ATILA
EL AZOTE DE DIOS

Los hunos han pasado a la historia como uno de los pueblos más temidos y odiados. Su aparición en Europa en el siglo IV, tras una larga migración desde los territorios natales asiáticos, desató de forma indirecta la gran avalancha bárbara sobre el Imperio romano. Su máxima figura fue, sin duda, Atila, quien, gracias a sus crueles correrías, consiguió para sí una leyenda negra propia del infierno.

Nació en 395 en la gran Panonia rumana. Miembro por sangre de la aristocracia de los hunos, pronto recibió la educación propia de su clase y aprendió griego y latín de los prisioneros capturados por la tribu. A los trece años fue enviado a Roma como rehén amistoso; allí vivió la invasión y saqueo de la Ciudad Eterna a cargo de Alarico y sus visigodos. Con diecisiete años era un espléndido mozalbete culto e instruido en el arte de la guerra. Su corta estatura no suponía ningún obstáculo a la hora de domar y montar caballos. Los hunos no concebían una vida feliz sin su caballo y de ellos se contaba que podían dormir, comer, pactar y hacer el amor a lomos del equino.

Nuestro personaje era de cuello ancho, bien musculado y con una larga y enrevesada melena. Asimismo, vestía, como la mayoría de su gente, pieles de rata. También hay que decir que se llevaban muy mal con eso que ahora llamamos higiene corporal, pues, no en vano, jamás se ha sabido si sus víctimas huían por el horror que sentían ante su presencia o por el hedor que desprendían sus cuerpos.

La leyenda negra cristiana contaba que Atila era hijo de una bruja y un demonio del infierno y que su presencia en la Tierra no era más que el azote de Dios hacia los hombres pecadores. Estas historias no desagradaban al ya jefe Atila —más bien lo contrario—, por la gran ayuda propagandística que le daba en cualquier acción militar.

Su máximo esplendor se produjo cuando a finales de 439 se proclamó emperador de todas las tribus hunas. Hasta esa fecha estos nómadas salvajes habían deambulado a su antojo sin gobierno alguno y ahora la temerosa Roma les pagaba tributo a fin de evitar sus demoledores ataques. Atila, en ese tiempo, recibió el tratamiento de

magister militum
, es decir, cobraba tanto o más que el mejor general de Roma y, como es natural, eso le incitaba a pensar que ya no era un simple jefe bárbaro, sino algo más.

En el año 451 Atila concibió el firme propósito de aniquilar Roma. A tal fin reunió quinientos mil guerreros de todas las procedencias y vasallajes y con ellos se lanzó a la rapiña de las Galias. Esa inmensa mole bélica provocó el nacimiento de muchas leyendas, la más famosa decía que tras el paso del caballo de Atila nunca más volvía a crecer la hierba, y debió ser cierto, ya que sólo imaginar que tras él iban otros quinientos mil guerreros, ni la hierba ni cualquier brote, por pequeño que fuera. Durante meses devastaron la perla de Roma; de ese modo llegaron a París, donde la providencial intervención de santa Genoveva impidió la destrucción total de la ciudad. Finalmente, los romanos, junto a sus ocasionales aliados los visigodos, les hicieron frente cerca deTroyes, en los Campos Cataláunicos o Mauríacos. En' ese lugar, el general romano Aecio, con una maniobra brillante, obligó a los hunos a desmontar para combatir, lo que les privó de su mejor arma, y les infligió una derrota estrepitosa que dejó más de ciento sesenta mil muertos sobre el campo de batalla. El propio Atila, viéndose perdido, ordenó levantar una pira en la que estuvo a punto de quemarse. No lo hizo porque, incomprensiblemente, los romanos le dejaron escapar, lo que le permitió llegar hasta la península italiana a sangre y fuego. Fueron muchos los que huyeron del avance huno internándose en las inaccesibles zonas pantanosas de la península italiana, donde bajo el amparo de la bruma crearon una pequeña ciudad que hoy conocemos con el nombre deVenecia.

En el año 452 Atila se plantó ante Roma. La superstición y la promesa de grandes rentas hizo que el gran guerrero desestimara la toma de la capital, aceptando el acuerdo propuesto por el papa León I. Aseguran las crónicas que el nombre animalesco del pontífice no gustó nada al viejo nómada y le infundió el recelo necesario para retroceder hacia sus territorios, en los que empezó a planear la toma definitiva del Imperio romano.

Para celebrar el acontecimiento decidió casarse con una joven princesa de diecisiete años, capturada a los bactrianos, cuyo nombre era Ildico. La muchacha, de belleza sobresaliente, cautivó el corazón de aquel curtido hombre. El 15 de marzo se celebró el matrimonio, pero en la noche de bodas, cuando Atila se disponía a consumar la unión, la enfermedad inundó su cuerpo. Un manantial de líquido rojizo comenzó a brotar por nariz y boca, hasta conseguir que el primer y único emperador de los hunos muriera ahogado por su propia sangre. Atila, según la tradición, fue enterrado con tres ataúdes forjados en hierro, plata y oro, que ocultaron para siempre el sueño de los hunos. Como otros grandes de la antigüedad, el misterio de su tumba sigue hoy presente. Al fallecer, su imperio se disolvió sin dejar rastro, como si hubiese sido engullido por el infierno del que, según los cristianos, salieron aquellos demonios para poner fin al mundo conocido.