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Lo inesperado
Cargèse, en la costa occidental de Córcega, donde se celebraba el congreso, era sin duda la mejor solución de compromiso jamás ideada para los físicos obsesivos y sus jóvenes familias. Mientras Stephen se divertía con la física, los niños y yo disfrutábamos del sol, la arena y el mar centelleante. Algún que otro atentado con bomba y los altos precios mantenían alejado al turismo de masas, por lo que había poca gente en las playas y calas, que además estaban limpias, como en otro tiempo había ocurrido en Mallorca. Cargèse había sido fundada por una colonia de griegos que buscaban refugio frente a la persecución turca en el siglo XVIII. Su presencia todavía era evidente en los apellidos, en los nombres de las calles y en el de nuestro hotel, el Thalassa (mar). La población mostraba con orgullo dos iglesias, una latina y otra griega, en los promontorios que la dominaban. En ambas oficiaba el mismo sacerdote, un domingo en una y el siguiente en la otra. Lucette y yo asistimos al rito griego, fascinadas por el ejemplar despliegue de armonía en la que habría podido ser una comunidad dividida. En las dos iglesias había imágenes de Juan el Bautista; el icono griego era imponente por su nítida claridad bizantina y, sobre todo, por los conmovedores ojos del santo, alargados y oblicuos, que me recordaron mucho los de Jonathan. Pero ni siquiera aquella imagen logró infundirme el valor necesario para hablarle a Lucette de mi amistad con él. Cada vez que intentaba encontrar las palabras, ya fuera en inglés o en francés, se me atascaban en la garganta, atrapadas por los remordimientos ante el menor atisbo de deslealtad a Stephen. La nueva y espléndida relación, que tanto prometía, empezaba a generar dudas. ¿Me vería obligada a vivir en la mentira, a llevar una doble vida?
En una bahía tranquila, lejos de los gritos de los niños, me senté en un rincón entre las rocas y, procurando ordenar mis pensamientos y aclarar mi atormentada conciencia, escribí una larga carta a Jonathan. Le decía cuánto lo echaba de menos y que le agradecería eternamente la luz que había aportado a mi vida, como la luz del sol de Córcega sobre las verdes profundidades del mar. Le decía lo mucho que apreciaba su ilimitada ayuda y hasta qué punto había transformado nuestro hogar al aliviar las tensiones y asumir buena parte de la presión… Pero también le decía que yo no podía correr el riesgo de hacer daño a mi familia; que ante todo me debía a Stephen y mis hijos; que, puesto que Stephen y yo habíamos vivido tantas penalidades juntos, no podía romper mi matrimonio cuando él, más indefenso que un niño, me necesitaba como nunca. Apoyada en una roca caliente, con las olas rompiendo a mis pies, me preparaba para lo peor. En el fondo de mi corazón sabía que no tendría nada de sorprendente que, tras reflexionar durante su estancia en Austria, Jonathan concluyera que la relación con la familia Hawking presentaba excesivas dificultades físicas y demasiados problemas emocionales. Sería una decisión comprensible.
Los recuerdos de Córcega se desvanecieron con rapidez una vez que regresamos a casa, pero aquellas semanas nos habían dejado un recordatorio duradero. Cuando aquel otoño tomé las riendas de la vida cotidiana de Cambridge, empezó a parecerme cada vez menos probable que Jonathan quisiera volver con nosotros, y la perspectiva de un reencuentro feliz desapareció en la niebla junto con la menguante luz del sol de septiembre. A medida que los días se acortaban y el aire se volvía más frío, estudiaba con angustia las fechas del calendario, pues comenzaba a sospechar, con asombro y desconcierto, que tal vez estuviera embarazada. Hacía cierto tiempo que había dejado de preocuparme por la anticoncepción, dado que me parecía que era poco relevante y que no hacía más que aumentar las dificultades. Pero en cada una de las horas de vigilia y en muchas de las de insomnio por las noches fue abriéndose camino la certeza de que, en el descuidado abandono del clima mediterráneo, había cometido un error. Por muy apasionadamente que quisiera a mis hijos, me aterraba la perspectiva de cuidar de otra personita, que dependería por completo de mí en una situación que me exigía esfuerzos insoportables, sin contar con la ayuda de Jonathan. Bastante extraordinario era que él hubiera aceptado servir de puntal de la familia ya existente, como había hecho durante casi un año. Que acogiera a otro pequeño Hawking, cuando no tenía hijos propios ni posibilidad de tenerlos mientras siguiera con nosotros, era inconcebible. Me resigné a perderlo y, con él, a perder toda esperanza para el futuro. Volvería a estar sola.
