ROBERT LOUIS
STEVENSON
EL CONTADOR DE HISTORIAS
Luchador ante la tuberculosa adversidad, viajero por vocación y supervivencia, bohemio en el siglo oportuno, liberal aburguesado y, ante todo, un maravilloso narrador de aventuras, Robert Louis Bal-four Stevenson nació un gélido 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo (Escocia). Desde la adolescencia dio muestras de su capacidad innata para trasladar al papel toda su fuente de inspiración imaginativa. Con apenas dieciséis años publicó su primera obra, de tan sólo veintidós páginas, bajo el título
En estos años mozos nuestro protagonista tuvo que asumir con resignación el diagnóstico de una virulenta tuberculosis que se agravó con el pésimo clima húmedo de su tierra natal. Con su enfermedad por eterna compañera, Stevenson se vio en la necesidad de viajar en la búsqueda de climatologías benignas. De ese modo, inició una serie de estancias en el continente europeo, y Francia se convirtió en su segunda residencia. El escritor deambuló por tierras galas, visitando pueblos pintorescos, montañas de difícil acceso, ríos navegables... Todas estas experiencias fueron apareciendo en sus primeros ensayos sobre viajes, obras en las que el escocés adquirió notable maestría y un oficio que luego le sirvió para afrontar el reto de confeccionar brillantes novelas de aventuras, así como poesías cargadas de emoción y sentimiento. En uno de estos periplos conoció a la estadounidense Fanny Osbourne, el gran amor de su vida. La relación presentaba algunos inconvenientes porque ella estaba separada de su marido, a la espera del divorcio, tenía dos hijos y era diez años mayor que él. Con todo, la fascinación que ambos sintieron nada más conocerse despejó cualquier duda y, en 1879, contraviniendo órdenes paternas, Stevenson se embarcó rumbo a California en busca de su amada. El viaje estuvo a punto de acabar en tragedia, dado que el escocés, sin medios económicos y con los pulmones casi reventados, llegó a los Estados Unidos transformado en un mísero mendigo. Sin dinero y enfermo, consiguió por fin localizar a Fanny, quien, ya divorciada, le cuidó con esmero hasta su recuperación. En marzo de 1880 se celebró el matrimonio: Robert congenió a la perfección con sus hijastros; en especial, con Lloyd, el mayor de la prole, un jovencito con talento que pretendía ser escritor y seguir los pasos de su nuevo padre. La relación fructificó en varias obras que escribieron en conjunto, aunque lo más destacado de esta original colaboración fue la idea que el muchacho sugirió al autor en agosto de 1881, cuando la familia se acababa de instalar en Escocia. Una tarde el chico se quedó mirando fijamente a su padrastro y, tras unos segundos de silencio, le preguntó si era posible que escribiera una buena novela para él. El escritor, algo confuso por la petición, le respondió con una pregunta: «¿Qué entiendes por una buena novela?» Lloyd, sonriendo, exclamó: «Un libro que tenga un poco de todo: emoción, aventuras fantásticas, soldados, piratas, barcos, un chico como yo y, lo más importante, nada de mujeres.» Stevenson tomó buena nota y al día siguiente se puso a escribir un folletín que en principio llevó por título
En 1885 la enfermedad le atacó con demasiada dureza y sufrió un tremendo agotamiento físico y mental. Precisamente, en medio de una noche colmada de horribles pesadillas, brotó en su mente la perversidad de un tal míster Hyde, ser antagónico del noble doctor Jekyll, hombre entusiasta de la ciencia y dispuesto a experimentar consigo mismo un brebaje magistral que a la postre será su perdición. Desde luego, el reto que Jekyll y Hyde propusieron a su creador era muy exigente, pero Stevenson lo asumió y escribió con vertiginoso delirio un relato de sesenta mil palabras que asombraría al mundo. Una vez más, el éxito acompañó al novelista y se vendieron doscientos cincuenta mil ejemplares en las primeras semanas.
En 1889 se publicó
Stevenson hasta el fatídico 3 de diciembre de 1894, fecha en la que la tuberculosis se llevó para siempre la vida del afamado escritor. Cuentan que en sus últimas horas el cansado novelista dijo con una sonrisa: «Viví alegre y alegremente muero.» Pero quizá los que mejor supieron captar el espíritu verdadero de Stevenson fueron los samoanos, los cuales, a modo de homenaje, escribieron este epitafio en su lápida: «Aquí está enterrado Tusitala, “el contador de historias”.»