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Una carroza de cristal

Unas semanas después del episodio del Old Vic, cuando el curso de taquigrafía estaba oficialmente a punto de terminar, llegué a casa una tarde y mi madre me enseñó entusiasmada un recado de Stephen, que había telefoneado para invitarme a un baile de mayo en Cambridge. Era una propuesta muy tentadora. En bachillerato habían invitado a una compañera a un baile de mayo y las demás, muertas de envidia, habíamos saboreado cada detalle de una gala digna de un cuento de hadas. Ahora, por increíble que pareciera, me tocaba a mí. Cuando Stephen llamó para confirmar la invitación, acepté encantada. El problema del atuendo se resolvió enseguida, cuando en una tienda de Oxford Street próxima a la academia de taquigrafía encontré un vestido de seda blanco y azul marino que estaba al alcance de mi bolsillo.

Aún faltaban unos meses para los bailes de mayo, que, con la obstinada rebeldía típica de Cambridge, se celebran en junio. Entretanto, tenía que empezar a reponer mis ahorros, agotados con la compra del vestido de noche, para mis viajes por España en verano, de modo que me inscribí en una agencia de empleo temporal de Saint Albans. Mi primer trabajo fue una suplencia de un día y medio —jueves por la tarde y todo el viernes— en la sucursal del Westminster Bank en Hatfield, cuyo director, el señor Abercrombie, hombre paciente y bondadoso, era amigo de mi padre. Primero me mandaron a la centralita pero, como no tenía la menor idea de qué debía hacer, me puse tan nerviosa al ver las luces parpadeantes que empecé a sacar clavijas como una loca mientras intentaba encajar otras en los agujeros vacíos. Lo único que conseguí fue cortar todas las llamadas externas y conectar los teléfonos de personas que estaban sentadas frente a frente. Después de aquella experiencia me habitué poco a poco a desempeñar diversos trabajos temporales conforme la primavera daba paso al verano y la noche del baile de mayo se acercaba.

Cuando Stephen llegó una calurosa tarde de principios de junio para llevarme a Cambridge, me impactó ver que su estado había empeorado desde la noche de la aventura del Old Vic e incluso dudé que tuviera fuerzas para conducir el coche de su padre, un viejo Ford Zephyr enorme. Al parecer, aquella especie de tanque había vadeado ríos en Cachemira cuando la familia —salvo Stephen, que se había quedado a estudiar en Inglaterra— había vivido en India hacía unos años. Me daba miedo que aquel vehículo resollante corriera demasiado para su conductor, una figura delgada, frágil y renqueante que parecía utilizar el volante para alzarse y ver por encima del salpicadero. Presenté a Stephen a mi madre, quien, sin dar muestras de sorpresa ni de alarma, nos dijo adiós con la mano, como si fuera un hada madrina que me enviaba al baile, con el príncipe azul, en una carroza de cristal desbocada.

El viaje fue aterrador. Resultó que Stephen había tomado como modelo de conductor a su padre, quien conducía deprisa y de forma temeraria, adelantando en cuestas y curvas; se sabía que incluso había circulado por una autovía en sentido contrario. Frustrando cualquier intento de conversación, el viento aullaba por las ventanillas bajadas mientras dejábamos atrás los campos y árboles de Hertfordshire y entrábamos en el pelado paisaje de Cambridgeshire. Yo apenas me atrevía a mirar la carretera; en cambio Stephen parecía mirarlo todo salvo la carretera. Probablemente consideraba que podía permitirse vivir al límite porque el destino ya le había asestado un golpe cruel. No obstante, a mí ese pensamiento apenas me servía de consuelo, de modo que me prometí que regresaría a casa en tren. Decididamente, empezaba a dudar de que la experiencia de asistir a un baile de mayo fuera el cuento de hadas que todos decían.

