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De buena fe
Ahora que mis problemas inmediatos se habían solucionado de un plumazo, estaba segura de que en el último curso lograría licenciarme en Londres desplazándome cada semana desde Cambridge, sobre todo porque las últimas investigaciones sociológicas indicaban que los universitarios casados obtenían por lo general mejores resultados que los frustrados estudiantes solteros. Mi padre tuvo la generosidad de seguir pasándome la asignación para ayudarme a pagar los billetes de tren, pero en Stephen recaía la responsabilidad de tener un empleo y unos ingresos con los que mantenernos. Ahora se tomaba en serio la investigación, consciente de que debía tener algún trabajo de envergadura documentado, si no publicado, para solicitar un puesto de investigador universitario. A tal fin, empezó a ampliar las ideas que tanto revuelo habían causado en la conferencia que Hoyle pronunció en la Royal Society. También descubrió, como compensación a sus esfuerzos, que disfrutaba con su trabajo.
Por consiguiente, cuando una fría mañana de febrero de 1965 me recibió en sus habitaciones, situadas ahora, por comodidad, en el edificio principal de Trinity Hall, mostraba algo más que la alegre expectación del joven prometido que espera la llegada de su amada. Su semblante de horrorizada consternación al verme entrar en su cuarto con el brazo izquierdo escayolado bajo el abrigo frustró mis esperanzas de obtener siquiera una mínima muestra de compasión. Yo no deseaba otra cosa, porque las circunstancias en que se había producido la fractura eran demasiado vergonzosas para explicarlas por teléfono.
Lo cierto era que los bailes de Westfield se habían animado considerablemente con la llegada, el año anterior, de alumnos varones a la universidad y la elección de un comité de actividades más dinámico en el centro estudiantil. Ahora contábamos con auténticas bandas que tocaban música de los sesenta, Beatles y twist, que a mí me encantaba. En una fiesta de mediados de semana me había entregado a una inocente ronda de twist con el novio de otra chica. El suelo estaba tan pulido que mis tacones altos se escurrieron en la resbaladiza superficie y caí pesadamente sobre la mano izquierda extendida. El agudo dolor indicó con claridad que de nuevo me había roto la muñeca, esta vez bailando twist en lugar de patinando sobre hielo.
Todavía bastante maltrecha por la mala experiencia, al principio no supe a qué se debía la expresión de horror en el rostro de Stephen, hasta que señaló la máquina de escribir prestada y la pila de papel blanquísimo dispuesta con esmero sobre la mesa. Apenado, me explicó que había contado con que yo le mecanografiara la solicitud de un puesto de investigador en el Gonville & Caius College, de la Universidad de Cambridge, que tenía que entregarse a principios de la semana siguiente. Sintiéndome culpable por mi afición al twist, me puse a trabajar con la voluntad de escribir la solicitud a mano, ya que tenía ilesa la derecha. El ejercicio me llevó todo el fin de semana.
Era impensable que me quedara a dormir en las habitaciones de Stephen. En más de una ocasión, según él, el ojo de lince de Sam, el hosco responsable de los dormitorios y guardián de la moralidad del college en la escalera Q, debía de haber reparado en un fular o un cárdigan míos dejados con descuido en el respaldo de una silla del estudio de Stephen. Olfateando el olor del escándalo y de una presa cautiva —ya que no era amigo de las visitas de jovencitas—, Sam solía asomar la cabeza por la puerta del cuarto de Stephen a primera hora de la mañana, con la esperanza de pillarme apretujada ilícitamente en la estrecha cama individual. Pero sus expectativas de un jugoso escándalo del que informar a las autoridades del college se veían frustradas una y otra vez, porque muchos de los mejores amigos de Stephen me ofrecían hospitalidad los fines de semana. Un buen número de esos amigos ya tenían casa y coche y estaban en camino de tener descendencia, lo que para nuestra generación constituía el curso natural de los acontecimientos. La nuestra fue la última generación cuyos principales objetivos estaban bastante claros: los ideales de un amor romántico, una boda, una casa y una familia. La diferencia en el caso de Stephen y yo estribaba en que nosotros sabíamos que disponíamos de un breve espacio de tiempo para alcanzar dichos objetivos.
