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Un número de equilibrismo

La desaparición gradual de amigos de nuestro círculo social no contribuyó a aliviar mi abatimiento. Apenas veía a mis amigos de la escuela y la universidad: o bien se habían marchado al extranjero, o bien formaban familias en otras ciudades. Las amistades de los últimos años se dispersaban: abandonaban Cambridge para ascender en la escala profesional allí donde encontraban trabajo. Rob Donovan, padrino de Stephen en nuestra boda, se había trasladado de Cambridge a Edimburgo con su mujer, Marian, y su hijita, Jane. A partir de entonces nuestro contacto con ellos fue esporádico pero, cuando conseguíamos reunirnos, revivía la fuerza de nuestra amistad, tan alegre y estimulante como siempre.

Los Carter, Brandon y Lucette, con quienes habíamos pasado asimismo muchas tardes de los fines de semana, se habían mudado a Francia con su hija recién nacida, Catherine. Brandon ocupaba un puesto de investigador en el Observatorio de París en Meudon. El Observatorio se hallaba en los terrenos de un château, como el de Cambridge, y tenía magníficas vistas de París. Yo echaba mucho de menos a Lucette por numerosas razones, aparte de que era la única persona a la que conocía en Cambridge con quien podía hablar en francés. Prestigiosa matemática, era inteligente y tenía una gran facilidad de palabra, pero jamás se mostraba pretenciosa. Su sincero interés por las personas y su entusiasta sentido de la familia no eran corrientes entre los académicos de Cambridge con quienes se relacionaba. Aficionada a la música e imaginativa, estaba dotada de un delicado sentido poético. Fue Lucette quien, con su pasión por los árboles, las flores, los colores y los aromas del cementerio de nuestra calle, me dio a conocer a Proust.

El golpe más duro fue la pérdida de los Ellis. Su marcha resultó especialmente dolorosa porque no dejaban Cambridge por otro trabajo, sino porque su matrimonio había terminado. Nos habíamos identificado tanto con ellos que, cuando George y Sue se separaron, dio la impresión de que nuestra propia familia estaba en peligro. Tenían dos hijos pequeños como nosotros, y habíamos compartido tanto que cada pareja formaba parte del sistema de apoyo de la otra. Sue era la madrina de Lucy. Habíamos comprado y reformado nuestras casas, tenido hijos, ido de vacaciones y asistido a congresos casi a la par. George y Stephen habían escrito juntos un libro, The Large-Scale Structure of Space-Time; Sue y yo nos habíamos consultado mutuamente y hecho confidencias en muchas de las crisis de la maternidad y en la lucha por competir con la diosa Física. George y Stephen se parecían en que ambos sabían aislarse de las realidades básicas del mundo exterior y abstraerse de sus respectivas familias sumergiéndose en las profundidades del universo teórico. Las numerosas experiencias compartidas y paralelas habían creado una interdependencia entre los dos matrimonios y, cuando el suyo falló, la solidez del nuestro sufrió una sacudida.

La amistad con aquellas parejas que se marchaban de Cambridge había nacido en circunstancias especiales. Era el producto de los contactos de Stephen en el departamento o en algún college. Él había compartido intereses, por lo general científicos, con los maridos, y yo descubría intereses comunes con las mujeres. Cuando los Ellis se marcharon, aquella íntima amistad a cuatro bandas se fue extinguiendo.

Por otra parte, yo tendía a intimar con personas con las que había un lazo perceptible de empatía; personas con un motivo de aflicción en la vida o un conocimiento especial de las necesidades de los discapacitados. De todas aquellas amistades valiosas, dos en especial, las más leales y duraderas, tenían importantes puntos de contacto con Stephen.