En contra de todas las estadísticas sobre accidentes de tráfico, llegamos sanos y salvos al alojamiento de Stephen, una elegante residencia para graduados construida en los años treinta y rodeada de un umbroso jardín donde los otros juerguistas estaban ocupados con los preparativos de última hora. Cuando me hube cambiado en la habitación de la primera planta que me había asignado la gobernanta, conocí a los compañeros de residencia e investigación de Stephen, cuya actitud hacia él, en apariencia contradictoria, me dejó perpleja. En el plano intelectual le hablaban como a un igual, unas veces con cáustico sarcasmo, otras con aplastante espíritu crítico, siempre con humor. En cambio, en el plano personal lo trataban con una delicadeza que rozaba casi la ternura. Me costaba conciliar aquellos dos polos de conducta. Estaba habituada a que actitud y postura coincidieran, por lo que me desconcertaban aquellas personas que tan pronto se erigían en abogados del diablo y discutían enconadamente con alguien, es decir, con Stephen, como cambiaban de actitud y atendían con afecto las necesidades personales de este, como si sus palabras fueran órdenes. No había aprendido a distinguir entre razón y emoción, entre intelecto y corazón. Con mi inocencia, aún tenía que aprender algunas duras lecciones. Aquella inocencia, en Cambridge, era aburrida y previsible.

Fuimos todos a cenar a un restaurante situado en la primera planta de un edificio que hacía esquina con King’s Parade. Desde mi asiento contemplé los pináculos y chapiteles de King’s College, la capilla y la casa del guarda, que se recortaban oscuros en el dilatado y luminoso panorama de una puesta de sol en Anglia Oriental. Aquello, por sí solo, ya fue mágico. Regresamos a la residencia para dar los retoques de última hora antes de emprender el paseo de diez minutos por los verdes prados de los Backs hasta los viejos patios de Trinity Hall, el college de Stephen. Él insistió en llevar su magnetófono y su colección de cintas para que escucháramos música en la habitación que un amigo había puesto a nuestra disposición por si necesitábamos tomarnos un respiro durante el baile, pero él no podía llevarlos. «Venga ya —rezongó uno de sus amigos con tono benévolo—. Ya veo que tendré que cargar yo con ellos». Y lo hizo.

Relativamente pequeño, modesto y escondido de la vista pública, Trinity Hall se compone de un variopinto grupo de edificios —muy viejos, viejos, victorianos y, últimamente, modernos— que circundan céspedes, macizos de flores y una terraza con vistas al río. Cuando nos dirigíamos al college desde el otro lado del río Cam, nos detuvimos un momento en mitad de un alto puente nuevo que, según me explicó Stephen con tono grave, se había construido hacía poco en recuerdo de un estudiante, Timothy Morgan, que había muerto trágicamente en 1960 justo después de proyectarlo. Desde el puente nos deleitamos con un espectáculo de cuento de hadas; me recordó la misteriosa casa de campo de una de mis novelas francesas favoritas, El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, en la que el héroe, Augustin Meaulnes, se topa con un castillo profusamente iluminado en mitad del campo y, de ser un perplejo observador, pasa a participar en los festejos, la música y los bailes, sin saber nunca qué ocurrirá. En Trinity Hall las bandas de música tocaban al aire libre, el prado que descendía hacia al río estaba decorado con lucecitas titilantes, al igual que la magnífica haya roja del centro, y algunas parejas ya bailaban en una tarima bajo el árbol. En el entoldado de arriba conocí a más amigos de Stephen, y juntos fuimos derechos a buscar nuestra ración de champán, que se sacaba de una bañera, y después al bufet y a los diversos espectáculos: al abarrotado salón, donde en un escenario distante se representaban números de cabaret que no se oían; a una elegante sala con las paredes revestidas de madera, donde un cuarteto de cuerda intentaba competir con una banda jamaicana de percusión que estaba tocando fuera, y a un rincón de la biblioteca vieja, donde se servían castañas recién asadas en un brasero. Nuestros compañeros se habían alejado y nos habían dejado sentados en la terraza junto al río, viendo cómo bailaba la gente al ritmo hipnótico de la banda de percusión.

—Siento no bailar —se disculpó Stephen.

—Tranquilo; no me importa —mentí.

