a un cliente en calzoncillos.
Morales y yo nos reímos. Sí, la situación es bastante cómica. Cuando tuve que ver a Morales por primera vez después de que folláramos en un ascensor, no sabía ni qué cara poner. A él le ocurrirá algo similar la próxima vez que tenga que colgar fotos suyas en internet.
—Te llevo diciendo todo el fin de semana que te tranquilices. Fuera del trabajo para mí eres como un colega más. Haz lo mismo.
Me gustaría saber de qué han hablado sin estar yo delante. Espero que Manu no haya recurrido solamente a la conversación típica de trabajo. Morales ya ha hecho un gran esfuerzo por no traérselo hasta aquí. No quisiera que se hubiese visto presionado desde otros frentes.
—Oído cocina —contesta Manu haciendo una señal de obediencia.
Después, abre la nevera, investiga un poco y saca un bote de nata montada. Abro la boca. Pensaba que iba a desayunar.
—Vuelvo a lo mío, que se me enfría.
Se despide sonriente con un movimiento de cabeza y desaparece en la oscuridad del pasillo. Ya puede ponerse a ello cuanto antes, es bastante tarde y Vicky quiere que salgamos de nuevo antes de comer y marcharnos.
—Voy a prepararme un café —decido mientras me pongo de pie—, ¿quieres uno?
Morales asiente y los dos nos encaminamos hacia la cocina.
—Voy a ponerme algo encima o Vicky me echará por exhibicionista.
Buena idea, aunque no creo que tuviera agallas para hacerlo. Una vez que descubres a Morales en su desnudez, se te quitan las ganas de volver a verlo vestido para siempre.
Antes de marcharse, apoya un hombro en el marco y me sonríe descarado.
—Por cierto, ayer no te dije nada pero estabas impresionante con ese vestido. Parecías Barbarella.
Noto el rubor extendiéndose por mi cara. Lo último que dijo sobre uno de mis atuendos fue que parecía una anciana de camino a Las Ventas.
—Sí, tiene cierto rollo futurista.
Él así lo corrobora y se deja caer al otro lado sin dejar de sonreír.
Poco después, escucho unas voces que provienen de las habitaciones. Junto a la jamba aparecen Carmen y Vicky y en cuanto me ven con la cafetera en la mano, silencian su conversación sin apocamiento.
—Buenos días —saludo.
Vicky pasa de largo yendo derecha a prepararse lo que sea y Carmen me corresponde con un apenas audible «Hola».
—¿Hago café para todos?
Las miro, primero a una y después a otra. Mi presencia las ha vuelto mudas. Carmen echa un vistazo a Vicky y al ver que me ignora, responde por ella asintiendo con la cabeza.
Esto es inaceptable. No pueden actuar como si estuviéramos en el colegio. Da la impresión de que les he fastidiado el fin de semana a las dos. Yo no soy la responsable de que la vida sexual de Carmen esté perdiendo fuelle como un globo pinchado. Es su problema, no el mío. Tampoco tengo nada que ver con esa cara de malas pulgas de Vicky. Si ni siquiera abro la boca. Pero eso se va a acabar ahora mismo.
—Buenos días.
Morales frena mis pretensiones de pedir explicaciones a Vicky de una vez. Se ha vestido con un jersey de punto con el cuello abierto y unos pantalones negros. Tiene el pelo hecho un delicioso desastre y las manos en los bolsillos mientras nos observa vacilante. Está para desayunárselo enterito.
—Hola, Morales —menciona Carmen bien alto.
Al menos con esta no tengo enfado por partida doble como con la otra.
—¿Puedo ayudar?
Las dos esperamos a que Vicky dé sus órdenes, es su casa, aunque ella nos da la espalda haciendo fuerza con un bote de mermelada y pasando de todo.
Qué frustración.
—Puedes poner la mesa —determino llenando la cafetera.
Vicky comienza a dar golpes en la encimera con el tarro de cristal. La miro aterrada, lo va a reventar. Contrae la cara en un gesto de dolor intentando desenroscarlo pero solo consigue hacerse daño en los dedos.
—¡Maldito bote! ¡No puedo con él!
Aún más extrañada, veo cómo Morales se acerca hasta ella y le quita la mermelada de las manos con cuidado.
—Déjame probar a mí.
La rodea y ella salta como si fuera un leproso para dejarle paso. Morales abre un cajón y saca un cuchillo de mantequilla. Con precisión, inserta la punta redondeada bajo la tapa y la inclina sin dudarlo. El bote emite un pequeño sonido y él lo abre sin dificultad, devolviéndoselo a Vicky con una sonrisa satisfecha.
