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Una mano tendida

El trimestre siguiente Jonathan comentó que quizá me gustaría unirme al coro de la iglesia, que estaba ensayando fragmentos del Mesías para un concierto con orquesta que se celebraría en Pascua. Como Robert y Lucy ya eran lo bastante mayores para quedarse solos durante una hora delante del televisor a media tarde, participé con unos cuantos feligreses cantores en los ensayos, que tenían lugar los jueves en la iglesia. Para mí, una relativa principiante, la complejidad plástica de los coros de Händel —en los que las ovejas se descarrían con alarmante rapidez y «cada cual va por su camino»— representaba un reto al que me enfrenté con un entusiasmo obsesivo. Al unirme al coro me uní también a la parroquia, cuyos oficios seguían más o menos la forma de los de la Iglesia anglicana que yo conocía desde niña. Pero este era un anglicanismo desprovisto de dogmas farisaicos y de asfixiante pedantería gracias al dinamismo visionario del párroco, Bill Loveless, cuyo apellido (que en inglés significa «sin amor») no podía estar más reñido con su personalidad. Antiguo periodista del Picture Post, actor, soldado y empresario, se había ordenado siendo ya un hombre de mediana edad. Felizmente agraciado todavía con una extraordinaria vitalidad, aprovechaba la experiencia de sus anteriores profesiones —y también sus contactos— en la labor pastoral y en la interminable búsqueda de temas interesantes para los sermones, e invitaba a su foro mensual sobre temas de actualidad a conferenciantes de toda índole: médicos, policías, trabajadores sociales, activistas políticos, etcétera.

Para Bill, el verdadero cristianismo no tenía nada que ver con absolutos, pactos con Dios o castigos divinos. Su único principio rector era un amor apasionado a la humanidad y la afirmación del amor inequívoco de Dios por todas las personas, fueran quienes fuesen, con independencia de sus imperfecciones. El único mandamiento de esa doctrina del amor era el de amar al prójimo. En aquel reino había reposo para los fatigados y los que soportaban cargas pesadas, y en él encontré consuelo. Por fin mi maltrecho ser espiritual empezaba a revivir pero, aunque el regreso a la Iglesia me proporcionaba consuelo, también me planteaba preguntas imponderables: ¿qué se me pedía? ¿Cuán grande era el sacrificio que se me exigía? Las circunstancias en que había conocido a Jonathan, cuando me hallaba al límite de mi resistencia, eran tan extraordinarias —y a la vez tan corrientes— que no podía por menos que tener la impresión, extraña y quizá ingenua, de que aquel encuentro había sido organizado por un poder benevolente que había actuado a través de nuestros buenos y afectuosos amigos comunes. Los dos estábamos solos, éramos muy infelices y necesitábamos desesperadamente ayuda. ¿Era posible que en verdad aquel encuentro formara parte de un plan divino de lo más heterodoxo? ¿O simplemente yo era insensata al pensarlo, e incluso herética e hipócrita?

La cuestión fundamental era qué hacer con aquel regalo caído del cielo. Podía utilizarse de manera dañina, destructiva, con su capacidad de romper la familia en la que yo había puesto tanto de mí misma, si Jonathan y yo contemplábamos, siquiera un momento, la posibilidad de marcharnos y crear juntos un hogar. No bastaría con afirmar que había cumplido mi promesa a Stephen en circunstancias terriblemente difíciles durante un período muy prolongado, porque ese no era un razonamiento viable según las enseñanzas de nuestra iglesia, que tanto Jonathan como yo creíamos que constituían el único fundamento verdadero de la vida humana. El otro camino era el único que podíamos seguir. Aquel regalo especial podía utilizarse bien, en beneficio del conjunto de la familia, de los niños y de Stephen, si él estaba dispuesto a aceptarlo. Esta última opción no sería fácil, ya que requeriría una gran cantidad de rigurosa autodisciplina. Al cuidar de Stephen tendríamos que intentar mantener cierta distancia entre nosotros; debíamos vivir separados y prohibirnos mostrar señales externas de afecto mutuo en público. En principio, nuestra vida social se centraría siempre en al menos tres personas, por no decir cinco, y no en la pareja en exclusiva. El bienestar de Stephen y de los niños sería la justificación de nuestra relación, sin pensar en el futuro. En realidad no había ningún futuro claro para nadie que iniciara una relación conmigo. Si era egoísta por mi parte monopolizar la vida de un hombre joven que ya había sufrido una tragedia, la respuesta era siempre la misma: con su ayuda podríamos sobrevivir como familia; sin ella, estábamos condenados.