Contra todo pronóstico, la solicitud del puesto de investigador se entregó a tiempo y Stephen esperó a que lo llamaran para una entrevista. Sin embargo, las cosas no serían tan sencillas. Aprovechando la fama que le había granjeado su escandalosa intervención en la conferencia de Hoyle, había hablado con el profesor Hermann Bondi al final de uno de los seminarios quincenales que este dirigía habitualmente en el King’s College de Londres. Le había preguntado si estaría dispuesto a dar referencias suyas para la solicitud del puesto universitario. Dado que Hermann Bondi vivía en Hampshire y era vecino de la tía de Stephen, Loraine, y su marido, Rus, el dentista de Harley Street, no parecía necesaria una carta formal. No obstante, unas semanas después Stephen recibió un consternado mensaje del Gonville & Caius College: en respuesta a la petición de referencias sobre Stephen Hawking, el profesor Bondi había negado conocer a ningún candidato de dicho nombre. Dadas las circunstancias y el carácter informal del contacto que Stephen había establecido con él, quizá era comprensible que lo hubiera olvidado. La situación se subsanó mediante una serie de precipitadas llamadas telefónicas y se convocó a Stephen a una entrevista, donde tuvo ocasión de impresionar a los miembros del comité con sus dotes para la argumentación intelectual, tanto más cuanto que ninguno de ellos era cosmólogo, por más ilustres que fueran en otras disciplinas.
Para nosotros, la aparición del nombre de Stephen en la lista de puestos concedidos fue un motivo de jubilosa celebración. Todo estaba saliendo como habíamos esperado y podíamos fijar la fecha de la boda, según lo previsto, para mediados de julio. Sin pensar en el lúgubre pronóstico médico y extasiados en la dicha del amor y la promesa de éxito, pasamos aquel verano entre nuevas celebraciones, con solo un conjunto de pequeñas nubes molestas en el horizonte, como mis exámenes finales, la cuestión del alojamiento y el mal, hasta entonces desconocido, del impuesto sobre la renta.
Para nuestra indignación, un viento anormalmente frío de realidad hostil puso una de esas pequeñas nubes en nuestro camino con excesiva rapidez y entibió por un tiempo nuestra alegría. Eufórico por la obtención del puesto de investigador, Stephen —dentro de lo que nosotros, jóvenes impacientes, consideramos un período razonable: unos quince días— fue a ver al tesorero de Gonville & Caius. Este informó con frialdad al recién designado miembro investigador de que, dado que no se incorporaría a su puesto hasta el siguiente mes de octubre, resultaba de lo más presuntuoso que acudiera a consultarle seis meses antes. En cuanto a la cuestión planteada por Stephen, un asunto prioritario en nuestra mente, desde luego no estaba dispuesto a decirle qué sueldo ganaría. Y, por si había alguna duda, afirmó categóricamente que, además, la universidad no consideraba que fuera su deber proporcionar alojamiento a los investigadores. Dolidos por el despótico trato, no nos quedó más que conjeturar cuáles serían los ingresos de Stephen y encontrar un sitio donde vivir. Dado que en Cambridge había muchos investigadores casados, dimos por supuesto que de algún modo lograban apañárselas. En cuanto al alojamiento, nos gustó bastante el aspecto de unos pisos nuevos que se estaban construyendo cerca de la plaza del mercado y nos inscribimos en la inmobiliaria para solicitar uno.