—No es cuestión de fuerza, es solo que tenía aire. Ya está.
Mi amiga acepta su codiciada mermelada con desconfianza y ni da las gracias. La sonrisa de Morales decae hasta convertirse en una línea fina y mosqueante. Me da pena que alguien tan importante para mí no trague a Morales. En un mundo ideal ya estaría preparándonos unos estupendos crepes con público y a todas se les estarían cayendo las bragas a la vez.
—¿Ya no queda pan de molde?
Carmen abre armarios sin parar.
—Hay más en la despensa —revela Vicky.
—Ya voy yo —comento deseando salir del maquiavélico triángulo de Las Bermudas.
—Te acompaño.
Morales se aproxima hasta caminar junto a mí. No me extraña, tiene que acojonarle quedarse a solas con ella.
—Me sorprende no haberme encontrado una cabeza de caballo en la cama esta mañana.
Me echo a reír abriendo la puertecita de la despensa.
—Estaría en desventaja. Tú nunca duermes.
Entro en la pequeña, claustrofóbica y sofocante estancia y pulso el interruptor. O creo que lo hago porque la luz no se enciende. Morales cierra la puerta y nos quedamos completamente a oscuras.
—No, no la cierres. No hay luz.
—¿Cómo que no hay luz?
—Mira, no va.
—¿Qué quieres que mire? No veo nada.
Es verdad, qué tonta.
—El interruptor no funciona o es la lámpara, no lo sé. Abre la puerta.
Escucho cómo Morales gira el pomo. Lo gira una y otra vez. Forcejea. Me empiezo a enervar, esto no me gusta.
—No se abre.
—¿Cómo que no se abre?
—Nena, esto no va.
—¡Déjame a mí!
Manoseo la pared hasta llegar al punto en cuestión y él aparta sus manos. Yo también giro y forcejeo. No hay manera, estoy cardiaca.
—¡No se abre! —lloriqueo.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
Suelto una mano para estampársela en algún sitio pero en vez de eso me la destrozo contra algo metálico.
—¡Ay!
—¿Qué has hecho?
Morales tantea mis hombros tan ciego como yo.
—¿Dónde estás?
Me doy la vuelta frotándome la mano quejicosa y Morales la encuentra sujetándola entre las suyas. Percibo cómo se la lleva a los labios y besa mis dedos con pausa. El dolor disminuye poderosamente y no sé si es por sus formas o por la rareza de la negrura envolviéndonos que siento un cosquilleo donde no quiero.
—¿Mejor?
—Tenemos que salir de aquí —balbuceo al sentir la boca de Morales rodando amenazadora por mi muñeca.
—¿Sigues con la resaca? —pregunta en voz queda.
—Más o menos.
La tengo medio olvidada desde que hace un segundo me han empezado a temblar las piernas sin querer.
—Yo conozco un remedio infalible para que se te pase.
—No me gusta el Espidifen.
—Pues toma jarabe —suelta empotrándome contra la puerta.
—¿Qué haces? —chillo despavorida—. ¡No! ¡Aquí no!
Morales sujeta mi cadera impidiendo cualquier huida y restriega su pene contra mi sexo.
—Sí, Carla, aquí sí.
—¡Se van a dar cuenta!
—Pues deja de gritar.
Su lengua penetra en mi boca jugando con la mía y por más que me resisto mostrando entereza, es mi propio cuerpo quien se me rebela aceptando lo que le espera de antemano.
—Dani…
—Cállate y disfruta.
Sigue besándome pasional y desplegando sus encantos en la oscuridad.
—Estás loco —le digo mordisqueando un labio húmedo y vibrante.
—Ya me lo has dicho.
¿Qué? ¿Cuándo?
Morales desabrocha mis pantalones y los aparta sin miramientos para meter su mano entre mis bragas y alcanzar mi clítoris. Jadeo al recibir su acalorado contacto. Él me aplasta todavía más contra la madera, noto la tremenda erección en mi ingle.
—Es demasiado obvio —insisto sin aliento—. Vicky nos va a matar.
—Venga, uno rapidito. No te va a costar.
—¡Pero si no veo nada!
—¿Y qué? —difiere riendo y quitándome la ropa—. Ya sabes que soy yo.
Morales me baja las bragas y los pantalones y cuando va a sacarme las botas, me agacho espantada.
—¡Pero no me lo quites todo!
Los dos forcejeamos hasta que me caigo de culo y creo que él también.
—¿Y cómo te sujeto si no?
Me saca una bota y después la otra ignorando mi pataleta literal. Esto es de camisa de fuerza. Él sigue riéndose y yo busco mi ropa a tientas asustada por no saber encontrarla antes de salir de aquí. Ahogo un grito en cuanto vuelvo a tenerlo encima y nos levanta sin dejar de magrear mi sexo chorreante.