Cuando, de modo vacilante, empezamos a admitir la atracción que sentíamos el uno por el otro, Jonathan disipó aquellas dudas asegurándome que en nosotros —en todos nosotros— había encontrado un propósito que lo ayudaba a aliviar el dolor sordo de su propia pérdida. Durante una excepcional visita a Londres, mientras estábamos sentados en una tranquila capilla lateral de la abadía de Westminster, me anunció que estaba dispuesto a comprometerse conmigo y con mi familia, pasara lo que pasara. Aquella promesa desinteresada y conmovedora me sacó del oscuro vacío en que se había convertido mi vida. La relación se volvía más noble y liberadora. Continuaba siendo platónica, y lo sería durante mucho tiempo. La atracción mutua y las emociones incontrolables que amenazaba con provocar se sublimaban en la música que practicábamos e interpretábamos juntos, por regla general en presencia de Stephen los fines de semana y a veces las tardes de los días laborables. Me bastaba saber que había entrado en mi vida alguien con quien podía contar sin reservas.

Al principio Stephen reaccionó con cierta hostilidad masculina hacia Jonathan y trató de afirmar su superioridad intelectual al más puro estilo Hawking, como quizá hiciera ante un nuevo estudiante de investigación. Pero pronto quedó desarmado al descubrir que aquella técnica resultaba inútil, puesto que Jonathan no era competitivo por naturaleza. Con una extrema sensibilidad hacia las necesidades de los demás, respondía con mayor facilidad a la impotencia de Stephen y al encanto de su sonrisa que a la sonoridad de su fama. Stephen se volvió más dulce, más tranquilo, más agradecido, más relajado. Incluso me resultó posible, a altas horas de la noche, confiarme a él como no lo había hecho nunca. Reconoció generosa y amablemente que todos necesitábamos ayuda, en especial él, y que, si había alguien dispuesto a ayudarme, él no se opondría con tal de que yo siguiera amándolo. Yo no podía dejar de amarlo cuando él mostraba de buen grado aquella comprensión y, más importante aún, me la comunicaba. Los pocos días en que a Jonathan lo atacaba el perro negro de la depresión, Stephen me tranquilizaba diciéndome que Jonathan nunca me fallaría. Por lo demás, de la situación, una vez aceptada, apenas se hablaba. Sin embargo, me sosegaba muchísimo saber que podía depositar mi confianza en Stephen.

En un ambiente de colaboración, los tres iniciamos un período de excepcional creatividad. Todavía había veces en que la combinación de mi fatiga y de la innata terquedad de Stephen me llevaba al borde de una crisis nerviosa, pero en general conseguíamos mantener el equilibrio. En el caso de Stephen, parecía que la respetabilidad que le conferían su ingreso en la Royal Society y la medalla papal le garantizaba de forma automática una profusión de otros honores. Mientras continuaba avanzando en el conocimiento del universo, toda suerte de augustos organismos se empujaban unos a otros en su impaciencia por cubrirle de medallas, premios y doctorados honoris causa.

En marzo de 1978, el Caius College, para no quedarse atrás, encargó a David Hockney un retrato a pluma de Stephen. Mientras Hockney bosquejaba y dibujaba en el salón, Lucy, acurrucada en una butaca del rincón, leía y dibujaba. Sin duda al claustro del Caius le sorprendió que el artista la incluyera en la versión final; un amable reconocimiento del entorno familiar de Stephen, que compensaba la formalidad oficial del retrato. El día de la segunda sesión, Lucy rindió su propio homenaje a Hockney. Tomábamos café sentados en el césped aprovechando una breve racha de sol primaveral, cuando de repente salió de casa y empezó a dar brincos sobre una gran pelota saltarina hecha de resistente caucho. Se había subido las perneras del peto hasta la rodilla para mostrar que, al igual que Hockney, llevaba calcetines de distinto color, uno blanco y otro marrón.