Nos sentíamos tan seguros de nosotros mismos, y tan impacientes por iniciar nuestro futuro, que no permitimos que los problemas de carácter práctico nos incomodaran durante mucho tiempo. Desde luego, no íbamos a dejar que la mezquina burocracia frustrara nuestros grandes proyectos y socavara nuestras convicciones. Arremeter contra esos molinos de viento burocráticos se convirtió rápidamente en nuestra versión personal de la rebelión de los sesenta. Sin embargo, nuestra principal batalla era contra las fuerzas del destino. En esta elevada empresa, podíamos permitirnos el lujo de burlarnos de los pequeños escollos que ponían en nuestro camino tesoreros universitarios demasiado rigurosos.
Cuando se lucha contra el destino, solo las grandes cuestiones —la vida, la supervivencia y la muerte— tienen verdadera importancia. Hasta ese momento las fuerzas del destino parecían estar inactivas o bien de nuestro lado, ya que, pese a los obstáculos, nuestro futuro previsible en la atmósfera de la guerra fría de mediados de los sesenta empezaba a parecer tan seguro como el de cualquiera. Para Stephen, la perspectiva del matrimonio significaba que tenía que ponerse a trabajar y demostrar su valía en el ámbito de la física. Con mi simplicidad, yo creía que la fe también contribuía a determinar nuestro camino. En cierto sentido, ambos compartíamos una fe, una fe existencial, en el rumbo que habíamos elegido, pero yo, alentada por mi madre y mis amigos, buscaba una fe en una influencia superior —tal vez Dios— que parecía responder a mi necesidad de ayuda fortaleciendo mi coraje y determinación. Por otra parte, aunque sabía bien que los Hawking, pese a sus orígenes metodistas, se declaraban agnósticos, si no ateos, me desagradaba su tendencia a mofarse de los asuntos religiosos. Stephen y yo pasamos nuestras primeras navidades juntos solo dos meses después de nuestro compromiso. Asistió al oficio religioso matutino con mi familia, lo que provocó expresiones de asombro y comentarios maliciosos cuando regresamos al número al 14 de Hillside Road.
—¿Te sientes más santo ahora? —le susurró Philippa con un tono cargado de sarcasmo, en el que percibí cierto matiz de inexplicable hostilidad hacia mí.
Él se limitó a sonreír mientras su madre comentaba:
—Desde luego debería ser más santo que tú, porque ahora está bajo la influencia de una buena mujer.
Aquel cinismo era muy distinto del regocijo del que yo participaba sin reservas cuando analizábamos las diversas formas de la ceremonia nupcial. Me horrorizó descubrir que, según se especificaba en el Libro de Oración Común de 1662, se esperaba que me convirtiera en «seguidora de matronas piadosas y discretas». Así pues, opté por la versión de 1928, donde aquella fea frase no aparecía.
El éxito tiene la virtud de engendrar más éxito, y pronto habría nuevos motivos de celebración. Habíamos pasado otro sábado en las habitaciones de Stephen redactando otra solicitud, esta vez para concurrir a un premio, el Gravity, creado por un caballero estadounidense que, en su sabiduría, creía que el descubrimiento de la antigravedad curaría la gota que padecía. Es improbable que los ensayos enviados llegaran a aliviar el sufrimiento del pobre hombre, pero sus generosos premios sí proporcionaron un gran alivio económico a más de un joven físico en apuros. En el transcurso de los años, Stephen iría ganando toda la gama de Premios Gravity, para culminar en el primer premio en 1971. Aunque, con gran disgusto nuestro, la primera solicitud de Stephen no llegó a tiempo para la recogida del correo aquel sábado de 1965, sus esfuerzos se verían recompensados con cierto éxito en el momento oportuno: unas semanas después, me pidieron que bajara urgentemente de la buhardilla de Hampstead para atender una llamada de Stephen. Me telefoneaba desde Cambridge —por cuatro peniques, como de costumbre— para decirme que le habían concedido una mención honorífica, dotada con cien libras, en la competición de los Gravity. Eufórica, bailé por toda la cocina de la señora Dunham. Las cien libras de Stephen —sumadas a las doscientas cincuenta que mi padre había acumulado para mí en la caja de ahorros y prometido darme en mi veintiún cumpleaños— nos permitirían saldar el descubierto de Stephen y comprar un coche. Aquel mismo verano, justo antes de la boda, Rob Donovan, un íntimo amigo de Stephen del Trinity Hall, negoció en nuestro nombre un acuerdo muy favorable con su padre, que se dedicaba a la compraventa de automóviles en Cheshire. Teníamos que elegir entre dos vehículos: uno, un reluciente Rolls-Royce rojo descapotable de 1924, resultaba tentador pero muy poco práctico y estaba por encima de nuestras posibilidades; en el otro extremo de la escala se hallaba un Mini de oferta, también rojo. Stephen tuvo que admitir a regañadientes que el Mini se adaptaba mejor a nuestro bolsillo y nuestras necesidades, sobre todo porque una de aquellas pequeñas nubes que asomaban en mi horizonte llevaba el siniestro rótulo de «examen de conducir».