Acababa de confirmarse el embarazo cuando Stephen se marchó a un congreso en Moscú. Como yo ya sufría bastantes náuseas y mareos, mi madre accedió a acompañarlo en mi lugar. Don estaba fuera con su padre, en un merecido descanso de todas aquellas tareas que realizaba con suma diligencia. Al aproximarse el invierno en Cambridge, las heladas garras del oscuro invierno interior del que yo casi había escapado empezaron a reafirmar su presa. Escribí a Jonathan para contarle lo del niño, desolada por la certidumbre de que la carta equivalía a una despedida, un brusco final a aquellos pocos meses de recuperación y maravillosa felicidad platónica. Ignoraba si había regresado del curso de verano en Austria y no esperaba respuesta. Durante un tiempo no supe nada de él, pero al final me contestó. Me pedía disculpas por haber tardado tanto en asimilar la noticia y en hacerse a la idea. Declaraba que su compromiso con nosotros no había cambiado. Si bien no sabía nada sobre recién nacidos, no dudaba que yo necesitaría su ayuda más que nunca y estaba dispuesto a ofrecérmela.
Gracias a que Jonathan ayudaba mucho con Stephen, los niños, las tareas domésticas e incluso la compra, me fue posible avanzar, aunque a trompicones, en la tesis, a pesar de que tenía que disputarse mi tiempo con la música y las citas en el hospital. En noviembre, en la primera visita al hospital, de pronto fui consciente de la realidad de aquel embrión de catorce semanas, una criatura misteriosa y etérea que susurraba el mensaje de su existencia a través del medio clínico de un nuevo invento científico: la ecografía. Después de realizarme las pruebas habituales, los médicos me pusieron cables y, cuando estuvieron satisfechos con lo que encontraron, me preguntaron si me gustaría escuchar a mí también. El susurro rítmico del diminuto corazón —que palpitaba muy deprisa, sobre el fondo de los latidos del mío, más lentos y sonoros— resultaba tremendamente conmovedor y creó en mí un vínculo profundo con aquella vida nueva que oía pero no veía. Era como si el niño me llamara mediante la música de su corazón. Y así, mucho antes de su nacimiento, empecé a encariñarme con aquella presencia invisible y pronto quise a la criatura tanto como a Robert y a Lucy.
La música acompañó a la gestación durante todo el invierno. Jonathan, encargado de los entretenimientos por designación propia, solía traernos entradas para conciertos, muchos de los cuales tenían lugar en el recién inaugurado auditorio de la universidad, a solo cinco minutos de casa. Nos sentábamos en el escenario al lado de los intérpretes, a la vista del público, porque no había otro sitio para sillas de ruedas. Muchas veces los artistas —músicos ilustres, desde Menuhin a Schwarzkopf— retrasaban su salida tras los aplausos del público para acercarse a saludar a Stephen. En casa yo cantaba siempre que podía: practicaba mi repertorio para la primera actuación pública. El niño respondía con alegre gratitud pateando con fuerza al ritmo de la música. Ensayábamos con dos objetivos musicales: por un lado, mi participación en el Festival Concurso de Cambridge, en marzo; por otro, un concierto benéfico que daríamos en casa, junto con unos amigos músicos de Jonathan, en febrero. Invitamos a tanta gente como cabía en el salón y, a la usanza de numerosas fiestas de nuestro ambiente, en el intermedio servimos comida y bebida. Después, en un avanzado estado de gestación y en un estado de nervios aún más avanzado, me puse en pie para ofrecer mi primera actuación en público (quitando algún que otro solo en la iglesia). Interpreté dos canciones populares de Benjamin Britten y un par de canciones de Fauré; las mismas con las que competiría en el concurso. El público se mostró amable y receptivo y al marcharse dejó generosos donativos para nuestras dos causas benéficas: la investigación sobre la leucemia y la Asociación de la Enfermedad de la Motoneurona, fundada hacía poco, que tenía a Stephen como representante de los pacientes. Mucho tiempo atrás, cuando le habían diagnosticado la enfermedad, nos habían dicho que era muy infrecuente, que se sabía poco de ella y que, como la sufrían tan pocas personas, no había fundamento para crear un grupo de apoyo. Nada de esto era cierto. Gracias a la asociación descubrimos que la enfermedad —también conocida en Estados Unidos como enfermedad de Lou Gehrig, por un deportista que la padeció en los años treinta— estaba en realidad muy extendida. En un momento dado podía haber tantos diagnósticos de enfermedad de la motoneurona como afectados de esclerosis múltiple, que hasta entonces había recibido mucha más publicidad porque el número de supervivientes era mayor. La enfermedad de la motoneurona tenía un desarrollo mucho más rápido —por lo general, de dos o tres años—, lo que distorsionaba las estadísticas y dejaba a los pacientes y sus familias en una situación crítica, sin tiempo ni oportunidad de buscar organizaciones de apoyo o grupos de autoayuda. Al fundarse la asociación, por fin pudo disponerse de algo de información. Así supimos que la enfermedad de la motoneurona podía manifestarse de dos formas: la forma aguda paraliza los músculos de la garganta y precipita una muerte bastante rápida; la forma más infrecuente, la que afectaba a Stephen, se caracterizaba por una parálisis lenta y progresiva de los músculos voluntarios de todo el cuerpo —incluidos, con el tiempo, los de la garganta— durante un período más largo, de quizá cinco años, diez como máximo. Que Stephen siguiera vivo dieciséis años después del diagnóstico, realizado en enero de 1963, lo convertía en un fenómeno médico, tan inexplicable como la enfermedad misma.