Una fría tarde invernal de aquel febrero, Stephen y yo montamos con un distinguido grupo de investigadores en el autocar que se dirigía a la Royal Society para la ceremonia de ingreso del príncipe Carlos como miembro honorario. (Antes de que los autocares dispusieran de plataformas elevadoras para sillas de ruedas, a Stephen había que levantarlo en andas para subirlo a bordo, cosa que hacíamos el conductor del vehículo y yo. Aun así, eso resultaba más fácil que conducir por Londres y encontrar aparcamiento). La ocasión proporcionó a Stephen un motivo de regocijo, un grato recuerdo del antiguo estudiante irreverente, apenas perceptible bajo los atavíos del reconocimiento que recibía del establishment. En la ceremonia, el nuevo presidente de la Royal Society felicitó al príncipe por el patrocinio real de dicha sociedad, fundada, en sus propias palabras, por el homónimo del príncipe, Carlos II, y «continuada por su hijo, Jacobo II». Stephen soltó una carcajada y, en el aparte más sonoro de que era capaz, anunció exultante: «¡Se ha equivocado! ¡Jacobo II era hermano de Carlos II!». En la recepción que siguió a la ceremonia, disfrutó aún más cuando, al mostrar al príncipe Carlos el radio de giro de la silla de ruedas, rozó —o pisó— el bien lustrado calzado real, una maniobra que repetiría más adelante con el arzobispo de Canterbury durante una cena en el Saint John’s College de Cambridge.

Entretanto yo veía por fin en el horizonte atractivos atisbos del final de mi peregrinación intelectual. No me apetecía confesar cuánto había tardado en alcanzar aquel punto, ya que habían sido nada menos que doce años, con dos hijos entremedias. Alan Deyermond, mi director de tesis, había tenido razón al insistir en que me matriculara como alumna de la Universidad de Londres, pues cualquier otra universidad me habría expulsado hacía mucho. Jonathan mostraba por el tema el interés suficiente para alentarme; al final de cada jornada me preguntaba qué había hecho, escuchaba unos cuantos versos y me echaba una mano en la clasificación del fichero y de la enorme cantidad de apuntes, garabateados en trozos sueltos de papel. Aquel interés y un poco de ayuda práctica eran cuanto necesitaba para reforzar mi resolución de cara al obstáculo final: el último capítulo de la tesis, que sería un análisis del lenguaje de la poesía popular de Castilla en la Baja Edad Media.

La lírica castellana estaba llena de vida, de color y de la iconografía medieval: jardines, plantas, frutas, pájaros y otros animales que simbolizaban los múltiples aspectos del amor. Muchos de esos símbolos tenían también un significado religioso y eran comunes al resto de Europa. El jardín encarna los atractivos de la amada, así como las virtudes de la Virgen María. La fuente en el centro es a la vez manantial de vida y símbolo de fertilidad. La manzana es la fruta de la Caída, y la pera, la de la redención divina, pero en el contexto laico ambas son potentes metáforas de la sexualidad. La rosa es el emblema de los mártires y de la Virgen, pero también la imagen más seductora de la belleza sensual de la amada. España crea su propio conjunto de vívidas imágenes, extraídas de su espléndido paisaje. La fruta que prueba la monja infeliz es el amargo limón, mientras que los felices amantes pasean a la sombra de dulces naranjos. El olivar se convierte en el escenario de los encuentros de los amantes. Temáticamente estos poemas forman parte de una tradición ininterrumpida que entronca con sus antepasados galaicos y mozárabes: las cantigas y las jarchas. Las canciones suelen ponerse en boca de muchachas, se repite el motivo de la ausencia del amado, los amantes se reúnen al amanecer y la madre es una figura constante.