Como mis anteriores tentativas habían terminado en fracaso, supuse que presentándome al siguiente examen en un Rolls de 1924 no me ganaría el favor del malhumorado y desabrido examinador que en nuestro último encuentro había vuelto a suspenderme. Llevándose la mano al corazón, había comentado que yo no conducía como una principiante, sino como una conductora curtida: mi despreocupación resultaba alarmante y me acercaba demasiado al límite de velocidad. Debería haber agradecido que, dadas mis recientes experiencias, no excediera el límite de velocidad, adelantara en las curvas o los cambios de rasante ni entrara en las autovías en dirección contraria. Curiosamente, habida cuenta de sus conocidas técnicas de conducción, Stephen todavía tenía un carnet de conducir en vigor pese a que ya no podía conducir, de modo que en mi opinión yo actuaba conforme a la ley al conducir con una licencia provisional cuando él estaba sentado a mi lado. Por fin aprobé el temido examen en el otoño de 1965, tal vez porque al parecer mi bestia negra, el examinador jefe, estaba hospitalizado.
Todos aquellos éxitos y celebraciones de los primeros meses de 1965 señalaban de forma clara nuestro camino futuro, con el resultado de que mis preocupaciones se centraron con mayor intensidad en Cambridge y la boda. Era inevitable que poco a poco me distanciara de mis amigos y coetáneos, tanto de mis compañeros de estudios en Westfield como de mis viejas amistades de baile y de tenis en Saint Albans. La última vez que vi a muchos de ellos fue cuando trabajamos juntos en la oficina de clasificación de correos antes de las navidades de 1964, o bien en la fiesta de mi vigesimoprimer cumpleaños, que los padres de Stephen aceptaron amablemente que celebráramos en su amplia y laberíntica vivienda, mucho más espaciosa que la casa adosada de mis padres.
El regalo de Stephen, unas grabaciones de los últimos cuartetos de Beethoven, solo podía interpretarse como la expresión definitiva de la profundidad de nuestros sentimientos mutuos. Por suerte, ese cumpleaños fue muy distinto al del año anterior, en el que Stephen me había regalado un disco de las obras completas de Webern y luego me había llevado a ver un drama sobre el uso de la silla eléctrica en Estados Unidos. Aquella tarde toda mi familia, incluida la abuela, se había sentado, en un silencioso círculo, en el salón a escuchar la obra entera de Webern. Stephen estaba muy solemne en una butaca, mientras papá hundía la cabeza en un libro, mamá hacía punto y la abuela dormitaba. Con gran aplomo, mi familia se mostró impasible ante los variados estruendos atonales, las largas pausas ilógicas y las chirriantes disonancias de la música.