Durante los años siguientes Jonathan y yo dimos juntos muchos recitales de repertorio barroco a favor de la incipiente Asociación de la Enfermedad de la Motoneurona en iglesias de toda Anglia Oriental. Así conseguimos recaudar cantidades respetables de dinero y, puesto que Stephen solía ser un miembro destacado del público, la enfermedad y la asociación llegaron a ser conocidas. Como voluntaria local, visité a algunas familias afectadas de la zona, cuya vida había quedado rota por un diagnóstico que las había dejado horrorizadas y desconcertadas, como nos había ocurrido a nosotros años antes. Consideraba mi deber tratar de ofrecerles el fruto de nuestra experiencia. Les explicaba las técnicas prácticas que habíamos ideado para afrontar la situación y les hacía ver que Stephen, el superviviente, era la prueba palpable de que el diagnóstico no tenía por qué representar una condena a muerte si se tenía voluntad para luchar. Actuaba con cautela, pues temía invadir su intimidad al presentar ingeniosas y bienintencionadas propuestas de ejercicios, dietas, inyecciones o vitaminas. Al parecer había en sus vidas un elemento que faltaba en la nuestra y que acabé envidiando: no era derrotismo, sino paz interior.
Debido a la posición de Stephen como representante de la asociación y a mis intentos de ayudar como recaudadora de fondos y voluntaria, volví a enfrentarme a una de las paradojas de nuestra situación. Una vez más nos encontrábamos subidos a un pedestal, donde nos sentíamos aislados. Necesitábamos consejo tanto como cualquiera, pero no podíamos buscarlo porque reconocer nuestras necesidades habría supuesto desmentir la apariencia de confianza de la que otros dependían para levantar su propia moral. No eran muchas las personas lo bastante perspicaces para ver qué había detrás de aquella máscara. Entre ellas se contaban mi familia, Jonathan, sus padres y unos pocos amigos excepcionales.
Poco antes de nacer el niño, tuvimos la suerte de conocer a unos nuevos amigos de sensibilidad comparable: Bernard Whiting, un colega australiano de Stephen, y su esposa, Mary, que acudieron a una de nuestras reuniones musicales. Bernard, un hombre tranquilo y relajado, echaría una mano a Stephen, como había hecho George Ellis en el pasado. Mary, una arqueóloga clásica, realizaba la tesis doctoral y trabajaba en el Museo Fitzwilliam elaborando un catálogo de la amplia colección de gemas. Mary no era una pieza de museo fosilizada. Su cabello, largo y prematuramente gris, enmarcaba unos rasgos juveniles bien dibujados que le daban una elegante distinción, como una madonna de Rafael. Su aspecto concordaba bien con su personalidad, culta y animosa a la vez, con unos intereses que iban más allá de la arqueología y abarcaban el arte, la literatura y la música, en especial la música barroca, de manera que cuando conoció a Jonathan encontraron enseguida temas de conversación.
Debuté en el escenario del Festival Concurso de Cambridge cantando los temas de Fauré y Britten acompañada al piano por Jonathan mientras, entre el público, Stephen nos animaba con su sonrisa. El juez elogió educadamente el timbre de mi voz y, por lo demás, solo se permitió comentar que se daba cuenta de que mi control de la respiración estaba un poco inhibido.
