CATALINA DE LANCASTER
LA PRIMERA PRINCESA DE ASTURIAS
Letizia Ortiz Rocasolano será la depositarla de una tradición que dura más de seiscientos años, para orgullo de los linajes regios hispanos. El artífice de ese solemne acontecimiento fue Juan I de Castilla, quien, en 1388, tuvo el acierto de instituir el título de Príncipe de Asturias, otorgándoselo a su hijo don Enrique y a la esposa de éste, doña Catalina de Lancaster.
Nuestra historia comienza en 1350. Nos encontramos en el campamento castellano que asedia la ciudad de Gibraltar, a la sazón en posesión musulmana. En las filas cristianas se desata el miedo al comprobarse cómo la peste negra causa más bajas que los mahometanos: uno de los afectados es el rey Alfonso XI, el Justiciero, que muere víctima de ese mal tan extendi-do por Europa. El óbito real dejó un heredero legítimo, el infante don Pedro, y numerosos aspirantes naturales fruto de la unión del monarca con su amante oficial doña Leonor de Guzmán. No obstante, Pedro I el Cruel fue elegido rey y gobernó con mano férrea hasta 1369; en esos años disfrutó de diversos amoríos y sufrió la amargura de una boda no deseada. Su principal pasión fue una joven de cuerpo menudo y locuacidad e inteligencia brillantes: se llamaba María de Padilla y con ella mantuvo un amor sincero y leal hasta su muerte. Dicen que doña María fue reina de hecho sin serlo de derecho. Desde luego, esta mujer, proveniente de una clase media baja de la aristocracia, fue la auténtica consejera en asuntos de dificultad extrema, la que supo aplacar en todo momento las iras de un rey acosado por mil enemigos, el refugio oportuno para sus noches desasosegadas, la única confesora de los secretos castellanos. Fueron diez años de relación intensa, vivida, principalmente, en la ciudad de Sevilla, donde doña María falleció por enfermedad en 1361, el mismo año en el que lo hizo doña Blanca, esposa legítima del rey.
Pedro I, en un arrebato de dolor, proclamó que se había casado en secreto con doña María meses antes de hacerlo obligado con doña Blanca y que, por tanto, los cuatro hijos habidos de la relación con su amante debían ser legitimados en su aspiración al trono;
nadie en la Corte osó contravenir el deseo del monarca y, en consecuencia, estos supuestos descendientes bastardos fueron reconocidos.
Por diversos avatares, el camino al trono quedó franco para doña Constanza, tercera hija de don Pedro y doña María.
Sin embargo, existían otros pretendientes al cetro castellano, el principal de ellos don Enrique de Tras-támara, hijo natural de Alfonso XI, que se enfrentó a su hermanastro en una contienda civil que alcanzó tintes internacionales con la participación de algunas casas europeas, como la británica Lancaster.
El 23 de marzo de 1369 Pedro I era asesinado en Montiel por don Enrique, proclamado ese mismo año Enrique II, llamado «el de las Mercedes» debido a las suculentas dádivas y prebendas que repartía. Con este regicidio, la dinastía de losTrastámara ocupaba el poder, relegando a doña Constanza, legítima heredera de su padre Pedro I.
La joven se casó con donjuán de Gante, duque de Lancaster e hijo del rey británico Eduardo III; como es natural, el inglés apoyó a su esposa en la reclamación de sus derechos al trono de Castilla y León, reivindicación que encontró amplio eco en buena parte de la aristocracia hispana.
En 1379 falleció Enrique II, cediendo el testigo real a su hijo Juan I. Sin embargo, las disputas entre ambas facciones, lejos de amainar, se incrementaron y provocaron el dibujo de un horizonte sombrío sobre el futuro del reino. A fin de evitar una guerra más que probable, Juan I ideó una estrategia definitiva que reconciliara a los dos bandos en litigio. Con tal motivo, se propuso un matrimonio entre don Enrique, primogénito de Juan I, y Catalina, primogénita de doña Constanza y el duque de Lancaster. El acuerdo fue aceptado, a pesar de la escasa edad de los contrayentes (el Trastámara tenía diez años, cuatro menos que su prometida) .
El 17 de noviembre de 1388 se celebró una fastuosa ceremonia en la catedral de Palencia. El sellado de aquel acontecimiento originó que los duques de Lancaster renunciaran a sus derechos dinásticos en favor de los herederos obtenidos del matrimonio entre su hija y el futuro Enrique III, mientras que Juan I aseguraba así su linaje y la paz del reino. Para mayor solemnidad del acto, se otorgó y juró a los nuevos cónyuges el título de Príncipes de Asturias, a semejanza de lo establecido por otras casas europeas como la inglesa, creadora del Principado de Gales. De esta manera, Asturias se convertía en tierra de reyes y quedaba libre de ser incluida en ninguna dote matrimonial posterior.
La flamante princesa Catalina había nacido en Bayona en 1373, las crónicas de la época la describían como mujer hermosa, alta, de buen talle y gallarda, de magnífico talante, honesta y liberal. Un dechado de virtudes que terminaron por enamorar al enfermizo Enrique III, de sobrenombre «el Doliente», por su innegable fragilidad física.
Los príncipes recibieron la noticia sobre la muerte del rey Juan I mientras se encontraban en Madrid el 9 de octubre de 1390, y fueron proclamados reyes en esta misma ciudad. El rey, en contra de lo que se pudiera pensar, realizó actuaciones enérgicas e inteligentes, acaso instigadas por su esposa; valga como ejemplo el envío de embajadas a los inmensos territorios asiáticos del poderoso Tamerlán, expediciones contra Tetúan y la conquista de Canarias, hechos que, sumados a la creación de corregidores en la Península, consiguieron hacer de su reinado un periodo luminoso de agradable recuerdo. En todas estas decisiones encontró el asesoramien-to de Catalina, y la dicha de la pareja se completó con el nacimiento de sus tres hijos. La felicidad llegó a su cumbre en marzo de 1405, cuando vino al mundo un heredero varón al que llamaron Juan, futuro Juan II de Castilla y padre de Isabel la Católica.
Enrique III falleció en 1406, dejando a su viuda desolada y en manos de algunos personajes que confundieron su voluntad. En efecto, Catalina, ya regente de su pequeño hijo, recibió la mala influencia de algunas asesoras a las que consideraba fieles amigas: fueron los casos de Leonor López de Córdoba o Inés de Torres, mujeres a las que se acusó de mandar por encima de la propia reina madre. En todo caso, doña Catalina se encargó de despacharlas rumbo al exilio, lo que no la privó de un inquietante estado de melancolía, posible causante de su abandono a los placeres de la comida y, sobre todo, la bebida; su cuerpo, otrora ágil y turgente, se tornó excesivamente grueso y de torpes movimientos.
El hermano de su marido, el infante don Fernando, asumió junto a ella la tutoría y protección del pequeño príncipe Juan. En esos años el comportamiento de la regente desataba toda suerte de críticas entre los desleales y la situación comenzó a ser más que comprometida; aun así, tuvo fuerzas para seguir gobernando con acierto mientras defendía los intereses de su hijo.
Catalina de Lancaster falleció el 1 de junio de 1418, a los cuarenta y cuatro años de edad: fue enterrada junto a su esposo en el panteón real de Toledo. Fue una mujer amada por su pueblo y exageradamente vilipendiada por detractores que, en muchos casos, sólo pudieron acusarla por su condición femenina.