En 1965, en cambio, la fiesta de mi vigesimoprimer cumpleaños transcurrió de maravilla en el aire cálido de la primavera bajo las luces de colores de la terraza. Fue tan mágica como un cuento de hadas, pero, como todos los cuentos de hadas, ocultaba un elemento manifiestamente hostil. De nuevo volví a percibir una chispa de resentimiento mal disimulado en la actitud de Philippa hacia mí y no acertaba a entender a qué se debía. ¿Era porque me habían permitido, solo durante una tarde, apoderarme de su casa para mi fiesta? ¿O porque me consideraba intelectualmente inferior, además de «femenina», un término insultante en el léxico de los Hawking? Era evidente que mi fe le parecía ridícula. «No te lo tomes en serio», me dijo Stephen cuando le confié mis preocupaciones, pero aquella reacción desenfadada no me tranquilizó demasiado.
Mary, la mayor de las dos hermanas, se mostraba más afable conmigo. A Stephen le había costado perdonarle que viniera al mundo apenas dieciocho meses después que él, según decía la madre. Mary, tímida y apacible por naturaleza, se había encontrado en una posición nada envidiable en la familia, entre dos personalidades de inteligencia y determinación excepcionales: Stephen y Philippa. Como autodefensa, se había impuesto un molde intelectual ferozmente competitivo, cuando en realidad su talento era de carácter más creativo y práctico. Con una intensa lealtad a su padre, había estudiado medicina, y era con él con quien se comunicaba con mayor libertad. Aunque mis padres habían oído, de boca de varios amigos de Saint Albans, relatos de primera mano sobre la actitud seca y mordaz de Frank Hawking con su personal del Laboratorio de Investigación Médica de Mill Hill, conmigo se mostraba caballeroso y considerado. Era una lástima que no ofreciera una mejor imagen al mundo exterior, puesto que era un hombre sensible, generoso y honrado. Repetidamente, con la encantadora franqueza propia de Yorkshire, me decía cuánto se alegraban él y su familia de mi noviazgo con Stephen y prometía con sinceridad ayudarnos en todo lo posible. Como es lógico, se sentía afligido por el diagnóstico de la enfermedad de su hijo y, pese a que le complacía nuestro matrimonio, su formación médica le obligaba a adoptar un punto de vista estrictamente ortodoxo y pesimista. Mi padre, que había encontrado por casualidad información sobre un médico suizo que afirmaba que podía tratar las afecciones neurológicas mediante una dieta controlada, se había ofrecido a pagarle a Stephen un viaje a Suiza para que siguiera el tratamiento. Con la dudosa ventaja de sus conocimientos médicos, Frank Hawking tachó de infundadas las afirmaciones del suizo. Él, por su parte, solo podía advertirme de que la vida de Stephen sería corta, al igual que su capacidad de mantener una relación conyugal. Asimismo, me aconsejaba que, si queríamos tener familia, no lo pospusiéramos, pues aseguraba que la enfermedad de su hijo no era hereditaria.
La madre, que me confió su convencimiento de que los primeros síntomas de la enfermedad de Stephen se habían manifestado en forma de una afección desconocida cuando tenía trece años, también opinaba que yo debía estar bien informada de los espantosos cambios que cabía esperar que se produjeran a medida que la enfermedad degenerara. Sin embargo, si los únicos tratamientos disponibles se tildaban, acertada o equivocadamente, de disparatado curanderismo, yo no veía qué sentido tenía destruir mi posible optimismo natural con una letanía de siniestras profecías sin el menor consejo paliativo. Le respondí que preferiría no conocer los detalles del pronóstico, porque amaba tanto a su hijo que nada me disuadiría de casarme con él: crearía un hogar para Stephen, una vez descartadas mis anteriores ambiciones personales, que eran insignificantes en comparación con el reto que ahora afrontaba. A cambio, con toda la inocencia de mis veintiún años, confiaba en que Stephen me querría y me animaría a satisfacer mis propios intereses. Confiaba asimismo en que cumpliera la promesa que había hecho a mi padre cuando pidió mi mano: que no me exigiría más de lo que yo razonablemente pudiera hacer, ni tampoco se convertiría en un lastre para mí. Ambos habíamos prometido a papá que yo terminaría los estudios universitarios.