La tesis estaba casi terminada. Solo faltaba la aburridísima tarea de ordenar alfabéticamente la bibliografía y repasar todos sus detalles, por insistencia de mi director. Cada coma, punto y paréntesis tenían que estar en su sitio, pues de lo contrario él no presentaría la tesis. El Jueves Santo, con un gesto imperioso, puse el último punto final en la última entrada de la bibliografía, y así concluyeron trece arduos años de seminarios, investigación, anotaciones, confección de fichas, organización, recopilación, redacción, análisis, notas al pie y referencias.
Al día siguiente, durante los oficios de Viernes Santo, me sentí tan abatida que llegué a llorar. Tal vez fuera una reacción a la fuerza emotiva de aquella conmemoración religiosa en particular y de la música que la acompañaba; tal vez fuera el efecto de haber terminado la tesis; o tal vez echara de menos a mis hijos, que se quedarían con sus abuelos hasta que naciera el niño, al cabo de una o dos semanas. Al día siguiente la melancolía desapareció. La reemplazaron unos síntomas físicos muy intensos, que dejaban bastante claro que el bebé no tardaría en nacer. Pasé la mayor parte de la tarde en el jardín, con Stephen a mi lado, relajándome al sol y recogiendo ramilletes de violetas. Don nos llevó a la maternidad a primera hora de la noche, pero un examen de control reveló pocos movimientos de importancia, de modo que nos mandaron a casa. En el camino de regreso pasamos a ver a Jonathan y nos quedamos a cenar un curry, encajonados como pudimos entre los instrumentos musicales del reducido salón. Como a Stephen y a él les gustaban los curries, muchas veces Jonathan compraba uno ya preparado, sobre todo los domingos por la noche, cuando la cocina, tras siete días de producir comidas de tres platos para cuantos se presentaban, no podía ofrecer más que huevos revueltos. De manera excepcional, aquel fue un curry de sábado por la noche, y era un dopiaza excepcionalmente picante.
Una vez en casa, pasé una noche de lo más incómoda y al amanecer desperté a Don para pedirle que me llevara otra vez al hospital. Dado que Stephen quería estar presente en el nacimiento de su tercer hijo, se habían tomado medidas especiales para acomodarlo en la sala de partos. Joy Cadbury, que presidía la asociación Amigos del Hospital de Maternidad, había tenido la amabilidad de hablar con la comadrona sobre la cuestión de la silla de ruedas. El único espacio lo bastante grande para que cupieran Stephen y Sue Smith —la fisioterapeuta, que acudió a cuidar de él—, más el equipo médico y, por supuesto, yo, era el paritorio, de manera que tuve que pasar el resto del día tumbada en la dura superficie de la mesa de partos esperando el nacimiento. Don, sentado en el pasillo, se asomaba de vez en cuando por la puerta, y Jonathan tuvo el buen juicio de marcharse a pasar aquel caluroso y soleado Domingo de Pascua en la rectoría de sus padres, en el campo. En esas condiciones inclementes, el proceso del parto fue cada vez más lento, hasta que se detuvo. Envié un mensaje a Don diciéndole que podía abandonar tranquilamente su puesto en el pasillo para asistir al servicio matutino en alguno de sus lugares eclesiásticos y, mientras yacía en la mesa de partos intentando colocar el cuerpo en una postura cómoda, me arrepentí de la rapidez con que habíamos acudido al hospital, sobre todo al darme cuenta de que habría podido estar cantando en la iglesia. Bill Loveless, el párroco, tuvo que anunciar la cancelación del interludio musical debido a la ausencia de la cantante, que tenía otros compromisos.
Los diversos intentos de acelerar el nacimiento tuvieron el único efecto de convertirme en un alfiletero humano mientras la mañana dejaba paso a la tarde, y esta a la noche. Don regresó y volvió a irse, esta vez al oficio de vísperas. Mientras él estaba fuera, se desató una crisis: el corazón del feto, aquel latido infantil que me habían permitido conocer meses antes, mostraba preocupantes señales de fatiga. Mientras el equipo médico, dándome la espalda, preparaba los instrumentos de tortura para traer el niño al mundo sin más dilación, me apresuré a concentrar las energías que me quedaban en un empujón todopoderoso, y así nació mi niño de Pascua. Cuando me lo pusieron en los brazos, sentí lástima de él. Envuelto en una vieja manta verde, tenía la cara azul por el baqueteo que había sufrido. Aunque era más grande que Robert y Lucy al nacer, no mostraba la energía con que estos habían saludado al mundo, sino que lloriqueaba desmadejado en mis brazos. Por un instante, absorta en la pequeña criatura a la que ya conocía bien, me olvidé del ajetreo de las operaciones de limpieza que tenían lugar a nuestro alrededor.