Aprovechando minutos y medias horas sueltos en los días laborables, la escritura empezó a fluir con una facilidad desacostumbrada. Los sábados y domingos por la tarde también comenzó a fluir el canto. Yo atacaba con voracidad todo lo que Nigel, mi Svengali personal, me ponía delante, ya fuera Schubert, Schumann, Brahms, Mozart, Britten, Bach o Purcell. Gracias a Stephen, adquirí rápidamente mi propia biblioteca musical, ya que me colmó de volúmenes y volúmenes de música como regalos de cumpleaños y de Navidad. A veces me invitaban a cantar un solo en la iglesia. Al principio el pánico escénico era aterrador, pero con el tiempo y la práctica acabó remitiendo y entonces mi voz, que Nigel había trabajado concienzudamente para convertirla en un instrumento, me sorprendía incluso a mí misma. Yo producía aquel sonido, que sin embargo apenas guardaba relación con la voz, leve e insegura, con que hablaba. Era un sonido fuerte y confiado; la voz de otra persona, serena, segura y firme.

Aquella primavera mi hermano Chris y su esposa, Penelope, pasaron un fin de semana en casa con su hijita y les presenté a Jonathan como un nuevo amigo. No me pidieron cuentas de una situación que ni yo misma sabía explicar del todo y fueron un público receptivo y agradecido de unas cuantas canciones. Después Penelope hizo un comentario sobre el ambiente que reinaba en el salón aquel domingo por la tarde; dijo que era mágico, como si una paz y una calma inmensas hubieran invadido la casa. Aquella reconfortante observación incrementó mi confianza en mi nueva amistad. Chris simpatizó con Jonathan y, antes de marcharse, me llevó aparte para decirme que le parecía una persona maravillosa e hizo especial hincapié en sus magníficos ojos bizantinos. Más tarde me telefoneó desde Devon. Charlamos durante largo rato acerca de mi situación y de cómo estaba cambiando. Me dio un consejo que me llegó muy adentro. «Durante muchos años has gobernado sin ayuda tu barquita por un mar inexplorado y tempestuoso —me dijo. Y añadió—: Si hay alguien a mano dispuesto a subir a bordo y guiar ese barco hacia un puerto seguro, debes aceptar cualquier ayuda que te ofrezca».

Mis padres conocieron a Jonathan aquel verano. Como de costumbre, se mostraron reticentes a expresar su opinión, que solía manifestarse en sus reacciones más que en palabras. En este caso se comportaron como si Jonathan formara parte de nuestra vida desde que tenían memoria. No se anduvieron con ceremonias, ni tampoco hicieron ningún comentario sobre la presencia habitual de Jonathan en casa. Este, por su parte, tuvo el tacto de ceder el piano a mi padre, cuya pasión por Beethoven había despertado en mí el amor a la música. Mientras papá tocaba vigorosamente la Appassionata y mi madre manejaba la aguja, reemplazando los botones que se habían caído desde su última visita y reparando los puños y las costuras descosidos, Jonathan hablaba a mamá de las virtudes de los instrumentos antiguos y de su campaña en defensa de la interpretación musical auténtica. Cuando conocimos a sus padres, le comenté a mi madre lo maravillosos y amables que eran. Ella me miró con cierta sorpresa. «Bueno, ¿y qué esperabas, tonta? —me dijo—. Unas personas que tienen un hijo como Jonathan por fuerza han de ser maravillosas. ¿Cómo podrían ser de otra manera?».

Al final del verano nos despedimos con ganas de volver a vernos en otoño. Jonathan se marchó a Austria para asistir a un curso de verano sobre el Barroco, en el que también daría clases, y nosotros partimos hacia Córcega en compañía de Don. Ahora que los niños crecían y yo recobraba la confianza en mí misma, el miedo a volar se disipó un poco. El viaje en avión ya no encerraba la temida amenaza de la separación de unos seres diminutos y dependientes; antes bien, ofrecía la atractiva promesa de unas vacaciones en el Mediterráneo, en una isla de habla francesa. El hecho de que coincidieran con un congreso de física no impedía disfrutarlas. En realidad, representaba la solución de compromiso perfecta, puesto que Stephen y sus colegas se dedicarían a lo que más les gustaba —la física—, mientras sus respectivas familias gozaban de las mejores vacaciones en la playa, a un tiro de piedra del centro de congresos. Me hacía especial ilusión volver a ver a los Carter, pues tenía la intención de confiarme a Lucette. Con su comprensión intuitiva de las personas y las relaciones, sin duda me ofrecería consejos acertados y prudentes.