Los planes para la boda avanzaban con celeridad, acompañados de numerosos viajes entre Saint Albans y Cambridge y de las desavenencias típicas de las bodas en todas partes: Stephen, apoyado por su padre, se negaba a llevar chaqué, mientras que mi padre y mi hermano insistían en mantener un estilo apropiado. Stephen se negaba igualmente a ponerse un clavel en el ojal, ya que los consideraba chillones y vulgares, aunque a mí me recordaban a España por su color y fragancia. Las rosas proporcionaron una solución de compromiso satisfactoria. Mi padre opinaba que ninguna boda estaba completa sin unos cuantos discursos, lo cual desagradaba a Stephen, que se negó en redondo a decir nada. La cuestión de las damas de honor se planteó y quedó sin resolver, lo que dejó un hueco que, llegado el momento, llenó hábilmente Edward, quien entonces contaba nueve años, como improvisado paje. Por suerte se acordó, sin que se oyeran voces discrepantes, que nos casaríamos en la capilla de Trinity Hall, cuyo capellán, Paul Lucas, oficiaría la ceremonia. La víspera del servicio religioso del jueves 15 de julio habría una modesta ceremonia civil en el Shire Hall de Cambridge, ya que los colleges no estaban autorizados a celebrar bodas y las veinticinco libras que costaba un permiso especial del arzobispo de Canterbury se consideraron un gasto innecesario. Habiendo elegido a propósito un local pequeño, ahora teníamos dificultades para acomodar a todos los invitados. Hubo que eliminar de la lista a algunos amigos y parientes, y enviar a otros a la galería del órgano.
En medio de esta confusión, yo batallaba con Napoleón III, la Comuna de París de 1871 y los exámenes finales de francés. Poco antes de la boda, Stephen asistió a su primer congreso sobre relatividad general, que aquel año, para comodidad nuestra, tuvo lugar en Londres. Yo lo acompañé a la recepción oficial del gobierno, celebrada en Carlton House Terrace, donde conocí a un buen número de los físicos que más tarde desempeñarían un papel importante en su carrera: Kip Thorne, John Wheeler, Charles Misner, George Ellis y dos científicos rusos. Con muchos de ellos trabaríamos una amistad duradera. Fue en aquel congreso donde los relativistas del mundo, entre ellos Stephen, sintieron por primera vez el febril entusiasmo por la investigación de los agujeros negros —en aquella época conocidos con la expresión, más pedestre y menos gráfica, de «estrellas colapsadas»— que no los abandonaría durante décadas.
Tras la boda civil, oficiada el 14 de julio por el secretario del registro entre los archivadores y las flores artificiales de Shire Hall, mi suegra se acercó a mí y, con una sonrisa socarrona, me dijo: «Bienvenida, señora ’awkins, porque así es como te conocerán de ahora en adelante». Al día siguiente, festividad de san Suituno, Rob Donovan, padrino de Stephen, nos guió hábilmente a nosotros y a nuestros seres queridos a través de la ceremonia nupcial y las celebraciones posteriores en los terrenos de Trinity Hall, sin que se produjera ningún contratiempo. Fue toda una hazaña, aunque solo fuera por el número de parientes ancianos y la anchura inmensa del sombrero de Philippa, que, con un superabundante derroche de dedaleras, espuelas de caballero y amapolas, rivalizaba con los jardines universitarios en exuberancia floral. Fue un día feliz, a pesar del cielo gris y la llovizna intermitente. Por fin, a última hora de la tarde, tras la recepción en el salón del college, donde mi padre había dado las gracias públicamente a Stephen por desembarazarlo de mí, Rob Donovan nos llevó a las afueras de Cambridge. Había aparcado nuestro recién adquirido Mini rojo, con la L de conductor novato, en una calle secundaria, bien lejos del alcance de los malévolos propósitos de mi hermano. Me senté al volante y, con Stephen al lado, me separé con cautela del bordillo y puse rumbo a Long Melford, en Suffolk, y al Bull Inn.