En el equipo de ayudantes de Constance Willis —«las del ejercicio de papá», como decía Robert— había una rubia delgada de aproximadamente mi edad: Caroline Chamberlain. En el verano de 1970, cuando yo estaba embarazada de Lucy, Caroline dejó de ejercer de fisioterapeuta porque esperaba una hija. Como vivía cerca, en el colegio Leys —un internado masculino privado, donde su marido era profesor de geografía—, seguimos en contacto y nos convertimos en amigas íntimas después de que nacieran nuestras hijas. Yo estaba cada vez más concentrada en los problemas de la discapacidad, pues a veces me parecía que una trampa se cerraba sobre todos nosotros, no solo sobre Stephen, sino también sobre los niños y sobre mí. Apenas existía información al respecto y empecé a confiar en los conocimientos profesionales de Caroline para orientarme. Caroline, mujer práctica, jovial y muy sensible, era sumamente consciente de las múltiples dificultades que afrontábamos a cada momento y, a pesar de la presión de ser la esposa de un profesor de internado, hacía todo lo posible por encontrar soluciones, ya fuera una postura más cómoda, algún artículo útil —un cojín para la silla de ruedas o un soporte ortopédico— o la dirección de una organización recién creada que pudiera ser de ayuda.

En la puerta del colegio, tradicional punto de encuentro de las madres, encontré otra amiga fiel en Joy Cadbury, cuyos hijos, Thomas y Lucy, tenían las mismas edades que los míos. La reservada amabilidad de Joy no concordaba con la imagen que yo tenía de una graduada de Oxford. Lejos de exhibir su capacidad intelectual a costa de otros, le quitaba importancia, como si fuera irrelevante en la vida que entonces llevaba. Hija de un médico de Devon, había cumplido su verdadera aspiración —ser enfermera pediátrica— después de licenciarse en Oxford. Joy se tomó muy en serio nuestra situación y siempre estaba dispuesta a ocuparse de mis hijos en los momentos de crisis, a echar una mano con discreción cuando la tensión resultaba abrumadora. No le era desconocida la enfermedad de la motoneurona, de la que tan poco se sabía entonces, porque a doscientas cincuenta millas de allí su anciano padre padecía las fases terminales.

En Devon, no lejos de la casa paterna de Joy, yo tenía otros aliados en mi hermano y su mujer, Penelope. Tras el primer trabajo temporal de Chris en Brighton, se habían mudado a Devon cuando él entró a trabajar en una clínica dental de Tiverton. Con dotes artísticas y un gran interés por las relaciones y el carácter de las personas, Penelope comprendía mi necesidad de hablar de personalidades, influencias y emociones, así como de las maneras en que los seres humanos se comunican entre sí, temas prácticamente prohibidos en la familia Hawking. En Chris y su esposa hallé un profundo pozo de comprensión y aliento; el inconveniente era que vivían muy lejos.

No todos los nuevos conocidos podían brindarme el apoyo que encontré en Caroline, Joy y mis parientes. Algunos de mis nuevos amigos estaban tan marginados como yo, aunque de maneras diferentes. Muchos de ellos necesitaban ayuda y recurrían a mí. En el pasado, desde la atalaya de la enfermedad física, tan patente y definida, que dominaba nuestra vida, muy pocas veces había atisbado otras tragedias. Al madurar empecé a percatarme de las múltiples causas y complicaciones del sufrimiento. Algunas personas luchaban con sus emociones y con la pobreza tras un divorcio traumático; otras se llevaban mal con la familia, o estaban muy lejos de casa. Yo podía contemplar estas situaciones y otras muchas con cierta objetividad y trataba de ofrecer algún consuelo sensato a quienes las sufrían. Paradójicamente, me costaba mucho más abordar situaciones parecidas a la mía.

Unos amigos bienintencionados prometieron ponerme en contacto con una enfermera cuyo marido padecía esclerosis múltiple. Yo estaba deseando conocerla, con la esperanza de que pudiéramos brindarnos el consuelo mutuo de la experiencia compartida. Resultaba difícil incluso mencionar los problemas —la aplastante responsabilidad, la presión emocional, la dolorosa fatiga de criar a dos niños pequeños sin ayuda y, al mismo tiempo, cuidar de una persona con una grave discapacidad que se iba deteriorando ante mis ojos— sin sentirse desleal. Stephen jamás hablaba de la enfermedad, y tampoco se quejaba nunca. Su heroico estoicismo acrecentaba mi sentimiento de culpa por expresar la más mínima contrariedad. Pero la falta de comunicación era lo más difícil de soportar, a veces en mayor medida que el esfuerzo físico y la tensión juntos. Aunque al principio había confiado en que la unidad de propósito, la lucha conjunta de los dos contra las adversidades, sería gratificante, ahora daba la impresión de que yo era poco más que una sirvienta, reducida a ese papel que en los círculos académicos de Cambridge resumía la posición de una mujer. Sabía que necesitaba ayuda —ayuda física y apoyo emocional— para conseguir que mi amada familia siguiera adelante.