No obstante, la posibilidad de bailar no estaba totalmente descartada, porque más tarde, después de otro bufet y más champán, descubrimos una banda de jazz escondida en un sótano. La sala estaba a oscuras, aparte de unas extrañas luces azuladas. No se veía a los hombres, salvo los puños y la pechera de la camisa, que brillaban con un intenso resplandor morado, mientras que las chicas eran prácticamente invisibles. Yo estaba fascinada. Stephen me explicó que las luces captaban el elemento fluorescente que contenían los detergentes en polvo, razón por la cual destacaban tanto las camisas de los hombres, pero que, como los vestidos nuevos de las chicas no se habían contaminado con Tide, Daz ni ningún otro jabón, no adquirían esa luminosidad fantasmagórica. En la oscuridad de la sala subterránea, convencí a Stephen de que saliera a la pista. Nos mecimos suavemente, riéndonos de los dibujos danzarines de aquella luz morada, hasta que, para nuestra gran desilusión, la banda recogió los bártulos y se fue.

De madrugada, como era tradición, los otros colleges que habían organizado bailes de mayo abrieron las puertas a todo el mundo. Mientras amanecía, caminamos tambaleándonos por Trinity Street hasta Trinity College, donde, en unas espaciosas habitaciones, la novia extremadamente bien organizada y madura de algún universitario preparaba el desayuno, pero yo me hundí en un sillón y me quedé dormida. Algún alma caritativa debió de llevarme sonámbula a la pensión de Adams Road, donde dormí a pierna suelta hasta media mañana.

El programa del día para las parejas del baile de mayo se había planificado con la eficiencia de una agencia de viajes moderna, con la salvedad de que era mucho más estimulante. Además de cursar el doctorado en química, Nick Hughes y Tom Wesley, amigos de Stephen, participaban como editores en la redacción de una guía de los edificios construidos en Cambridge durante la posguerra, Cambridge New Architecture, que se publicaría en 1964. Stephen compartía su interés y colaboraba en el proyecto como asesor a tiempo parcial. Así pues, los tres estaban impacientes por enseñar los objetos de sus deliberaciones a cuantos se mostraran interesados. Pese a la mirada escéptica que estos edificios reciben hoy en día, en los años sesenta despertaron gran entusiasmo, el entusiasmo arrasador del desarrollo urbanístico de la posguerra, indiferente a las viviendas antiguas, los prados o los árboles que podían frenar la nueva oleada de calles, edificios y complejos universitarios. La protección del patrimonio no era todavía un tema de interés general.

Después de comer dimos un paseo en batea todos juntos y entonces surgió el interrogante del viaje de regreso. «Creo que será mejor que vuelva en tren», le comenté a Stephen con cierta vacilación, pero él dijo que ni hablar. Como no quería ofenderlo, me senté de nuevo en el asiento delantero del temido Zephyr. El trayecto de regreso fue tan aterrador como la ida y, cuando llegamos a Saint Albans, decidí que, por mucho que agradeciera el baile de mayo, no estaba dispuesta a someterme nunca más a aquel suplicio. Mi madre se encontraba en el jardín delantero cuando paramos delante del portón. Me despedí de Stephen con un lacónico «Gracias y adiós» y, sin volver la vista atrás, entré en casa. Mi madre me siguió y me echó una buena reprimenda. «No irás a despachar a ese pobre joven sin ofrecerle siquiera una taza de té, ¿no?», dijo, sorprendida por mi indiferencia. Al oír sus palabras me remordió la conciencia. Salí corriendo para intentar alcanzarlo. El coche continuaba aparcado delante del portón y Stephen trataba de ponerlo en marcha. El Zephyr empezó a bajar despacio por la empinada cuesta porque Stephen había quitado el freno de mano antes de arrancar el motor. Volvió a echarlo de inmediato y entró con presteza a tomarse el té. Se sentó conmigo al sol junto al portón del jardín y, mientras relatábamos a mi madre los acontecimientos del baile, se mostró atento y encantador. Concluí que me gustaba mucho y que podía perdonar su locura al volante siempre que no tuviera que sufrirla con demasiada frecuencia.