Pero de repente, lo recuerdo.
—Dani, Dani, para… tengo un tampón puesto.
Al momento, sus dedos enganchan el cordón y me lo sacan de un tirón. Pero Morales desaparece también.
—¿Qué vas a hacer con él? —me atemorizo dañándome la garganta para no gritar.
No contesta, estiro los brazos para dar con él, pero no lo logro. Si pudiera verme en la oscuridad, la escena tiene que ser tan cómica como patética.
—Listo.
Morales choca contra mis brazos y los aparta para adherirse a mí. También está desnudo de cintura para abajo.
—¿Dónde está?
—Con el Avecrem.
—¡Dani!
—Está guardado, tranquilízate —ordena procurando no gritar—, había un montón de papel de cocina junto al manillar.
Rezo mentalmente para llevármelo después. Como un día aparezca por aquí la madre de Vicky buscando un cartón de leche y se encuentre con eso, me da un infarto.
Morales abre mis piernas al tiempo que cojo impulso sobre sus hombros y le rodeo para que me ensarte su quitapenas. Se coloca sobre mi entrada y tras unos instantes en que se me agita el corazón, me embiste de un único empujón.
Cojo aire, lo retengo como el grito que merodea mi faringe y me convulsiono cuando se mueve en círculos muy dentro de mí. Sale y vuelve a entrar con el mismo ímpetu, masacrando toda voluntad de detener esto. Se contonea colmando de atención un clítoris complacido. Yo me muevo aceptándole y llamándole a gritos con cada poro de mi piel cada vez que vuelve a separarse.
Morales busca mi cuello. Lo explora hincándome los dientes y empapándome con un aliento jadeante. Chupo el lóbulo de su oreja sin poder contener las ganas de morderlo y saborear la carne que me brinda la oscuridad.
Es mucho más erótico de lo que pensaba. No poder ver la expresión de su cara, el color de su pelo, la rojez de sus labios al morderlos, sus manos ansiosas por recorrerme entera, la tensión de sus músculos por doquier, el verde tórrido de sus ojos… nada. Solo sentir, todo sensaciones, todo tacto, puro fuego. Son unas sacudidas aceleradas que golpean con fiereza la puerta a mi espalda. Rebota contra mi cuerpo y a mí se me escapa un gemido involuntario de regocijo.
—No grites —masculla Morales junta a mi boca.
Sigue arremetiéndome ajeno a la escandalera entre las jambas.
—Sácanos de la puerta —ruego a un par de escalones del cielo—. Por lo que más quieras.
Gruñendo, Morales me despega de allí y me incrusta en algo metálico.
—¡Estantería!
Da otro par de pasos y choco contra otro montón de baldas.
—¡Estantería!
Me levanta medio descoyuntándome y esta vez me atiza contra plano.
—¡Pared!
Levanto la cadera ofreciéndole un mejor acceso y solo mantengo los omoplatos sobre el ladrillo. Pero resbalo y entro en pánico.
—¡No hagas eso, Carla, te me escurres!
—¡No me sueltes!
Pasando de mis intentos de contentarle, me asalta sin compasión y acelera su ataque clavándome las uñas en la piel. Mi cuerpo queda sumido en la rigidez, consciente de que va a implosionar en breve.
Si sigue así va a tatuar mi culo en la pared. La voy a echar abajo. No sé de dónde saca tanto ímpetu para follarme con semejante arrebato, pero me encanta. La agitación de mi vagina retumba por mi tronco y las extremidades. El dulzón olor a sexo y sudor penetra en mis fosas nasales. Me enardece y me vuelve loca.
Los jadeos de Morales sobre mi cara me dan el aire que pierdo cuando aprieto los dientes y sujeto sus mechones enaltecida. Mi organismo se sacude como una serpentina. Me corro como una prensa hidráulica, a lo largo de su polla y sobre nuestras ingles. Retengo el alarido sollozando por que efectos así no duren el cuádruple de lo que deben durar.
Morales ataca mi barbilla dejándose llevar. Su descarga me pulveriza desbordándome. Tengo que apartar la cara para que no me haga un desgarro. Él deja caer su cabeza en el hueco de mi cuello y desciende la presión de sus palmas por mi culo y por los muslos. Continúa penetrándome con un miembro que se agita gustosamente entre mis músculos internos, aunque a un ritmo mucho más pausado y suave que nos relaja. Calma el entusiasmo de mi sexo con su desliz adormeciéndome.