Solo una vez reuní el valor necesario para contarle mis penas, con la máxima prudencia, a Thelma Thatcher. Su respuesta, si no un desaire, fue terminante en su severidad: «Jane, te diré lo que siempre digo cuando una situación no se puede cambiar: agradece las cosas buenas que tienes». Eran unas palabras sinceras, y estaba en lo cierto. Yo debía agradecer muchas cosas, principalmente mi familia, el esforzado trabajo de Stephen y su valentía. No era pobre y no me quedaba más remedio que aceptar mi suerte, mantener la fe, trabajar mucho y poner al mal tiempo buena cara…, como descubrí que había tenido que hacer la propia Thelma cuando perdió a sus dos hijos pequeños. Al fin y al cabo, no era desdichada: obtenía una intensa felicidad de los dos hijos más guapos y encantadores que una podría desear: Robert, con su cabello rubio plateado, su lozana cara redonda y los grandes ojos inquisitivos; y Lucy, con su pelo castaño rojizo y la piel, blanca y sonrosada, suave como el plumón de cisne. Solo estaba cansada, exhausta por la falta de sueño, el agotador esfuerzo físico y el persistente sentimiento de inquietud y de responsabilidad. Avergonzada de haber intentado librarme de la carga, me retiré para agradecer las cosas buenas.

Práctica como siempre, Thelma pasó por casa al día siguiente. «He estado pensando, querida, que necesitas más ayuda. Ahora mismo voy a ver a Constance Babington-Smith. ¿Quieres que le diga que te envíe a su asistenta?». La asistenta de Constance Babington-Smith, la bulliciosa señora Teversham, era un tesoro de primera clase, lo mismo que la mujer que la sucedió aproximadamente un año después, la alta y delgada Winnie Brown. Una vez a la semana, nuestro hogar recuperaba el orden y la limpieza. Sin embargo, las labores domésticas constituían solo una parte del problema. Yo seguía necesitando a alguien que me escuchara con empatía, que escuchara pacientemente mis preocupaciones íntimas con comprensión y sin reprimendas. No esperaba que todo se arreglara de pronto con solo agitar una varita mágica, pero sí abrigaba la esperanza de que tal vez aquel nuevo contacto, la mujer con el marido discapacitado, fuera esa persona que me escuchara y respondiera con mayor comprensión que ninguna otra, y que quizá fuera capaz de proponerme maneras de afrontar algunas de las dificultades prácticas de atender más o menos en solitario a alguien con una discapacidad grave. No iba a ser así. Cuando nos conocimos, ella estaba a punto de partir hacia Estados Unidos con una nueva pareja, dejando a su marido en una residencia para discapacitados.

La austera filosofía de Thelma Thatcher, lo de agradecer las cosas buenas, era el único camino razonable que se me abría. Me había comprometido con Stephen. Y al hacerlo me había comprometido a intentar proporcionarle una vida normal. Empezaba a quedar claro que aquel compromiso significaba mantener una fachada de normalidad, por muy anormal que pudiera ser nuestra vida mientras tanto. No tenía intención de incumplir mi compromiso, pero los atisbos de la vida de otros —como el que acababa de tener— contribuían a acentuar, más que a mitigar, el aislamiento que me consumía. Hacía mucho tiempo que habíamos descubierto que no existía ninguna organización ni autoridad médica a la que pudiéramos recurrir en busca de información y asistencia. Pues bien, dado que no había nadie a quien yo pudiera acudir para que me ayudara a encontrar un camino en aquel laberinto de problemas, decidí fiarme de mi propio criterio, apartarme de las personas y situaciones desestabilizadoras, actuar más que nunca como si la nuestra fuera una familia normal, asediada por una dificultad que más valía dejar en segundo plano.