Puedo intuir sus labios frente a los míos. Está ahí. Aquí. Justo delante y no lo veo. Su respiración va regresando a la normalidad. Fusionándose con la mía. Unidos por el remolino de nuestro aliento. Casi diría que puedo sentir el peso de su mirada sobre mi rostro, la intensidad con la que me escruta hasta lo más hondo. Un beso de labios suaves y laxos acorta toda distancia. Me dejo palpar con gusto. Me hormiguea todo. Hasta el alma.
—Vámonos, Dani —apremio apartándome—. No sé si estoy manchando.
Él hace presión en mitad de mi entrada.
—Yo creo que estás bastante taponada.
Sí, a veces me gustaría saber hasta dónde. Me resigno a su humor imposible y le insto a dejarme ir para vestirme.
—¿Crees que nos habrán oído?
—Habrá merecido la pena, ¿no crees? —opina en tono burlón mientras me sujeta para no caerme al suelo por el tembleque de piernas.
—¿Dónde están mis cosas?
Me suelta y me hace entrega de un revoltijo de tela y botas.
—Aquí.
Me acuclillo sacudiéndolas.
—¿Y mis bragas?
—¿No están ahí?
—No, no están.
—Ya aparecerán, vamos, vístete.
Ay Dios mío, que he perdido las bragas en la despensa de Vicky. No puedo mover ni un solo músculo.
—¿Cómo me voy a poner los pantalones sin bragas?
—Poniéndotelos, date prisa.
—¿Ahora tienes prisa?
—Yo ya casi estoy.
Me lo imaginaba, puedo oír el tejido de sus pantalones y el cierre de la cremallera, pero yo sigo aterrorizada.
—Dani, ¿dónde están las puñeteras bragas?
Unas voces nos llegan desde el otro lado de la puerta. Alguien se acerca.
—Ahora las buscamos, vístete o se nos cae el pelo —se apresura muy tenso.
Indignada perdida, me subo los pantalones y me enfrasco las botas como puedo en la oscuridad.
—¿Ya?
—¡No! ¡No tengo bragas!
—¡Eh! ¡Los de ahí fuera! —grita Morales dando un par de golpes en la puerta—. ¡Sacadnos de aquí!
Tanteo las estanterías incorporándome y aprovechando a ver si puedo toparme con el encaje negro del demonio. Aunque también debería buscar otra cosa.
—¿Y el tampón? —me lamento justo antes de que nos abran.
Ante nosotros, aparecen dos ceñudos Víctor y Raúl, pero me la refanfinfla. En cuanto se abre un resquicio de luz en el interior de la despensa, empiezo a girar sobre mí misma como una peonza agotando el poco tiempo que tengo para encontrar lo que busco.
—¿Qué hacéis ahí? ¿Por qué habéis cerrado la puerta?
—¿No se puede cerrar? —replica Morales.
—No, Vicky dijo que lleva un tiempo rota. No se puede abrir desde dentro, solo desde fuera. Se atasca.
Mierda. Estoy acabada, ya puedo dar por perdida mi amistad con Vicky, ¡mis bragas no aparecen por ningún sitio! Al menos me consuela el hecho de que no estén a la vista. Tengo que volver aquí dentro de un rato.
—No lo sabíamos.
—¿Tampoco hay luz?
—No, se conoce que se ha fundido. ¿Carla?
Desisto en mi fugaz inspección antes de que me maree de dar tantas vueltas. Por suerte, cuando acabo, localizo un pequeño envoltorio blanco de papel sobre una balda y lo capturo en silencio como un ninja.
Morales y yo salimos al pasillo, pero me detengo al ver las caras de nuestro par de salvadores. Miran a mi acompañante fijamente y está claro que se están conteniendo para no carcajearse.
Yo también lo miro y cuando descubro el motivo de su diversión, me estampo una mano en la frente.
—¿Qué pasa?
—Tienes toda la cara llena de pintalabios —farfullo pasando a su lado de camino a la cocina.
No hay forma de echar un polvo en esta maldita casa sin que nadie se entere. ¿Por qué todo el mundo es tan silencioso o tan discreto?
—¿Qué? Tenéis envidia, ¿eh? Ya os gustaría encontraros en un cuarto oscuro con un monumento de mujer como ese.
Me paro en seco en la puerta de la cocina. Se me corta la respiración y creo que se me ilumina la cara, aunque todo rastro de alborozo adolescente da paso al rubor y a la exasperación cuando descubro que mis dos amigas también lo han oído. Estas no se ríen, solo están boquiabiertas.
—¿Qué pasa? ¿Qué queréis que haga si os llevo llamando media hora y por allí no aparece nadie?
«Ah, Vicky, por cierto, cuando encuentres mis bragas me las envías por mensajero, gracias».